RESULTA MUY EXTRAÑO estar delante del espejo y colocarme la careta de ministra, pintarme la raya y aplicar máscara de pestañas con mano temblorosa de manera que la raya queda torcida e irregular, y pequeños puntitos negros me manchan el párpado superior.
Después traslado algo de polvo de la polvera hasta mi rostro con una pequeña brocha. Normalmente los polvos compactos se funden con la piel, pero hoy el maquillaje parece como si permaneciera sobre la superficie. Durante el fin de semana, la piel se me ha resecado de forma considerable. No me he limpiado el cutis ni me he puesto crema, pero tiene que deberse a algo más. Algo debe de haber ocurrido dentro de mí que provoca que mi piel esté reseca y cubierta de pequeñas escamas.
Saco un pintalabios, me lo aplico sobre los labios pálidos, también resecos. Todavía tengo ojeras y la cara hinchada. En realidad, no importa. He comenzado a maquillarme más después de haber aceptado el cargo, es como si quisiera disfrazarme de ministra, con los trajes de chaqueta y las blusas, pero yo jamás he sido vanidosa. Ahora me importa incluso menos de lo habitual. Sin embargo, el pintalabios al menos hace que parezca que estoy viva.
Me tomo una taza de café mientras espero a Stian, pero no soy capaz de comer nada; solo el café ya me sienta mal, se me revuelve el estómago.
Stian sale a toda prisa del coche, atraviesa la verja y se dirige a la entrada. Yo cojo el bolso y el abrigo y voy a su encuentro.
—Compórtate como de costumbre —susurra, y coloca mi bolso en el coche—. No hables del asunto. Deja el bolso cuando salgas y así podemos hablar un poco más antes de que entres en el edificio. ¿De acuerdo?
Asiento, cada vez más mareada y encontrándome peor.
He empezado a entender lo bien informado que está el servicio de seguridad de la Policía de todo lo que hago, aunque me haya negado a instalar cámaras y a aceptar otro tipo de vigilancia. Pero no están lo suficiente bien informados como para saber qué ha ocurrido con mis hijos; es algo que yo misma les he negado.
No soy capaz de leer los correos electrónicos ni de ponerme al día mientras estoy en el coche. Permanezco con la cabeza apoyada contra el cristal de la ventanilla, observando cómo la ciudad centellea delante mis ojos en el crepúsculo matutino.
Me suele gustar el otoño, el aire fresco, las hojas amarillas y las noches oscuras. Ahora todo eso solo me inquieta, me recuerda a la gran oscuridad por la que deambulo.
Una vez, cuando era adolescente, me metí con la bicicleta en el túnel de una carretera abandonada en el pueblo vecino. El túnel solo se extendía unos pocos cientos de metros, pero carecía de iluminación y yo no tenía linterna. Era imposible ver lo que había delante, detrás, encima, debajo, a la derecha o la izquierda. Tuve que bajarme de la bicicleta y caminar con pasos cortos mientras iba tanteando con las manos para evitar chocarme de cara contra la pared de piedra. El sentido del espacio, del tiempo y de la orientación habían desaparecido. Todo era negro, sin más.
Es justo la misma sensación que tengo ahora, la de que deambulo a través de una oscuridad absoluta, sin rumbo.
—Bueno —comenta Stian ya fuera del coche—. ¿Hay alguna novedad?
—Por desgracia, no —respondo—. Me he estado quieta, tal y como dijiste…
—Clara, esto no puede seguir así —me dice con una expresión triste—. Hoy tengo que dar el aviso. Ya ha pasado demasiado tiempo. Lo he intentado, pero la grabación no nos lleva a ninguna parte. Es una irresponsabilidad por mi parte no haber solicitado ayuda desde el principio.
Yo no digo nada, no soy capaz, me siento paralizada.
—¿Vas a ir al Parlamento después? —me dice mientras alargo la mano dentro del coche para recuperar mi bolso con el móvil dentro.
—Sí —digo—. Pero puedo ir andando.
Solo se tardan cinco minutos desde el edificio gubernamental hasta el Parlamento, y me vendrá bien un poco de aire fresco.
—¿Justo hoy? —pregunta Stian, sacudiendo la cabeza—. No, olvídate de eso. De todas formas, no deberías caminar sola, con todas las amenazas que has recibido, y ahora mucho menos. Te llevo en coche y me quedo esperando.
—Como quieras —digo alzando las manos en señal de rendición.
