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ANDREAS

 

 

 

TODOS LOS DÍAS había algo nuevo. Nos compraba golosinas y revistas y pequeños juguetes. Nos alegrábamos, es verdad, pero lo mejor de todo es que se le ocurrían cosas que hacer con nosotros. Normalmente, solo la veíamos por las tardes, después del cole, antes de que Axel o la abuela llegasen a casa para prepararnos la cena y asegurarse de que hacíamos los deberes y todo eso. Por suerte, nos daba tiempo a hacer bastantes cosas durante esas horas.

Nos contó que llevaba sin conducir más de treinta años, pero que ahora tenía un coche híbrido con cambio de marchas automático. Además, se había comprado un teléfono inteligente y se había descargado un montón de aplicaciones. Nadie se creería que nunca había usado internet hasta este otoño. Nosotros nos montábamos con ella en el coche de alquiler tan chulo mientras la mujer del GPS le indicaba a la abuela por dónde ir. «Gire a la izquierda. Gire a la derecha.» Era muy guay.

Un día incluso fuimos a Drøbak. Ya no hacía una temperatura tan buena como para bañarse, pero fuimos a la Casa de la Navidad y compramos un montón de cosas, visitamos el pequeño acuario y comimos crepes.

Visitamos también algo que se llamaba el Museo de Arte Infantil, que estaba muy cerca de casa, una especie de palacio encantado lleno de obras de arte.

Nos llevó a la Casa de los Reptiles y pudimos coger serpientes, y fuimos al cine y nos sentamos con la abuela entre nosotros con una caja de palomitas y una sonrisa de oreja a oreja.

En una ocasión incluso vino a vernos jugar un partido de fútbol en nuestro campo. Nos había dicho que no debíamos acercarnos a ella corriendo, que era importante que la gente no se diese cuenta de que era familiar nuestro. La ponía muy nerviosa que mamá pudiera enterarse de que se encontraba allí. Estuvo sola, animándonos, mientras todo el mundo la miraba con descaro porque tenía un aspecto muy diferente al de todos los demás.

Justo ese día a mamá le dio por aparecer. Ella, que casi nunca tenía tiempo de ir a ver los partidos y ni siquiera se enteraba de cuándo jugábamos. Jugábamos en casa, y vi cómo se bajaba del coche negro en el aparcamiento. Luego se acercó, alta y rubia. Mamá nunca ha podido pasar desapercibida, y la abuela tampoco. Mientras mamá se acercaba caminando desde el aparcamiento, eché a correr todo lo que pude hasta donde estaba la abuela, que se había colocado a un lado de las gradas con los demás.

—¿Qué haces, Andreas? —me gritó Hans Marius, ya que salí del campo sin que hubiesen señalado ningún cambio. Fingí no escucharlo.

—Te dije que no te acercases a mí —susurró la abuela en tono severo.

—Viene mamá —susurré como respuesta—. Tienes que irte, pero no vayas hacia el aparcamiento, ella viene de allí ahora.

Sus ojos se dilataron; a continuación, se dio media vuelta y se marchó en dirección contraria a por dónde venía mi madre.

Aquel día estuvimos a punto de que nos pillase. Ninguno de nosotros sabía qué ocurriría si llegaba a descubrirla. Mamá podía volver a meterla en el hospital, por ejemplo. La abuela dijo que su único temor era no volver a vernos. Eso hubiera sido lo peor que le podía pasar.

Su vida había estado muy vacía y había sido muy triste durante mucho tiempo, dijo. Todo le había parecido absurdo y solitario. Ahora que nos había encontrado, era como si todo hubiese recobrado el sentido, como si alguien hubiese encendido la luz. En realidad, yo no entendía lo que decía, pero no importaba. A nosotros nos parecía guay que mostrase tanto interés por sus nietos, sobre todo porque, cada día que pasaba, mamá tenía menos tiempo para nosotros.

Cuando nos contó lo del nuevo trabajo, entendí desde el primer momento que no saldría bien. Ella nos dijo que no notaríamos ninguna diferencia, pero sí que la notamos. Parecía que cada vez la pasaban a buscar antes y la traían más tarde a casa, y era como si tuviese la cabeza en el trabajo todo el tiempo. Nos recordaba a cuando había estado trabajando en la propuesta de ley, la que ponía de tan mal humor a papá.

La abuela nos hacía muchas preguntas sobre mamá, sobre cuándo se iba y cuándo volvía a casa, sobre las aficiones que tenía, qué le gustaba hacer y qué no. Quería llegar a conocer más a su hija a través de nosotros, decía, puesto que no tenía la oportunidad de hacerlo de otra forma. Que insistiese tanto en mamá me tenía un poco harto. Me gustaba más cuando podíamos hablar de otras cosas.

Por suerte, en lo que más interesada estaba era en nosotros y en abu. De hecho, parecía sentir más curiosidad por él que por mamá. Hacía preguntas e insistía sin parar, quería saber si estaba bien de salud, si parecida deprimido, si le gustaba beber cerveza y un montón de cosas más. Una vez habían sido novios, así que, ¿a lo mejor seguía estando enamorada de él?

La abuela Åsa había estado muy triste desde la muerte de papá, y no era algo tan raro, vaya, nosotros también lo estábamos, pero aun así resultaba muy cansino. Comparada con la abuela Agnes, que era tan alegre, la abuela Åsa parecía aún más triste y gris, yo ya casi no soportaba estar cerca de ella. Suspiraba todo el tiempo y no paraban de caérsele las lágrimas cuando comíamos, cuando veíamos la tele, cuando iba a leernos un cuento. La abuela Agnes también había perdido un hijo y no actuaba de esa forma.

Por lo demás, insistió muchas veces en que no era suficiente con que mamá no se enterase de que ella venía a vernos. Tampoco debíamos delatarla ante la abuela, el abuelo, el tío Axel o nuestros amigos. Porque entonces se lo podrían decir a mamá. Debía ser nuestro secreto. A nosotros nos pareció bien. Nos gustaba compartir un secreto con ella.