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ANDREAS

 

 

 

EL ENCUENTRO CON Sabiya, por muy triste que ella estuviese, nos había recordado cómo debía ser una madre. Sabiya no podía ser nuestra madre. Mamá no podía ser nuestra madre. Seguramente, la abuela Agnes tampoco podía serlo, pero por lo menos era guay y divertida y la mejor abuela del mundo, y la echábamos de menos. Además, teníamos miedo de lo que se le pudiese ocurrir a mamá.

Después de vernos con Sabiya, decidimos marcharnos.

Cuando Nikolai y yo tomamos una decisión y cooperamos para llevarla a cabo, hacemos un buen equipo. Creo que somos capaces de hacer bastantes más cosas que otros niños de nuestra edad. Tal vez sea porque somos dos, tal vez porque Clara es nuestra madre. Ella casi tiene poderes sobrenaturales. La abuela también los tiene; viajó sola a Oslo en coche a pesar de haber estado encerrada durante treinta años.

Además, después de lo que le pasó a papá, fue como si yo hubiese dejado de tener miedo. Lo peor que podía pasar ya había pasado, no quedaban tantas cosas que temer.

No se lo dijimos a nadie, eso podría haber estropeado todo el plan. El viernes no fuimos al colegio. Preparamos las mochilas que normalmente llevamos al fútbol, pues mamá no las echaría de menos; de todas formas, siempre estaban metidas en el fondo del armario.

En las mochilas debíamos llevar lo mínimo posible; unos calzoncillos, unos calcetines y un jersey cada uno; los cepillos de dientes no, porque entonces mamá se daría cuenta de que habíamos preparado las mochilas. Ya compraríamos cepillos nuevos. Tuvimos que dejar las tabletas y los teléfonos —aunque nos hubiera gustado llevárnoslos—, pero la policía podría rastrearlos.

Discutimos sobre los peluches. En mi opinión, no debíamos llevar ninguno, porque de esa forma mamá también podría darse cuenta de que habíamos preparado las mochilas. Pero Nikolai se negó a irse sin su panda. Había dormido con él todas las noches desde que se lo regalaron los abuelos de Oslo cuando era un bebé y lo quería muchísimo. Me di cuenta de que lo decía en serio, y nuestra habitación estaba tan desordenada que cualquier cosa podría haber desaparecido de allí para siempre; incluso existía la posibilidad de que los secuestradores nos hubiesen dejado llevarnos algún peluche. Así que al final Nikolai cogió el panda.

Lo único que yo me llevé fue el llavero.

Para que ella no pensase que nos habíamos fugado, le dejamos una carta; así parecería que nos habían secuestrado. Habíamos leído en internet cómo solían ser ese tipo de cartas y escribimos una que creímos que colaría.

Redactamos el texto en inglés y luego lo tradujimos a chino en Google Translate. Por último, lo pasamos a noruego. Tenía que parecer que lo había escrito alguien que no era noruego. Sabíamos que ella se asustaría, pero se lo merecía.

Cuando salimos de casa, estábamos contentos y emocionados, más de lo que lo habíamos estado en mucho tiempo. Era como si nos hubiésemos tragado unos globos de cumpleaños llenos de aire.

No teníamos mucho dinero, pero llevábamos algo de efectivo que nos había dado la abuela Agnes, y algo más que habíamos encontrado en un cajón de papá. Con esa cantidad nos bastaría para llegar a la costa oeste.

Dejamos la carta en la mesa. Luego pulsamos el código que hacía que la puerta quedase cerrada. Teníamos la sensación de que íbamos a comenzar una nueva vida, como a veces hace la gente en las películas.

El revisor del tren sonrió —parecía superalegre— y nos preguntó si viajábamos solos. Sí, respondimos, íbamos a visitar a nuestro abuelo y papá nos había llevado a la estación, le conté, convencido de que era buena idea mentir un poco. Nikolai se quedó dormido durante el trayecto en tren; fue un alivio, pero al final tuve que despertarlo.

Hasta ese momento todo había ido tan bien que casi daba miedo, pero sabíamos que lo difícil vendría más tarde.

El tren llegaría a la última estación muy tarde por la noche, y desde allí cogeríamos un autobús nocturno hasta el pueblo. Nos preocupaba más que el conductor del autobús avisara a la policía cuando descubriese a dos niños viajando solos que la posibilidad de que el revisor del tren lo hiciera en pleno día. Debíamos tener muchísimo cuidado.

Una vez habíamos hecho exactamente el mismo viaje con mamá, en una ocasión que el coche se estropeó. Por eso sabíamos que el autobús solía esperar veinte minutos en el pueblo antes de continuar con su ruta. Por si acaso, habíamos comprobado en internet que siguiera siendo así.

También sabíamos que el maletero permanecía abierto todo el rato en la estación de origen, mientras el conductor estaba dentro del autobús vendiendo billetes o navegando en internet con su móvil o lo que fuese. Esta parte del plan resultó también demasiado fácil. Simplemente rodeamos el autobús y nos dimos prisa, y nos aseguramos de que el conductor no nos viese a través del retrovisor.

