ME LLAMA A las 6.37, ya está despierto. Es verdad que tiene niños pequeños, o quizá salga a correr antes de desayunar, tal y como imagino que hacen los tíos como él, igual que hacía yo antes. No tengo ni idea y tampoco me importa.
—¿Sí? —respondo; he salido corriendo al jardín para contestar el teléfono por si hay micrófonos dentro de la casa. Le había enviado el mensaje desde el móvil del ministerio, y ese es el móvil al que llama ahora.
—Clara —dice con la voz algo ronca—. ¿Va todo bien?
¿Cuánto debería contarle? Lo mínimo posible, aunque esté en el exterior, aunque el móvil sea seguro.
—Bueno —respondo—. ¿Crees que podrías pasarte por aquí un rato?
Si hasta este momento no he reparado en lo profesional que es, ahora lo hago sin problema. No vacila, no pregunta, no suspira.
—Estaré allí en quince minutos —afirma.
—Bien —digo. Colgamos.
Cuando aparca en la calle, estoy lista, sentada en el banco que hay fuera. Por si acaso, he dejado todos los teléfonos dentro de la casa.
Se baja de un coche que no he visto antes, un SUV, que debe de ser su coche privado. Cruza la calle con largas zancadas, camina hacia mí.
Algo en él parece muy diferente, seguramente porque no lleva la camisa azul ni la corbata oscura ni el pantalón de traje, solo unos vaqueros azules y una sudadera con capucha de color azul celeste con una gran J y una gran L moradas, y una cazadora de cuero por encima.
Hasta ahora solo lo había visto como una prolongación del coche oficial, del uniforme y de la situación. Él es todo eso, pero también es un hombre, un padre, un ser humano y alguien al que necesito con desesperación en estos momentos.
Stian se dirige de manera apresurada hacia mí, observo que se queda helado cuando me ve la cara.
—Clara —dice con voz cálida, y coloca una mano alrededor de mi nuca con cuidado, de forma ligera, natural—. ¿Qué ocurre?
—Ayer me trajiste a casa —comienzo—. Y tenía tantas ganas de estar con los niños, pero…
—¿Sí? ¿Qué ocurre, Clara?
—Algo… había ocurrido. Los niños no estaban aquí.
—¿No? —dice, y observo que un estado de alerta se activa en su mirada—. Entonces, ¿dónde están?
—No lo sé —respondo.
La conversación vuelve a interrumpirse, pero ahora él no me ayuda a avanzar. Ninguna mano alrededor de la nuca.
—Tampoco volvieron más tarde —continúo, esforzándome por dar con las palabras—. Había una carta sobre la mesa.
Estamos de pie el uno frente al otro y yo mantengo la mirada clavada en el suelo, no soy capaz de mirarlo a los ojos, necesito tomar carrerilla.
—Alguien se los ha llevado, y no puedo decírselo a nadie…
Durante un segundo o dos atisbo un destello de sorpresa o conmoción en su mirada. Desaparece enseguida y de nuevo vuelve a parecer igual de tranquilo.
—¿Quién no te deja que digas nada? ¿Los que están detrás? —dice.
Asiento.
—Pero no puedo con esto yo sola. Por eso te lo estoy contando, pero tienes que prometerme que no se lo vas a decir a nadie más. Si hablo, matarán a los niños…
—¿Han pedido algún rescate? —pregunta.
Niego con la cabeza.
—Lo único que pone es que me llegarán instrucciones detalladas más adelante. De momento, la única demanda es que mantenga la boca cerrada.
—Mmm —musita, y me aterra ver la seriedad de su rostro.
Aunque estoy más asustada de lo que jamás he estado desde aquella vez que Lars me llamó hace treinta años, de alguna forma me he acostumbrado a la idea de lo que está sucediendo, al menos de la forma en la que uno es capaz de acostumbrarse a las cosas más inimaginables.
He empezado a aceptar lo que está ocurriendo, a absorberlo a través de los poros, la piel, la sangre; la certeza de ello ha recorrido mi cuerpo varias veces. He empezado a pensarlo, a sentirlo, a respirarlo, de la manera en que uno absorbe el alcohol o el cánnabis u otras sustancias químicas, y durante un período lo convierte en una parte de sí mismo, en algo que con el tiempo parece más auténtico que la propia persona que uno es, o era, en realidad.
—Tiene que haber alguien que me odia —digo.
Ahora Stian me rodea con el brazo, me abraza, no como un guardaespaldas, un chófer o un policía, sino como un hermano mayor. Para ser una persona tan tranquila, equilibrada, reservada y siempre profesional, resulta extraño que sea tan físico. Lo raro es que no me produce rechazo, sino todo lo contrario, me gusta.
—Clara, los encontraremos, confía en mí.
Entonces me echo a llorar mientras apoyo la cabeza contra su cazadora de cuero durante un momento, antes de enderezarme, secarme las lágrimas con el dorso de la mano e inspirar todo lo profundo que soy capaz.
—Perdona —repongo—. No se lo puedes decir a nadie, ¿me lo prometes?
