CLARA SE MARCHA corriendo.
Cuando mi hija era más joven, yo creía que sabía lo que le convenía, a pesar del lamentable estado en el que me encontraba. Me acompañaba a todas partes. Primero la llevaba a hombros. Luego ella misma corría detrás de mí por el patio, los prados, en el establo. Fuese a donde fuese, ella siempre me pisaba los talones. Yo le contaba todo lo que hacía y por qué. Ella empezó a preguntar también. Sobre los árboles en los prados, el agua del arroyo, las hormigas en la tierra, y las estrellas, las nubes y cualquier otra cosa.
Después del Líbano, yo le hablé del olivo y la cueva del monte, las cabras y los grillos, sobre las granadas que interrumpieron aquel gran silencio y sobre la esquirla que me había extraído de la cadera y que traje a casa. Siempre mostró mucho interés por esa esquirla, incluso se hizo un collar con ella. La esquirla y la boina, jamás se cansaba de contemplar esos dos objetos.
Luego me hice mayor y Clara se convirtió en una adulta, en una persona más independiente; y cada vez estaba menos seguro de si sabía lo que le convenía. Ya no sé nada. Me quedo sentado y contemplo las vistas. Es imposible leer. Hacer cualquier otra cosa es imposible.
Qué contento me puse al verla en la puerta. Supe que algo iba mal, ya que estaba aquí, pero ni en mis peores pesadillas podría haberme imaginado algo como lo que me ha contado. Si hubiese venido otra persona y me hubiese dicho algo así, no la habría creído.
A ella la creí, no porque sea mi hija ni porque jamás me mintiese, sino porque yo sabía cuándo me mentía. Y no estaba mintiendo.
Debería ir tras ella, ayudarla, pero no tengo fuerzas. Llevo años sin subir a la zona de los pastos de verano, tardaría horas en llegar. Ahora, además, todo está oscuro y resbaladizo.
Puta Agnes. Si la hubiese arrojado al mar el día que fui a verla al cobertizo… pero ni siquiera fui lo suficiente hombre como para espantarla.
Miro por la ventana. Las mismas montañas, el mismo fiordo. Los prados se han puesto verdes, blancos, marrones y han vuelto a verdear. Los árboles que los rodean también han cambiado, una y otra vez. Acaban de despojarse de sus vestidos rojizos y amarillentos, y los han dejado caer al suelo a su alrededor. Permanecen desnudos con los dedos alzados hacia el cielo de un blanco grisáceo, esperando el invierno.
Verano y otoño, invierno y primavera, una y otra vez.
Me ha venido bien contemplar las mismas vistas todos estos años. Pero ahora ya no ayuda. Algo se quebró cuando empezó a aparecer por aquí el jodido periodista, aquí, en mi rincón de paz, y Agnes, de repente, salió a la calle.
Después de lo que acaba de contarme Clara, no hay nada que pueda mejorar las cosas.
Me los imagino a cámara rápida, como a veces ve uno en la televisión, las estaciones cambiando, cambiando sin parar a gran velocidad, hasta que todo acaba.
Clara heredará la granja, y, más tarde, Andreas y Nikolai.
Ese ha sido el sentido de todo, lo que ha hecho que me haya aferrado a ella, que haya cuidado de la herencia de mi padre y de su padre, y del padre de este, que haya tratado de no ser peor que ellos. Preservar las fatigas que ellos dedicaron a arar esta tierra para luego poder ofrecérsela a la siguiente generación, a mi hija y a sus hijos, a todos los hijos y las hijas que vendrán tras ellos. Así debe continuar todo.
La película de las estaciones que cambian no puede detenerse. Ahora también se han sumado los rostros de Andreas y Nikolai. Los rostros limpios e inocentes que he visto con regularidad desde que yacían muy juntos en el cochecito aquí fuera. Andreas, que se parecía tanto a Clara cuando tenía la misma edad que resultaba cómico, la misma precocidad. Nikolai, que se parecía más a su padre.
Los dos niños que me han seguido a todas partes desde que aprendieron a andar, como solía hacer Clara. Puente del pajar arriba, puente abajo, alrededor de los prados, en el establo, en el bosque, por todas partes. Atenuaron la añoranza que sentía por Lars, es cierto, pero con ellos también nació un nuevo temor de que pudiera pasarles algo, un temor que solo ha ido en aumento después de la muerte de Haavard.
Todo lo que he tejido con tanta delicadeza, con hilo fino, durante todos estos años, ahora comienza a deshacerse.