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CLARA

 

 

 

DESPUÉS DE UNA hora intentando garabatear febrilmente en el papel y trazar mapas mentales y listas de sospechosos y pistas, como imagino que haría un investigador policial, arrugo los folios y los tiro.

Entro corriendo al cuarto de baño otra vez, me arranco la ropa para ponerme un sujetador deportivo, unas mallas y una camiseta vieja. En el pasillo me ato mis zapatillas de correr favoritas y me coloco los auriculares en los oídos y el móvil debajo del sujetador; paso de llevarme el teléfono de ministra. No es por ahí por donde esa gente contactará conmigo, si es que lo hacen.

Luego salgo a correr. Después de pasarme horas en el baño, vaciar el estómago, tener temblores y autolesionarme, no me quedan fuerzas. Además, una madre con dos hijos secuestrados no debería salir a correr, lo entiendo, pero tengo que hacer algo . Necesito reiniciar el cerebro de alguna manera, formatearlo. Y esta es la única manera que conozco, aparte de volver a coger el cuchillo y cortarme de nuevo, y eso no puedo hacerlo, no debo. Lo he deseado tantas veces, y aun así he sido capaz de contenerme. No puedo empezar ahora, porque cortaría sin parar hasta que no quedase nada.

Voy corriendo hasta el lindero del bosque, empiezo el escarpado ascenso donde suelo calentar caminando. El ácido láctico hace acto de presencia de inmediato, me bloquea los músculos, pero continúo a pesar de que me arden los pulmones y el cuerpo.

En el lugar donde suelo detenerme y bajar la velocidad, me lanzo y aprieto todo lo que puedo. En vez de contenerme, me impulso, ignoro el dolor en los pulmones, los muslos y las pantorrillas, las partes que se agarrotan y me arden. No llevo conmigo la linterna frontal, la oscuridad me rodea, no veo por dónde voy, pero conozco el terreno y, en cualquier caso, no me importa, simplemente lo doy todo. Es como si corriese en el interior de un túnel oscuro, el dolor me retumba en los oídos. A veces me tropiezo con raíces y piedras y estoy a punto de caerme.

Andreas. Nikolai. Sus nombres resuenan con cada pulsación, como pequeños estallidos, como el crepitar de las bengalas que suelen encender en Nochevieja. No puedo perderlos como perdí a Lars, no lo soportaría.

El dolor que me he autoinfligido ha desatado una especie de ligereza, soy ágil como el viento, ligera como el bebé que una vez fui, etérea como el algodón de pantano y el plumón de pájaro, liviana como el peso de la nada; soy la nada, vuelo hacia delante y todo desaparece a mi alrededor. Lo único que queda es la sensación de volar que he perseguido desde que era niña.

Mis niños, tan diferentes y sin embargo tan unidos, como el día a la noche y la noche al día. Deseo con todo mi corazón que estén juntos, que hallen consuelo el uno en el otro hasta que los encuentre.

Andreas fue el primero en nacer, el primero en abrirse camino por el canal del parto de manera natural; vio la luz del día media hora antes que su hermano, al que hubo que extraer de nalgas. Siempre ha ido a la cabeza, es más avispado que Nikolai, más despierto que cualquier niño de su edad. Jamás se lo he dicho, una decisión consciente y de la que ahora me arrepiento. Hay tantas cosas que debería haber dicho, tantas cosas que debería haber hecho.

Andreas heredará algún día la granja que tenemos en mi pueblo natal. Deberíamos haberle puesto el nombre de mi padre, pero este se negó en redondo, nunca le ha gustado su nombre. En su lugar recibió el de Andreas, el nombre de su abuelo paterno.

Corro intensamente y a gran velocidad todo el trayecto hasta casa. En cuanto entro por la puerta, me desplomo en el suelo y permanezco ahí durante mucho rato; veo todo a través de una bruma roja y titilante.

Tras lo que parecen varias horas, sin tener la menor idea del tiempo que en realidad ha transcurrido, me levanto con dificultad y vuelvo a sentarme con papel y un bolígrafo. Debo pensar de manera clara y racional. ¿Quién tendría un motivo? ¿Quién quiere hacerme daño? Ahí es por donde debo empezar. Garabateo algunos nombres. Personas del trabajo. Munch, por ejemplo. Escucho su voz hablándome al oído, grave, amargada, la manera en que pronunció «zorra». Resentido. Vengativo. Sí. La cuestión es si está lo bastante trastornado como para secuestrar a dos niños.

Aun con dudas, anoto el nombre de las familias de los maltratadores de niños de los que me encargué esta primavera, aunque en realidad no creo que ninguno de ellos pueda haberme descubierto.

