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ANDREAS

 

 

 

AHORA NOS ENCONTRAMOS a cubierto, hace menos frío, pero todavía está oscuro. Además, estamos encerrados otra vez, aunque ahora no se escuchan zumbidos ni hay sacudidas. Todo está en completo silencio.

Tengo tantas ganas de salir de aquí, de ver agua y árboles y todo eso.

Cuando nos acostábamos, papá siempre solía decir que pensáramos en lo más bonito que conocíamos, que nos lo imaginásemos. Yo casi siempre nos imaginaba juntos en el estadio de Anfield, papá, Nikolai y yo, y a lo mejor también Axel y Olav.

Una cosa que nos gustaba tanto a Nikolai y a mí, como a mamá y a papá era hacer caminatas por la montaña, como la excursión de chicos que hicimos un verano. Mamá quiso quedarse para talar algunos abedules que rodeaban la cabaña de los pastos de verano y nadie protestó. Porque, aunque era agradable estar los cuatro juntos, siempre nos sentíamos más relajados cuando estábamos solo los chicos, como solía decir papá.

Hicimos la excursión uno de los primeros días que pasamos en la cabaña, que siempre eran los mejores, antes de acabar hartos de comer salchichas, jugar a las cartas, dormir en sacos y tener poco espacio.

Papá propuso subir a unas lagunas que había más arriba, a una hora de camino. Más que nada fue para agradar a abu, creo, porque siempre estaba hablando de todos los peces que había capturado allí cuando era niño y siempre quería que pescásemos.

Habíamos intentado pescar en el río junto a la granja y en muchos otros lugares, y nunca habíamos obtenido más que un par de tirones, pero aquella vez, de hecho, conseguimos pescar un pez cada uno. Los peces eran pequeños, pero no importó, nos fuimos de allí tan contentos, y papá sacó fotos y se las envió a abu. Cuando nos disponíamos a regresar, incluso vimos una liebre que se alejó brincando.

Me gustaba la idea de que esa fuese «nuestra» tierra, de que nadie más pasase por aquí. A veces nos cruzábamos con alguien, vaya, pero era raro, a lo mejor solo ocurría una vez cada verano. El hecho de que me encantase que fuese así debe de ser algo que he heredado de mamá. A veces parece que no le guste para nada la gente. Papá, en cambio, se abalanzaba sobre las personas que pasaban por allí; les ofrecía salchichas y café mientras mamá lo miraba de reojo, irritada porque hablaba con ellos y les hacía todo tipo de preguntas mientras acariciaba a sus perros y les explicaba por dónde cruzaban los senderos.

Mamá y papá eran tan distintos que era casi imposible comprender por qué se habían casado y tenido hijos, pero ¿a lo mejor todos los adultos son así en realidad? La abuela y el abuelo son completamente diferentes. El tío Axel y Carol tampoco parece que tuviesen nada en común antes de divorciarse.

Cuando estábamos bajando de la montaña, papá nos preguntó si queríamos ir a echar un vistazo al pedregal. A mí no me apetecía mucho. Desde la distancia solo parecía un enorme montón de rocas, pero ya que papá parecía tan ilusionado, acabé diciendo que sí.

Aquel pedregal era lo más chulo que habíamos visto nunca, con grietas alargadas y enormes cuevas donde se podía entrar, con hierba de color verde fluorescente en el suelo, pequeños arroyos, rocas tan grandes como casas y pequeñas lagunas; era como estar en otro planeta muy guay, nuestro planeta particular.

Papá sacó un mapa que le había dado abu, junto a una explicación de dónde se encontraban los mejores sitios para pescar. Una vez, por lo visto, alguien había intentado crear una especie de cantera en ese lugar, y esa misma gente había construido una pequeña cabaña de piedra dentro del pedregal, nos había contado abu. Al parecer, cuando él era joven, los cazadores y otras personas se quedaban a dormir en la cabañita.

Miramos el mapa y, de repente, la localizamos justo delante de nosotros. Era tan pequeña que papá no podía ponerse de pie dentro; Nikolai y yo lo conseguimos a duras penas. Las paredes eran de piedra, y el tejado, y el banco que había dentro también. Todo era de piedra, menos la puerta, que era de madera.

—Es increíble pensar que esto lleva aquí cientos de años bajo las inclemencias del tiempo —dijo papá.

—¿Podemos quedarnos a dormir? —le pregunté.

—Tal vez —respondió—. O bueno, vosotros podéis dormir dentro y yo puedo acostarme en la tienda de campaña en la planicie de aquella gruta de ahí, por ejemplo. Porque los tres no vamos a caber en esta cabañita, eso está claro.

—Qué asco, yo no quiero dormir aquí —dijo Nikolai—. Es enana y está asquerosa.

—Sí, nuestro refugio es un hotel de lujo en comparación con esto —dijo papá. Cuando mamá no estaba cerca, papá siempre decía el refugio, como ella quería. En cambio, cuando ella estaba presente, siempre decía la cabaña, aunque sabía que a ella le daba rabia. Era raro.

Por algún motivo, recuerdo cada una de las palabras que pronunció papá durante esas vacaciones, y todo lo que dijimos nosotros. O a lo mejor solo creo que lo recuerdo todo porque lo deseo con mucha fuerza, porque tengo mucho miedo de olvidar.

Es como si él continuase viviendo en mí. Es de esas cosas que suele decir la gente, pero en realidad es verdad. Siento que él sigue vivo dentro de mí porque todavía lo recuerdo. Pero si un día olvido sus palabras, o su voz, o cómo olía, cómo nos abrazaba y cómo era cogerlo de la mano, entonces desaparecerá para siempre. Eso no debe ocurrir.

Aquel día que pasamos en la montaña, de alguna forma, se ha quedado grabado en mi memoria, al igual que el día que regresó a casa de la cárcel, aunque el primero fuese bonito y el segundo, horrible.

Estaba tan seguro de que papá y yo íbamos a pasar un montón de noches en ese pedregal e íbamos a pescar juntos aún más veces… Nunca va a suceder nada de eso. Y ahora estamos aquí.

—Tengo hambre —dice Nikolai.

—Ya —le digo yo—. Lo sé. Seguro que nos darán algo de comer pronto.