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ANDREAS

 

 

 

DURANTE LOS DÍAS que hemos estado en el pueblo, la abuela ha hecho nuevos planes sin cesar.

Sabía de un lugar, una granja, en donde nos quería esconder. Estaba a algunos kilómetros a pie, pero con lo ágiles que éramos, no supondría ningún problema, nos dijo. Había devuelto el coche de alquiler y no se atrevía a pedirle prestado al casero el suyo, pues hubiera sospechado algo. Tendríamos que llevar solo lo que cupiera en nuestras mochilas, y ella cargaría también con una mochila grande.

Fue genial salir del cobertizo. Había dejado de llover y el cielo estaba lleno de estrellas.

—¿De quién es la granja? —preguntó Nikolai mientras ascendíamos una empinada cuesta de grava. Me recordó al camino que llevaba a la granja de abu, aunque este era todavía más empinado y estaba cubierto de vegetación. En medio había muchas matas de hierba y cosas así.

—En estos momentos, la granja no tiene propietario —dijo la abuela—. Está vacía, pero yo viví allí una temporada después de dejar a abu, antes de enfermar. Viví allí con mi novio, Magne, la granja era suya. Clara venía a veces, y Lars.

—¿Fue en esa granja donde murió Lars? —preguntó Nikolai.

La abuela asintió, pero no pareció gustarle que mencionásemos a Lars. Seguimos caminando sin decir nada más. Estaba lejos, yo me sentí completamente agotado cuando por fin llegamos.

El pajar estaba a punto de derrumbarse. Una especie de trastero ya se había caído. La casa parecía bastante bonita, desde lejos. Era grande, larga, marrón, como una de esas casas de los cuentos de los viejos tiempos, pero cuando nos acercamos más, todo tenía un aspecto feo y horrible.

La abuela se palpó el bolsillo y sacó una llave con la que abrió la puerta; por lo visto, había hecho una copia. La puerta era algo más nueva que el resto de la vivienda, pero la cerradura había comenzado a oxidarse.

Cuando apoyó el hombro en la puerta para empujarla, fue como si la casa suspirase de cansancio. En el pasillo había una gruesa capa de polvo mezclado con caca de ratón. Tuve que tragar saliva. ¿Realmente pensaba meternos allí?

—¿Por qué esta granja no tiene propietario? —pregunté.

—Ay —suspiró la abuela—. Algunos de los sobrinos de Magne aún siguen peleándose por quedarse con ella. Llevan treinta años haciéndolo. Todos viven lejos de aquí y nadie cuida del lugar. Es probable que todo acabe derrumbándose antes de que logren ponerse de acuerdo. Pero otras personas tienen que haber estado aquí.

—¿A qué te refieres? —dije.

—He visto huellas en el polvo. Colillas de cigarrillos. Y alguien ha usado la cocina no hace mucho.

—Pero… Entonces puede venir alguien mientras estemos aquí, ¿no? —insistí mientras tiritaba de frío; parecía que hiciese más frío dentro de la casa que fuera de ella.

—Lo dudo —dijo la abuela—. Es posible que alguien haya estado este otoño, pero ahora no viene nadie. En cualquier caso, es más seguro teneros aquí que en el cobertizo. Desconectaron la electricidad hace muchos años, pero he traído un montón de velas. Podemos encender la estufa de leña. En el pajar hay un poco, y también podemos quemar algunas cosas viejas. Por lo demás, tendremos que abrigarnos bien y no encender el fuego durante el día. Aunque estamos lejos de la gente, alguien podría ver el humo desde la carretera, y eso no nos conviene.

—¿Y dónde vamos a dormir? —preguntó Nikolai.

—Yo dormiré en mi antigua habitación —dijo la abuela—. Y vosotros podéis dormir en el dormitorio que fue de vuestro tío. Solo hay una cama, pero puedo traer un colchón de otra habitación. En uno de los armarios hay edredones y almohadas.

Quise preguntar si había muerto en ese dormitorio, y de qué había muerto, pero no me atreví.

La abuela era como uno de esos puentes colgantes carcomidos en los que algunas tablas de madera son seguras y otras están podridas, y era imposible saber de antemano cuáles podían pisarse y cuáles no. En realidad, uno debía tener muchísimo cuidado con todas las tablas, y lo mejor hubiera sido, por supuesto, no cruzar el puente, pero eso ya no era una opción.

—Venid conmigo y así me ayudáis un poco —dijo la abuela, y subimos por la escalera vieja y chirriante.

Cuando llegamos al rellano, había un pájaro muerto en el suelo; lo descubrimos bajo la luz de la linterna frontal que llevaba la abuela en la cabeza.

—Mecachis… —dijo Nikolai, que retrocedió y casi se cae escaleras abajo.

—No pasa nada —dijo la abuela, que lo apartó de una patada.

Sacó edredones, almohadas y sábanas. Cuando toqué una de las fundas de edredón, comenzó a deshilacharse.

—Bueno, todo está un poco apolillado —dijo la abuela—. Y húmedo.

Cuando caminábamos, el suelo crujía. Había moscas muertas, avispas y otras cosas, por lo que no era fácil saber de dónde provenían los crujidos. En realidad, nos recordaba a la casa del terror que solíamos visitar cuando íbamos al parque de atracciones con papá. Aquí no se escuchaban gritos y aullidos, ni se veían luces parpadeantes, pero esto era peor, porque era real, con ratones y pájaros y sábanas que se rasgaban.

Entonces Nikolai y yo entramos en el pequeño cuarto que había detrás de la cocina, y todo se volvió mil veces más disparatado.