Al cabo de un rato, apoyo la cabeza entre las manos, gimo, noto lo cansada que estoy. Tengo que comer algo, pero no hay nada en la nevera. Voy al congelador por si queda alguna pizza congelada. Tampoco hay nada allí, solo una bolsa de gambas; tendrá que servir.

Doy vueltas por el salón, intentando organizar mi cerebro, igual de mareada que cuando intento redactar correos electrónicos en el asiento trasero del coche oficial. No sirve de nada, no soy capaz de articular ningún pensamiento coherente.

Al final desisto y subo las escaleras, entro en el dormitorio, me acuesto bajo el edredón, me acurruco como una bola. Tengo que intentar desconectar, quizá dormir un par de minutos para despertarme con la mente más centrada y más clara.

Jamás me acuesto en la cama durante el día. Jamás. Es algo que me recuerda demasiado a mi madre. Incluso cuando los niños eran pequeños y dormían la siesta en el carrito, yo intentaba emplear el tiempo en hacer algo útil, sin importar lo agotada y al borde del desmayo que estuviese.

El silencio que reina en la casa me recuerda al que había cuando Lars se fue a vivir con Agnes y Magne, y más tarde murió. Silencio y vacío. El reloj de la cocina, con las agujas que se movían lentamente. Tic, tac. Tic, tac. Al final mi padre tuvo que descolgarlo. Todavía soy incapaz de soportar ese tipo de relojes de pared.

Todo regresa en este momento.

Solía llevar a Lars en brazos a todas partes, señalando cada cosa que veíamos y explicándole lo que era. Flor. Lars. Vaca. Establo. Tractor. Rampa del granero. Hierba. Papá. Mamá. Árbol. Carretilla. Gato.

Mi padre me había enseñado todas las palabras y ahora yo se las enseñaba a mi hermano. Cuando empezó a caminar lo llevaba de la mano, le enseñé a montar en bicicleta. Veía los programas infantiles con él en la tele, le contaba cuentos, le cambiaba las sábanas cuando se hacía pis en la cama y le dejaba dormir conmigo cuando él quería.

Jamás le conté a mi padre cómo fueron las cosas después de que se marchase, no quería causarle más dolor del que ya sentía después del Líbano.

De repente mi madre decidió mudarse y llevarse a Lars consigo. Al principio no me lo podía creer. Lo consideraba mío, fui yo quien se había encargado de él mientras mi padre estaba fuera, yo era quien lo cuidaba, a ella no le importaba. Le dije que no se lo podía llevar. Ella simplemente se echó a reír, sacudió la cabeza y dijo que también me fuese con ellos. Yo no quería, no podía. Tenía que quedarme en la granja, con mi padre. Berreé, chillé, intenté retenerlo. Fue imposible. Es eso lo que no soy capaz de olvidar, que se lo llevó y que se rio de mí.

Él se fue y yo me quedé.

Después de su muerte jamás volvimos a hablar de Lars. Ninguno podía soportarlo, aunque eso no significaba que yo no pensase en él. A veces podían pasar diez minutos, treinta, quizá una hora sin que pensase en él, pero jamás un día entero. Además, oía su voz, sobre todo en el cementerio. Repetía las mismas palabras, una y otra vez.

«Venga mi muerte», decía.

Cuántas cosas quedaron destruidas entonces. Sin embargo, conseguí construir mi propia vida. Logré un trabajo, una casa, una familia.

Cuando mis hijos nacieron, pensé que empezaría a pensar menos en Lars. Sin embargo, todo lo que veía en ellos me recordaba a mi hermano. Los pañales, los andares tambaleantes sobre el suelo del salón, los pasos fugaces de un lado a otro, con los brazos extendidos, como las palas de un helicóptero.

Los años transcurrieron tan deprisa… Mis hijos dieron el estirón, se volvieron más espigados, más altos. Sus piernas, tan finas como palillos, correteaban por los campos de fútbol de toda la ciudad. Al principio apenas daban pie con bola o conseguían correr en la dirección correcta. Nos reíamos de ellos, Haavard y yo, pero luego fue como si hubiese parpadeado, como si hubiese cerrado los ojos un par de segundos. Cuando los abrí de nuevo, los niños no solo habían aprendido a controlar el balón y a correr en la dirección correcta, sino que también podían regatear y marcar goles.

No pasaba tanto tiempo en casa como debería. Sin embargo, lo peor era que, cuando me quedaba, solo mi cuerpo estaba presente. Mi cabeza siempre estaba en cualquier otra parte. No tenía tiempo para ejercer de madre, el trabajo llenaba mi mente. Era como un cubo de Rubik, pensaba que si giraba y recolocaba las frases, los apartados y los párrafos, acertaría y algo se abriría.

