—CLARA —DICE STIAN en un tono bastante insistente cuando acabo el resumen de la conversación con Bodil—. Sé que no te apetece subir a la granja de tu padrastro, pero si es tu madre quien tiene a los niños y los tiene escondidos en algún lugar, la granja es la opción más obvia. Sería irresponsable por nuestra parte no ir a comprobarlo. Tampoco tardaríamos mucho en comparación con la expedición que hemos hecho a Kleivhøgda.
—De acuerdo —respondo mientras saco el teléfono para enviar un breve mensaje a Axel y pedirle que dé de comer a los hámsteres. Es mejor hacerlo antes de que se me olvide de nuevo.
Tan pronto como comenzamos a subir las cuestas escarpadas y el coche amenaza con quedarse atascado en el camino de tierra cubierto de vegetación casi en su totalidad, empiezo a temblar sin control. Jamás hubiera pensado que volvería a poner un pie en este lugar.
Stian me lanza una mirada, pero, por suerte, no dice nada. Hasta que no llegamos a la granja y yo tengo que cerrar los ojos, no habla.
—¿Una granja medieval? —pregunta, incrédulo, mientras contempla los edificios oscuros.
—Una falsa granja de la Edad Media —preciso, suspirando—. Magne estaba obsesionado con esas cosas. Se dedicaba a comprar casas viejas que luego trasladaba por partes a este lugar. Oye, tengo que entrar sin ti, debo hacer esto yo sola. Sé que suena extraño…
—Como quieras —responde él, supongo que empieza a acostumbrarse a mis caprichos—. Yo daré una vuelta mientras tanto y echaré un vistazo alrededor, ¿de acuerdo?
Asiento y bajo del coche. Si me deja entrar sola es porque no cree que puedan estar aquí.
Me quedo de pie y observo el paisaje que me rodea. Jamás me hubiera imaginado tanta decadencia en solo unas décadas. Es como si la granja hubiese estado abandonada durante cientos de años, y no treinta.
El leñero prácticamente se ha derrumbado, el tejado se ha hundido y cuelga de una pared baja. Un abedul se abre camino a través de él. La casa está rodeada de hierba silvestre de un metro de altura que yace muerta a ras del suelo. Hay ventanas rotas, tejas caídas. La capa de pintura protectora con la que Magne trataba la madera se ha desconchado.
Qué horror de sitio, y cuánto habría odiado Magne verlo así, con todo el esmero que ponía en cuidar de este lugar. Eso es una especie de consuelo.
Me acerco a la puerta del pajar, la abro, la palpo por dentro. La llave sigue ahí después de todos estos años.
Camino hacia la casa, lo estoy haciendo de verdad, soy capaz de hacerlo; me aproximo a la puerta, la abro, casi me sorprende que la llave funcione.
En el pasillo hay todo tipo de desechos parcialmente roídos y mezclados con excrementos de ratones. Entro al salón, que sigue casi igual que antes, excepto por que todo está descolorido, carcomido y cubierto de polvo.
En el rincón de detrás de la puerta veo una ratonera con un ratón muerto, o mejor dicho, lo que queda de él. Solo está intacta la cabeza, el resto del cuerpo ha desaparecido. ¿Habrá salido corriendo por sí solo o se lo habrán comido otros roedores?
Me doy la vuelta y me dirijo a la cocina, donde hay un montón de platos sucios apilados en la encimera. Alguien ha estado aquí. Me acerco, compruebo uno de los cuencos. Restos de comida, una especie de grumos de color marrón pálido, parecen sobras de leche con Coco Pops, esas mierdas que les encantan a los niños. No deben de llevar muchos días aquí.
En la cocina hay una puerta que lleva a una estancia que no recordaba. ¿Estaba cerrada las pocas veces que vine aquí? Bajo el tirador, la puerta chirría cuando la abro. Es una habitación pequeña con una chimenea enorme, una combinación muy extraña. Me inclino hacia delante, guiño los ojos. Hace poco que alguien la ha encendido.
En una pequeña mesa de teca cubierta de manchas delante de la chimenea hay una gran fotografía con marco y cristal. La levanto. Es Magne; lleva unos vaqueros, una camisa azul y una americana, el clásico atuendo de concejal. Abraza a una mujer. Reconozco el largo y floreado vestido de verano.
