ES MI SEGUNDA conferencia gubernamental.
Antes de empezar, el ambiente parece mucho más jovial y relajado de lo que podría indicar la cantidad de trajes de chaqueta y títulos profesionales reunidos aquí. Pero cuando la primera ministra se aclara la voz y decreta que es hora de empezar, una sensación de gravedad se apodera de la sala.
Todos carraspean, se enderezan y abren las carpetas que tienen delante, donde guardan los informes que ya han pasado por consulta pública.
Esta mañana me he levantado a las cuatro, tras pasar una mala noche, para leer todos los documentos en profundidad.
Suelo funcionar mejor y sentirme más despierta por las mañanas, cuando el resto del mundo todavía duerme, mi cerebro acaba de abandonar el sueño y yo me tambaleo desde el dormitorio hasta el despacho y pulso el botón de la cafetera.
Tras el espectáculo en la plaza del Palacio Real, la carta, el maniquí y una horrible noche rascándome sin parar, ahora solo me siento desconcentrada y cansada.
El asunto número cinco a tratar es el borrador de la disposición sobre los asuntos relacionados con secuestros infantiles del Ministerio de Infancia y Familia. La primera ministra dice lo mismo que suele decir cuando introduce cada asunto; que nos ha llegado un informe y que está bien.
Alzo la mano. La primera ministra me mira sorprendida, pero asiente.
—A mí esta propuesta no me impresiona especialmente —digo.
—¿No? —dice la primera ministra.
Su tono es todo menos alentador, pero no tengo intención de dejar que me desanime.
—Es demasiado flojo, apenas modernizará la práctica que tenemos hoy en día —continúo, haciendo una pausa retórica—. En un par de puntos incluso es peor que la disposición actual. Se presenta como un avance sin que en realidad lo sea. No entiendo por qué el ministro de Infancia y Familia no va más allá.
Observo que el secretario general del Gobierno me mira consternado; el rostro de la primera ministra se ensombrece y los demás ministros sonríen regodeándose, pero ahora no me queda más remedio que finalizar mi intervención.
—Creo que esta área estaría mejor en el Ministerio de Justicia, un ministerio de peso. Allí recibiría la atención que merece. Si quieren, puedo profundizar un poco…
—Gracias, Clara. Pero me temo que debemos seguir adelante —anuncia la primera ministra sin mirarme—. Además, te recuerdo que el ministerio de Justicia no hizo ninguna observación al respecto durante la consulta pública.
Durante un par de segundos se hace un completo silencio, lo único que se escucha es la pesada e irritante respiración del ministro de Administración Local. Clavo la mirada en mi carpeta y no digo nada más. La primera ministra carraspea y sigue adelante con la agenda.
Luego me encierro en mi despacho y me siento con la cabeza entre las manos. Me arde la sangre bajo la piel. Asistir a esa conferencia me ha hecho sentir impotente y humillada. Ahora también estoy furiosa.
Yo era con toda probabilidad la única en aquella sala que realmente quería lograr algo, y he tenido que quedarme sentada y soportar que me ridiculicen por ello.
Había aceptado el ofrecimiento de ser secretaria de Estado, y luego ministra, para conseguir cambiar las cosas, para procurar que lo que le sucedió a Lars no les suceda a otros niños. Por eso estoy aquí, maniobrando en medio de este revuelto de gente inútil. La primera ministra y sus títeres se van a enterar, voy a enseñarles cómo se hace algo que marque la diferencia de verdad, y no las maniobras pusilánimes propuestas por el ministro de Infancia.
Llamo a Vigdis, no tengo fuerzas para levantarme y salir a verla.
—Quiero que convoques de inmediato a la secretaria general del ministerio —le digo antes de colgar.
—¿Querías verme? —pregunta Mona cuando entra en mi despacho diez minutos más tarde.
—Cierra la puerta —digo sin usar fórmulas de cortesía—. Y siéntate.
Ella asiente, se instala en una de las sillas que rodean la mesa de reuniones y la gira hacia mi escritorio. No me he sentado a la mesa con ella a propósito.
Soy la ministra. La secretaria general acude a mi llamada y yo permanezco sentada tras el escritorio de ministra. Así deben ser las cosas a partir de ahora.
—Asistí a la conferencia gubernamental de hoy —repongo—. No fue bien.
—¿No? —contesta, aguardando.
Es posible que ya le hayan advertido sobre mi metedura de pata. A los secretarios generales siempre se los informa de esas cosas antes o después.
—La nueva proposición de ley que presentó el ministro de Infancia y Familia carece por completo de contenido. Yo dije lo que opinaba, que la propuesta era un cascarón vacío y que convendría trasladar el área a mi ministerio.
Mona hace una mueca, se dispone a decir algo. Alzo la mano.
—Todo eso es lo que pienso —continúo—. Pero no debería haberlo dicho en ese momento ni en ese lugar, ni de esa manera.
—En efecto —dice de forma engreída.
—Ahora me pregunto por qué no me orientaste como es debido antes de la conferencia.
—¿A qué te refieres? —pregunta, sorprendida.
—Sabes que soy nueva, sabes que no conozco todos los códigos, que la ley sobre la infancia se iba a tratar hoy y que no comentamos nada en la consulta pública. Sabes, además, que este es un tema que me apasiona.
—Sí —repone.
—Por lo que deberías haber atado cabos y haberme advertido —declaro—. Esto no puede volver a suceder, ¿entendido?
Unos segundos de silencio.
El rostro de Mona luce pálido y rígido, y observo que tiene ganas protestar, pero al final asiente.
