—¿CÓMO? —pREGUNTÉ CUANDO la mujer dijo quién era.
Eso no podía ser verdad, aunque supiese nuestros nombres.
—Nuestra abuela materna está muerta —dije—. Murió mucho antes de que nosotros naciésemos.
—¿Eso ha dicho mamá? —dijo con una amplia sonrisa—. Sí, supongo que querrá que penséis eso. Tal vez se avergüence de mí, he estado muchos años en el hospital. Hay gente a la que eso le resulta embarazoso.
Nikolai y yo nos miramos, no sabíamos muy bien qué pensar.
—¿Cómo podemos saber que es verdad? —dije.
Ella sonrió de nuevo, como si le hubiésemos dicho algo muy bonito. Y entonces empezó a describir la granja y la casa de Leif y todas las habitaciones, cosas que nadie podría saber sin haber estado allí.
—Mmm —dije al final—. Pero tú no hablas como abu.
—No —contestó y rio mostrando sus dientes blancos. Casi parecía una modelo de los anuncios que hay para personas mayores.
—Eso es porque yo no soy de ese pueblo —explicó—. He vivido allí desde que era joven; llegué en autobús, conocí a Leif y nunca me volví a marchar. En realidad, soy de Drøbak, a solo una hora de aquí. ¿Habéis estado allí alguna vez?
—No —dijo Nikolai—. Pero Olav y su familia tienen una cabaña cerca. Sabemos que hay un pequeño acuario muy guay y un parque acuático y la casa de Papá Noel, pero mamá no quiere ir.
Lo miré algo irritado. Nikolai hablaba demasiado, no tenía ningún filtro.
—Vaya —dijo la mujer—. Aunque bueno, no me extraña, en realidad.
—¿Tienes un documento de identidad o algo? —le pregunté, como decían en la tele.
Pareció recapacitar un poco, luego asintió.
Tras buscar en su bolso, sacó algo de cuero marrón que parecía muy antiguo, una cosa rara alargada con una especie de cierre dorado en medio. No se parecía a ninguna de las carteras que yo había visto antes, pero observé que llevaba dinero, un fajo de billetes de quinientas, doscientas y cien coronas. A continuación, sacó una funda verde con una tarjeta dentro.
—Mi carné de conducir —dijo—. Es viejo, pero aquí al menos podéis ver mi nombre.
Nos inclinamos hacia delante para mirar. Agnes Lofthus.
—Jopé —exclamó Nikolai. Yo no dije nada.
—Mirad aquí —añadió la mujer, mostrándonos algunas viejas fotos descoloridas dentro de una funda de plástico en la vieja cartera.
En las fotos había dos niños. Un niño pequeño y una niña rubia un poco más mayor.
Los dos miraban a la cámara muy serios, con ojos grandes.
—¿Mamá? —pregunté, y tragué saliva. Ella asintió.
—Y su hermano pequeño. El tío Lars. ¿Os ha hablado de él?
—Nos ha dicho que murió —digo.
—Así es. Por desgracia —dijo, parecía triste—. Murió hace mucho tiempo, cuando era más pequeño de lo que vosotros sois ahora. En cualquier caso, si queréis podéis llamarme abuela.
—¡Sí! Sí queremos —exclamó Nikolai.
—Qué bien —dijo ella—. Entonces, hay una cosa que es importante…
—¿Sí? —preguntó Nikolai, entusiasmado.
Se agitaba de la inquietud; por lo visto, aquello le parecía emocionante. A mí también, pero no era necesario dejarlo tan claro.
Además, me había quedado completamente frío por dentro, sentía como pinchazos en la cabeza. No entendía cómo Nikolai podía estar tan normal y contento. Todo eso era un poco loco, el hecho de que tuviésemos una abuela muerta que de repente estaba viva delante de nosotros y que nos enseñaba una foto de mamá cuando era pequeña. Se parecía demasiado a una película navideña, todas las alarmas sonaban en mi cabeza como si fuesen los cascabeles del reno Rudolph.
—Veamos —continuó la mujer—. Tenéis que prometerme una cosa. No podéis decirle a mamá que nos hemos visto, ¿de acuerdo? No creo que le hiciese gracia y entonces sería imposible que nos encontráramos de nuevo, y a mí me gustaría veros más veces.
—A nosotros también —dijo Nikolai.
Le di un codazo. Tenía que calmarse un poco.
—Perfecto —dijo la abuela.
Fuimos caminando sobre las crujientes hojas amarillas y naranjas, y la mujer nos hizo toda clase de preguntas sobre qué nos gustaba hacer y comer, cuál era nuestro equipo de fútbol inglés favorito y qué deportes practicábamos.
—Qué locura —dije cuando volvimos a casa. La abuela Åsa, que iba a cuidar de nosotros, todavía no había llegado—. Mira por dónde, tenemos otra abuela de la que no sabíamos nada. Mamá no debe enterarse de esto…
Cuando lo pienso ahora, con el tiempo, fue extraño que no tuviésemos ninguna duda acerca de esta nueva abuela que había aparecido de repente. Simplemente nos vino muy bien que llegase justo en ese momento.