«HOY MI HIJA se convierte en la ministra de Justicia de Noruega», pienso cuando me despierto.
Bajo las piernas al suelo, presiono las manos sobre el borde de la cama y trato de superar la rigidez matutina de los tobillos y las rodillas. Siempre mejora después de un rato.
Consigo ponerme en pie, me giro, ajusto la sábana bajera y hago la cama tan correcta y pulcramente como soy capaz. Por la noche siempre anhelo el momento de subir al fresco dormitorio y tumbarme sobre la sábana bien estirada debajo del edredón. Como también anhelo bajar por la mañana a la cocina, hacer café y servirme la primera taza.
Me preparo dos rebanadas de pan, una con gouda y otra con mermelada, me sirvo un café y vierto el resto en el viejo termo que lleva aquí desde la época de mi madre.
Cuando salgo, voy primero a ver a las gallinas. Cacarean y se mueven ajetreadas mientras entro a ponerles el pienso. Me agacho. Un huevo. Dos. Tres. Todavía noto su calidez en la mano cuando salgo a hurtadillas del gallinero, y entro y dejo los huevos en la encimera de la cocina antes de salir de nuevo hacia el establo, donde están las ovejas. Huele a lana, a orines y a animales calientes. Las ovejas balan. Todo es igual, y, sin embargo, nuevo.
Después de atender a los animales salgo para dedicarme a mi nuevo proyecto. Voy a levantar una nueva cerca en la cima de la ladera, hacia el bosque. Allí dejaré que las ovejas pasten cuando terminen de parir en primavera.
Llevo mucho tiempo tratando de concebir un método para tensar las cercas, algo que pueda llevar a cabo yo solo. De momento he desarrollado una nueva patente con una barra de excavación, cintas de carga y un tractor. Funciona de maravilla, y lo único que me pregunto es por qué no lo he hecho antes de esta manera.
Me detengo, permanezco con el pie apoyado sobre una piedra y me inclino hacia delante, doblando la rodilla, mientras contemplo las vistas. Primero las laderas, luego el bosque de hoja caduca de un ígneo tono anaranjado. Tras él se alza un cinturón de abetos oscuros; no puedo verlos desde aquí, solo sé que están ahí. Los abetos se sitúan en la escarpada pendiente de una colina que desciende hasta la carretera y que tampoco vislumbro desde este punto.
Lo que sí veo es el fiordo. En un día otoñal soleado y sin viento como este, se presenta como una especie de superficie brillante. Resplandece allí abajo, a lo lejos, reflejando la luz de la enorme bóveda celeste hasta llegar aquí arriba, donde me encuentro.
Esa imagen, a pesar de llevar toda una vida en este lugar, todavía me deja perplejo.
Aquí vivo y aquí continuaré viviendo mientras siga con vida. No existe un lugar más hermoso.
Cuando entro en casa de nuevo, me lleno la taza de café. En la mesa junto a mi silla, delante de la ventana, he dejado el libro que estoy leyendo. Tiene casi mil páginas y trata sobre la Segunda Guerra Mundial, como muchos de los libros que leo. Normalmente leería una media hora, pero hoy toca encender la televisión.
Más tarde tendré que seguir trabajando con la cerca y otras cosas, pero esta noche, después de cenar, iré a la alacena del rincón y me pondré una copita, me sentaré en mi silla junto a la ventana, encenderé la lámpara de lectura, escucharé el chisporroteo de la chimenea y me sumergiré en el libro hasta que los párpados me pesen tanto que me toque subir a acostarme.
Disfruto de esas horas. Me gusta mi vida, a pesar de toda la inquietud que siempre he sentido. Tras mi período en el Líbano lo pasé muy mal, y peor aún tras la muerte de Lars. Años y años llenos de preocupaciones que se han ido apilado unos sobre otros, como capas y capas de tierra que forman diferentes depósitos de sedimentos en el suelo.
Últimamente es como si todo fuese bien. Quizá ya sea demasiado viejo, quizá ya no pueda soportar más inquietud.
Me instalo frente al televisor. Clara me llamó anoche; lo hace todos los días, pero ayer tenía algo nuevo que contarme. No me lo puedo creer: mi Clara, la hija de un pobre campesino. A pesar de todo lo que ha ocurrido entre nosotros, a pesar de la inútil de su madre y de que perdimos a Lars, ha salido adelante. Ahora se sentará a la mesa con el rey.
