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CLARA

 

 

 

SABIYA Y YO. Estaba escrito que las dos nos acabaríamos encontrando en algún momento. Dos guerreras, cara a cara. Tengo que verla, averiguar lo que sabe, lo que quiere, si es posible que tenga a mis hijos.

En este momento no puedo hacer otra cosa que confiar en mi intuición, en que sé que lo más probable es que me odie más que cualquier otra persona, y en que salió de la cárcel justo antes de que desapareciesen los niños.

Stian me espera afuera con el coche. Si lo involucro, tratará de detenerme. Quizá ya haya dado el aviso, tal vez haya aprovechado la pausa que ha tenido mientras yo estaba en el Parlamento para hacerlo.

Ahora vuelvo a ser la Clara de antes, la que hace las cosas por su cuenta, la que soluciona los problemas ella misma y no permanece pasiva y a la espera de que alguien la ayude. La cuestión es cómo voy a salir de aquí sin que él se dé cuenta. Hay pasadizos debajo del edificio, como en el edificio gubernamental y en el hospital de Ullevål. Esta ciudad está llena de túneles y pasajes más o menos secretos, como los que los ratones excavan debajo de la turba en el monte, una urbe subterránea que siempre me ha fascinado.

Hace poco participé en una visita guiada a este lugar. Intento rebobinar, recordar por dónde bajamos para acceder a los pasadizos. El recuerdo es difuso y vago, pero creo que debo cruzar el vestíbulo, meterme en un largo pasillo con moqueta, doblar una esquina, alcanzar otro pasillo, bajar una escalera y atravesar una puerta.

La cuestión es si voy a conseguir abrirla.

En cualquier caso, lo primero de todo es cruzar el vestíbulo. Me pongo el abrigo, me coloco el bolso en el hombro, saco el teléfono, me lo acerco a la mejilla, salgo por la puerta de los servicios mientras inclino la cabeza para saludar a un diputado de otro partido que entra y camino con paso decidido por el vestíbulo sin mirar ni a la izquierda ni a la derecha, al mismo tiempo que finjo hablar por teléfono.

Recorro el vestíbulo, alcanzo el otro pasillo y comienzo a descender la escalera.

Miro la hora. Ya han transcurrido casi diez minutos. 11.35. Cuando marque las 11.55, habrá pasado media hora.

Necesito una coartada para ausentarme, así que llamo a la secretaria del Comité de Justicia, con la que me he reunido en algunas ocasiones durante las últimas semanas.

—Soy Clara Lofthus —le digo—. Estoy en el Parlamento y necesito mantener varias conversaciones confidenciales sin que nadie me interrumpa. ¿No dispondrás por casualidad de un despacho que pueda usar?

—Por supuesto —responde, parece aliviada por el hecho de que le pida algo que puede resolver. Me sigue asombrando que la gente esté dispuesta a hacer casi cualquier cosa por mí, solo por el cargo que ostento—. Puedes utilizar el mío, el 2501. Está abierto. ¿Cuánto tiempo necesitas?

—Veamos —digo—. ¿Una hora? ¿Una hora y media?

—Perfecto, me mantendré alejada la próxima hora y media, y me encargaré de que nadie más te moleste.

—Muchas gracias —digo y cuelgo.

Termino de bajar la escalera y me topo con una puerta blanca de acero. Hay un lector de tarjetas al lado de la puerta giratoria que lleva a los pasillos. Claro. Por supuesto que tenía que haber un lector de tarjetas aquí. Joder. Mi única esperanza es conseguir abrir esta puerta. ¿Qué probabilidades hay de que pueda abrirla y cerrarla sin más para acceder a los corredores más o menos secretos? ¿En este lugar, precisamente? En teoría, la probabilidad es ínfima. Sin embargo, creo haber entendido que mi tarjeta debería funcionar en todas las puertas del Parlamento, en caso de que sea necesaria una evacuación y me encuentre sola. Merece la pena intentarlo.

Saco la tarjeta, tomo aliento, cierro los ojos, los vuelvo a abrir, paso la tarjeta. Un segundo eterno. Luego un pitido. La puerta suelta un zumbido. No me lo puedo creer, pero, de hecho, funciona. Me apresuro a tirar de la puerta hacia mí y atravesarla antes de echar a correr por el pasadizo subterráneo, un corredor blanco e impersonal.

Enseguida alcanzo el final del pasadizo. Otra puerta de acero. Otra escalera. Subo.

Emerjo a la calle por la esquina de la pastelería Halvorsens Conditori. Me las tendré que apañar para encontrar la calle que me ha indicado Sabiya sin GPS. Sacó los teléfonos deprisa y los apago. A partir de ahora no será posible rastrearme.

Bajo deprisa la calle y luego giro hacia Øvre Slottsgate. Stian estará esperando en el coche sin sospechar nada. Ha esperado para dar el aviso, me ha ayudado a pesar de que en realidad se negó a hacerlo al comienzo; ha desafiado sus principios y todas las reglas. Debería avisarlo, involucrarlo, pero no puedo. Tengo que hacer esto sola, y tengo que hacerlo deprisa.

¿Estará Sabiya sola también? No lo sé.

No me hago ninguna ilusión en lo que a ella se refiere. Se supone que en el pasado fue una delincuente juvenil, y es escurridiza, astuta y embustera. No tengo la menor idea de lo que me espera, pero es una oportunidad de oro, lo más cerca que he estado de lograr algo. Tengo que hacerlo, llevarlo a cabo, como decía la cancioncilla que cantaban los niños en la guardería: «Hazlo, hazlo, llévalo a cabo» .