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CLARA

 

 

 

—EL GPS INDICA una hora y media. ¿Te cuadra?

—Sí, algo así —respondo—. Si llegamos a tiempo al ferri.

Conducimos por la carretera junto al fiordo desde el centro del pueblo, en dirección contraria al lugar donde se ubica nuestra granja. Siempre me alegraba que Kleivhøgda se encontrase en otra población, a una distancia de decenas de kilómetros y una travesía en ferri. De esa manera no me arriesgaba a encontrarme con Agnes cuando salía a dar un paseo.

Eso era antes. Ahora anda por aquí libremente, sin cuidadores. Pero ¿dónde está?

Ninguno de los dos decimos nada. Stian parece concentrado en la conducción. Las carreteras de aquí son distintas a lo que está acostumbrado. En algunos puntos la calzada se ensancha, pero en general es estrecha y solo cabe un coche. A un lado tienes la pared de la montaña, y al otro, el fiordo.

En el ferri, como siempre, permanezco junto a la borda contemplando las aguas blancas y revueltas. Me gusta la idea de que pueda tener una profundidad de cien, doscientos o trescientos metros, y que no sepamos absolutamente nada de lo que alberga allí abajo, que pueda haber cualquier cosa. El fiordo es profundo, imprevisible, ingobernable; es su propio amo. No se lo puede derrotar. Es el más poderoso y el más peligroso, pero se encargó de Magne por mí, y eso siempre me ha hecho sentir que, de alguna forma, somos aliados.

Alzo la vista, diviso las montañas al otro lado. En esta época del año, a menudo se cierne una fina capa blanca de azúcar glas sobre las cimas. Hoy no. Las montañas tienen un color negro azulado salpicado de algunos puntos dorados.

En el aparcamiento de la residencia apenas hay coches.

La última vez que estuve aquí fue en primavera, en uno de esos días claros con el cielo azul brillante. Permanecí un buen rato en el coche, no quería entrar; en realidad, no quería verla, no quería eliminar la distancia entre ambas que me había hecho creer que mi madre no existía.

Ir a visitarla me hacía sentir que la traía de nuevo a la vida, pero no tenía elección. Mi padre se había enterado de que había vuelto a hablar tras muchos años en silencio. Era algo que nos inquietaba a los dos. En ese momento se habían reavivado en mí viejos instintos, hacía cosas que jamás hubiera pensado que volvería a hacer. Necesitaba saber si constituía una amenaza, qué era lo que recordaba, cómo de lúcida estaba. Por lo tanto, me armé de valor e hice aquella visita.

Fue una experiencia extraña.

Al principio, me sorprendió que no estuviese gorda y horrible, que no se hubiese transformado en una vieja obesa con manchas de comida en la ropa, la especie de escoria en la que se había convertido en mi imaginación. En cambio, resultó ser la misma mujer enjuta y de cabello largo que o bien llevaba la misma ropa que hacía treinta años, o alguna que se le parecía mucho.

La única diferencia era que parecía una versión un poco más apagada, más mayor, de sí misma.

Al principio habló con normalidad, es decir, parecía estar bastante lúcida. Cuando comenté que había pasado mucho tiempo, me respondió que habían pasado treinta años, dos semanas y dos días. Me preguntó qué edad tenían los gemelos, y dijo que creía que debían de tener unos ocho años. Me asustó, tenía la esperanza de que no conociese su existencia.

Lo recordaba todo, dijo, con una sonrisa radiante y terrorífica.

Entonces todo cambió. De repente, perdió el hilo y regresó la versión de sí misma que yo tenía la impresión que había sido durante las últimas décadas: distante, perdida.

Me sentí aliviada. A pesar de lo traumático que había sido volver a verla y oírla hablar de mis hijos como si los conociese, concluí que, a pesar de todo, era una especie de vegetal. Un ser humano destruido por demasiados años con un cóctel explosivo de problemas psiquiátricos, medicaciones fuertes, terapia electroconvulsiva y aislamiento.

Y resulta que, solo unos pocos meses más tarde, le habían dado el alta.

Era incomprensible. ¿Se le había ido la olla a la gente de la residencia? En general, me habían parecido sensatos a pesar del poco contacto que había tenido con ellos. ¿Los había engañado por completo? ¿O era posible que hubiese experimentado una mejora significativa?

Aquel día primaveral había sido uno de esos en los que se mezcla el verde y el azul, de esos días que solo pueden darse en este lugar y en esta época del año. Con los manzanos en flor, dientes de león, colinas verdes, corderos balando y cimas blancas.

Ahora es de noche, todo está oscuro, lluvioso y húmedo. A pesar de este clima siempre gris, he pensado varias veces durante las últimas veinticuatro horas que los niños y yo deberíamos mudarnos aquí. Cuando todo esto haya acabado, tenemos que venir a vivir aquí. Debemos cuidar de mi padre y de la granja, protegerlos de todos los males, sobre todo de mi madre.

En la recepción me encuentro con una chica joven con el cabello largo y decolorado. Tiene la piel cubierta de una capa demasiado gruesa de base de maquillaje, siento el impulso de pasarle una uña por las mejillas y trazar un rasguño.

—Soy Clara Lofthus, hija de Agnes Lofthus —me presento—. Dieron de alta a mi madre hace unas semanas…

—¿Sí? —responde la joven, jugueteando con un mechón de pelo.

—Necesito hablar con alguien que la conozca. ¿Está Bodil por aquí?

A la joven se le ilumina el rostro ante la perspectiva de cargarle el muerto a otra persona.

