SACO LA PIEDRA en forma de cincel que he encontrado en el suelo y golpeo con todas las fuerzas que no tengo contra un punto de la pared rocosa que parece más blando.
El cincel permanece clavado, pero tanto este como la roca están hechos de un material poroso. No sé cuánto tiempo aguantará. Me tiemblan las piernas.
Tengo que seguir subiendo. Todavía me queda un metro y medio, quizá dos, para alcanzar el borde. Estiro el brazo derecho hacia arriba todo lo que puedo, alcanzo un punto al que apenas logro aferrarme con tres dedos. Luego extiendo el pie izquierdo, busco un apoyo, lo coloco. Extraigo el cincel y lo clavo un poco más arriba.
He logrado avanzar mucho más que antes, casi he llegado. Si me caigo ahora, todo se irá a la mierda. Cierro los ojos, inspiro profundamente un par de veces y me arrepiento de inmediato, me duele una barbaridad.
A continuación, estiro la pierna derecha. Brazo izquierdo. Brazo derecho. Pierna izquierda. Logro agarrarme al borde, pero me doy cuenta de que todavía no estoy a salvo, porque ahora me toca arrastrar todo el cuerpo dolorido hasta el borde y no tengo ni idea de qué aspecto tendrá el terreno.
Empiezo levantando la otra mano, hundo los dedos en lo que parece ser una fina capa de tierra.
Toda mi vida he corrido al aire libre. Soy tenaz, resistente, estoy en buena forma. En cambio, jamás me he dedicado al entrenamiento con pesas o a la escalada, no soy especialmente fuerte, y en este momento, además, estoy agotada y dolorida. De alguna forma, sin embargo, soy capaz de colocar el codo izquierdo sobre la cornisa, y luego el derecho hasta quedar colgada de los brazos.
Nadie podría haberme preparado para el dolor tan salvaje que me atenaza en este momento.
Lo único que me mantiene sujeta son dos codos temblorosos; además, veo puntitos blancos ante mis ojos. Si me desmayo ahora, todo habrá acabado.
La única salvación posible consiste en desafiar a la gravedad y hacer un esfuerzo descomunal para auparme sobre el suelo firme. Los puntitos se intensifican más y más.
Ay, ojalá Stian apareciese delante de mí en este momento, extendiese las manos y me alzase. O Axel. Veo a Haavard y a mi padre delante de mis ojos. Finalmente, aparece Lars con absoluta nitidez. Jamás me había ocurrido antes.
—Clara —susurra —. No me falles ahora, pues entonces todo habrá sido en vano.
Entonces consigo subirme a la cornisa, alcanzar suelo firme.
Al principio solo me quedo tumbada bocabajo, con los brazos extendidos por encima de la cabeza, palpitando y ardiendo. Permanezco así, respirando, un buen rato. Luego consigo incorporarme y ponerme de rodillas antes de levantarme por completo.
Estoy viva y he conseguido salir de ese agujero. No me lo puedo creer, estaba convencida de que no sería posible.
Durante algunos segundos, una leve mezcla de alegría y adrenalina se apodera de mí, burbujeante como el champán, como pompas de jabón, hasta que caigo en la cuenta de que aún no sé dónde están los niños, mi móvil está sin batería y yo misma estoy herida. Además, cuando el nivel de adrenalina comienza a descender, noto mucho más el intenso dolor. Debo haberme roto varias costillas, y le pasa algo a mi pie.
Empiezo a desplazarme de nuevo sobre terreno firme. Al cabo de unos minutos he regresado a la zona por la que entré en el pedregal y comienzo a descender con dificultad.
De vez en cuando me detengo, grito, me duele tanto que voy encorvada. Trato de volver a ponerme en contacto con Lars, pero no lo consigo. Los dientes me castañetean. Mi cuerpo tiembla y se agita. ¿Debería rendirme sin más? ¿Tumbarme y esperar a la muerte? ¿Volver a casa arrastrando los pies, buscar ayuda? Es lo más sensato, pero es probable que sea demasiado tarde.
En este momento surge el pensamiento: ¿Y la choza de piedra?
Solo he pensado en las cuevas donde yo misma estuve con los niños, pero también estuvieron en la choza de piedra este verano, con Haavard. Después dijeron que querían quedarse allí a dormir. Se supone que tiene tejado y paredes, y que es de fácil acceso para cualquiera que sepa dónde se ubica, algo que yo no sé.
¿Cómo la encontraron Haavard y los niños? ¿Tenían un mapa?
Bajo al refugio cojeando y dando tumbos, entro, enciendo una vela y alumbro una repisa que hay sobre la encimera con viejos tebeos del Pato Donald. Al final encuentro el mapa que mi padre dibujó. Lo contemplo durante un instante hasta asegurarme de que lo he memorizado, luego lo pliego y me lo meto en el bolsillo trasero de las mallas de deporte. Acto seguido cojo una linterna frontal del estante, compruebo que funciona y me la coloco en la cabeza. Por último, me pongo un viejo plumas que hay colgado de un gancho.
No ha pasado mucho tiempo desde la última vez que usé una linterna frontal, la de Sabiya, en la fábrica de salchichas. Parece que hubiesen transcurrido muchos días desde entonces, pero tuvo que ser ayer, ¿no?
La linterna es la única arma que tengo cuando de nuevo emprendo, tambaleante, mi periplo hacia el pedregal. Echo un vistazo al reloj.
Queda una hora.