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CLARA

 

 

 

AL FINAL CONSIGO atravesar el tramo con más vegetación. Ahora toca cruzar un ancho cinturón de hierba antes de llegar al pedregal. Subo corriendo. La hierba, que en verano era verde, ahora se ve amarronada, podrida y húmeda, y se alza a ras de suelo. Las zapatillas que llevo no tienen un buen agarre y me resbalo.

Aunque estoy cansada y he empleado todas mis fuerzas en la subida al refugio, por fin llego al lado derecho del pedregal. En una ocasión subimos aquí los cuatro, después de la excursión que Haavard y los niños hicieron sin mí. Ahora me encuentro cerca de una de las cuevas que exploramos aquel día. El suelo estaba cubierto de suave hierba verde y se oía el goteo constante de un arroyo. En verano había sido un oasis, un paraíso secreto tropical en medio de las montañas noruegas.

Ahora todo es diferente. Gris. Yermo. Vacío.

—¿Niños? —digo en voz alta, pero solo escucho el eco de mi propia voz.

Salgo corriendo otra vez, paso junto a dos lagunas diminutas, donde nos detuvimos en verano para tirar piedras. Entro en la siguiente cueva, en la que también nos adentramos la última vez. Está vacía.

Tendré que intentar llamarlos para que vengan. Así me escucharán y saldrán cuando sepan que soy yo.

—¿Andreas? ¿Nikolai? —grito.

La voz me sale demasiado débil. Lo intento de nuevo. Me los imagino apareciendo de repente, la alegría en su rostro, corriendo hacia mí, rodeándome el cuello con los brazos. Las mejillas frías y a la vez calientes contra mi piel.

«Os quiero», les diré mientras los abrazo.

Era Haavard quien solía decir esas cosas. A mí me parecía cursi y embarazoso. A partir de ahora voy a empezar a decirlo todos los días.

Estoy en la esquina superior derecha del pedregal. Aquí, en la parte de arriba, nos acercamos al borde para ver todas las rocas que había más abajo. Los niños estudiaron las enormes grietas de la montaña con una mezcla de terror y entusiasmo. Les había dejado claro que no debían acercarse demasiado, que debían mantenerse en tierra firme para mirar.

—¿Andreas? ¿Nikolai? —grito. No se oye ningún ruido.

Les enseñé que no debían andar por el pedregal porque es difícil ver las grietas. Ellos asintieron, aunque yo me di cuenta de que estaban impacientes. Comprendían mejor los riesgos que cuando tenían dos, tres, cuatro años, pero seguían siendo niños; unos niños intrépidos y valientes.

Ay, mis chicos. Si Agnes los ha perseguido hasta aquí y les ha pasado algo, entonces la mataré, sí, como siempre he deseado hacer.

Salgo a una especie de planicie donde también estuvimos en verano. Desde aquí uno puede ver el refugio, el lago y aún más allá. A la luz del día se puede vislumbrar el fiordo verdoso y montañas sobre montañas, horizontes sobre horizontes, cada vez más y más lejos. Ahora va oscureciendo a cada minuto que pasa.

Echo un vistazo a un montón de losas que hay a unos metros de mí, en contraste con la naturaleza virgen. En este lugar le conté a Haavard y a los niños que una vez, hace mucho tiempo, quisieron construir una cantera ahí, y que lo que veíamos ahora eran sus restos.

Se me cae el alma a los pies cuando contemplo la enorme cantidad de piedras, desde bloques de roca cinco veces más altos que yo hasta piedrecitas del tamaño de guisantes. Ni siquiera en un año sería capaz de registrar todo el lugar, y tal vez disponga como mucho de una hora antes de que se haga de noche del todo.

Echo un vistazo al reloj. Quedan menos de dos horas. Vuelvo a llamarlos, no obtengo respuesta, grito de nuevo. Se me quiebra la voz, me escuece la garganta.

—¿Andreas? ¿Nikolai?

Tienen que estar aquí. Si hubiesen estado en el refugio, los habría visto. A menos que se encuentren en el fondo del lago, tienen que estar aquí. Y entonces me oirán y saldrán. Creo que serán capaces de distinguir entre mi voz y la de mi madre, aunque sean muy parecidas, ambas roncas. Pero ¿qué pasa si están aquí escondidos y me oyen pero no se atreven a salir porque creen que soy Agnes? No soporto pensar en ello.

Empiezo a desplazarme, trepando con cuidado, y justo cuando acabo de llamarlos a gritos otra vez, me resbalo y me caigo hacia atrás, un metro, dos, quizá tres. El golpe me deja sin aliento y aterrizo de espaldas. Entonces desaparece el último remanente de luz y todo queda a oscuras.