—Bodil Solvang —dice—. Sí, creo que está de guardia. Espere un momento.

Alza el teléfono y tras unos segundos obtiene respuesta.

—Bodil, hay una mujer aquí que quiere hablar contigo. ¿Su nombre era…?

—Clara Lofthus —respondo, con lentitud y claridad intencionadas.

La joven repite mi nombre.

—Viene enseguida —dice tras colgar, antes de hacer un gesto con la cabeza hacia un sofá y una mesa de pino cubierta de revistas—. Puede esperar ahí.

—Gracias —digo, me siento y me pongo a contemplar el acuario que hay en la recepción.

Hay un par de peces dando vueltas. Tienen mucho espacio. Tal vez debería haberles comprado un acuario a los niños en lugar de hámsteres.

Joder. Los hámsteres.

Justo caigo en la cuenta de que no les he dejado comida, y de que tampoco me he encargado de que alguien vaya a casa a alimentarlos. No van a sobrevivir sin cuidados hasta que yo vuelva, y los niños jamás me lo perdonarán. Tengo que enviarle un mensaje a Axel después, antes de que se me olvide, para pedirle que vaya. Él se hará cargo, es probable que hasta se alegre de que se lo pida.

Intento evocar alguna imagen de Bodil de la última vez. Era una mujer grande y robusta, con un bronceado de salón, el cabello negro y aros en las orejas. Muy entusiasmada con la idea de un reencuentro familiar. Efusiva. Curiosa.

La que aparece ahora tiene el mismo aspecto que la mujer de aquel día claro y azul de primavera. Quizá está menos bronceada, pero, por lo demás, es bastante parecida. Sin embargo, su conducta ha cambiado por completo, parece contrariada.

Apenas agarra la mano que le tiendo, se afana por esbozar una sonrisa forzada.

—Vaya —comenta con un tono sarcástico—. ¿Es esta señora? La mismísima ministra. Su madre no está aquí, si es a ella a quien busca.

—Soy consciente de ello —digo, tratando de mantener la calma.

Esta mujer es el mejor enlace que tengo con mi madre, he de intentar que se ponga de mi lado.

—Antes que nada, muchas gracias por tomarse el tiempo de reunirse conmigo —digo.

—Suelo estar disponible cuando los familiares quieren preguntarme algo —dice en un tono gélido—. También para los de los pacientes que ya han recibido el alta.

—¿Hace cuánto tiempo que ya no está aquí?

—Seis semanas —contesta Bodil.

—Sí, y ahora ha desaparecido —digo.

—¿Desaparecido? —pregunta Bodil. De repente parece asustada.

—Sí, la vi ayer —repongo—. Tuvimos ocasión de hablar un rato y me invitó a que fuera hoy a su casa, pero cuando llegué, estaba cerrada y abandonada.

—Entonces supongo que cambiaría de idea —comenta Bodil, encogiéndose de hombros—. ¿Quizá haya recordado cómo la ha tratado usted durante todos estos años?

—¿A qué se refiere? —pregunto mientras noto cómo se me tensa la mandíbula.

—A que la ha desatendido e ignorado a pesar de nuestros intentos por contactar con usted una y otra vez.

Me he prometido a mí misma que no me alteraría ni dejaría que me sacara de quicio, pero me está costando.

—Es posible que conozca bien a mi madre, pero ¿qué sabe en realidad de lo que ella nos hizo a nosotros? —pregunto—. Mi hermano ni siquiera había empezado el colegio…

—No fue culpa suya que Lars muriese —protesta Bodil—. Yo creo que es usted la que no tiene ni idea de por lo que ha pasado su madre. Treinta años aquí metida, ¿se lo puede imaginar? Tal vez ahora este lugar parezca acogedor, pero no siempre fue así. Ella estaba rota de dolor. Luego la metieron aquí, sin recibir visitas, sin contacto con su familia. Quizá no sea tan extraño que después no estuviese en su mejor momento.

—Nunca ha estado en su mejor momento —resoplo.

—Ya está bien —dice Bodil, iracunda—. Los primeros años que pasó aquí fueron horribles. Le hubiesen afectado a cualquier persona. Si yo no me hubiese apiadado y cuidado de ella, no sé cómo habría acabado.

Estupendo. Un relato heroico en el que ella misma es la protagonista.

—¿Sabe de algún lugar que le guste, a dónde pueda haber ido?

—Por Dios —resopla—. Agnes lleva treinta años aquí. No ha ido de excusión ni de camping o de compras, simplemente ha estado aquí, conmigo.

Se cruza de brazos. Los antebrazos fofos son una de las cosas que más detesto. Tiene las cejas demasiado juntas y muy coloreadas. No se ha molestado en depilarse el bigote. Tiene la piel artificialmente bronceada llena de poros dilatados. Ahora resopla y emite una especie de gorgoteo, resultado de un consumo excesivo de cigarrillos durante largo tiempo.

—Ya me gustaría saberlo—continúa—. Su madre estuvo bajo mi responsabilidad durante muchos años. No me gusta la idea de que esté sola allí fuera, sin mí, pero hace varias semanas que no consigo ponerme en contacto con ella.

Suspiro. Esto es inútil.

—Hay una cosa que debería saber —añade Bodil, algo menos agresiva y más resignada—. Agnes siempre añoraba la vida con Leif y con sus hijos… Siempre hablaba mucho de la granja y de la montaña. Allí estuvo siempre en su salsa.

Me quedo parada mirándola unos segundos, sin verla realmente, antes de dar media vuelta y echar a correr mientras grito una especie de agradecimiento de camino hacia la puerta.