ESTO ME RECUERDA a los rompecabezas que Andreas monta con toda la paciencia del mundo mientras está tumbado bocabajo en el suelo. Pero a la vez que él suele esforzarse durante horas y horas, intentando que las piezas encajen, probando primero en un sitio y luego en otro, las piezas de mi puzle pasan volando ante mí a gran velocidad.
Pienso que lo sé, creo que lo entiendo, pero ¿es así en realidad? Al parecer, la fría capacidad de discernimiento que siempre me ha resultado tan útil se ha evaporado en las últimas veinticuatro horas.
Cuando llego al viejo cementerio Krist, cubierto de hojas rojizas, tengo que detenerme un par de segundos, y aprovecho para echarle un vistazo a la lápida y a la antigua cruz que hay junto a la entrada, erigida en conmemoración a la peste que acaeció a mediados del siglo XVII.
Memento mori. Memento mori. Recuerda que morirás.
De repente, se me ocurre que igual no basta con apagar los móviles. El servicio de seguridad de la Policía todavía podría rastrearlos. Debería haberlos dejado en el Parlamento, pero ya es demasiado tarde, y tampoco sé dónde podría haberlos escondido.
Vacío rápidamente el neceser del maquillaje dentro del bolso, meto los dos móviles en el neceser, aparto algunas hojas, lo coloco sobre la tierra y lo entierro. Así está bien. Aquí estarán a salvo durante un rato.
Miro a mi alrededor. No hay nadie. Me levanto, me sacudo el pantalón en la zona de las rodillas y me apresuro hacia la calle Fredensborg.
Algo menos de diez minutos después de haber salido de los pasadizos subterráneos junto a la pastelería Halvorsens Conditori, me encuentro en la dirección que me ha indicado Sabiya. Fredensborgveien, 24, solo a doscientos metros del ministerio.
No he reconocido la dirección cuando me la mandó, pero conozco muy bien el lugar. En su día, esta manzana albergó tanto una escuela de publicidad como el ministerio de la Administración. Mona solía trabajar aquí en la dirección de personal. En una ocasión me contó que lo llamaban «la tragedia personal».
No veo a Sabiya. En realidad no ha dicho exactamente en dónde nos íbamos a encontrar, si fuera o dentro, solo me ha dado esta dirección. Tampoco tengo ningún teléfono para contactar con ella, ya que he enterrado los dos móviles debajo de la cruz de la peste. Es posible que ya hayan descubierto que no estoy en el Parlamento. Quizá hayan activado todas las alarmas mientras yo estoy aquí, esperando a la novia paquistaní de Haavard.
Transcurre un minuto. Dos. Tres. ¿Me ha engañado? Si transcurren diez minutos más sin que aparezca nadie, no tendré más remedio que marcharme, no puedo quedarme aquí.
Mona también me contó que la fábrica de salchichas del abuelo del escritor Axel Jensen, Axel Jensen senior, estuvo situada aquí en sus inicios. Sin embargo, luego la trasladaron al enorme local de la fábrica de cerveza Fortuna o algo así. Por lo visto, Axel junior describe el lugar en varios de sus libros.
Cinco minutos. Seis minutos.
Mona me dijo que era el lugar más raro en el que había trabajado. Ahora es una especie de zona en obras. Lo único que queda entre las grúas y los camiones, los muros provisionales y las puertas, es el gran edificio de cemento blanco que albergaba «la tragedia personal», como un último recuerdo de la fábrica de salchichas. A pesar de todo el desorden, hoy la zona está muerta y desolada; deben de haberse tomado un descanso en los trabajos de construcción.
Siete minutos. Empiezo a sentirme muy inquieta.
Entonces escucho lo que parecen gemidos estridentes, que provienen de la pared de uno de los edificios. Echo un vistazo al sitio de donde procede el sonido y observo que una escalera parece subir desde allí, pero queda prácticamente oculta tras un árbol y algunos arbustos. Justo después de la escalera hay una puerta oscura, apenas visible; debe de ser de ahí de donde provienen los gemidos.
Sabiya está en el umbral de la puerta. Sabiya, que solía cuidar tanto su aspecto, con su piel de melocotón, bonitas ondas en el cabello y pendientes de perlas, femenina y dulce, ahora parece más bien un gato salvaje y sarnoso. Está demacrada, tiene la piel macilenta, grisácea, a pesar del tono dorado natural de su tez. Tiene el cabello grasiento, le cuelga lacio, y tiene un sarpullido en la cara.
Haavard jamás se hubiera fijado en ella tal y como está ahora.
—Clara —dice desde la escalera.
Echo un vistazo a mi alrededor. No hay nadie.
—¿Dónde están mis hijos? —pregunto.
Me mira durante un largo rato, inquisitiva, con una extraña sonrisa que me cuesta interpretar. Es como si la mujer de los pendientes de perlas solo hubiese sido un disfraz del que ahora se ha despojado, que ya no está.
Lo que queda de ella es solo la basura pandillera que una vez fue, y que siempre ha sido en realidad, solo que más mayor, más horrorosa.
—Ven conmigo —dice finalmente, haciendo un gesto con la mano para que la acompañe a través del umbral de hormigón.
Tirito de frío, solo llevo un abrigo de entretiempo de color óxido. Sabiya lleva una chaqueta grande atada a la cintura y parece que vaya vestida con ropa que hubiese encontrado en la trastienda de una tienda de segunda mano.
La puerta se cierra de golpe detrás de nosotras. Se hace una oscuridad total durante un segundo o dos hasta que Sabiya enciende una linterna frontal.
—Ahí abajo —dice, señalando una escalera oscura.
Estoy sola y soy imposible de rastrear, pero no hay marcha atrás, ya es demasiado tarde para arrepentirse. Escucho los ladridos de un perro en la lejanía. Lo que me encuentro cuando desciendo la escalera resulta espectacular incluso bajo la luz tenue de la linterna de Sabiya. En la superficie todo parecía fiable, ordinario y moderno. Aquí abajo existe otro mundo, un submundo que pertenece a otro siglo.
Un universo paralelo a dos minutos del distrito gubernamental.
Gruesas capas de polvo cubren el suelo. Hay telarañas en el techo. Un ratón cruza el espacio frente a mí. Nos encontramos en un pasillo largo y estrecho. Después entramos en una sala enorme, con una serie de cacerolas grandes, quizá para salar carne.
Sabiya es tan menuda que debería resultarme fácil defenderme si me ataca, aunque no esté precisamente en el mejor momento de mi vida. Pero si tiene algún aliado cerca, estaré en problemas.
Hasta aquí no llegan los ruidos de la ciudad que hay fuera, allá arriba. Bajo la tenue luz de la linterna de Sabiya diviso gruesas paredes de ladrillo, vasijas y barriles antiguos. No obstante, vuelvo a tener la misma sensación de aquella vez en el túnel cuando era adolescente: la de encontrarme en medio de una oscuridad absoluta.