Alza las cejas.
—Ay, Clara —dice, negando con la cabeza—. Eso es imposible, ya lo sabes. Tengo que involucrar al servicio, a los jefes.
—No me hagas arrepentirme de habértelo contado —le digo—. Van a matar a los niños si se lo digo a alguien.
Me detengo, noto que el pánico y la desesperación se reflejan en mi voz, me siento avergonzada.
—Clara —dice él con calma, como cuando un adulto habla con un niño histérico—. Si hago lo que tú me pides, me quedaré sin trabajo y, según la ley noruega, me estaría convirtiendo en culpable de un delito.
—Lo sé —digo desesperada—. Lo sé, lo sé, pero…
—¿Qué querías que comprobase por ti, por cierto?
—Sus relojes inteligentes —digo—. Han dejado los móviles aquí, pero los relojes no. Se podrán rastrear, ¿no?
Asiente.
—¿Puedes ir a buscar los móviles? ¿Y la carta que te dejaron? Usa guantes, métela en una bolsa de plástico sin usar y me la traes. ¿La has tocado?
Niego con la cabeza, entro corriendo a casa, salgo con la carta en una bolsa de plástico y los móviles en otra, se lo entrego todo. ¿Querrá esto decir que va a ayudarme, de todas formas? ¿Que no he suplicado en vano?
Stian examina la carta a través del plástico con el ceño fruncido.
—Parece que han traducido el mensaje al noruego con algún programa de traducción automática —declara—. Tengo que comprobar si hay algo de especial en el papel o la impresión, y si hay huellas dactilares.
—Gracias —le digo—. Mil gracias.
—Pero, Clara —insiste, indulgente—. Soy policía, un funcionario público. Quiero ayudarte, yo también soy padre, pero no puedo. Tengo que dar parte a las instancias pertinentes.
Se me cae el alma a los pies. No soy capaz de pronunciar ni una palabra. El pánico se me extiende por todo el cuerpo y se manifiesta en forma de punzadas y pinchazos. Es la primera vez que pido ayuda a alguien, y es así como acaba.
—Lo siento —se lamenta, parece afectado de verdad.
Mi cerebro comienza a esbozar una especie de plan inconsciente. No puedo darme por vencida, todavía no. Tiene que haber una manera de llegar hasta él. No puedo mentir, me calaría enseguida. Tengo que decir la verdad.
—Es la primera vez que le pido ayuda a alguien —le digo—. No es algo habitual en mí.
—No —responde, esbozando apenas una sonrisa—. Me lo puedo imaginar.
—Hay algo de lo que nunca hablo —digo, trago saliva—. Tuve un hermano… Cuando él tenía siete años, ocurrió algo.
Me resulta difícil, pero sigo de todas formas, tomo impulso.
—¿Sí? —dice, mirándome atento.
—Mi madre se mudó de repente. Se había echado un nuevo novio, Magne, un profesor y político local…
Me detengo. Magne, con la mirada punzante, la mandíbula cuadrada, aquel repugnante lunar junto a la nariz. De vez en cuando le salía de él un pelo negro que solía arrancar con unas pinzas, y siempre hablaba de extirpárselo.
Carraspeo, me aclaro la voz.
—Magne, de puertas para fuera, era un hombre decente —continúo—. Pero en realidad era el mayor cabrón que te puedas imaginar. En cualquier caso, mi madre se fue. Yo me negué a irme con ella, pero se llevó a Lars, mi hermano pequeño. Al principio venía a vernos a mi padre y a mí los fines de semana, pero con el tiempo dejó de venir, o solo venía muy de vez en cuando. Y él…
Tengo que tomar una pausa. Por suerte, Stian no dice nada.
—Se convirtió en un niño introvertido y extraño, totalmente distinto al Lars que conocíamos. Recuerdo que, en una ocasión, encontré a mi padre llorando en el sofá por la noche, después de que mi hermano se acostase. Había visto a Lars en la bañera, había observado los moratones y otras marcas que tenía por todo el cuerpo. Tras ese episodio, mi padre intentó hacer algo, fue a hablar con los de servicios sociales, pero regresó a casa destrozado. Ninguno de los que en teoría deberían haberlo ayudarlo había querido escucharlo. Todo fue a peor y Lars se volvió cada vez más callado. Al final dejó de venir a casa con nosotros. Según mi madre, era él quien no quería, pero no la creímos. Mi padre repetía una y otra vez que iba a hacer algo al respecto, pero jamás ocurría nada. En realidad, creo que no tenía ni la menor idea de qué más podía hacer…
Una nueva pausa, tengo la boca seca, intento tragar saliva.
