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CLARA

 

 

 

MI PADRE ME rodea con el brazo, me conduce hasta el pasillo. Luego camina por delante de mí, arrastrando los pies, hacia la cocina, y se acerca a la cafetera para hacer café.

De repente lo tengo todo tan presente: el ruido que emite el frigorífico, el goteo constante del grifo que impacta contra la pila, la manera en que la cafetera toma impulso y comienza a gorgotear, la luz acerada que emite el tubo fluorescente del techo, el mantel de hule con algunos cortes. Y mi padre, que está ahí, con las rodillas un poco más dobladas y los hombros más encorvados que la última vez que lo vi, en pantalones vaqueros, camisa y tirantes; mi padre, que está ahí, seguramente sospechando algo, pero que todavía no tiene ni idea de lo que ocurre.

¿Cómo me las he arreglado sin él todo este otoño?

Todo lo que ha ocurrido desde la última vez que estuvimos juntos parece una vida entera. Los días han llegado y se han ido, y yo me he convertido en ministra, mi madre ha salido, los niños han desaparecido y Sabiya ha muerto, todo esto mientras él deambulaba por aquí, escuchando la radio, preparando café, cocinando beicon, alimentado a las gallinas, recogiendo huevos.

Este otoño he cortado el cordón umbilical, nuestras conversaciones diarias, las que nos han unido a través de los puertos de montaña que nos separaban durante todos los años que he vivido en otros sitios. Ese pedazo de tiempo se ha recortado y nunca podremos recuperarlo.

Recibo un mensaje, saco el teléfono. Ahora estoy pendiente todo el rato; es la manifestación de una especie de esperanza desesperada de que los niños, o los que los tienen secuestrados, se pongan en contacto por teléfono, aunque hasta ahora no lo hayan hecho. Resulta que solo es Mona, que quiere comunicarme que Munch ha aceptado un puesto en una agencia de publicidad y que es poco probable que vuelva a suponer un problema para mí en el futuro.

Que te vaya bonito, Munch.

Mi padre se acerca, me coloca la mano sobre el hombro.

—Clara, me tienes que contar lo que ocurre —dice, y ya no soy una ministra de Justicia al servicio del rey, ni la que tenía que encargarse de todo cuando solo éramos nosotros dos y él estaba tirado en el sofá temblando sin ser capaz de hacer nada.

Vuelvo a ser la niña pequeña, y él, la persona adulta; aquel a quien siempre me ha encantado seguir.

Se sienta a la mesa con su taza, frente a mí.

—¿Por qué no me dijiste que Agnes había salido de Kleivhøgda? —digo mientras siento que la desesperación se apodera de mí al pronunciar esas palabras.

No debería malgastar el tiempo en estas cosas ahora mismo, pero es como si lo de los niños se me hubiese atragantado y tuviese que atacar antes con otro tema.

—¿Y lo de que han rescatado el coche? —continúo—. Tienes que haberte enterado de ambas cosas, pero, aun así, ¿vas y no me dices nada?

—Ay —dice y suspira—. Lo siento, Clara. En efecto, estaba al tanto de todo, pero no quise preocuparte. Sé que debería haberlo mencionado, simplemente no fui capaz, yo…

—Está bien —respondo, suspiro, el tiempo transcurre—. Ya no tiene importancia.

—¿No? —pregunta con el ceño fruncido—. ¿Ha pasado algo?

—Los niños han desaparecido.

—¿Cómo? —repone, y presencio cómo el color desaparece de su rostro—. No te entiendo.

—Alguien se los ha llevado.

Me mira, pálido como un cadáver.

—Sabemos muy poco —continúo—. Solo que las pistas conducen hasta aquí, hasta el pueblo…

—Pero —dice con la voz ronca —. ¿Por qué? ¿Quién?

—Creí que Haugo, el periodista ese, tenía algo que ver. Por eso vinimos hasta aquí. Me he pasado por la granja de Magne y resulta que los niños han estado allí. Además, Halvor es el hijo de Magne, pero pienso que, de todas formas, a lo mejor él no está involucrado. En cambio…

Tengo que detenerme de nuevo para armarme de valor.

—No entiendo nada —dice mi padre.

—Agnes —le digo—. Creo que ha sido ella la que se los ha llevado.

—¿Tu madre? —pregunta incrédulo, reflexiona un poco y niega con la cabeza—. No. Me odia, sí. Está loca de remate, vaya, pero no sería capaz de llevar a cabo algo así. Tú misma me dijiste en primavera que estaba completamente ida…

Veo que tiembla; le tiemblan tanto las manos que tiene que dejar la taza.

Soy yo la que le está haciendo eso. Tal vez no debería haberle dicho nada. ¿Qué puede hacer él, en realidad?

—Cuéntamelo todo —insiste—. Desde el principio.

Y le cuento lo que ocurrió cuando volví del trabajo el viernes, le hablo de Stian, de cómo hemos llegado a la conclusión de que teníamos que venir al pueblo.

Cuando termino, nos quedamos en silencio. No me atrevo a decir nada, tengo que darle la oportunidad de que pueda digerirlo todo, a pesar del poco tiempo que me queda. Es como si escuchase el tictac del reloj que ya no está en la pared.

—Tenemos que estrujarnos los sesos —dice después de varios minutos—. Tú, yo y ese chófer tuyo, tenemos que ser capaces de dar con alguna pista, juntos…

—Sí —digo—. Pero se nos acaba el tiempo. Encontré algo en la puerta de la casa de Magne. Alguien lo colgó allí a sabiendas de que iría.