Luego dejé el cubo de lado. Tenía que hacer algo más concreto, tomar cartas en el asunto. Me imaginaba a todos los niños que estaba salvando de los golpes, las patadas y las quemaduras al llevar a cabo mi plan contra sus padres. Sentía que lo que estaba haciendo marcaría una diferencia, pero mi cabeza todavía seguía estando en otra parte.

Tal vez estaba tratando de protegerme a mí misma no estando cerca de los niños, por si se daba el caso de que los perdiese, como había perdido a Lars. Si era así, todo ha sido en vano, ya no me aporta nada, es imposible sentir más dolor del que siento en estos momentos.

Haavard siempre decía que quería hacer un libro sobre cada niño. Allí anotaría lo que decían, cuándo daban sus primeros pasos, cuándo se les caían los primeros dientes. Hablaba de ello sin parar, pero nunca hizo nada. A veces me metía con él por eso. A mí no se me hubiera ocurrido emplear el tiempo en algo así.

Él ya no está, y ahora mis hijos también han desaparecido. Ya no queda nada de nuestra familia. Y no tengo la menor idea de cuándo dieron sus primeros pasos, pronunciaron sus primeras palabras o perdieron sus primeros dientes.

Siempre vamos corriendo a todas partes, ajetreados, con tanto que hacer, tantas cosas urgentes y pendientes; pensamos que tenemos mucho tiempo, que tendremos la oportunidad de hacer lo que realmente importa más adelante.

Y entonces un día nos despertamos y nos damos cuenta de que no es así, de que ya es tarde para hacer lo que deseábamos, lo que de verdad importa.

Estoy tumbada completamente inmóvil en la cama, de la misma manera que solía estarlo mi madre. El edredón casi por encima de la cabeza, las piernas encogidas. Podría pensarse que es un consuelo colocarse en esta posición, que ese es el motivo por el que la gente lo hace, pero todo empeora por momentos mientras estoy tumbada así. La sensación que tengo en el diafragma desde que llegué a casa de que algo arde sin llama o de que un ácido me corroe solo se intensifica.

Ardo. La cama arde. La casa arde. Arde el mundo. ¿Quién se los ha llevado? ¿Y por qué? Lo digo en voz alta: ¿Quién? ¿Por qué?

Intento invocar a Lars, añoro el viento que atravesaba mi cuerpo, el que siempre se produce antes de que ocurra.

Antes, en ocasiones, podía hablar con él, realmente lo escuchaba hablarme, desde el cielo o desde donde esté ahora. Era muy hermoso, pero ha pasado mucho tiempo. No lo he vuelto a conseguir después de lo de Haavard.

«Lars, ¿me oyes? —susurro—. ¿Dónde están los niños? ¿Quién los tiene?»

No me responde. No quiere. Es inútil.

La respuesta a la primera pregunta reside en la segunda, de eso estoy segura. Alguien ha hecho esto para hacerme daño de forma personal, para lastimarme y destruirme, vengarse de mí, o ambas cosas.

¿Quién tiene más motivos para hacerme daño?

Repaso mi lista de nuevo. Es casi seguro que disponga de un océano de enemigos invisibles a causa de mi puesto como ministra, pero ¿y aparte de eso? ¿Quién puede ser, que yo conozca?

Munch, las familias de los que he asesinado y Sabiya.

Sabiya. Tiene sentido. Un niño por otro niño. Dos niños por tres niños. Mis hijos por los suyos.

Es cuando me incorporo en la cama que los veo. En mi mesita de noche, dos teléfonos móviles idénticos, uno con una pegatina del Liverpool, para distinguirlos. Intento encenderlos, pero ninguno tiene batería y tendré que ponerlos a cargar. Lo haré, sin duda. No obstante, alguien ha dejado los móviles aquí a propósito, en un lugar donde saben que los voy a encontrar. Eso significa que es poco probable que estos vayan a aportarme más datos.

Son las nueve, la hora a la que suelo llamar a mi padre, pero no soy capaz de hablar con él ahora mismo, de fingir que no ha pasado nada, de mentir y decirle que todo está bien. Tampoco puedo decirle la verdad.

He decidido obedecer a los que se han llevado a mis hijos. Tal vez no debería, tal vez debería haber llamado a la policía enseguida. Seguramente harían cualquier cosa para encontrar a los hijos de la ministra de Justicia. Pero la única exigencia que me han hecho hasta ahora es que no debo contárselo a nadie; si lo hago, los niños morirán. No me atrevo a arriesgarme a que lo digan en serio. Tengo que encargarme de esto yo misma, al igual que siempre he intentado solucionar sola todas las cosas importantes en mi vida.

Mientras bajo las escaleras para ver si soy capaz de comerme las gambas, le envío un breve mensaje a mi padre para decirle que me duele la cabeza y no puedo hablar hoy. A continuación, pulso «enviar».