LARS NO RESPONDE. Nadie responde. Me levanto, tambaleante, tengo que apoyarme en la pared del ascensor. Como si de un milagro se tratase, el ascensor comienza a moverse. Así que debía de quedar algo de electricidad, un último destello de vida. ¿Quizá lo suficiente como para salvarme?
El ascensor empieza a subir poco a poco. Cierro los ojos, contengo la respiración, no me atrevo a moverme. Esta vez no se detiene.
Siento tal alivio cuando por fin cierro la puerta del ascensor a mis espaldas, que es como si ya estuviese fuera, al aire libre, a salvo. Pero aún no estoy fuera, todavía no. Ahora me encuentro en un nuevo corredor oscuro, en otra parte de este lugar laberíntico en el que Sabiya y yo hemos entrado. Es la planta correcta, pero todavía no tengo ni idea de cómo salir de aquí.
El haz de la linterna frontal que le quité a Sabiya comienza a menguar. La luz cada vez es más débil, parpadea antes de apagarse por completo y que todo quede a oscuras.
Tuve suerte cuando logré salir del Parlamento, y cuando el ascensor empezó a funcionar a pesar de todo. También ha sido cuestión de suerte que sea Sabiya y no yo la que yace en el tanque de sal. Sin embargo, nada de eso ayuda ahora mismo, es como si la desaparición de la luz fuese una señal que indicase que la suerte se ha acabado.
Empiezo a moverme a tientas, avanzo agachada en la oscuridad. Parece que hayan transcurrido horas, pero han sido unos minutos. Al final diviso un rayo de luz horizontal en medio de la negrura, lo que podría indicar que hay una puerta.
De hecho, es una puerta, con una especie de cerrojo. Está oxidado, por lo que tengo que apoyar todo mi peso contra ella, tirar y desencajarlo. Al fin consigo girar el pestillo y tiro de la manilla con fuerza hasta conseguir abrir la puerta. Por increíble que parezca, me encuentro en el rellano de una escalera similar a la que Sabiya y yo hemos utilizado para entrar hace un rato, y puedo ver esa otra escalera a mi derecha. Debo haberme desplazado en forma de herradura por la misma planta, un trayecto solo interrumpido por mi periplo por el sótano.
Aire. Luz. Qué maravilla.
Tengo ganas de darle las gracias a alguien, pero no creo en Dios y, en realidad, solo me debo a mí misma el haber conseguido salir de este lugar.
Sudorosa y temblando, me apresuro a regresar a la cruz de la peste, rescato el neceser de maquillaje que contiene los teléfonos y lo vuelvo a meter en el bolso. La verdad es que no he visto el móvil de Sabiya y me hubiese gustado localizarlo. Tal vez lo llevase encima, tal vez ahora esté con ella bajo toda la sal. Si es así, se estropeará enseguida.
El sol de octubre calienta, las hojas relucen como enormes monedas de oro. Durante un segundo o dos me siento tan aliviada de estar viva y de haber salido de la fábrica de salchichas que me siento invencible, casi feliz.
Echo un vistazo al reloj. Son las 12.30.
Ha transcurrido una hora desde que salí a hurtadillas del Parlamento. Por lo que sé, el servicio de seguridad de la Policía podría haber rastreado ya el edificio entero pensando que me han secuestrado, y podrían haber descubierto que los móviles estaban apagados. Es posible que Stian se lo haya contado todo, creyendo que ahora también me tienen retenida a mí.
Sin embargo, el servicio de seguridad y Stian son el menor de mis problemas en este momento. Estaba convencida de que Sabiya tenía a los niños, pensaba que los iba a encontrar junto a ella, pero no los tenía y la he matado.
Los niños siguen desaparecidos y yo estoy en el mismo punto. En realidad, supongo que he retrocedido varios pasos. Creía que sabía algo y se ha demostrado que no sabía nada. Creía que tenía la solución, y no era así. ¿Dónde pueden estar? ¿Y con quién iban a reunirse? Un periodista, ha dicho ella. ¿A qué periodistas conozco? Justo antes de salir hacia Fredensborgveien, hablé con Erik Heier. Siempre ha mostrado un interés excesivo por mí y por mi vida privada. ¿Es posible que se encontrasen con él? ¿No es incluso bastante probable?
Debería haber estado de vuelta en el trabajo hace un buen rato, llego tarde a la reunión con el gobernador de Svalbard, que está haciendo su visita anual para charlar sobre el oso polar que se exhibe en el ministerio. Atravieso las puertas giratorias, paso por las puertas automáticas de seguridad y me subo en el ascensor, que funciona, está iluminado y hace todo lo que debería.
