TAN SOLO DOS días después de la visita de la nueva abogada, sucede aquello que llevo tiempo deseando, pero de lo que en realidad no me atrevía a tener esperanzas.
Me dicen que recoja mis cosas. Es algo que se hace rápido. Luego me sacan a través de las puertas de seguridad, me devuelven al mundo. Me resulta surrealista coger el metro para ir a la ciudad; ver a toda esa gente que tiene el mismo aspecto que antes, que es igual que antes.
Por fin podré volver a ver a mis hijos. Mientras estaba presa tuve que intentar pensar en ellos lo menos posible, era la única manera de sobrevivir. Ahora, cuando ya están a mi alcance, me resulta imposible pensar en otra cosa, es como si no soportase pasar ni un segundo más sin ellos. Casi echo a correr durante el último tramo antes de llegar a casa. Me siento feliz y emocionada, sí, pero también tengo miedo, más de lo que fui capaz de admitir ante Victoria cuando nos despedimos.
Durante todo el tiempo que he estado en prisión provisional solo he visto a los niños una única vez, y tan solo durante diez minutos. Su padre se mantuvo en segundo plano, todo el tiempo con la mirada clavada en mí, como si fuese peligrosa. Permaneció con los brazos cruzados, sin sonreír, sin decir una palabra. Cuando me dieron permiso para hacer llamadas telefónicas, resultó imposible dar con ellos, y ellos tampoco me llamaron a mí.
Mi marido tiene muchas facetas positivas, o las solía tener, antes de que ocurriese todo esto. Si entre ambos conseguimos encontrar una manera de coexistir, yo podría ver a los niños todos los días. Parece poco realista, pero sería capaz de aguantar lo que fuera si tan solo pudiese verlos, darles un abrazo.
El primer contratiempo con el que me topo es que la casa está a oscuras y cerrada. No hay nadie todavía. Saco el llavero, introduzco la llave en la cerradura, o más bien intento introducirla. No funciona, debemos de tener una cerradura nueva.
Me siento y espero que ninguno de los vecinos pase por delante y me vea en las escaleras, sin poder entrar en mi propia casa.
Cuando Victoria presumió de que su picapleitos estaba enamorado de ella, yo me había imaginado a un hombre. Resultó ser una mujer elegante y bien vestida, con el cabello tan largo como el de la mismísima Victoria.
Se presentó como Marion Høivoll y me hizo contarle todo lo que le había narrado a Victoria, e incluso darle más detalles. Permaneció concentrada todo el rato, con los codos descansando sobre las rodillas, inclinada hacia delante, mientras me miraba sin pestañear a los ojos y me escuchaba.
—Espera —dijo presionándose las sienes con las yemas de los dedos, como si tuviese un ataque de migraña. Permaneció así durante un minuto, quizá dos, mientras yo ni siquiera me atrevía a moverme ni a abrir la boca.
—Creo que entiendo cómo lo ha hecho y cómo podemos demostrarlo —dijo—. Tiene que ver con los cabellos, los ha debido de colocar allí.
Qué contenta me puse cuando se marchó, llena de nuevas esperanzas. Eso fue hace tan solo unos días, y ahora, que estoy sentada en las escalera esperando, parece que aquello quede muy lejos.
Cuando por fin aparece mi familia, estoy tiritando de frío. Los tres niños salen desordenadamente del Tesla que compré para la familia el primer año que trabajé en el hospital, aunque en realidad no me lo podía permitir.
—Hola, cariño —digo tendiendo los brazos hacia mi hijo mayor; noto que las lágrimas están a punto de desbordárseme detrás de los párpados.
Mis hijos. Por fin.
El niño apenas me mira, tiene los ojos tristes. La más pequeña empieza a correr hacia mí, pero su padre la detiene.
—Quieta —dice, y abre la puerta con llave—. Niños, entrad en casa. Yo voy enseguida.
Los niños entran corriendo. Nosotros permanecemos a un par de metros de distancia el uno del otro.
—Por favor —digo—. Tienes que dejar que los vea, estoy en mi derecho.
—Escúchame bien —responde él, impaciente—. Aquí ya no hay nada tuyo.
Me estalla un pitido agudo en los oídos. Esto es peor de lo que me temía. Los niños están ahí dentro, tan cerca, pero aun así fuera de mi alcance. Ya los he perdido. Sin embargo, intento hablar con calma, no mostrar el pánico que siento.
—También son mis hijos —digo—. La casa nos pertenece a los dos.
—Sugiero que eso lo consultes con tu abogado —responde él—. Pero de la custodia te puedes ir olvidando.
—Por favor —imploro—. Escúchame…
—Márchate ahora mismo —me interrumpe—, si no quieres que llame a la policía.
Luego entra en la casa y cierra de un portazo. En la ventana del salón, entre las cortinas de lamas verticales que compré yo, vislumbro cómo la más pequeña se pega al cristal unos segundos antes de que alguien la aparte bruscamente.
Nació dos semanas más tarde de lo previsto y, a pesar de ser mi tercer parto, fue necesario inducirlo. La amamanté durante más tiempo que a los otros, durmió con nosotros durante más tiempo. Antes de que me detuviesen, solía tumbarse encima de mí en el sofá por las noches, mientras veíamos la tele. Quería estar cerca de mí todo el rato. Lo que más le gusta es disfrazarse con mi ropa, hacerme trenzas en el pelo, preparar bollos, todas esas cosas que ahora parecen estar tan cerca y a la vez tan lejos.
La puerta está cerrada con llave, comienzo a golpearla. No sirve de nada, es probable que lo único que consiga es que los niños se asusten. Dios mío. Ya no estoy encerrada, sino que me han desterrado. Es una sensación mucho peor.
Todo lo que esperé poder hacer, con lo que soñé y lo que añoré mientras estaba en prisión ahora parece del todo inalcanzable.
¿Qué voy a hacer? ¿Debo arrastrarme y pedirles ayuda a mis padres? ¿O a mis hermanos, aunque ellos seguramente también estén furiosos conmigo? Justo en estos momentos no me apetece experimentar su rabia.
Tal vez pueda acudir a uno de los zulos secretos de la ciudad: refugios, fábricas abandonadas y destilerías, el tipo de sitios en los que pasé bastante tiempo durante mi adolescencia. Han pasado muchos años desde entonces, pero lo más probable es que algunos de ellos sigan existiendo. ¿No llegué a esconder una pistola en alguna parte? ¿Dónde pudo haber sido? ¿En la vieja fábrica de salchichas?
En realidad, debería emplear todas mis fuerzas en averiguar cómo puedo recuperar mi antigua vida, aunque sea una pequeña parte. Al menos para poder ver a mis hijos.
Sin embargo, no soy capaz de dejar de pensar que Clara Lofthus estará en su enorme mansión. Le ha arrebatado la vida a Haavard, a mí me ha despojado de la mía y, para colmo, es la ministra de Justicia de este país. Realmente, la justicia no existe.