Después de colarnos en el gigantesco maletero, nos dirigimos a la parte trasera a cuatro patas y nos escondimos en el rincón situado más al fondo. Así nadie podría vernos, ni la gente que metiese su equipaje ni el conductor cuando viniese para cerrar el maletero.

Nos acurrucamos muy juntos y nos mantuvimos muy callados. Luego, cuando el autobús empezara a moverse, podríamos susurrar un poco. No debíamos hacer ningún ruido. Éramos verdaderos polizones, como esos sobre los que habíamos leído.

Tras un largo rato, las puertas se cerraron y el autobús se puso en movimiento. Era difícil evitar dar bandazos de un lado a otro en las curvas, teníamos que ir con el cuerpo en tensión todo el rato para evitarlo. Olía a motor y a diésel, el aire escaseaba, pero ya estábamos en la última etapa, así que tan solo debíamos permanecer tumbados con las mochilas y aguantar un poco más.

—¿Andreas? —dijo Nikolai.

—¿Sí? —le respondí.

—Tengo miedo.

Claro que tenía miedo. Yo también tenía miedo de todo lo que podía salir mal ahora que nos acercábamos, pero no podía mostrarlo delante de él.

—Todo irá bien —respondí, intentando hablar con la voz de papá.

—¿Vamos a morir? —balbuceó.

—Claro que sí —repuse—. Pero no ahora mismo. En unos ochenta años o así.

También teníamos que ser capaces de bajarnos en la parada correcta sin que nadie nos viese. Justo eso me ponía muy nervioso. ¿Y si el autobús no se detenía? Entonces tendríamos que bajarnos en la siguiente, pero eso sería muy estúpido. Peor aún sería que nos quedásemos dormidos. Por eso hicimos guardia, por turnos, para estar al tanto de la hora con nuestros relojes, que podían iluminarse en la oscuridad.

Por el camino se me había ocurrido que quizá nadie se bajase en el mismo pueblo que nosotros en mitad de la noche. El autobús seguramente pararía allí de todas formas, pero si no se bajaba nadie, las puertas no se abrirían.

Eso fue justo lo que pasó. Nuestros relojes marcaban las 5.40. El autobús había llegado, permanecía quieto, pero el maletero no se abrió. El corazón me latía con fuerza. Nikolai empezó a sollozar junto a mí; yo le susurré que debía guardar silencio, luego me acerqué a la puerta a gatas. Estaba a oscuras, tuve que moverme mientras palpaba con las manos, pero sí, encontré una especie de asidero.

—¿Estás preparado? —le susurré a Nikolai, que todavía permanecía acurrucado en el rincón.

No me respondió, pero al menos vino gateando detrás de mí.

—Si consigo abrirla, tenemos que correr muy rápido —le advertí—. El conductor se dará cuenta y vendrá a ver qué pasa, ¿de acuerdo?

Nikolai asintió y la puerta se abrió. Echamos a correr, con las mochilas a la espalda, sin mirar atrás; jamás supimos si el conductor se dio cuenta de algo. Tampoco sabíamos muy bien a dónde íbamos, simplemente corrimos sin parar a través de un prado con pacas de paja y luego nos adentramos en un bosque; lo más importante era alejarse lo máximo posible del autobús.

Cuando al final nos detuvimos para recuperar el aliento, muy felices de haberlo logrado, la cara de Nikolai adoptó una mueca terrible.

—¿Qué? —le pregunté, echando un vistazo hacia atrás para ver si el conductor del autobús nos seguía.

—El panda —dijo Nikolai—. Oh, no, me he dejado el panda en el autobús. No, no, no…

—Dios mío —dije, y me di cuenta de que, sin querer, había sonado como mamá—. ¿Por qué no lo metiste en la mochila?

—Se me olvidó —sollozó Nikolai—. Se me olvidó.

Nunca lo había oído llorar así, y mira que lo he oído llorar muchísimas veces.

—Nikolai —le dije—. Escúchame, ahora tenemos que llegar a la casa de la abuela. Seguro que ella puede llamar luego a la compañía de autobuses para recuperar tu panda. Pero deja de llorar, ¿vale? Recuerda lo que suele decir mamá, solo te dolerá lo que tú quieras que te duela.

Mamá suele decir eso cuando alguien se hace daño o le duele algo. Es algo que odia, pero funcionó; Nikolai dejó de llorar.

En casa habíamos dibujado un mapa en un folio después de mirar el GPS. Desde la parada de autobús solo había unos doscientos metros a pie hasta la casa de la abuela. Llegaríamos muy temprano por la mañana, pero eso estaba bien, pues así nadie nos vería.