—De acuerdo —dice, y se pone en pie.
—Espera —intervengo—. Siéntate de nuevo. Voy a encomendarte una misión. Debes preparar la propuesta de ley que Munch congeló para una nueva consulta ministerial. Cuanto antes.
—Escucha —dice Mona, inclinándose hacia delante—. Eso es complicado por varios…
—Es una orden —la interrumpo—. Y ahora puedes irte.
Se levanta y sale del despacho sin pronunciar una palabra más.
UNA HORA MÁS tarde, Vigdis coloca tres rebanadas de pan crujiente con queso marrón y una taza de té delante de mí, sin que yo se lo haya pedido. Cuando asumí el cargo de ministra, pensé que no iba a recurrir a ella para ese tipo de tareas. Munch lo había hecho y era algo me producía vergüenza ajena. Yo, al menos, sería capaz de prepararme el almuerzo.
La realidad es que no tengo tiempo para nada, y que cada vez tengo que pedirle a Vigdis que se encargue de más asuntos. Hoy lo ha hecho sin que yo se lo haya pedido.
Ella es mucho más que una empleada subordinada. No hay nadie que sepa más de lo que ocurre en los numerosos pasillos y despachos del ministerio que la secretaria administrativa de la ministra. Además, pocas personas, si es que las hay, están más enteradas de mis quehaceres.
—Gracias —digo—. ¿No te vas a casa todavía? Es tarde, ¿no?
—Sí, me voy ahora, si te parece bien —dice Vigdis.
—Estupendo —le digo dando un mordisco a la primera rebanada sin apartar la vista de los documentos—. Gracias por todo.
El vigilante de seguridad pasa por el despacho a saludar, primero una vez, luego otra, sin parecer muy sorprendido. Seguramente haya visto a otros ministros trabajando hasta altas horas de la noche, y lo volverá a hacer.
Todos los miembros del Gobierno tienen una carga de trabajo que no es posible sacar adelante siendo una sola persona, independientemente de lo mucho que delegues o del buen uso que hagas de la administración pública. Sin embargo, algunas carteras ministeriales son más amplias y tienen más peso que otras. La que a mí se me ha concedido se encuentra entre las más pesadas de todas. Sigo pensado en la metedura de pata en la conferencia de la mañana, me avergüenzo de haber medido mal mi reacción, de haber perdido el control y haber hecho el ridículo. De haber quedado como una aficionada. Pero al menos he conseguido bajarle los humos a Mona.
Así deben ser las cosas de aquí en adelante. Es la única manera de que logre cambiar algo.
Durante mis años como técnica administrativa, e incluso cuando era secretaria de Estado, siempre ha habido algo que me ha hecho sentir que estoy por encima de todos los demás, sí, que soy mejor que ellos. He gozado de más respeto del merecido.
Ahora, en cambio, estoy con el agua al cuello. Los demás ministros, la directora general de la Policía, Mona, mi propia cúpula política, ninguno siente ningún respeto hacia mí. Debo hacer que eso cambie trabajando aún más duro. Así que no puedo apagar el ordenador e irme a casa, tengo que redactar correos electrónicos y hacer anotaciones en informes y borradores, acabar todo lo que no me da tiempo a hacer durante la jornada ordinaria de trabajo.
«Mil gracias, Åsa», le escribo a mi suegra, que ha cancelado la cita que tenía con sus amigas para ir al teatro y se ha quedado más tiempo en casa. «Intentaré evitar que ocurra con demasiada frecuencia», añado, y agrego un corazón, algo que jamás se me ocurriría hacer normalmente. «Me quedo a dormir en la habitación de Nikolai si te parece bien», me escribe de vuelta. «Por supuesto», respondo.
Me alegra que se quede a dormir, así no tengo que apresurarme para regresar a casa.
Cuando acabo de enviar una larga e intrincada petición a uno de los departamentos especializados y estoy tan cansada que los ojos se me cierran, alguien carraspea en la puerta. No he escuchado pasos, me sobresalto. Entonces me topo con la mirada azul de Stian, que me observa fijamente.
—¿Eres tú? —digo, y suelto una carcajada—. Pensé que era el vigilante otra vez. ¿Qué haces aquí?
Se apoya de forma desenfadada contra el marco de la puerta y señala su reloj, mirándome con severidad y negando con la cabeza.
—Recoge tu abrigo —dice—. Nos vamos a casa.
—Entiendo que tú quieras irte a casa, pero yo aún no he acabado por aquí…
—No soy yo —dice—. Yo estoy de guardia toda la noche. Eres tú.
—¿Cómo? —pregunto, me siento aturdida. «Eres tú.» ¿A qué se refiere con eso?
—Se acabó el tiempo —dice—. No puedes seguir. Que sigas aquí a estas horas no es bueno ni para ti ni para los niños ni para tu suegra…
—Se va a quedar a dormir, de hecho —digo.
—… y tampoco para el día que te espera mañana. Así que recoge tus cosas, vamos.
Hay algo en su voz que hace que le obedezca. Me levanto, cierro el portátil, me dispongo a sacarlo de la estación de acoplamiento.
—No lo vas a necesitar hasta mañana por la mañana —comenta.
Niego con la cabeza, aunque dejo el ordenador en su sitio.
—Como ordene el señor —digo, y cierro la puerta del despacho.
Cuando nos dirigimos hacia el ascensor tengo la sensación de que sus dedos me rozan la espalda, de una manera muy ligera, pero con determinación.
No puedo evitarlo. Me gusta.