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CLARA

 

 

 

SUBO Y LLAMO al timbre de la casa oscura. Una vez. Dos veces. El timbre resuena colérico en el interior. Hay un coche eléctrico blanco aparcado en la entrada del jardín algo descuidado.

Son solo las siete, es poco probable que ya se haya ido a trabajar.

Finalmente se enciende una luz del pasillo y aparece una silueta detrás de la puerta con cristales esmerilados amarillos, típica de los años setenta.

Luego esta se abre y podemos ver a un tipo que lleva un pantalón de pijama a cuadros y una desgastada camiseta roquera grisácea, con el pelo despeinado y los ojos entornados. Ha cambiado tanto que jamás lo hubiese reconocido si no hubiese sabido que era él. Más mayor, por supuesto, pero me sorprende que ya no esté gordo, sino que parece fuerte y en forma. En el mentón luce una de esas perillas ridículas que nunca me han gustado, y sus antebrazos están cubiertos de tatuajes enormes.

De camino hacia aquí he leído algunos de sus artículos. Escribe bastante bien, sobre todo teniendo en cuenta que trabaja para el periódico local.

He tomado la decisión de ser astuta y fingir que no sospecho de él, por lo menos al principio.

Si resulta cierto que este tipo tiene a mis hijos, no debo asustarlo, no sea que haga alguna estupidez; solo tengo que seducirlo hasta que él mismo se ponga en evidencia.

—Siento las horas —digo antes de ofrecerle la mano—. Clara Lofthus.

—Lo sé —responde. La firmeza del apretón me sorprende—. He intentado concertar una entrevista contigo desde que te nombraron ministra.

—Eso es lo que tengo entendido —digo—. ¿Puedo pasar un momento?

—¿Ahora? —pregunta, sorprendido.

Asiento. Me deja entrar en el pasillo, cuyas paredes están cubiertas de pino amarillento. El resto de las estancias también parecen estar revestidas de pino.

—Voy a cambiarme —dice, y desaparece y regresa un minuto o dos más tarde, ahora en vaqueros y con un jersey de lana. Me acompaña a una sala de estar repleta de muebles y me indica que me siente en uno de los sillones de cuero. Él se instala en otro.

—¿Vives aquí con tu madre? —pregunto, aunque sé que no es así tras las pesquisas que he hecho por el camino.

Niega con la cabeza.

—Murió —dice—. Pero mejor hablemos de ti. Hace poco estuve en Storagjælet para presenciar el rescate de los restos del viejo vehículo, ya sabes.

—No —replico con voz cortante.

¿Storagjælet? ¿Los restos del vehículo? ¿Qué es esto?

—¿Entonces no sabes que han sacado el coche de Magne del agua?

Niego con la cabeza. Debería decir algo, pero no soy capaz.

—Bueno, ya ha pasado más de un mes. Pero el motivo por el que he intentado contactar contigo, además de porque te acaban de nombrar ministra, es porque me gustaría saber tu versión de lo que pasó aquel día.

—¿Lo que pasó?

—Sí, cuando el coche se precipitó al fiordo.

Joder. Yo desconocía lo del rescate, no estoy preparada para hablar o pensar en eso ahora. Fue un accidente. Magne murió, yo sobreviví. En cualquier caso, no tiene ninguna relevancia en este momento.

—Eres de esas personas que siempre salen a flote —dice, lanzándome una mirada férrea; es como mirar a los ojos de un depredador. El tono amable ha desaparecido.

—¿Así es como entrevistas a la gente? —le pregunto en un tono igual de incisivo.

Permanecemos sentados sin dejar de mirarnos, y entonces lo entiendo.

Es posible que yo no sea muy buena recordando rostros, pero ahora veo cómo una cara que recuerdo muy bien emerge del rostro de Halvor; la veo con la misma claridad que la de mi madre cuando me coloco delante del espejo por las noches.

Un enorme lunar junto a la nariz. Un lunar con un pelo negro completamente idéntico justo en el mismo lugar. No puede ser casualidad. Y luego veo el resto: los ojos muy juntos, la mandíbula, todas las similitudes.

Halvor Haugo es hijo de Magne Lia. ¿Y eso qué significa? ¿Es ese el motivo por el que ha secuestrado a los niños?

