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CLARA

 

 

 

HAY MÁS VEGETACIÓN ahora que cuando era niña, es más densa y más alta, pero como hemos estado talando y cortando para preservar el sendero, todavía puede verse claramente por dónde pasa. Un abedul torcido con el tronco blanco por aquí, una piedra que sobresale por allá, lo conozco todo. Ahora voy corriendo por la zona que más me gusta. Me acerco tanto a la cascada que la oigo retumbar en mis oídos, su rugido blanco.

El sendero se retuerce a través de pinares. Está cubierto de tonalidades marrones. A los lados siempre crece musgo verdoso, sin importar la estación. En algunos tramos las vistas se abren sobre el fiordo, puedo ver la superficie donde el ferri cruza las aguas. Por primera vez, no me detengo.

La vegetación es menos densa a medida que voy ascendiendo. El bosque parece menos tupido, menos espigado. El aire cambia, reina el silencio.

Al final llego a un punto en el que el terreno se allana, y el lago que se despliega ante mí se precipita repentinamente por la cascada que he seguido durante la subida. Es enorme, ha llovido mucho.

Esta es nuestra montaña, nuestro lugar. Volver aquí me ha hecho recordar lo que le ocurrió a Lars. A partir de ahora también me hará recordar otra cosa: lo que ocurrió este verano.

Me siento sobre una piedra junto a la orilla.

Aquí reanimé a mi hermano menor, hace muchos años; aquí le salvé la vida, solo para dejarla escapar entre mis manos pocos años más tarde.

Aquí me arrastré hasta la orilla el verano pasado después de ver cómo la corriente se llevaba a Haavard y lo empujaba hacia la línea blanca que marca el límite entre las aguas tranquilas y la rugiente cascada, entre la vida y la muerte, hasta el punto en el que todo acabó, una fina línea casi transparente. Ese momento se ha enquistado en mí como un tumor.

Lo que ocurrió fue obra mía, y no debería haberlo hecho.

Debería haber salvado a Lars en el momento decisivo, del mismo modo que debería haber dejado vivir a Haavard. Cuántos errores he cometido y cuánto tiempo he malgastado.

Me estoy acercando, creo que no ando lejos, pero todavía no estoy con ellos y ha comenzado a caer la noche. Además, hace frío y yo voy muy poco abrigada. La ropa que llevo va bien para correr, no para quedarme quieta. No puedo quedarme aquí sentada, tengo que encontrar a los niños.

—Lars —susurro—. Lars, ¿estás ahí?

Subí corriendo hasta este lugar en primavera, tras ir a ver a Agnes. Entonces logré invocarlo. En realidad, siempre que ha ocurrido ha sido aquí, junto a este lago. Tengo la esperanza de que también pase ahora, de que me hable y me guíe. Después de que desapareciesen los niños, he intentado contactar varias veces con él, sin éxito.

Primero hay un silencio completo. Después lo escucho.

—Sí, Clara —susurra—. Estoy aquí.

—¿Están los niños aquí? —pregunto.

—Los niños… —dice. Y ya no está.

—¿Lars? —repito, desesperada—. ¿Lars?

Hay un silencio absoluto y sé que no volverá.

Me doy la vuelta, echo un vistazo al refugio, que se halla en la más completa oscuridad. Me saco del sujetador la llave que descolgué del gancho de la cocina, la estrujo en la mano mientras corro el último tramo hasta el refugio. Me encuentro ante el umbral de la entrada, me dispongo a abrirla, pero el candado no está puesto.

Empujo la puerta con el hombro. Se abre y miro al interior; el corazón me late con fuerza.