Apenas la reconozco cuando la veo en las imágenes de la televisión, maquillada e impecable, con traje de chaqueta, blusa y zapatos de tacón. Parece una desconocida, una señorita de ciudad. Por primera vez se me ocurre que también se parece a su madre, Agnes, tal y como fue una vez. Alta. Elegante. Digna.
La voz del presentador cuenta que Clara Lofthus es una apuesta fresca y sorprendente, sobre todo porque la única experiencia que tiene en política son unos meses como secretaria de Estado. Lofthus lleva muchos años residiendo en Oslo, pero sus orígenes se remontan a una pequeña aldea en el norte de la costa oeste. Enviudó hace poco en circunstancias trágicas cuando su marido se ahogó en un lago montañoso de aquella zona. Actualmente vive sola con sus dos hijos gemelos. Su vida privada no resta polémica a su nombramiento.
Comienza a llover. La primera ministra y el nuevo ministro de Salud se agitan con algo de impaciencia, aunque siguen sonriendo. Clara permanece inmóvil, igual de espigada. Están los padres de Haavard. Axel también, observo. Durante un instante siento envidia, me hubiese gustado estar allí.
Una mujer se acerca a Clara y grita, agita algo. ¿Qué está ocurriendo? Una pausa de unos segundos. Luego Clara regresa junto a la primera ministra con una sonrisa algo tensa. Le saca una cabeza a su jefa y también es más alta que su compañero, situado al otro lado.
Piensa que puede hacer muchas cosas que podrían beneficiar a la infancia, me dijo por teléfono anoche. Creo que es cierto, aunque tengo mis dudas acerca del beneficio que ese trabajo les reportará a sus propios hijos, a Andreas y Nikolai. Si me hubiese preguntado, se lo habría dicho, pero no lo hizo. Durante muchos años Clara siempre me ha pedido consejo sobre cualquier cosa; ya no lo hace. Supongo que tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Pero ese brillo en la mirada rara vez augura algo bueno. Alzo el mando a distancia, apago el televisor, me levanto.
En el supermercado del pueblo, varias personas se acercan a mí para felicitarme.
—Debes de sentirte muy orgulloso —dice la cajera.
Asiento en silencio antes de regresar al coche.
Por extraño que parezca, me gusta conducir el trayecto que bordea el fiordo desde el centro. La angosta y sinuosa carretera con una escarpada montaña a mano izquierda. En verano y en otoño se producen a veces desprendimientos de rocas, y en invierno, de bloques de hielo. A la derecha se abre el fiordo, tras una larga pendiente. El paisaje se despliega y ofrece unas amplias vistas. Montaña, fiordo, cielo. En esta época del año, los árboles de hoja caduca adquieren un tono anaranjado que hace que las colinas ardan como una llama. Este año, las primeras heladas han hecho su aparición mucho antes de lo habitual, y con ellas han llegado también los colores otoñales.
Algunos kilómetros más adelante pongo el intermitente, me dirijo hacia la izquierda y asciendo por la carretera que conduce a la ladera donde vivo. De camino paso por Storagjælet, el lugar donde Clara y su padrastro se precipitaron con el coche hace mucho tiempo. Estoy acostumbrado. Desde hace treinta años, cada vez que voy al centro del pueblo para hacer la compra o cualquier otro recado, tengo que conducir por aquí. No me produce ningún pesar.
Magne murió, y se lo tenía bien merecido. Clara sobrevivió, se salvó contra todo pronóstico, logró salir del vehículo y del fiordo.
En realidad, siempre que conduzco por Storagjælet siento gratitud. Si a Clara le hubiese pasado algo entonces, jamás habría sobrevivido. Ella era lo único que me quedaba.
Hacia finales de este verano, los buceadores encontraron el vehículo de Magne a ciento ochenta metros de profundidad. Sin embargo, no me siento preparado para ver el coche ni para experimentar el malestar que me produce. De alguna manera, durante todo este tiempo imaginé que el vehículo se había disuelto y desaparecido, aunque sé que esas cosas no ocurren.
Cuando me acerco a Storagjælet, vislumbro una multitud congregada en la zona de descanso que han instalado allí. Desde que ocurrió el accidente, han dinamitado la pared montañosa y han desplazado la curva más cerca de esta. Nada tiene el aspecto de antes, excepto porque la montaña sigue estando a un lado y el fiordo, al otro, y hay una buena distancia hasta la superficie del agua.
Detengo el coche, desciendo vacilante y me acerco a la muchedumbre.
Frank Birger, al que la gente conoce como Biffen, alza la mano y se dirige hacia mí. Lo único que quiero es regresar al coche, volver a casa.