Saco la nota del bolso, se la entrego.

Él la coge, la sujeta a cierta distancia, arruga la frente, palidece todavía más. Primero se pone blanco, luego rojo, después blanco otra vez.

—Pero… ¿yo? —balbucea—. ¿Qué he hecho yo?

Me inclino sobre la mesa hacia él.

—Yo ya sospechaba de Agnes por diferentes motivos, pero esa nota hace que esté aún más convencida de que tiene algo que ver en este asunto…

Ahora no dice nada, está inmerso en sus propios pensamientos, como si intentase mirar dentro de él, encontrar una explicación en algún sitio. Me invade una pena enorme y oscura por todo lo que ha salido tan mal.

Y entonces, sin que pueda explicar cómo ocurre, me encuentro sentada en el suelo con la frente apoyada sobre las rodillas de papá. Ya no recuerdo cuántos años hace que no me siento así, y sollozo mientras él me acaricia el cabello.

—Tranquila, mi niña —susurra—. Todo va a salir bien, ya verás.

Al final me incorporo, miro la hora. Dios mío, solo quedan tres horas.

Desde que escuché hablar a Bodil sobre mi madre y la montaña, algo ha ido germinando dentro de mí. Recuerdo cómo Agnes, cuando tenía sus períodos maníacos, tiraba de nosotros e insistía en que quería ir a los pastos de verano, quería subir a todas las cumbres.

—Voy a ir a echar un vistazo rápido al refugio —digo—. Necesito comprobar si los ha escondido allí.

—¿Sola? —me pregunta—. ¿Es una buena idea? ¿Y qué hay de ese guardaespaldas tuyo? ¿No deberías llevarlo contigo?

—Está llevando a cabo una misión abajo, en el pueblo —le digo—. Está bien, papá, en realidad no creo que estén allí.

—Debería acompañarte —dice con voz temblorosa.

—Eso es imposible. —Le acaricio la mejilla—. Ya lo sabes. Tardaré mucho menos si subo yo sola. Estaré de vuelta en una hora o una hora y media.

Voy a mi habitación y encuentro algunas prendas deportivas viejas y desgastadas en el armario, me vuelvo a poner las zapatillas blancas Air Max que llevaba cuando llegué. Es una especie de calzado urbano, jamás suelo correr con ellas, pero no importa.

—Clara, espera —dice, sale de la cocina.

Durante uno o dos segundos permanece en el vano de la puerta, con los ojos empañados. Luego se acerca a mí con la misma expresión que tiene Nikolai a veces. Me rodea con los brazos y me abraza con rigidez, con cautela.

Huele a anciano. No es un aroma desagradable o repugnante, solo algo así como un poco polvoriento.

—Ten cuidado, hija —dice—. No suelo pedirte nada, pero ahora tienes que prometérmelo.

—Lo prometo —digo, y le doy otro abrazo.

Parece muy mayor. Ha sido un año muy duro, también para él.

—Hasta luego —digo, y echo a correr.

Tal vez debería haber llamado a Stian, haberlo hecho venir y haberlo discutido con él para que me acompañara. La experiencia en la fábrica de salchichas debería haberme enseñado que es una estupidez actuar por mi cuenta, pero esa nota me ha dejado fuera de combate.

No tengo tiempo que perder, yo misma he enviado a Stian a hablar con Halvor, ahora tengo que encargarme de esto yo sola.

Hasta ahora siempre he pensado que mis cualidades de soldado se las debo a mi padre, el soldado del Líbano, con su boina y su esquirla. Pero, pensándolo bien, mi padre siempre fue un agricultor que acabó en la guerra en contra de su voluntad. ¿Tal vez las haya heredado de mi madre? Agnes es mi contrincante ahora mismo, y sé muy poco de ella. A Sabiya, sí, e incluso a Halvor, he tenido la sensación de entenderlos de alguna forma. De mi propia madre no sé absolutamente nada, no la conozco, jamás la he conocido.

De pequeña, siempre la consideré débil. Tenía que ser insoportable permanecer allí en la cama, día tras día. «Qué aburrimiento», pensaba yo.

Cuando papá estaba en el Líbano, también se pasaba el día acostada. Yo tenía que ocuparme de Lars, de los animales y de la casa, preparar la comida y hacer la compra. Fui capaz de apañármelas durante mucho tiempo, pero antes de que papá volviese, todo había empezado a hacer aguas.

Jamás pensé que yo fuera la débil, siempre pensé que lo era ella.

La primavera pasada no me pareció más que un cascarón vacío, pero me he dado cuenta de que debe ser mucho más que eso. ¿Tal vez solo estaba fingiendo? ¿Para engañarme?

Fue ladina, astuta, lista y pérfida. En estas últimas horas he intentado ignorar todo el odio y pensar en quién es en realidad, en qué hace, cómo se comporta, qué piensa.

¿Qué lugares le gustan, dónde se siente segura?

Ya no está en Kleivhøgda y tampoco en la granja de Magne, ni en su cobertizo ni en nuestra granja.

Siempre le han gustado los pastos de verano, alejados de la gente y del tráfico. Solía quedarse dentro del refugio, en la cama, a oscuras, en silencio y completamente inservible. Pero en su cabeza, no obstante, se consideraba una persona de montaña, como si mantuviese pomposos discursos sobre el valor de respirar aire puro.

Había llegado aquí por las montañas, decía siempre. Por lo tanto, allí es a donde tendré que ir a buscarla.