Es Agnes, pero algo no cuadra.
No tiene cabeza, alguien la ha recortado.
Junto a la mesa hay un viejo sillón ajado de cuero negro con clavos. La navaja de Magne está sobre el reposabrazos. Lleva sus iniciales, M. L., pirograbadas en la empuñadura.
¿Quién se ha dedicado a recortar la cabeza de mi madre? ¿Magne? ¿Halvor? ¿Otra persona? Me produce escalofríos a pesar de que yo misma la decapitaría con gusto. A continuación, retrocedo y salgo del lugar, ya he visto más que suficiente.
A continuación subo por las escaleras. Tengo que hacerlo, por muy difícil que me resulte. Debo revisar todos los cuartos, echar un vistazo en los armarios, no dejarme engañar. Las rodillas me tiemblan de nuevo. Subí corriendo por las mismas escaleras mientras pensaba que todavía podía salvar a Lars, que había esperanza, para luego encontrármelo en aquella postura. ¿Con qué me encontraré esta vez?
En la cima de las escaleras hay un pájaro muerto. Me estremezco, recordando la canción que solía cantarle a mi hermano una y otra vez.
Pajarito que cantas en la laguna, no despiertes al niño que está en la cuna.
Ea la nana, ea la nana. Duérmete, lucerito de la mañana…
Entro en el dormitorio más grande, el que compartían Magne y mi madre. Un edredón arrugado, un periódico en la mesilla. De hace tres días. Una taza de café medio llena, todavía sin moho.
Echo un vistazo debajo de la cama, donde hay una acumulación enorme de polvo y suciedad, incluido un cadáver de roedor aplastado.
En la habitación de Lars hay una cama, y en el suelo un colchón también cubierto con sábanas. Alzo uno de los edredones, intento olerlo, no huele a nada. En la mesilla hay varios envoltorios de caramelo arrugados. Por lo demás, todo está igual de sucio y polvoriento que el resto de la casa. Alguien ha estado aquí, pero no tienen por qué ser mis hijos, dudo que sea difícil entrar en esta casa por la fuerza.
Estoy a punto de salir cuando un impulso me hace levantar la almohada.
Encuentro un llavero con el emblema del Liverpool y un diminuto balón de fútbol. El llavero es un pequeño tesoro, único, de un momento histórico del club. 1984, creo.
Esto quiere decir que mis hijos han estado aquí, en la vieja habitación de Lars, en casa de Magne. Uno de ellos ha dejado el llavero debajo de la almohada. Pero ya no están aquí.
Los temblores se apoderan de mí por completo. Incluso me castañetean los dientes.
Cuando voy a salir veo a Lars. Está tumbando en el suelo, bocabajo, leyendo su libro sobre pájaros, concentrado, con el mentón apoyado sobre las manos.
Veo a mi madre, que se encuentra junto al fogón cocinando, se gira hacia mí, me dice algo, es imposible entender el qué.
Veo a Magne, sentado con su taza de café en el sillón delante del televisor, gritándole algo a mi madre. Nunca hay nadie que lo vea beber, solo que sube y baja del dormitorio y que, a medida que transcurre la noche, cada vez está más borracho.
Veo a los paramédicos de la ambulancia, llevan una camilla. Les cuesta subirla por la escalera estrecha y empinada. Al final tienen que llevar a Lars en brazos entre los dos, sin la camilla.
Intento hablar con todos, uno por uno. Con mi hermano, mamá, Magne, e incluso con los paramédicos.
Nadie me escucha, ni siquiera parece que me vean.
Entonces veo la nota. Un corazón rojo recortado en papel de color y clavado en la parte interior de la puerta principal, las letras negras escritas con un rotulador ancho y grueso. Lo tiene que haber colocado alguien que no solo estaba convencido de que yo iba a aparecer por aquí, sino también de que iba a mirar dentro de la casa.
Clara.
Antes de las 18.00 horas del 7 de octubre, Leif Lofthus debe morir para que tus hijos continúen con vida.
Es un requisito ineludible.