ES SORPRENDENTE LO fácil que me resulta encontrar la choza de piedra, a pesar de que jamás he estado en este lugar y de que ya es noche cerrada. Se ubica junto a un monte, es pequeña y oscura, y es fácil no reparar en ella, puesto que prácticamente se funde con la montaña que la rodea y con la niebla gris que se ha formado. Es un pequeño elemento artificial en medio de la naturaleza.
Está en silencio. ¿Es posible que estén ahí, a pesar de todo?
Me acerco, agarro el tirador, abro la puerta. Dentro, en un banco de piedra junto a la pared, a solo un metro de mí, encuentro a mis hijos. Están sentados con mi madre en medio, mirándome fijamente.
—Oh, Dios mío —exclamo, me acerco a ellos corriendo, abrazo primero a uno y luego al otro. Después me arrodillo delante de mi madre; en este momento no me importa que esté aquí. Con la mano izquierda agarro la de Nikolai, la de Andreas con la derecha, y las sostengo sobre el regazo de mi madre.
Me siento tan aliviada; me tiemblan las piernas y las manos, todo el cuerpo. Por fin los he encontrado. Están a salvo, a partir de ahora todo irá bien.
—Ay, mis chicos —digo—. Dios mío, qué alegría veros.
—Mamá —dice Nikolai, con la voz plana, tiene lágrimas en los ojos.
Me pongo en pie, miro a la mujer que está sentada entre los dos, que aún no ha dicho nada. Es real, existe, está sentada aquí, se los había llevado. Lo único que deseo es golpearla. No puedo hacerlo en presencia de los niños.
—Oye —digo—. ¿Por qué has hecho esto? ¿Qué pretendías conseguir?
—¿Yo? —pregunta en tono sarcástico, con una risa que jamás podré olvidar—. ¿Piensas que yo estoy detrás de esto?
—Sé que lo estás —digo.
—Mamá —dice Andreas con la voz apagada.
—¿Sí, cariño? —pregunto, sonriéndole. A pesar de lo terrible que es estar aquí, junto a ella, me invade una sensación de calidez al verlos a los dos.
—No ha sido la abuela —dice Andreas—. Hemos sido nosotros.