NO PUEDO ASESINAR a mi padre. No puedo dejar que mis hijos mueran. Tengo que encontrarlos, y tengo que encontrarlos ya.
En tan solo seis horas vencerá el plazo.
Secuestrar a dos niños es una locura. ¿Quién haría, además, ese tipo de demanda? ¿Quién me está pidiendo que tome una decisión así? ¿Es posible que mi madre nos odie tanto a mí o a mi padre, o a ambos, como para hacernos esto?
—Tengo que ir a ver a papá —digo, y me doy cuenta de lo infantil que suena. Sin embargo, lo repito—. Tengo que ir a ver a papá ahora mismo.
—Pensé que querías mantenerlo al margen —dice Stian.
Su rostro muestra un nuevo grado de seriedad desde que regresé temblando para mostrarle el mensaje que había detrás de la puerta.
También le he dado el llavero que se han dejado olvidado, la prueba de que han estado en este horrible lugar, de que han dormido aquí.
—Después de haber visto la nota estoy convencida de que tiene que ser Agnes, y si hay alguien que sepa cómo piensa o a dónde podría habérselos llevado, es mi padre. Él la conoce mucho mejor que yo. En cualquier caso, debería haber ido a verlo mucho antes.
—No queda demasiado para que se cumpla el plazo, Clara —me recuerda Stian.
—Lo sé, pero seré breve, te lo prometo.
Ese estúpido ultimátum me ha recordado cuánto echo de menos a mi padre. Es la única seguridad que tengo en mi vida. Jamás me hubiera imaginado deambulando por aquí sin que él tuviese la menor idea de que estoy en el pueblo.
Visitar la granja de Magne ha sido la gota que ha colmado el vaso, las cosas ya iban mal antes de encontrar ese mensaje.
Todo lo que había conseguido quitarme de la cabeza regresa ahora.
Tengo doce años otra vez, con las piernas agarrotadas y el pecho desbordante de sangre ardiente después de apresurarme a subir las cuestas que conducen a la granja de Magne. Una y otra vez escucho la débil voz de Lars pidiéndome ayuda al otro lado del teléfono, me dice que piensa que le van a pegar, que tiene miedo, que tengo que ir, que tengo que darme prisa.
Me di mucha prisa, pero no la suficiente.
Llegué tarde. Siempre seré la que le falló en el momento más decisivo.
Cuántos días, semanas y meses lo dejamos en aquella granja, papá y yo, aun sabiendo que no le convenía; sin embargo, lo dejamos allí porque no sabíamos cómo enfrentarnos a Magne y a los que ostentaban el poder en el pueblo, porque fuimos demasiado lentos.
—Stian, siento dejarte fuera, pero es mejor que no entres de momento —digo—. Mi padre se pone muy nervioso. Y uno de nosotros tendrá que volver a hablar con Halvor. Estoy segura de que ha estado en contacto con mi madre, ¿quizá incluso sepa dónde podría estar? Es posible que haya estado en la granja de Magne y haya visto algo, si no es que está involucrado. Tú vas a poder sacarle más información que yo, es de pura lógica…
Asiente y gira el vehículo en el lugar que le indico, a un par de cientos de metros de la casa. Mientras recorro el camino sola, alzo la mano; parece que sonríe, al menos un poco.
Stian. Serio. Estoico. Fuerte. Tan hermoso que duele mirarlo, es como mirar el sol y quedar cegado.
¿Qué puedo hacer al respecto? Nada, y mucho menos ahora, en esta situación.
La granja. Las casas. Papá. Este es el núcleo, todo proviene de aquí. Esta es la tierra de donde vengo, la tierra a la que voy a regresar. Estar aquí me hace pensar que todo tiene que salir bien. Y, cuando acabe, no solo voy a pasar más tiempo con los niños, sino también con mi padre; voy a pasar más tiempo aquí, en comunión con la naturaleza y las estaciones, con todo. Además, tengo que ponerme las pilas con el mantenimiento de la granja. En el tejado hay varias tejas rotas, la pintura está desconchada, ha aparecido una gotera en la planta de arriba; este último año el declive se ha acelerado. Me di cuenta en verano, pero luego lo olvidé de nuevo, con lo de Haavard y el cargo de ministra. Pronto me pondré manos a la obra, en cuando todo esto haya pasado.
Llamo a la puerta, el timbre lleva años sin funcionar. Al cabo de un rato percibo el familiar sonido de unos pies arrastrándose hacia la entrada. Las raídas zapatillas de papá contra el linóleo igual de desgastado del suelo. Abre la puerta, me mira, frunce el ceño.
—Pero, Clara, ¿qué haces aquí? —pregunta, esbozando una sonrisa incrédula mientras abre los brazos y me estrecha entre ellos.