Entonces me veo en el espejo.
Tengo un aspecto horrible. Estoy despeinada, tengo telarañas en el pelo, polvo y suciedad en la ropa. Me sacudo la peor parte, pero sigo sin estar presentable y no lo estaré hasta que me dé una ducha y me cambie de ropa.
Intento pasar a hurtadillas por delante de Vigdis, entro directamente en mi despacho y continúo hasta el cuarto de baño. Humedezco una toalla e intento eliminar las huellas más visibles de mi visita a la fábrica de salchichas.
Cuando regreso al despacho, me encuentro con Vigdis en la puerta.
—El gobernador y su comitiva te esperan en la sala de reuniones —me dice.
—Voy enseguida —digo yo, y enciendo los dos móviles.
Recibo una avalancha de llamadas perdidas, mensajes de texto y de Messenger.
No me detengo a mirar ninguno de ellos, solo busco el nombre de Stian. Sin leer los mensajes anteriores del hilo que me ha escrito las últimas horas, redacto el mensaje que he ido fraguando de camino hacia aquí. «Me estaba persiguiendo Heier de TV2. Tuve que salir de incógnito por la puerta trasera. ¿Puedes reunirte conmigo ahora mismo fuera de R5? Tengo que contarte algo. Es urgente.»
La respuesta llega diez segundos más tarde: «Ok». Nada más.
Vigdis carraspea de nuevo desde la puerta y me levanto.
—Por favor, comunícale al gobernador que estoy indispuesta, tendremos que posponer la reunión.
Me mira ojiplática, vuelve a carraspear.
—… y pide a los de comunicación que me entreguen un registro de todos los periodistas que se han puesto en contacto con nosotros desde que soy ministra. También las peticiones que no hemos atendido.
—¿Todos? —pregunta, mirándome dubitativa.
—Sí, todos. Una lista entera, completa. Ahora me voy a casa, así que necesito que lo imprimáis todo y me lo enviéis con un mensajero hoy mismo.
—De acuerdo —responde, aunque parece que tenga ganas de protestar.
Veinte minutos más tarde, Stian y yo nos dirigimos al banco del jardín, el mismo lugar donde mantuvimos una conversación el fin de semana. Él está expectante, con un gesto rígido en el rostro. Cuando me abrió la puerta del coche, le dije que tenía que regresar a casa, que quería hablar con él en el jardín. Él asintió. En el coche, durante el trayecto, no intercambiamos una sola palabra.
Es probable que no esté muy contento con el hecho de que me esfumara sin que él estuviese al corriente. Solo puedo imaginarme lo que pensará después de oír mi confesión.
Cuando Sabiya habló de los niños y de Haavard, me percaté del odio tan intenso que yo le profesaba. Si no hubiese sido por ella, él seguiría aquí atando las zapatillas de fútbol de los niños, ayudándoles con las tareas de matemáticas y cortando el césped.
Todo el declive empezó con ella, y luego va y se planta delante de mí temblando, apuntándome con una pistola, dispuesta a pegarme un tiro. Es la verdad. Al mismo tiempo, todo se confunde. Ya no soy capaz de mirar o pensar con claridad. Lo que está claro es que he vuelto a matar, a pesar de haberme prometido a mí misma que no volvería a hacerlo. Es más, he matado a alguien con quien podrían relacionarme, aunque espero que transcurra mucho tiempo antes de que la encuentren.
Y encima ha desaparecido el único enlace que tenía con los niños. Ya no creo que Sabiya estuviese detrás del secuestro. Y no tengo dónde buscar, ningún cabo que atar, excepto por una única frase sobre un periodista.
Tengo que contarle a Stian lo que he hecho, y luego dependerá de él lo que ocurra a continuación.
A esa otra yo, la que mata, y de la que jamás pensé que tendría que dar cuenta a nadie, voy a dejarla en manos de un hombre contratado por el servicio de seguridad de la Policía. Todos mis instintos se resisten. Lo más seguro es que me denuncie e informe a sus compañeros. Si miento, me descubrirá y hará que todo sea peor. Sin embargo, tengo que hablar con él, lo necesito. Todo lo que he conseguido hacer por mi cuenta ya no tiene importancia.
—¿Has hablado con alguien? —le pregunto—. ¿Has informado ya?
Niega con la cabeza.
—Justo iba a hacerlo cuando me enviaste el mensaje —dice.
—Bien —respondo y respiro hondo—. Hay algo que debo contarte, pero tienes que prometerme que me dejarás hablar hasta que termine. Puedes hacer comentarios y preguntas después, ¿de acuerdo?
Asiente. Entonces empiezo a contarlo todo.