HAY ROPA Y algunas bolsas que me resultan familiares sobre los bancos y las camas. Comida en la encimera de la cocina. Agua en un cubo. Abro la estufa de leña: brasas. Acaban de estar aquí. Mi madre tiene que haberme visto y se los ha llevado a otra parte. No pueden estar lejos.
Intento orientarme en medio de todo el desorden, ver si hay algo que me indique dónde se han metido, pero no encuentro nada.
Los últimos días he estado tan triste, tan desesperada y asustada que no he parado de hacerme reproches. Ahora solo estoy furiosa. Esto es de un descaro increíble. Qué cabrona más inútil es.
Salgo, cierro la puerta a mis espaldas. Si la zona hubiese estado nevada, como es habitual en esta época, podría haber visto sus huellas. Ahora lo único que hay es una oscuridad aterciopelada que se torna más azulada con cada minuto que transcurre.
En una hora y media habrá devorado todo lo que hay a su alrededor.
Alzo la vista hacia el pedregal negro azulado. Hay millones de piedras allí. Desde piedrecitas tan pequeñas que un puñado cabría en un bolsillo, hasta rocas tan grandes como nuestra casa. Entre ellas se abren todo tipo de grietas, fisuras y cuevas. Si entras en una de ellas, es probable que seas el primer ser humano en pisarla. Este verano me colé a través de una grieta angosta, una especie de embudo que se ensanchaba hasta convertirse en una gran estancia, con el suelo verde, las paredes revestidas de piedra y el mismísimo cielo azul como único techo. Desde una de las paredes rocosas se oía el susurro de un pequeño arroyo, como en el bosque de Ronja, la hija del bandolero, el cuento de Astrid Lindgren.
Haavard y los niños fueron al pedregal sin mí. Eso fue antes de que llegase a la conclusión de que debía morir, mientras todavía estábamos disfrutando de unas vacaciones idílicas, al menos si obviamos los antecedentes: que yo me había convertido en secretaria de Estado y que Haavard era infiel y acababa de salir de prisión provisional.
Los niños habían hablado de las cuevas y las grietas. Habían interrogado a mi padre sobre el pedregal. Él los había entusiasmado con cuentos sobre bandoleros y todo lo que había pasado allí a lo largo de la historia; leyendas sobre brujería, sobre ninfas de los bosques y bandoleros fugitivos que huían del alguacil. Después de la muerte de Haavard no hubo más excursiones al refugio. Los niños no han vuelto a mencionar el pedregal y yo tampoco lo he nombrado, aunque estoy segura de que lo recuerdan.
Puede que Agnes haya escondido a los niños, sí, pero también es posible que ellos se hayan escapado.
Me ha parecido que han dejado sus abrigos atrás, en el refugio, y no son buenas noticias con el viento y la temperatura tan baja que hace; yo misma estoy temblando de frío y me castañetean los dientes.
Allá abajo están la playa y el lago, con tonalidades gris oscuro, azul grisáceo y gris acero, y con pequeñas crestas de espuma en la superficie. El pedregal es grande, enorme, lo vislumbro ahora, mientras subo corriendo. Gigante, amenazante y de color pizarra. En algún lugar ahí arriba, en esa zona dentada e inhóspita que se extiende varios cientos de metros en todas las direcciones, tal vez se encuentren mis hijos.
Podrían haberse caído dentro de una de las profundas grietas que son imposibles de detectar hasta que uno las tiene justo delante, y que pueden tener una profundidad de veinte o treinta metros. En ese caso, jamás los encontraré, ni vivos ni muertos.
Hay una alternativa en la que no me gusta pensar.
Mi madre puede haberse dado cuenta de que el cerco ha comenzado a estrecharse a su alrededor y puede haberlos empujado por algún precipicio para tratar de deshacerse de ellos, en un intento por eliminar su rastro y salirse con la suya.
En todo caso, sería ridículo; la ropa de los niños aún está en el refugio y jamás lograría irse de rositas. Pero mi madre no es un ser racional, no está bien de la cabeza. Esa idea es quizá la más aterradora de todas.