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ANDREAS

 

 

 

AUNQUE NOS AGOBIABA estar con la abuela Agnes, no sentimos miedo de verdad hasta que una noche se ausentó de repente y nos dejó solos en la granja.

Colocamos una cómoda contra la puerta y ninguno de los dos pudo dormir. Cuando la abuela regresó, dijo que iba a cambiarnos de sitio otra vez. Yo había empezado a entender que las opiniones de la abuela sobre lo que era conveniente cambiaban con mucha frecuencia. Además, tenía varias personalidades que podía ponerse y quitarse como si se trataran de los viejos disfraces de carnaval que tenemos colgados en nuestro armario de casa, que hace tiempo que se nos han quedado pequeños, pero nadie ha quitado aún de allí. Yo también tengo la sensación de que hay varios Andreas que luchan entre sí para ver quién es mi yo verdadero, pero yo quizá sea más bien como una de esas muñecas rusas que tienen muchas muñecas distintas dentro.

De todas formas, en esa ocasión nos alegramos de que la abuela hubiese cambiado de idea. Algo no cuadraba para nada en aquella granja.

Nos iba a llevar a la cabaña de los pastos de verano, allí estaríamos más seguros, consideraba la abuela. Nadie iría por esa zona, al menos. Además dijo que estaría muy bien para nosotros dormir en un sitio que nos resultase familiar y cercano, y que conocíamos bien. Yo sentí como si tuviese una piedra negra en la tripa. No quería ir a la cabaña, tal vez no volvería a tener ganas de regresar a ese sitio nunca más.

Por supuesto, no podíamos subir por el camino habitual que pasaba por la granja de abu. Eso era demasiado arriesgado, incluso de noche, dijo la abuela, por lo que ella tenía otro plan. En línea recta, la distancia entre la granja de Magne y los pastos de verano no era demasiado larga. Solo algunos pocos kilómetros, nos dijo.

Yo dije la palabrota que empieza por jota en mi fuero interno. Si hubiésemos pasado por la granja de abu, podríamos habernos refugiado con él. Ahora sería imposible.

Resultó que había muchos kilómetros entre la granja y la zona de los pastos, y el camino era húmedo y empinado. La abuela fingió que sabía dónde estábamos, pero nos dimos cuenta de que no tenía ni idea.

Pensamos que al llegar por fin volveríamos a entrar en calor, porque la cabaña era mucho más pequeña que la casa de Magne y allí podríamos tener la estufa encendida todo el día. Al final, resultó ser todo lo contrario; era más difícil mantener el calor allí, daba igual lo mucho que usásemos la estufa. Las paredes eran como de papel.

Las moscas que hibernaban bajo el techo empezaron a resucitar con el calor, comenzaron a revolotear y a zumbar de una forma repugnante. Entonces comenzaron a caer sobre nosotros como si fuesen lluvia. Las cacas de ratón podían barrerse y echarse fuera, y también las telarañas, pero a las moscas había que soportarlas sin más. Al final, me acosté debajo de un edredón mientras las moscas caían sobre él y las imágenes del verano pasado se reproducían como una película detrás de mis párpados, dentro de mi cabeza.

Era horroroso estar en aquella habitación fría y oscura sin nada que hacer, así que me alegré cuando la abuela dijo que podíamos salir un rato si queríamos.

Al cabo de algunos minutos, Nikolai me agarró del brazo.

—Mira —susurró, y señaló hacia la cabaña y el lago.

Justo donde el agua se precipita formando la cascada, donde puedes subir y bajar por el sendero, vislumbramos a una persona que se acercaba corriendo. Había empezado a hacerse de noche; sin embargo, pudimos ver de quién se trataba.

—Mamá —susurró Nikolai.

Se disponía a salir corriendo hacia ella cuando la abuela lo detuvo.

—Quieto —siseó, agarrándolo del cuello—. Tenemos que escondernos.

Yo sabía que mamá se daría cuenta de que estábamos aquí en cuanto abriese la puerta y viese nuestras cosas. A lo mejor podríamos haberla llamado a gritos, con la esperanza de que nos ayudase, pero no resultaba tan fácil. La abuela parecía estar fuera de control. Teníamos que escondernos, pero ¿dónde? Me hervía el cerebro, no era capaz de pensar. Entonces Nikolai tomó la iniciativa.

—La choza de piedra —susurró—. Si seguimos el arroyo, no nos verá.

Nos agachamos y nos dirigimos a hurtadillas hacia la oscuridad que se extendía junto al arroyo. Desde allí podríamos subir al pedregal sin que nos viese. Tropezamos y nos caímos varias veces, y la abuela juró y bufó sin parar; me ardían las pantorrillas y el pecho, pero al cabo de un rato alcanzamos el pedregal.

Algunos minutos más tarde, Nikolai había logrado encontrar la choza de piedra; abrimos la puerta, entramos y nos sentamos.

Hacía muchísimo frío dentro, y nosotros estábamos sudados y respirábamos con dificultad; no aguantaríamos mucho con aquel frío. Yo metí la mano en el bolsillo para aferrarme al llavero del Liverpool, pero no estaba allí.

¿Lo había perdido? ¿Cuándo? Perder ese llavero era incluso peor que lo que había pasado con el panda.

Entonces fue como si papá estuviese allí de nuevo, y escuché su voz clara y nítida. Me hablaba sobre quedarnos a dormir en la choza de piedra; era verano, hacía calor, todo estaba bien y no era muy tarde.