ESTOY VIVA, PERO no tengo ni idea de cuánto tiempo he estado inconsciente. Pueden haber sido horas, pero lo más probable es que se haya tratado de minutos, tal vez segundos.
Intento incorporarme y siento puñaladas de dolor por todo el cuerpo. Debo tener algo roto. ¿Alguna costilla? ¿La clavícula? ¿Un pulmón perforado? Intento mover primero un brazo, luego el otro, solo parecen contusionados. Alzo una rodilla, luego la otra. Lo logro. Abro la boca. Percibo algo frío, no sé qué es, en la lengua, en los labios. Puedo confirmar que al menos estoy viva.
Durante algunos segundos simplemente permanezco tumbada, contemplo el cielo gris y me resisto a alzar la cabeza para comprobar a qué lugar he ido a parar y lo poco probable que es que logre salir de aquí.
Al final levanto un poco la cabeza, miro frente a mí, a los lados. Me hallo en un barranco con forma de barca y he aterrizado en la parte más ancha. Por suerte, mi cabeza no ha impactado contra ninguna de las piedras que hay esparcidas a mi alrededor, como terrones de azúcar negros, pero tengo la sensación de que me he roto algo en mitad del cuerpo.
Sería complicado salir de este foso incluso estando en buena condición física, o teniendo experiencia como escaladora, que no es el caso, pues no parece que exista ninguna salida.
Me incorporo. A la derecha de mi cabeza gotea agua. Antes de morir de hambre o de sed, moriré de frío. Es una especie de consuelo, pero, entonces, ¿qué será de mis hijos?
Cuento hasta tres en mi fuero interno y me siento. «Solo te dolerá lo que tú quieras que te duela», me dijo mi padre una vez. Creo que solo lo dijo en esa ocasión, y no era muy típico de él, pero desde entonces siempre lo he recordado, me lo he repetido, una y otra vez. Solo te dolerá lo que tú quieras que te duela.
Ahora debo salir de aquí, tengo que encontrarlos, salvarlos. Me doy la vuelta hasta ponerme a cuatro patas. Luego me levanto, diviso un extremo del barranco que no era visible cuando estaba tumbada.
La pared rocosa que se alza hacia la claridad es empinada y de piedra negra y porosa. Es imposible ascender por ahí. Miro alrededor. Las demás superficies resultan incluso más inviables e impensables.
Saco el teléfono, tecleo el número de Stian. Todavía me queda un veinte por ciento de batería. Stian lo cogerá, siempre está disponible, podrá ayudarme.
Suena una vez, dos, tres veces, cuatro. Lo vuelvo a intentar, el mismo resultado. Joder. ¿Por qué no contesta? ¿Le habrá hecho algo Halvor? ¿Habrá ocurrido otra cosa? Trago saliva, cierro los ojos, los vuelvo a abrir, llamo a mi padre. Él por lo menos responde enseguida.
—Papá —digo.
—¿Va todo bien? —pregunta, percibo lo preocupado que está.
—No —respondo, trago saliva otra vez. Hay interferencias en la línea.
—Clara, te oigo un poco mal —dice él—. ¿Son los chicos? ¿Los has encontrado? ¿Están vivos?
—Sí —digo, y se me quiebra la voz—. Pero papá…
Estoy a punto de contarle dónde estoy, que me hallo atrapada aquí abajo, que busque a alguien que pueda ayudarme, que llame a Stian o a otra persona, a la Policía Local, a quien sea, que simplemente mande a alguien para que me ayude. Entonces se oye un chasquido en el teléfono y se corta. Debe de ser la cobertura, que es pésima.
Me aparto el teléfono del oído, lo miro fijamente. Joder. La pantalla está negra. Pulso el botón del lateral, logro vislumbrar los contornos del símbolo de batería descargada en la penumbra. ¿Cómo es posible? Hace nada tenía aún un veinte por ciento. Debe de ser por la temperatura. Ahora hace tanto frío que tiemblo. Tengo que encontrar una forma de salir de aquí, no puedo rendirme, todavía no. No puedo morirme sin haberlo intentado todo.
Apoyo el pie en una piedra que se alza a un metro y medio del suelo, está suelta y es porosa. Luego me agarro con la mano contraria un poco más arriba. Voy subiendo poco a poco mientras ignoro el dolor que me atiza y sacude el cuerpo.
Cuando solo me queda un metro, pierdo el agarre y vuelvo a precipitarme hacia el fondo, me deslizo hacia abajo mientras mis dedos intentan aferrarse con desesperación a algo, hasta que vuelvo a estar en el punto de partida. En el fondo. Me pongo de cuclillas, noto que las lágrimas estallan detrás de los párpados.
El reloj muestra que quedan dos horas. Tal vez Stian comience a buscarme pronto si descubre que he intentado llamarle. Es posible que suba al refugio, que encuentre la puerta abierta, entre y comprenda que ha pasado algo, pero aquí, en el pedregal, no conseguirá encontrarme, al menos no antes de que haya muerto de frío. He intentado llamarlo a él, a papá, y no ha funcionado. Ahora solo yo puedo salvarme.
Necesito subir esa pared. Tengo que hacerlo, y tiene que ser ya. La adrenalina ha eclipsado el dolor durante unos instantes, pero no durará. A cada intento que haga, cada vez tendré menos energía. Miro en torno a mí. Descubro una piedra de unos veinte centímetros que parece un cincel. La cojo y la meto debajo del jersey, sujeta bajo el tirante del sujetador.
Hazlo, Clara. Coloca bien el pie, encuentra un buen agarre para los dedos. Ignora el dolor en el pecho. Ignora que te tiemblan los muslos y los brazos, todo el cuerpo. Otro pie. Otra mano. Entonces, de repente, me quedo atascada.