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ANDREAS

 

 

 

TENGO LA SENSACIÓN de tener a un hombre enorme tumbado sobre mi pecho, o de llevar una armadura de caballero demasiado estrecha; es del todo imposible respirar con normalidad.

Ahora es incluso peor que antes, pero en realidad ha sido así desde que papá desapareció.

Me puse tan contento cuando llegó el otoño, porque eso significaba que el verano había acabado. El verano solo me recordaba a papá, igual que el Liverpool. A lo mejor esto quiere decir que también he perdido el verano.

Lo que voy a contar ahora recuerda un poco al otoño salvaje, amarillo y emocionante que solo dura una semana o dos antes de que todo se vuelva, de repente, marrón, resbaladizo y muerto.

Un día apareció sin más, se quedó junto al campo de fútbol de más arriba, donde estábamos en el recreo, y nos miró mientras jugábamos al fútbol.

—¿Quién es esa mujer? —preguntó Olav—. Lleva allí mirándonos un montón de tiempo.

—Es verdad —respondí.

La mujer casi no parecía real, era como si la hubiesen sacado de una película navideña en Nueva York. El pelo, el abrigo, el bolso, las gafas, todo. Llevaba una especie de vestido estampado que parecía muy anticuado y raro. Por encima vestía un abrigo largo marrón. Parecía salida de un mercadillo de segunda mano, toda ella.

¿Qué estaba haciendo ahí? ¿Por qué nos estaba mirando? Me recordaba a algo o a alguien, sin que yo fuese capaz de saber a qué o a quién. Más que nada, era diferente. Tenía el pelo largo, bastante rubio, le llegaba hasta la mitad de la espalda, aunque era vieja. Mi abuela Åsa, por ejemplo, lleva el pelo hasta justo por debajo de las orejas, como todas las señoras mayores. El pelo de la abuela, además, es gris, a diferencia del de aquella mujer.

—Hola, chicos —nos dijo, sonriente.

—Hola —respondí.

—Hola. ¿Quién eres? —preguntó Nikolai.

—Ya os lo contaré —dijo—. Pero ¿vosotros sois Andreas y Nikolai?

Asentimos.

—¿Y tú? —preguntó, mirando a Olav.

—Soy Olav —respondió él.

—Es nuestro amigo —repuse.

—Olav —dijo—. Me gustaría hablar un momento a solas con Andreas y Nikolai, ¿te parece bien?

—Sí, claro —respondió Olav, y desapareció con el balón.

La miramos intrigados. Yo también me sentí inquieto; siempre nos han enseñado que no debemos hablar con los desconocidos que se acerquen a nosotros.

Aquella mujer no daba miedo, pero era rara. ¿A lo mejor quería vendernos algo? ¿O que nos hiciéramos testigos de Jehová? Pero ¿cómo podía saber nuestros nombres?

—Bueno —continuó la mujer—. Quizá solo deba decir las cosas como son.

—¿Decir el qué? —le pregunté, impaciente.