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CLARA

 

 

 

LA ROSADA PUESTA de sol se hunde cada vez más entre los manzanos. Mantengo la mirada clavada en ella, en este momento no puedo mirar a Stian a los ojos.

Empiezo a contarle que Heier se me echó prácticamente encima, y continúo con el mensaje de Sabiya que recibí en mi reloj inteligente y con mi periplo por los pasadizos subterráneos del Parlamento hasta el cementerio Krist. Vacilo un poco, pero al final le cuento que escondí mis dos móviles debajo de las hojas en mi neceser de maquillaje. Luego llego a la parte de Fredenborgsveien y le hablo de cuando Sabiya apareció en el rellano casi invisible de la escalera, de Sabiya conduciéndome hasta la barra de bar rústica; le explico que luego empezó a hablar de Haavard y de mis hijos, que llevaba una chaqueta con el logo del Vålerenga FC y que sacó una pistola.

—Tuve miedo —digo—. Era ella o yo. Intenté quitarle el arma, pero fue imposible.

Tengo que hacer una pausa, las palabras se me atascan en la garganta. Stian mantiene su promesa de no hacerme preguntas, de no comentar nada, pero puedo sentir su mirada sobre mí. Ya es demasiado tarde para cambiar de idea, ahora solo tengo que llegar hasta el final.

—Era ella la que tenía un arma, no yo. Debió de haberlo planificado durante algún tiempo, quiso citarse conmigo en un lugar donde no iban a encontrarme hasta dentro de mucho tiempo. Tuve que defenderme, solo quería desarmarla, pero se me fue de las manos. Fue un accidente…

Una mirada despierta y preocupada se posa sobre mí. Tomo aliento.

—Está muerta, Stian. No sé qué voy a hacer…

Alzo las manos, me cubro el rostro con ellas. Emito sonidos que jamás he escuchado, que no suenan a mí, que no son yo. Al mismo tiempo, son una de las cosas más auténticas que han salido de mí.

¿Quizá no exista un verdadero yo? ¿Quizá solo sea un cascarón vacío que puede llenarse con cualquier cosa?

Stian me acaricia la espalda con una mano enguantada.

—Tranquila, respira —me dice.

—Es tan horroroso —digo—. No puedo creer que haya sucedido.

—Legítima defensa, Clara —dice—. No has hecho nada malo.

Me aparto las manos del rostro y me seco las lágrimas. Entonces la veo. La cicatriz. En su mano. He visto una cicatriz idéntica antes. Forma parte del mismo mundo que la boina y la esquirla que tanto me fascinaban de niña. Es uno de esos soldados. Uno de ellos. Uno de nosotros.

¿De dónde puede ser? ¿Afganistán? ¿No es eso lo que pensé la primera vez que lo vi, que parecía un veterano? Estoy a punto de comentarlo, pero cambio de idea.

—Mi padre fue un soldado de la ONU en el Líbano —digo—. Estuvo fuera seis meses y regresó con los nervios destrozados. Ese período de tiempo marcó nuestra vida y todo lo que vino después. Mi hermano y yo estuvimos solos con Agnes, mi madre, algo que no nos hizo bien. Fue cuando toda la miseria comenzó.

Incluso ahora que han pasado tantos años y que tengo problemas mucho más acuciantes, me resulta casi imposible hablar de ello.

—Me ha contado muchas cosas de allí —continúo—. Qué le sucedió, qué cosas vivió. Lo marcó mucho. Es posible que me contase más de lo que debía, al fin y al cabo no tenía a nadie más con quien compartirlo. Además, siempre tuvo mucho miedo de que me ocurriese algo, sobre todo después de lo de mi hermano.

Vuelvo a cubrirme el rostro con las manos. Permanezco así unos segundos antes de enderezarme de nuevo. «Perdóname, papá —pienso—. Perdóname.»

—Me preparó para ser una buena soldado —digo—. Me enseñó todo tipo de cosas, incluso algunas que nunca debería haber aprendido. Hoy, cuando Sabiya me apuntó con la pistola, todas esas cosas salieron a flote. Supe instintivamente lo que tenía que hacer para sobrevivir…

Una breve pausa.

—Bueno, ya puedes hablar —digo por fin—. No tengo nada más que añadir. Supongo que querrás avisar a tus compañeros, denunciarme.

Otro silencio breve. Luego habla.

—Está más claro que el agua que ha sido en defensa propia, Clara —dice—. Sabiya se reunió contigo para matarte. Nadie puede reprocharte que quisieras salvar tu vida, pero tampoco es necesario que nadie lo sepa ahora mismo. En cualquier caso, nada le devolverá la vida a Sabiya.

No me atrevo a decir nada, dudo de si he escuchado bien, me da miedo estropearlo. Parece muy diferente de cómo era antes, y su reacción es tan distinta de lo que yo me había temido y para lo que me había preparado. ¿Significa esto que no me va a denunciar? ¿Puedo creérmelo?

—¿Dijo Sabiya algo de los niños que nos pueda ayudar?

—No mucho —digo yo—. Pero estoy segura de que no sabía lo del secuestro, debemos de haber estado buscando en el lugar equivocado.

—Dios mío —dice Stian, frotándose las sienes con los dedos.

—Por cierto, dijo algo —repongo—. Por lo visto, los niños iban a encontrarse con un periodista, eso le dijeron cuando la vieron. He pedido el registro de los medios que se han puesto en contacto con nosotros desde que soy ministra, pensaba revisarlo esta noche por si encuentro algo concreto. Pero supongo que ya no podré hacerlo…

—Clara —dice alzando la mano con la cicatriz—. Te ayudaré a revisar ese listado, lo haremos juntos.

Apenas me atrevo a respirar. Stian me mira con insistencia.

—No tenía ni idea de dónde te habías metido durante el rato que desapareciste hoy. No puedes romper ese tipo de acuerdos, por muchos motivos que creas tener. ¿Puedes prometerme que no vas a volver a hacer algo así de nuevo? —dice con la mirada clavada en la mía.

—Lo prometo —respondo, y siento que lo digo de veras.

Incluso le cojo la mano, como él hizo la última vez que nos encontramos en este lugar. Cuando los últimos rayos de sol desaparecen y solo queda una delgada línea roja que marca la frontera entre el cielo y la tierra, lo tengo claro.

Stian y yo ahora somos un equipo, lo queramos o no.