—Entonces, un día Lars me llamó por teléfono. Yo estaba sola en casa y me percaté enseguida de que algo iba mal. Me dijo que fuera a verlo de inmediato. Tenía miedo, pensaba que le iban a pegar, pegarle de verdad. Yo también me asusté, salté sobre mi bicicleta y pedaleé tan rápido como pude cuesta arriba para llegar a la granja de Magne. Me di tanta prisa como pude. Sin embargo, llegué demasiado tarde. Lo encontré en el suelo, en casa de Magne, totalmente quieto y azulado. Fue como si yo también hubiese muerto, ¿entiendes? Sé que suena a lo típico que dice la gente, pero es verdad, así fue. Después de eso he observado siempre todo lo que he hecho desde fuera de mí misma…
—Ay, Clara —dice Stian.
—No hubo nadie que los castigase; a nadie le importó, nadie quiso escuchar, nadie quiso ver. Es algo que ocurre a menudo. He dedicado toda mi vida profesional a intentar cambiar precisamente eso.
—¿Siguen vivos? —pregunta—. ¿Tu madre y tu padrastro?
—Mi madre sigue viva —respondo.
Creo que es la primera vez que pronuncio esas palabras. Haavard pensaba que mi madre había muerto. Los niños también. Mis suegros. Axel. Todos en Oslo.
—Magne murió en un accidente poco después. Yo iba con él…
Le cuento lo de Magne y el accidente; no miento, solo le transmito mi verdad, la versión que le di a la policía aquel día hace treinta años: que Magne había bebido y conducía a gran velocidad, se salió de la carretera y se quedó paralizado dentro del coche, y yo no tuve más remedio que salir de allí a nado.
—A lo mejor podría haberlo salvado si hubiese querido —digo finalmente—. Pero lo dejé morir, y me alegré de que ocurriera. ¿Lo entiendes?
Jamás le he contado tantos detalles sobre aquello a nadie.
Stian asiente. Me coge de la mano, que noto todavía rígida y extraña después del incidente con el cuchillo de ayer. Estoy a punto de retirarla con brusquedad, pero resisto el impulso. Llevo un jersey de punto y muñequeras por encima del vendaje, es imposible que descubra lo que he hecho.
—Tenías doce años y estabas muerta de miedo, Clara —dice Stian—. Fue él quien te puso en esa situación. Nadie podía esperar que lo salvases, con independencia de lo que sintieses por él. ¿Comprendes?
Hago un gesto de asentimiento.
—Pero eso hace que todavía sea más grave el hecho de que no he sido capaz de cuidar bien de mis hijos —digo—. Una vez más, he fracasado. Y no puedo soportar más catástrofes, ni mi padre tampoco. Sin embargo, he dejado que esto pasara al aceptar el cargo de ministra, dejarlos solos y negarme a que tuvieran seguridad. Uf… Te acabo de contar cosas que jamás le había contado a nadie antes.
—Gracias, Clara —dice—. Aprecio mucho la confianza.
Tras unos segundos de silencio, prende una pequeña llama de esperanza, hasta que vuelve a hablar.
—Créeme, me encantaría ayudarte sin involucrar a otras personas, tal y como me pides, pero no puedo hacerlo. Sería una irresponsabilidad.
—Vale —me limito a decir, y trago saliva. El pánico atenaza mi cuerpo.
Permanecemos un rato en silencio.
—¿Recuerdas si ha pasado algo fuera de lo común últimamente? ¿Si hay alguien que quiera hacerte daño? —pregunta.
—En realidad hay una cosa —le digo—. ¿Conoces los asesinatos por los que detuvieron a mi marido en verano?
Dice que sí. Por supuesto, está bien informado.
—Una compañera suya, Sabiya Rana… mantenían una relación. Después de que él muriese, ella ha estado en prisión provisional por esos mismos asesinatos. Creo que es culpable. También lo piensa la directora general de la Policía. Sin embargo, la soltaron hace poco por falta de pruebas. Y esa mujer me odia.
—¿No deberías ser tú la que la odiase a ella, más bien?
Ahora es el policía que hay en él el que habla, el que ha sido entrenado para lidiar con muchas más cosas que llevar en coche a una ministra, abrir puertas y sonreír.
—Pues sí —digo—. Pero ella tenía una fijación enfermiza con mi marido. Creo que me reprocha tanto que él se quedase conmigo como su muerte. Está obsesionada con arrebatarme todo lo que es mío. Haavard. Los niños. Sé que suena disparatado, pero es verdad.
—¿Sabes dónde está Sabiya ahora?
—Por desgracia, no —respondo—. No tengo ni idea. ¿Podrías darme solo veinticuatro horas? ¿Por favor?
Niega con la cabeza.
—Tengo que irme. Te llamaré. O te llamaremos.
Todo mi ser grita NO.
No, no puedo quedarme aquí sola horas y horas. No, no puedo soportar la incertidumbre. No, no puedo quedarme aquí sin poder hacer nada útil, sin saber qué ocurre, mientras espero a que aparezca un batallón de investigadores.
Yo, que siempre he estado encantada de estar sola, siento una angustia abrumadora solo de pensar en quedarme aquí, abandonada a mi suerte.
He jugado al azar y he perdido, he revelado mis sentimientos más íntimos sin que sirva de nada.
Él va a involucrar a la policía. Los que tienen a mis hijos los matarán y la culpa será mía, solo mía.