LA TARDE SIGUIENTE me recoge, tal y como hemos acordado, delante del edificio R5 a las cuatro, mucho antes de la hora a la que suelo regresar a casa.
A la promesa que me había hecho a mí misma y a Stian la noche anterior, la de tomarme los fines de semanas libres, se le suma que estoy harta de todos los imbéciles con los que me ha tocado desperdiciar el día, y ya he abusado bastante de mi suegra por una temporada.
—¿Recuerdas a la mujer que te acosó frente al palacio el día de tu nombramiento? —comenta Stian, mirándome por el retrovisor—. Resulta que es una fanática antiabortista que te reprocha la ley vigente del aborto por el simple hecho de ser la ministra de Justicia actual. Y no, no tiene lógica ninguna, pero así son las cosas. Creo que la hemos dejado fuera de juego por una temporada. En cualquier caso, no debes preocuparte por esa persona en concreto.
—Bien —digo—. Gracias.
Me giro y miro a través de la ventanilla. El otoño todavía resulta hermoso, con su explosión de colores. Este fin de semana intentaré ir a correr una o dos veces, como solía hacer antes.
He corrido durante treinta años. Empecé después de que muriese Lars con las subidas y bajadas junto a la cascada, iba hasta el refugio de los pastos de verano y volvía. Aquellas salidas para correr eran tanto un castigo como un consuelo. Si hubiese sido otro tipo de persona, tal vez habría empezado a fumar porros detrás de las gradas del campo deportivo, o habría cogido el autobús hasta el pueblo para emborracharme, tambalearme a través de los bosques con una botella en la mano y dejar que me tumbasen tras unos arbustos y abusasen de mí. O podría haber iniciado una destrucción sistemática de mi cuerpo con una ingesta indecente de azúcares y grasas trans para que se inflase hasta que todos los sentimientos y los contornos hubieran desaparecido.
Yo jamás hice nada de eso. Yo respiraba. Corría. Respiraba. Lo he hecho todos estos años. Hasta ahora.
Durante las primeras semanas como ministra no he tenido tiempo. Lo único que existe es el trabajo. A veces dispongo de unos breves instantes con los niños. Una copa de vino o dos con Axel, que últimamente me ha bombardeado a mensajes para invitarme a salir a cenar, o para venir a preparar la cena en mi casa, o que vaya yo a la suya. Parece que comer es lo único que importa en la vida. Una noche dejé que me preparase una pizza. Estuvo bien, pero no tengo tiempo para esas cosas muy a menudo. «Lo siento, estoy muy liada ahora» , le escribí anoche. Es cierto, pero quizá podría invitarlo a casa este fin de semana, a los niños les gustaría.
Lo que más ilusión me hace es ver a mis hijos, preparar tacos, leer con ellos y no volver a mirar el teléfono hasta que estén acostados, con independencia de lo que diga el servicio de seguridad de la Policía sobre que hay que estar pendiente del móvil a todas horas.
Saldré un par de veces a correr y, por lo demás, dedicaré el fin de semana a estar con ellos.
El lunes me pondré en serio con la tarea que inicié la tarde anterior, cuando puse en marcha a Mona con mi propuesta de ley. Este período, y esta silla, voy a aprovecharlos todo lo que pueda. Voy a llevar a cabo cambios reales, a saldar las cuentas después de la desastrosa gestión de Munch. Mi período de prueba, el primer mes, ha acabado. El verdadero trabajo comienza ahora.
—Buen fin de semana, Clara —dice Stian cuando me abre la puerta del coche.
—Buen fin de semana —respondo con una sonrisa.
Cuando atravieso la verja, echo un vistazo al reloj. Las 16.30. Los niños seguramente estarán en el sofá, bebiendo un batido de chocolate mientras se encuentran inmersos en algún juego de la tableta.
—¿Hola? —digo al abrir la puerta.
El pasillo está oscuro y silencioso. Sus zapatos y mochilas no están.
—¿Hola? —repito, asomándome a la primera estancia. Está vacía, en silencio. Subo las escaleras, entro en sus habitaciones. Hay juguetes por todas partes, libros que deberían haber sido devueltos a la biblioteca, platos sucios que deberían estar en el lavavajillas, edredones arrugados, viejos peluches con los que ya no juegan. Los niños no están.
Bajo otra vez a la cocina, me sirvo un vaso de agua. Quizá se hayan quedado en el descampado jugando al fútbol con su amigo Olav, o quizá se hayan ido a casa con él, pero ¿sin avisar? Voy a llamar a Axel para preguntárselo.
Son niños. Es viernes. No tienen deberes ni actividades a las que asistir. Tengo que ser tolerante. Evitar regañarlos y enfadarme.
Cuando me giro de nuevo y, de espaldas al fregadero, le doy un último trago al vaso de agua, la veo. La carta. Sobre la mesa de la cocina.
Durante un breve instante pienso que es una notita de los niños. Sin embargo, los niños de ahora no escriben cartas, sino que envían mensajes. Ahora me acuerdo, además, de la carta que encontré hace un par de días al volver de la cena en el Palacio Real. Aquella carta que decidí ignorar y olvidar para que me importase una mierda. Levanto el folio, empiezo a leer y siento que me va a estallar la cabeza.
Mi mano tiembla y se agita, y el temblor se propaga a la carta, que se me cae; la recojo, vuelvo a leerla.
Esto no puede ser verdad. Esto no puede estar pasando.
Hay alguien que sabe todo lo que haces, serás castigada.
Más información llegará después. En este período no debes hacer nada. Lo más importante: no debes contárselo a nadie.
Si quieres volver a ver a tus hijos, debes guardar silencio. Si no lo haces, morirán.
La redacción resulta extraña, seguramente la hayan escrito con la ayuda de Google Translate, pero entiendo el mensaje. Al fin y al cabo, cumple con su cometido: hace que me cague de miedo, literalmente. Salgo corriendo al cuarto de baño. Vacío los intestinos, siento un cosquilleo en las manos, en la cabeza, por todas partes, como si fuese a desmayarme. Empiezo a hiperventilar, me subo los pantalones, empiezo a dar vueltas, me tropiezo y caigo al suelo.
Mi boca emite unos sonidos que no soy capaz de reconocer.
Mis hijos. Mis niños, tan hermosos y valientes.