—Buenos días —dice colocándome una mano en el hombro—. Estaba convencido de que te habrías ido a la capital a celebrarlo con tu hija.
Biffen debe de pesar unos ciento treinta kilos. Lleva los pantalones caídos de forma que dejan al descubierto parte de su trasero. Parece desaliñado, como uno de esos troles de plástico con el pelo alborotado que colocan fuera de las tiendas para turistas. Pasa gran parte del tiempo en la taberna Grillkiosken, engullendo megahamburgesas y patatas fritas. Gracias a todas las horas que pasa allí y a los muchos años que lleva haciendo de taxista para los alumnos que viven en las granjas más alejadas, Biffen sabe todo lo que ocurre en el pueblo. Considera, además, que su tarea es transmitir ese conocimiento a todo el mundo, lo quieran o no.
A continuación, señala la plataforma de carga de una grúa que se encuentra a pocos metros. Veo el esqueleto oxidado de un coche cuyo conductor y propietario fue el hombre que destruyó a mi familia. Está de vuelta en la superficie, cubierto de barro y algas.
Todo regresa al verlo, pasa a cámara lenta ante mis ojos.
Eran mi rebaño, Agnes, Clara y Lars. Mi rebaño, al que siempre iba a cuidar. Pero no fui capaz.
El pequeño Lars, con todos aquellos moratones. Lars gélido y azulado en la cama del hospital. Clara en el coche de policía tras el accidente. Agnes en la puerta bajo la lluvia.
Todo eso nunca desaparecerá, jamás podrá volver a estar bien.
Me imagino a mi hija, alta y delgada, con un brazo rodeando la lápida de su hermano, como si la piedra fuese el mismo Lars. Sus ojos, tan tristes y a la vez orgullosos, porque ella lo había resuelto. Comprendí lo que había pasado y me prometí que nadie sabría nunca nada. Ya han pasado treinta años. Nadie lo ha descubierto, y nadie lo descubrirá ahora tampoco.
Biffen sigue hablando, y yo debo darme la vuelta.
—Es increíble que hayan podido sacar el coche después de todos estos años. Pobre Magne, se debió de convertir en comida para peces hace mucho tiempo. Menos mal que Clara logró salir. Ya por aquel entonces era una chica fuerte, tu hija. La ministra de Justicia, quiero decir.
Se ríe entre dientes y se inclina hacia mí, tan cerca que puedo percibir el olor a fritanga de su cuerpo, a sudor añejo, a tabaco y a pelo sin lavar.
—¿Ves a ese tipo con la cámara? —susurra—. ¿Sabes quién es?
Niego con la cabeza. El tipo al que señala me resulta ligeramente familiar, es un hombre alto de hombros anchos y mirada punzante; lleva una de esas ridículas perillas en la punta del mentón, pero no soy capaz de situarlo.
—Es el hijo de Kjellaug Haugo —dice Biffen en un tono cargado de dramatismo.
Kjellaug había sido la femme fatal del pueblo, con su complexión delicada y su larga melena, sin inhibiciones. Tan bella como Agnes, pero sin el estilo y la elegancia que tenía mi mujer. Su cama se convirtió en el lugar de paso de todo el pueblo hasta que tuvo un hijo al que llamó Halvor. Nadie sabía quién era el padre. Kjellaug cambió de vida por completo; se compró una casa, consiguió un trabajo como auxiliar de enfermería y jamás volvió a aparecer en ninguna fiesta.
Mientras los otros chavales de la zona iban en bicicleta hasta la pista de fútbol y entrenaban, el enorme hijo de Kjellaug permanecía en el sótano, con las cortinas echadas, jugando al ordenador día y noche mucho antes de que todos los niños lo hiciesen.
No lo he visto desde que era un adolescente, un niñato gordinflón lleno de granos y con tetas, pero en los últimos años se ha dedicado a escribir para el periódico. Así que no llegó a echarse a perder del todo. Al contrario, resulta evidente que hace ejercicio, se ha convertido en un hombre robusto, musculoso y fuerte.
—Está en todos los saraos —susurra Biffen con su mal aliento.
Alguien debe de haberle indicado a Halvor que he llegado, pues se abre paso entre la multitud en dirección hacia mí.
Ahora mismo no puedo hacerle frente. Han nombrado a Clara ministra de Justicia. Los restos del coche de Magne han sido rescatados del fondo del fiordo. Tengo más que suficiente para digerir en este día como para encima tener que hablar con un periodista.
Me doy la vuelta, regreso al coche y me apresuro a subirme. Arranco y salgo a la carretera con un derrape.