Justo pasadas las seis, bajamos por una cuesta empinada desde la carretera principal, a unos cien metros del fiordo, y llegamos al cobertizo de la abuela. Ella nos había enseñado fotos cuando estuvo en Oslo; era de color marrón oscuro con tejado de turba.

Todavía era noche cerrada. La abuela vivía solo a unos metros del agua, y tampoco podíamos verla; no había luz de luna ni nada, solo el susurro de la llovizna, pero se escuchaban las olas al romper contra las rocas de la orilla.

No había ningún timbre, por lo que probamos a llamar a la puerta. No pasó nada. Nos habíamos empapado durante el trayecto y hacía demasiado frío como para quedarnos fuera esperando hasta que se hiciese de día. Además, a la abuela le gustaba dormir hasta tarde, según nos había dicho.

Nos sentamos junto a la puerta, uno al lado del otro, escuchando las olas. Hacía muchísimo frío aunque solo era octubre, por lo que tuvimos que pegarnos todavía más; yo abracé a Nikolai para mantener el calor. Era increíble que no pudiéramos entrar en el cobertizo después de haber hecho un viaje tan largo.

Eché un vistazo a mi reloj y vi que tenía un montón de mensajes de mamá. Dónde estáis, qué ocurre, llamadme, esas cosas. Sentí un poco de mala conciencia, pero no podía permitírmela en ese momento. Fue entonces cuando me di cuenta de que quizá nuestros relojes, que se iluminaban en la oscuridad, se pudieran rastrear también.

—Nikolai —susurré—. Quítate el reloj.

Me miró extrañado, pero lo hizo.

—Dámelo —le dije en voz baja.

—Ni loco —dijo—. Es mío.

—Escúchame —le dije—. Tenemos que deshacernos de ellos para que no nos encuentren.

—Yo quiero que me encuentren —dijo. Ahora le goteaba la nariz.

—No, no quieres —dije—. Dame el reloj y suénate la nariz.

Me lo entregó. Yo me levanté, me acerqué a la valla que se alzaba junto al fiordo, me paré junto a ella y tiré primero uno y luego el otro. Apenas pude escuchar dos suaves chapoteos entre las olas y la lluvia.

—Ya está —dije, y me giré hacia mi hermano de nuevo—. Ya no creo que emitan muchas señales.

—Tengo frío —dijo Nikolai.

—Sí, lo sé —respondí, y me di una vuelta alrededor del cobertizo en busca de alguna ventana abierta, pero no encontré ninguna. El labio inferior de Nikolai temblaba cuando regresé, supuse que estaba pensando en el panda—. Espera, voy a comprobar algo —susurré—. Quédate aquí.

Me levanté, aferré el tirador de la puerta y empujé. La puerta se abrió y la luz del pasillo me dio de lleno. Me eché a reír. No era demasiado inteligente que la abuela la dejase abierta, pero a nosotros nos venía bien. Entramos, nos quitamos los zapatos y continuamos a hurtadillas hasta lo que parecía ser el salón más pequeño y lleno de cosas del mundo. Una bomba de calor zumbaba bajo el techo; la temperatura era cálida, gracias a Dios. Dos pequeños sofás. Una mesa.

—Esperamos para despertarla, ¿vale? —dije—. ¿Dormimos un poco antes?

Nikolai asintió. Nos tumbamos en un sofá cada uno; me pareció el sitio más blandito en el que me había acostado jamás. Me cubrí con una manta que había allí y me quedé dormido, hasta que me desperté unas horas más tarde y noté que alguien me miraba fijamente.

Abrí mucho los ojos y me encontré cara a cara con la abuela.

Ya no parecía sacada de una película navideña. Su pelo, antes bonito y suave, ahora parecía sucio y se le pegaba a la cabeza. Toda ella parecía sucia, en realidad, y no llevaba ni pintalabios ni chal.

—Chicos —dijo—. ¿Cómo habéis llegado hasta aquí?

—Nos hemos escapado —dije, y le conté todo.

—Vaya, qué divertido —dijo ella cuando acabé de relatarle el viaje, aunque no parecía que le hiciera ninguna gracia—. ¿Y ahora habíais pensado… quedaros aquí?

—Sí —respondí—. Si te parece bien, claro.

Recordé que solía estar de bastante mal humor por las mañanas y, por lo tanto, ahora mismo no estaba en su mejor momento.

—De acuerdo —dijo la abuela—. Pero debemos tener cuidado para que nadie os descubra. No os acerquéis a las ventanas; el casero es un fisgón de cuidado. Pero hoy podéis quedaros aquí.

Me sentí muy decepcionado por el hecho de que no parecía que se alegrara demasiado de vernos, y Nikolai se limitó a permanecer sentado con cara triste.

—Hay un pequeño sótano aquí abajo —dijo la abuela—. Es mejor que bajéis allí por si acaso.

Nos quedamos en el sótano todo el día. Estaba oscuro y fue bastante aburrido. Además, la abuela salió y se olvidó por completo de darnos comida, así que pasamos mucha hambre.