Hasta ayer había pensado que era Sabiya la que quería vengarse. ¿Tal vez me equivoqué de persona, pero no de motivo?

—Si hubiese imaginado que planeabas matarlo, habría hecho algo —espeta—. Pero yo solo era un niño, y tú eras una niña. No entendía lo que había presenciado, y menos aún lo que hiciste.

—Espera —digo, el sudor me chorrea por las axilas—. ¿Estás insinuando que yo le quité la vida a Magne?

—Sí —dice.

—Dios mío —resoplo—. Íbamos de camino a ver a mi madre al hospital. Yo tenía doce años y él iba conduciendo borracho. Casi no sobrevivo. ¿Cómo puedes decir que fue culpa mía?

Me traslado a aquel lugar, al coche que se precipita e impacta contra la superficie, el agua que entra a chorros. Y yo, que nado sin parar, aterrada ante la posibilidad de que él me agarre de los pies y me arrastre con él hacia el fondo, como arrastró a mi hermano.

—Pues sí —dice Halvor—. Recuerdo tu explicación oficial.

—Ese hombre estaba completamente podrido —repongo.

Estoy a punto de preguntar por mis hijos y si este es el motivo por el que va secuestrando a los hijos de los demás. Pero antes de que me dé tiempo y de que sea consciente de lo que ocurre, él se levanta.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Yo conocí a ese hombre mucho mejor que tú —digo—. Era un cabrón, un psicópata que maltrató a un pobre niño indefenso hasta causarle la muerte.

—Eso no es verdad —dice mientras permanece de pie, temblando.

Tal vez sea buena señal que se enfade. Si pierde el control, quizá sea más fácil obtener información sobre los niños.

—Pobre de ti si estás emparentado con él —digo—. Si es así, no deberías tener hijos. Y, hablando de hijos…

Antes de que logre completar la frase, da tres pasos hacia mí y me golpea muy fuerte bajo la mandíbula. Resulta tan inesperado y me duele tanto que veo las estrellas.

—Mierda —exclamo entre dientes, estoy aterrada y furiosa al mismo tiempo.

Él alza el brazo como para volver a pegarme, pero yo retrocedo. En ese mismo instante se abre la puerta principal.

Stian entra y atraviesa la habitación con largas zancadas. Todo ocurre tan deprisa y estoy tan mareada que no veo lo que hace antes de que Halvor Haugo quede tumbado e inmovilizado sobre la alfombra.

—Ya está —dice Stian; su voz denota una frialdad que jamás le había escuchado—. Por esto va a ir directo al trullo. Agredir a un ministro se considera un delito grave según el artículo 115 del Código Penal.

Instintivamente, me acerco a la ventana y cierro las cortinas. Así nadie podrá mirar al interior.

Stian se inclina hacia delante y pone más peso sobre la rodilla que tiene hincada en el pecho de Halvor.

—Ni yo ni la ministra de Justicia tenemos tiempo o paciencia para estos rollos suyos —dice—. Podría enchironarte ahora mismo y tendría un problemón que no se puede ni imaginar. O podemos llegar a un acuerdo, si lo prefiere.

Halvor lo observa sin pestañear, con una mirada que irradia miedo y odio al mismo tiempo. Stian desplaza la rodilla hasta el cuello y presiona con fuerza. Yo carraspeo.

—¿Qué queréis? —pregunta Halvor.

—Mis hijos han desaparecido —repongo—. Los quiero de vuelta. Ya. ¿Entiendes?

No hay respuesta. Me surge la duda. Haugo es un cabrón pomposo y amargado y, encima, es hijo de Magne. Pero ¿tiene a mis hijos?

—Dime dónde están o te mato con mis propias manos.

Ahora es Stian el que carraspea junto a mí.

—No lo sé —escupe Halvor con dificultad.

—¿No lo sabes? —pregunto—. ¿No lo sabes?

—Tenemos indicios fundados de que está mintiendo —dice Stian—. Ha estado en Oslo hace poco, ¿no?

Asiente.

—Ha pasado por la zona en la que desaparecieron los niños, en el momento en que desaparecieron. Sabemos que se puso en contacto con ellos. Hemos rastreado sus relojes inteligentes y están en este pueblo. En otras palabras, está metido en un buen lío.

—Juro que no sé dónde están —dice Halvor—. Pero, Clara, podrías hablar con tu madre.