Mucho tiempo antes de ser nombrada ministra, ya sentía que debía ser la persona que llevase las riendas, que tomase la responsabilidad y estableciese el rumbo. En el trabajo, en casa, en todas partes. Nunca sentí respeto por Haavard, y por Munch, definitivamente, tampoco. ¿Por Mona? Apenas. Mi chófer, sin embargo, irradia tanta autoridad que resulta inútil protestar.
Además, ir caminando no es importante para mí. Ni la política ni ninguna otra cosa es importante para mí ahora que mis hijos han desaparecido y sus vidas corren peligro.
Entro por la puerta giratoria, me dirijo a la zona de seguridad, paso la tarjeta, atravieso el escáner, salgo al otro lado. Casi han transcurrido diez años desde el día en que aumentaron las medidas de seguridad en todos los edificios gubernamentales, el día que cambió todas las rutinas dispuestas alrededor de los ministros y de otras personalidades importantes.
En el ascensor me encuentro con mi propio reflejo: una ministra que no es una ministra, que no es capaz de hacer su trabajo; una madre que no es capaz de cuidar de sus hijos, que ha hecho que su vida sea mucho más complicada de lo que ya era.
Soy un robot que tiene que atravesar estas puertas, que tiene que sonreírle a Vigdis, decirle que sí, que ha sido un fin de semana maravilloso; colgar el abrigo y el bolso, encender el ordenador y abrir el correo electrónico, leer los correos uno a uno y hojear las carpetas que han colocado delante de mí.
Han transcurrido dos días y medio desde que estuve sentada aquí por última vez. ¿Realmente ha ocurrido? ¿Han desaparecido los niños? ¿O está sucediendo solo en mi cabeza? Todo es irreal, como si hubiese fumado demasiado y hubiese perdido la cabeza. Sin embargo, de alguna manera soy capaz de asistir a la reunión matutina, de sentarme a hablar de cosas insignificantes mientras ardo por dentro.
Después entro en el despacho, cierro la puerta, busco un número en la guía telefónica en línea. No aparece nada ahí.
Permanezco un rato con la cabeza apoyada en las manos antes de que se me ocurra una cosa; busco otro número. Ahora sí aparece. Marco. Me responde una voz algo ronca, dice su nombre y «dígame». Suena como si acabase de despertarse.
—Hola, Roger —digo—. Soy Clara, la esposa de Haavard Fougner.
—Ah, hola —saluda—. Enhorabuena por el nuevo trabajo, si es que se le llama trabajo a algo así.
—Claro que sí —repongo—. ¿Te he despertado, quizá?
—No —contesta—. O bueno, sí, he tenido turno de noche, pero…
Parece algo reservado. Una noche que salimos coincidimos con él y estuvimos charlando un rato; aquel día se había mostrado muy parlanchín y risueño. Un tipo algo inflexible, supergay y, por lo visto, un enfermero muy competente.
—Gracias por venir al funeral —digo con tanta calidez como soy capaz.
—Faltaría más —me replica.
—Oye, me preguntaba una cosa —continúo, tomo aliento—. Me gustaría hablar con Sabiya sobre un asunto, he oído que ha salido de prisión. Haavard me dijo que ella y tú erais buenos amigos… Por casualidad, ¿no sabrás dónde la puedo encontrar?
Suspira de forma profunda y teatral.
—Sabiya y tú, no sé, vamos, yo… —vacila—. En efecto, estoy al tanto de algunas cosas. ¿No existe una relación algo complicada entre vosotras?
—Sí —admito.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres de ella?
—Tiene que ver con Haavard —le digo—. Y con mis hijos. Creo que deberían conocerla. No puedo decirte nada más. Tendrás que confiar en mí. Necesito tu ayuda, no como ministra de Justicia, sino como madre y ser humano. A lo mejor yo también puedo echarle una mano a Sabiya en algún asunto…
Se queda en silencio algunos segundos. Luego responde, y ahora su tono es distinto.
—Se quedó aquí, en mi casa, un par de días después de salir en libertad y de que la rechazaran su marido y sus hijos, sus padres y hermanos. ¿Qué te parece? Es horrible. No estoy acostumbrado a tener invitados, pero intenté acogerla lo mejor que pude. Le dejé muy claro que podía quedarse todo el tiempo que quisiese, mi casa no es muy grande, pero donde cabe uno, caben dos, ya sabes…
Ahora se ríe, soltando una risita autocomplaciente.
—¿Eso quiere decir que ya no está contigo? —pregunto.
