«QUE TE MEJORES», le respondo a Clara, pero su mensaje me da mala espina.
Siempre llama cada noche, sin importar las circunstancias. A menudo hablamos tan solo unos minutos, sin embargo, escuchar su voz me hace sentirme menos solo. Entiendo que llama para comprobar si estoy bien, de alguna manera, y me gusta que lo haga.
Incluso lo ha hecho durante los meses que han transcurrido desde la muerte de Haavard. Durante ese tiempo ha surgido algo nuevo entre nosotros. Quizá sea un pequeño resquemor por mi parte a causa de lo que sospecho, pero de lo que no puedo hablar. Quizá se pregunte qué pienso al respecto, no lo sé, jamás ha expresado nada similar.
Haavard era una especie de factor estabilizador: sentía que nada iba a pasarles a Clara y a los niños si él estaba en la casa. Sí, era un niñito de papá que seguramente tenía sus trapos sucios, como suele pasar siempre con ese tipo de tíos; no obstante, estaba ahí, era un buen padre para mis nietos.
Algunas mañanas, cuando me despierto, el recuerdo de Haavard me arde en el pecho hasta que soy capaz de levantarme y ahogar ese sentimiento entre el café y las tareas. A lo largo del día va a mejor, pero por la noche los recuerdos regresan, no importa que encienda la chimenea, lea sobre la guerra o me tome una copa.
En ocasiones es como si lo viese asomándose a la ventana, en la oscuridad. Luego lo escucho caminando por el pasillo, quitándose las botas, entrando por la puerta de la sala. En esas visiones Haavard parece muy oscuro, pero en realidad siempre fue liviano y claro. ¿Me alegraría si apareciese en la sala delante de mí, empapado, venido directamente de la cascada, demacrado y horrible, como un espectro de las aguas, con la misma mirada llena de odio que Agnes adopta cuando habla de Kleivhøgda? ¿O simplemente me asustaría?
Luego está lo del nuevo trabajo de Clara. Es como si hubiese intensificado los pensamientos de Haavard, de los que casi había conseguido deshacerme. ¿Es posible que haya ocurrido algo en el trabajo, algo que ella no quiera que yo sepa? ¿La ha llamado Agnes? ¿O se ha enterado de que su madre ha salido y quiere protegerme de esa información? Ella no tiene ni idea de que yo lo sé.
Joder. Todos estos pensamientos se suceden en bucle.
Entro en la habitación más grande, la que está orientada hacia el oeste, hacia el río, una de las estancias en las que casi nunca estoy. Las camas cubiertas con colchas de ganchillo, las suntuosas mesitas de noche, las jarapas de mi madre que cubren el suelo, antiguas fotos en blanco y negro en las paredes. La habitación permanece igual que cuando mi madre aún vivía. Todo se encuentra cubierto de una fina capa de polvo, pero por lo demás está como siempre.
Entro en la habitación y abro la puerta del pequeño altillo que hay en un lateral y que sirve de trastero. Está a rebosar de cosas: bolsas de basura llenas de ropa vieja, cajas con todo tipo de chatarra que jamás tendré energía para revisar, cajas con decoraciones navideñas. Caos, caos y más caos.
Al fondo del estrecho y pequeño habitáculo, lo más alejada posible de la ventana cubierta con una vieja cortina desteñida y cuyo alféizar está lleno de moscas muertas, hay una caja marcada. «1988.» Paso por encima de una vieja mecedora, me tropiezo y suelto una maldición, pero al final logro acceder a ella, me la coloco debajo del brazo y salgo de la habitación.
En la casa hay siete dormitorios. Yo solo uso uno. Cuando Clara y los niños vienen a visitarme, usamos tres. Tanto que no sirve de nada… Clara o Lars deberían haberse venido a vivir a esta casa con su familia, entonces yo me habría construido una cabañita junto a la vivienda principal, pero el destino no lo quiso así. Lars está muerto y Clara tiene su vida en Oslo.
Llevo la caja a la sala de estar, la coloco en la mesa, la abro y saco diferentes objetos. Historiales médicos, el certificado de defunción, informes policiales, notas, fotografías.
Sé que Clara piensa que jamás hice nada; no es verdad. Reuní toda esta documentación en secreto, me puse en contacto con un abogado, tenía planeado ir a juicio, hablar con el periódico, cualquier cosa con tal de vengar la muerte de mi hijo. Tenía pensado ir a por Magne y Agnes. A por Agnes porque había dejado abandonados a los niños y a los animales mientras yo estaba en el Líbano para salvar la economía familiar, porque se había arrojado a los brazos del mayor psicópata del pueblo cuando regresé, porque se había llevado a nuestro hijo y había dejado que sufriese malos tratos hasta morir. A por Magne iba por todo lo que había hecho, por todo lo que me había quitado.
El accidente de coche que se produjo en Storagjælet cuando Clara tenía doce años lo cambió todo. De repente, Magne había muerto y Agnes estaba ingresada en un psiquiátrico. No me quedaba nadie de quien vengarme. No iba a recuperar a mi hijo, en cambio, me arriesgaba a empeorar la situación de Clara.
Al final lo dejé de lado. Nada de esto ha visto la luz en treinta años. Ahora lo saco todo de la caja, lo extiendo sobre la mesa, cojo un cuaderno pautado y un bolígrafo y empiezo a tomar notas.