—¿Mi madre? —pregunto, y me quedo lívida—. ¿A qué te refieres?

—Sí, con Agnes Lofthus. Es tu madre, ¿no?

Hago un gesto de asentimiento. Me noto entumecida y paralizada por completo.

—¿No está… no continúa en la residencia? —pregunto con voz débil.

Agnes. ¿Está fuera? Es un pensamiento insoportable.

—Pues no —dice, y da la impresión de que ser quien me cuenta esto le produce una cierta satisfacción infantil, aunque resulta evidente que está muy asustado.

—¿Dónde está ahora? —pregunta Stian.

—En un cobertizo para botes junto al fiordo —musita Halvor—. En casa de Biffen.

—Bien —responde Stian.

Dejamos a Halvor Haugo tirado en el suelo y nos marchamos.

—¿Y bien? —comenta Stian cuando estamos de vuelta en el coche—. Tal vez no fuese tan buena idea entrar ahí sola, ¿no crees?

—No —digo—. ¿Cómo supiste que necesitaba ayuda?

Espero que diga que echó un vistazo a la casa por casualidad y vio lo que estaba ocurriendo, y que por eso entró corriendo.

—Lo escuché a través de tu teléfono —dice, en cambio, y sonríe.

—¿Cómo? —pregunto sorprendida—. ¿Es legal eso?

—Te pedimos autorizar este tipo de medidas —continúa con una sonrisa socarrona—. Cuando un ministro firma, no hay ningún problema.

—¿He firmado yo eso? —pregunto.

—Seguramente no —responde Stian, sonriendo un poco más.

No me importa que haya escuchado a través de mi teléfono en esta situación, pero ¿puede haber otros agentes del servicio de seguridad haciendo lo mismo?

—¿Cuánto has escuchado, entonces? —le pregunto.

Vacila un segundo o dos antes de responder.

—Lo suficiente como para saber que me necesitabas ahí dentro.

—¿Has oído lo que dijo sobre Magne? Por lo visto, piensa que fue culpa mía…

—Es un psicópata, como su padre —comenta Stian, y es lo menos políticamente correcto que le he escuchado expresar hasta el momento.

De camino hacia el coche le cuento mi descubrimiento sobre el parentesco entre ambos. En una ocasión leí un artículo sobre lunares. Decía que normalmente no eran hereditarios, pero que un tipo en concreto sí podía serlo, uno de esos que pueden evolucionar en melanoma, un tipo de cáncer de piel.

Ahora me alegro de haberle hablado de Magne con anterioridad, de haberle dado mi versión.

—En realidad, el tipo da más pena que otra cosa —continúa—. No ha sido capaz de superar el doble duelo de haber perdido a un padre que en realidad nunca llegó a tener… No resulta tan extraño que esté obsesionado contigo. Podrías haber tenido a Magne de padrastro, pero lo rechazaste. Y, por si eso no era suficiente, también está convencido de que tú lo mataste…

—Visto así, tiene motivos más que suficientes para ir a por mí y mis hijos, ¿verdad? —digo frotándome la mejilla dolorida, que me arde, me escuece y palpita—. Además, está muy amargado y jodido. ¿Crees que es posible que se trate de él? ¿Que solo intenta pasar desapercibido al poner en el punto de mira a mi madre?

Se encoje de hombros.

—En realidad no es posible sacar ninguna conclusión definitiva al respecto, al menos por ahora —dice.

—En cualquier caso, tenemos que encontrar a Agnes —digo—. ¿Puedes llamar y preguntar si tienen dos habitaciones disponibles para nosotros en la pensión del centro?

—Sí —responde con el ceño fruncido—. Aunque pensé que habías decidido sorprender a tu padre.

—Ahorraremos algo de tiempo si nos alojamos aquí, en el pueblo. Así evitamos tener que subir y bajar.

En parte, es cierto, aunque la verdad también es que no soporto la idea de mentirle a mi padre, de tener que fingir que no ha ocurrido nada. Además, hay muchas cosas de las que yo debería haber estado enterada y que al parecer me ha ocultado.

Mi madre ha salido de la residencia y han rescatado los restos del coche del fiordo, y yo no tenía ni la menor idea. ¿Qué nos ha ocurrido, por qué ya no me cuenta nada?