—VAMOS ALLÁ —MURMURA la primera ministra a mi lado—. Sal.
Las noto justo en el momento en que salgo a la plaza frente al Palacio Real: las gotas. La primera me alcanza en la mejilla; la segunda, en la mano; la tercera, en la frente.
La presencia de los medios de comunicación es apabullante, aunque solo vayan a nombrar a dos ministros nuevos en esta ocasión. Observo a las personas congregadas sin cruzar mi mirada con la de nadie, fijándola tan solo en los objetivos de las cámaras, negros y de diferentes tamaños. Es como enfrentarse a una maraña de bocas de pistola.
—Tú haz como si nada —susurra la primera ministra mientras caen más gotas.
Tiene una mano colocada en mi zona lumbar, la otra descansa en la espalda del nuevo ministro de Salud. Su intención tal vez sea la de brindar apoyo y aliento, pero, de ser así, funciona solo hasta cierto punto. Tiene la mano apretada en un puño, más como una amenaza que como un consuelo, y lo presiona contra el tejido de mi costosa americana, cada vez más empapada por la lluvia.
He optado por una indumentaria infalible: falda negra, americana negra y zapatos de tacón de aguja del mismo color. La blusa celeste está recién planchada, pero se arruga a cada segundo que pasa y con cada gota que cae.
—Qué elegante vas, mamá —me ha dicho Nikolai esta mañana, como de costumbre más generoso con los cumplidos que su hermano. Andreas parecía estar de mal humor, es posible que no le guste que haya aceptado el puesto.
Los periodistas y los fotógrafos se han puesto las capuchas y han abierto los paraguas. Yo no tengo donde cobijarme, y la lluvia ya ha empezado a mojarme el rostro. No obstante, sonrío. Fue lo último que nos ha dicho la primera ministra antes de que saliésemos, que no quiere ver ni una sola foto en la que mostremos una expresión sombría.
Debemos parecer contentos, fuertes y a la defensiva; eso es lo que su puño también indica. Contenta. Fuerte. A la defensiva. Contenta. Fuerte. A la defensiva. Clic, clic, clic.
Permanezco bien erguida sobre los tacones de aguja. Las suelas son tan finas que noto la grava en la planta de los pies. Me desplazo con cuidado un par de centímetros para evitar una piedra de cierto tamaño.
Se dice que la ex primera ministra Gro Harlem Brundtland siempre llevaba una piedrecita dentro del zapato cuando se enfrentaba a situaciones en las que podía acabar llorando. Es posible que sea una solución para las personas con cierta propensión al llanto, pero ese no es mi caso.
El ministerio de Justicia solía estar entre los más codiciados del Gobierno, pero tras una serie de burdos escándalos en los últimos años, todo ha cambiado. Soy consciente de que la gente cuchichea sobre el hecho de que ninguno de los candidatos más obvios haya querido el puesto, y que por eso me lo han dado a mí. La primera ministra ha dicho que me lo ofreció a mí en primer lugar. En realidad, no me importa. Yo lo quiero de todas formas. Esta es mi oportunidad, ahora por fin puedo hacer algo.
Dos grupos de personas se han reunido en torno a los periodistas. El más numeroso parece estar compuesto por los familiares del ministro de Salud. Un matrimonio mayor, seguramente sus padres, un par de amigos o hermanos y una mujer rubia y bajita con tres niños. Mis hijos están en el colegio, ni siquiera se me ha ocurrido invitarlos para que me acompañen. Mis suegros, sin embargo, están aquí. Los vislumbro en este instante. Han envejecido mucho durante los últimos meses y los envuelve un cierto halo de tristeza, algo que de vez en cuando me provoca una punzada de mala conciencia. Su hijo estaría aquí si no fuese por mí. Sin embargo, en otras ocasiones solo siento irritación.
Hoy, de hecho, casi parecen alegres, sobre todo mi suegro, un magistrado del Tribunal Supremo ya jubilado. Haavard siempre se quejaba de que su padre mostraba más interés por mí y por mis logros en Derecho que por las vidas que su propio hijo salvaba a diario. Tal vez tuviese algo de razón. Mi suegra se seca las lágrimas debajo del paraguas. En este momento, veo que hay otro rostro conocido al lado de Åsa, mi suegra. El hombre la estrecha entre los brazos, le besa el cabello, la hace reír. Es Axel, el mejor amigo de Haavard. Lleva toda la vida entrando y saliendo como Pedro por su casa de la residencia de los Fougner, es como un hijo más en la familia.
No me esperaba ver a ninguno de ellos aquí, y en especial a Axel, aunque trabaje cerca de esta misma calle. Resulta extraño, pero me alegra que estén aquí.
Mi suegra alza un ramo de flores, lo extiende hacia mí.
—Ve a recoger las flores —me dice la primera ministra en voz baja—. Rápido, no podemos quedarnos mucho tiempo aquí.
Me acerco a mis familiares. Mi suegra me besa en ambas mejillas antes de que llegue el turno de mi suegro. Luego se acerca Axel, me abraza, susurra algunas palabras de felicitación. No escucho lo que dice, pero percibo la calidez de su aliento en la oreja.
Entonces sucede. Una señora de unos sesenta años con rizos oscuros, la piel reseca y los párpados caídos tras unas lentes gruesas se abalanza sobre mí. En la mano lleva una pequeña botella y la empuña como si fuera un arma.
—Asesina —grita—. ¡Asesina!
Mi cuerpo se tensa, pero continúo sonriendo. Siento como si estuviese esbozando una mueca. De forma instintiva, alzo los brazos como para protegerme. Retrocedo dos o tres pasos, tambaleándome sobre los tacones altos, antes de chocarme con alguien por detrás. El hombre —noto que es un hombre—, me sujeta por debajo de los brazos, me ayuda a mantenerme en pie, evita que me caiga.
—Tranquila —dice en voz baja—. Te tengo.
Durante un segundo o dos, el universo se congela en ese instante. Luego todo reanuda su curso.
—¡Asesina! —grita la mujer de nuevo.
—Regresa con la primera ministra, actúa como si todo fuese normal —susurra mi salvador.
Le echo un vistazo rápido. Es alto y delgado, con un rostro anguloso y ojos de un azul intenso. Cabello rubio tirando a rojizo, barba. Muy masculino, sin duda, parece un veterano de guerra o algo por el estilo; me recuerda a los hombres con los que a veces me cruzo cuando esquío en lo más profundo del bosque los días más fríos de enero, en lugares apenas transitados. Lleva el uniforme del servicio del Parque Móvil del Estado, así que no es policía.
Me uno de nuevo al grupo y permanecemos quietos un par de segundos.
La inesperada y abrumadora lluvia, que nos ha despojado de toda dignidad, y el repentino ataque a mi persona provocan que los fotógrafos traten de contener una sonrisa que denota una mezcla de compasión y regodeo.
—Tú solo sonríe —me susurra la primera ministra—. Sonríe, saluda y da media vuelta.