—Exacto —puntualiza—. Así es. Intenté convencerla de que se quedase más tiempo, pero estaba tan inquieta, como un animal enjaulado, que tuve que dejarla marchar. Si te digo la verdad, no tengo la menor idea de dónde se ha metido. Sabiya tiene un pasado, y también tiene sus demonios. ¿Quizá esté junto a sus viejas amistades, o en un refugio para gente sin hogar? No, la verdad es que no tengo ni idea. Tengo que intentar localizarla pronto.
—De acuerdo —digo, ha llegado la hora de ir al grano—. ¿Tienes algún número de teléfono, por ejemplo? No encuentro nada en internet.
De nuevo una breve pausa, un suspiro teatral, antes de responder.
—Sí, a ver, en realidad es secreto, pero consiguió un móvil con tarjeta de prepago mientras estaba en mi casa —dice—. Creo que ahora solo usa ese teléfono. Espera, que tengo que buscarlo en el móvil.
Unos segundos más tarde vuelve, me dice los números. Los anoto, le doy las gracias y cuelgo; intento llamar al número que me ha dado a través de una aplicación para encriptar llamadas. No hay respuesta. Joder. Escribo un mensaje.
Sabiya.
Soy Clara Lofthus.
Me gustaría verte para comentarte un asunto. Cuanto antes. ¿Puedes?
Si no recibo respuesta, tal vez pueda pedirle a Stian que rastree el número, si es que es posible. No tengo muy claro por qué Sabiya iba a querer encontrarse conmigo, si es ella la que tiene a los niños, pero tengo que intentarlo, no tengo nada que perder. Me levanto, me coloco el abrigo sobre el brazo, salgo del despacho y me detengo delante de Vigdis.
—Me marcho al Parlamento —le digo.
—¿Puedo acompañarte? —me pregunta el asesor soso, está de pie leyendo los periódicos.
Niego con la cabeza.
—No hace falta que me acompañes hoy —le digo.
—Vale —dice, aparentemente indignado, y se da media vuelta.
Solo han pasado unas horas de la jornada y ya estoy exhausta; la falta de avances, la necesidad de fingir mientras el miedo palpita y sangra con cada latido de mi corazón.
El miedo es una ilusión, debo recordarlo. El miedo es una ilusión.
En el vestíbulo del Parlamento se me acerca Erik Heier, con su aspecto juvenil a pesar de tener cincuenta y cinco años y ese modo de caminar errático pero calculado que tiene. Joder. Hablar con él es lo último que me apetece ahora mismo, pero no tengo escapatoria.
Heier es uno de los periodistas televisivos más experimentados, y desde que nos conocimos en la primera cena a la que acudí en el Palacio Real, cuando todavía era secretaria de Estado, ha tenido cierta fijación conmigo. Me invitó a salir, y el perfil que mostró de mí en televisión cuando Haavard murió fue muy profesional.
En aquel momento pensaba que lo tenía bajo control, pero ahora me persigue a todas horas, ceremonioso y molesto.
—Lofthus —dice—. Has construido tu carrera sobre una propuesta de ley para proteger a la infancia, ¿verdad?
—En efecto, es un tema que me apasiona —contesto mientras empiezo a contar hasta diez en mi fuero interno.
—Justo —añade lánguido—. Resulta que me han dado acceso al informe de la auditoría del Estado que saldrá en breve. Muestra un aumento en los casos de violencia infantil y un tiempo de respuesta más largo. Por lo tanto, me gustaría que me comentases qué has hecho tú para detener esa evolución negativa que tanto afecta a los más débiles y vulnerables.
Intento pensar. Normalmente se me suele ocurrir algo ingenioso que decir. Ahora no es el caso. Mi cerebro parece petrificado, como cubierto de resina solidificada. En realidad acabo de asumir el puesto de ministra de Justicia, pero decir eso sonaría demasiado a la defensiva.
Entonces ocurre algo. Me llega un mensaje a mi reloj inteligente.
Ven sola, sin avisar a nadie.
Calle Fredensborgveien, 24. ¿Cuándo?
—Disculpa —musito a Heier—. Tengo que…
Me doy media vuelta y empiezo a caminar hacia los servicios. Me meto en un cubículo, saco el móvil del bolso y tecleo una respuesta a toda prisa. Tengo que actuar antes de que ella cambie de idea y así tratar de obtener una ligera ventaja presentándome allí con rapidez.
Durante estos tres días todo ha transcurrido con mucha lentitud. Es hora de que ocurra algo, de que actúe y no me quede solo esperando. Además, Stian ha dicho que hoy va a dar el aviso. El tiempo se acaba, en todos los sentidos.
«Estaré allí en media hora», respondo.