NIKOLAI ESTÁ SOLLOZANDO otra vez. Y yo que pensaba que había conseguido que parase. Me está volviendo loco.
Solo por el hecho de ser tan blandito y llorar con tanta facilidad todos creen siempre que Nikolai es muy bueno. No lo es. Me quita las cosas, miente sobre mí y me pega cuando los adultos no están mirando; ellos solo ven que yo le devuelvo los golpes. He intentado decirle a mamá, al tío Alex, a la abuela y al abuelo que casi siempre es él quien empieza, pero nadie me hace caso.
Nikolai es como las ovejas multicolores que tiene abu, esas que tienen la lana gris, negra y también un poco blanca. Sin embargo, es como si la gente solo viese lo blanco y pensase que él es así, mientras que yo soy solo negro.
Papá siempre decía que eso es lo que suele pasar con los gemelos. La gente necesita tener una manera de distinguirnos, incluso por cómo somos por dentro. Por eso siempre dicen que «Nikolai es así y Andreas es asá», nos explicó.
Papá era el único que no hacía eso. Nunca habló de nosotros como los gemelos. La abuela, en cambio, dice cosas como «estoy con los gemelos» o «estoy cuidando a los gemelos» todo el tiempo. Me molesta, pues es como si no fuésemos personas, solo gemelos. «Los gemelos» suena como a extraterrestres o algo así.
Desde que papá desapareció, apenas hemos tenido fuerzas para discutir o pelearnos. Es como si necesitásemos estar unidos, lo que en realidad debe significar que esto de verdad es grave.
Una cosa que se le da muy bien a Nikolai es fisgonear. Siempre ha sido muy curioso; lleva revolviendo los cajones de mamá y papá, mirando sus móviles y registrándoles los bolsillos desde que comenzó a ir a la guardería.
Fue él quien dijo que debíamos ir al despacho que papá tiene en casa para ver lo que había allí antes de que mamá lo tirase todo a la basura. Si queríamos quedarnos con algo, debíamos darnos prisa, dijo. Yo no era capaz de comprender cómo podía pensar en esas cosas en un momento así. Estaba muy cansado después de lo que había ocurrido, y tras el viaje en coche de vuelta a Oslo me sentía como si estuviese resfriado y mal de la tripa a la vez.
Aquella misma noche, mientras mamá deshacía las maletas, nos llevamos una caja de nuestra habitación al despacho de papá. Abrimos los cajones del escritorio y sacamos un montón de cosas. Nada de publicidad y cosas del trabajo, sino fotos, entradas de partidos de fútbol que había guardado, cartas escritas a mano.
A papá le gustaba escribir cartas. Por supuesto, tenía un ordenador, pero a menudo escribía cartas a mano. Por lo visto, le había prometido hace mucho tiempo a su abuela francesa que le iba a escribir cartas en condiciones a la gente que le importaba, así que de vez en cuando Nikolai y yo recibíamos una carta por correo.
Escondimos la caja en nuestra habitación, dentro del armario desordenado al que mamá jamás se acerca. Ninguno de los dos soportaba la idea de mirar las cosas en aquel momento, y luego se nos fue olvidando hasta que un día Nikolai me llamó a voces.
—Mira —dijo señalando algo que tenía sobre el regazo, una carta con la letra de papá, que casi siempre era imposible de leer.
Me senté a su lado y juntos empezamos a descifrar lo que ponía. «Querida Sabiya», decía primero.