—RECONOCES QUE HAS visto a los niños, pero ¿dices que no tienes la menor idea de cómo han podido desaparecer poco después? —pregunto.
—Sí, y es verdad. Iban a reunirse con un periodista, creo. Yo iba a encontrarme con ellos dos días más tarde, pero nunca aparecieron.
Se endereza, me apunta con el arma, le tiemblan los brazos. La pistola se parece un poco a su antigua Glock, pero no puede ser, ya que la otra la tiene la policía. En cualquier caso, eso no tiene importancia en este momento.
—Por Dios, Sabiya, piénsalo bien —digo—. Soy la ministra de Justicia.
—Supongo que eso no te sirve de mucho ahora, ¿no? —comenta con frialdad—. Yo no veo ningún guardaespaldas.
—¿Por qué quieres acabar conmigo? —pregunto—. ¿Qué ganarías con eso?
Me mira fijamente. Sus ojos son como lagunas negras en calma.
Por muy desaliñadas y horribles que sean las pintas que lleva, alcanzo a comprender lo que Haavard vio en ella, ahora que se ha despojado del cabello ondulado, las perlas y todos los adornos superfluos. Ahí está, como una diminuta gema negra, refulgente, llena de odio, furia, voluntad y coraje.
—Ya sabes por qué, Clara. Porque no soporto la idea de que andes por ahí y continúes respirando y viviendo. He perdido a Haavard. He perdido a mis hijos. Lo he perdido todo y tú eres ministra de Justicia. Jamás tendrás que asumir la responsabilidad de tus actos, justo como planeaste cuando mataste a los maltratadores de niños.
Me estremezco. Nadie ha dicho jamás lo que ella está diciendo ahora.
No sé si la pistola está cargada o no. No me apetece demasiado averiguarlo, y sé que tengo que actuar ahora o nunca; apenas lo pienso, solo me dejo llevar por el instinto. Ella es una especie de pandillera juvenil en su viejo territorio y, además, tiene un arma. Es ella o yo, solo puede sobrevivir una de las dos.
Me levanto y con un único movimiento brusco golpeo la pistola para desprenderla de su mano. Aterriza a uno o dos metros de distancia. Entonces me hundo en la nada. Dejo de pensar, me olvido de mí misma, del espacio y del tiempo. Actúo sin más, llevo a cabo aquello que dicta mi naturaleza, aprieto, aprieto, aprieto, hasta que no le queda aire o color o aliento, hasta que deja de luchar contra mí, hasta que se desploma junto a la pared y yo hago lo mismo, hasta que quedo tirada sobre ella.
Se escucha un sonido desagradable cuando su cabeza impacta contra el suelo. Me agacho, lo confirmo. No tiene pulso. Está muerta.
Permanezco de pie un instante antes de lograr recomponerme. Me agacho de nuevo, le quito la linterna, me la coloco en la cabeza.
Es poco probable que muchas personas, si es que hay alguna, bajen a este lugar. Sin embargo, no debería dejarla tirada aquí, tengo que moverla.
En una de las estancias contiguas encuentro un enorme tanque de sal, lo bastante grande como para albergar a una persona. Regreso, agarro a Sabiya por las muñecas y la arrastro hasta el cuarto con el tanque. Su cabeza cuelga lánguidamente. La sujeto por debajo de los brazos. Debe de pesar poco más de cincuenta kilos. Sin embargo, no resulta fácil levantarla a un metro o metro y medio de altura a pulso, desde el suelo, para arrojarla sobre el borde del tanque. Tengo que usar la rodilla como una especie de palanca. Un intento. Dos. Tres. Su cuerpo todavía está caliente entre mis brazos, aunque ya ha adquirido la pesadez de algo muerto.
Al final consigo introducirla en el tanque, de manera que queda tumbada sobre la sal blanca. Bajo la tenue luz parece que yazca sobre la nieve, con el cabello negro extendido como un abanico alrededor de la cabeza.
Sabiya ya no existe, ya no está.
Jamás volverá a ponerse en pie, moverse, respirar, hablar, reír.
De alguna manera, resulta algo irreal. Hace tan solo unos minutos caminaba delante de mí, estaba igual de viva que estoy yo ahora. Su corazón latía, sus pulmones se expandían, su cerebro producía pensamientos. Ya solo quedan unos ojos inertes. Todavía está caliente. La sangre que corre por sus venas sigue manteniendo el calor, pero pronto se coagulará y su piel se tornará amarillenta. Todo ha acabado.
Tantas vidas. Magne en el coche, las tres vidas en primavera, Haavard en el lago, ahora Sabiya en el tanque. Seis seres humanos. Hasta esta primavera solo era una, la de Magne. Y si alguien se merecía morir, era él.
Los tres maltratadores de niños también se lo merecían. Les hice un favor a sus hijos y al mundo al eliminarlos. Con Haavard, y ahora con Sabiya, es diferente. Hay niños que los añorarán. Pero Sabiya me estaba apuntando con esa pistola. No tuve elección, era preciso hacer algo, y ahora necesito salir de aquí. Le cierro los ojos; es la primera vez que lo hago, y me sorprende lo fácil que es.
Miro a mi alrededor. En el suelo hay un saco grande en el que pone «Sal de nitrito». Levanto el saco; es bastante pesado, pero consigo apilarlo sobre el borde del tanque. Después vierto la sal sobre Sabiya hasta que se convierte tan solo en un contorno debajo del polvo blanco, como cuando cae medio metro de nieve sobre las rocas negras, las piedras y los montes.
Cuando salábamos carne en la granja, había que colocar unas pesas para que la carne no flotase hasta la superficie. Vuelvo a echar un vistazo alrededor del cuarto. En una esquina localizo unas pesas, las coloco encima de Sabiya. Ya está, así se quedará como está.
Después de apagar las velas, regreso hacia la escalera por la que bajamos. Subo, agarro la puerta; está cerrada. Tiro con fuerza, pero no sirve de nada. Estoy encerrada, atrapada en este enorme sótano oscuro en el que resulta sorprendente la cantidad de cuartos que hay.
Aunque sé que no es así, aún tengo la esperanza de encontrar a los niños apretujados en una esquina, mirándome con los ojos muy abiertos, o descubrir unos colchones en donde hayan podido estar durmiendo, o unos sacos de dormir en algún rincón, pero no hay nada de eso. No hay nada en absoluto que indique que han pasado por aquí. Y, si no logro salir, nada tendrá importancia tampoco. Jamás averiguaré dónde están, jamás volveré a verlos.
No puedo salir por donde entramos, tengo que encontrar otra lugar.
Al parecer, no existe otra escalera, excepto por la que bajamos Sabiya y yo. En el otro extremo del sótano descubro por fin un ascensor fantasmagórico, viejo, polvoriento y sucio. La puerta está abierta, entro y pulso el botón de la primera planta, cierro la puerta. El ascensor comienza a moverse con un gran suspiro. Entonces se detiene de nuevo y me hallo atrapada en una jaula de anticuario entre dos pisos.
Intento abrir la puerta de un tirón, pero no cede. Vuelvo a pulsar el botón. No reacciona. Debía de haber quedado un poco de electricidad en el ascensor, un último coletazo de vida que ahora ha desaparecido.
¿Qué hago? Todo apunta a que voy a sufrir una muerte lenta en el interior de esta jaula centenaria. Me siento, apoyo la cabeza sobre las rodillas.
«Lars, ayúdame —susurro—. ¿Qué puedo hacer?»