DURANTE LAS VACACIONES en el pueblo, Nikolai y yo solíamos pasar una o dos noches en casa de abu, sin mamá y papá. Antes papá siempre decía que era para que él y mamá disfrutasen de un poco de tiempo como novios, pero en realidad creo que era más bien para que abu pudiese pasar algo de tiempo con nosotros a solas.
El verano pasado no me apetecía. No quería separarme de papá. Después de los días que había pasado en la cárcel, en los que había creído que quizá no volveríamos a verlo nunca, quería que estuviésemos juntos todo el rato. Solo conseguía estar contento cuando estaba cerca de él, cuando podía verlo. No se lo llegué a decir jamás, pero creo que él se dio cuenta, y que también le pasaba un poco lo mismo. Por las noches se quedaba en nuestra habitación hasta que nos dormíamos; yo recordaba que lo hubiese hecho antes. En la cabaña se sentaba en el sofá algo destartalado y nos leía a la luz de una linterna frontal hasta que nos quedábamos dormidos. Mamá estaba fuera, en su piedra habitual.
Así que ahora me había acostumbrado a que papá estuviese allí todo el tiempo, tanto cuando me dormía como cuando me despertaba; yo, que ya me había resignado a que a menudo trabajase por la tarde y por la noche.
—Por favor, quédate con nosotros —le dije cuando nos acompañó a la granja y se tomó un café con el abuelo junto a la mesa de piedra. Era muy agradable estar allí, pero la simple idea de que papá, en breve, volviese a subir a los pastos de verano sin nosotros, hacía que me doliese la tripa.
Ese día había algo raro en el ambiente, en la forma en que el viento susurraba, en la niebla, que se extendía sobre el fiordo, y en los pájaros que cantaban.
Todo lo que solía ser bonito, parecía estar mal.
—Andreas, venga —dijo papá con aspecto frustrado—. Os vais a quedar aquí con abu. Mamá y yo vamos a subir a Trollskavlen o a Heksefjell.
—No te vayas, papá—dije. Una sensación terrible me atenazaba el cuerpo, pero nadie quiso hacerme caso.
Me quedé contemplando cómo papá se hacía más y más pequeño a medida que se alejaba a lo largo del río, antes de desaparecer por completo dentro del bosque. Esa terrible sensación me acompañó todo el rato.
—Venga, chicos—dijo abu cuando papá desapareció—. Vamos a por un helado.
Entonces fuimos a por un helado e hicimos todas las cosas que solíamos hacer, y casi logré olvidar la terrible sensación; pero cuando nos acostamos, regresó de lleno. Me había echado en la habitación con el techo inclinado, las jarapas y las viejas fotos en las paredes; a pesar de ser el cuarto más bonito del mundo, no era capaz de dormirme, tenía mucho miedo.
Nikolai solía ser el miedoso de los dos, pero él ya estaba dormido. Abu roncaba al otro lado de la pared, como siempre. Todo parecía normal, pero no lo era.
A la mañana siguiente, después de desayunar, le dije a abu que quería salir un rato. Esa vez no fui al granero para tumbarme en el heno y mirar embobado al techo, ni a donde estaban las gallinas para comprobar si habían puesto huevos, ni a ver a los conejos. Me dirigí al río y crucé el pequeño puente hasta el otro lado, por donde había visto desaparecer a papá el día anterior. Luego empecé a subir por el sendero. Se retorcía como una culebra marrón, y a ambos lados todo era verde, aunque en algunos puntos había pequeñas florecillas azules entre todas las blancas. Ahora no tenía tiempo para pararme a mirar, o a escuchar, como hacía a menudo cuando salía al bosque.
No pensé en que abu se preocuparía si desaparecía durante mucho tiempo, o en que Nikolai se enfadaría por no poder acompañarme; no pensé en absoluto, solo seguí subiendo sin parar a una velocidad similar a la de mamá cuando salía a correr.
Todo el rato escuchaba el estruendo que producía la cascada. Había hecho buen tiempo mientras veraneábamos aquí, pero el deshielo de la montaña había provocado que el río estuviese lleno de agua.
Si subes hasta la poza donde desemboca la cascada, puedes ver por dónde continúa el sendero. Pero también existe otro camino que pasa por una colina al otro lado del lago, desde donde se pueden contemplar la superficie del agua y la cabaña. Por alguna razón, subí corriendo por allí. Quería comprobar si veía a mamá y papá, si estaban fuera comiendo o algo. Lo hacíamos a menudo, pues la cabaña era muy oscura.
Cuando alcancé la cima de la colina y miré hacia abajo, vi algo que me dejó helado. Tanto mamá como papá estaban bañándose en el lago, pero no estaban juntos. Mamá nadaba hacia la orilla del lado donde me encontraba yo. Parecía tener que esforzarse para avanzar. Mamá siembre ha sido muy buena nadadora, también por debajo del agua. Papá estaba en otra parte del lago, mucho más cerca del lugar donde comienza la cascada. Él también parecía esforzarse, pero, aparentemente, no era capaz de nadar; era como si la corriente tirase de él y lo arrastrase. Desaparecía en un punto, reaparecía en otro, se hundía bajo el agua, volvía a salir a la superficie.
«Lo tiene bajo control —me dije a mí mismo—, lo tiene bajo control.»
—Clara, ¡ayuda! —gritaba—. ¡Clara, ayúdame!
Entonces pude comprobar que no lo tenía todo bajo control, en absoluto. Mamá seguía nadando como si nada. Yo comprendí que sí escuchaba sus gritos, pero no quería mirar hacia él, ni ayudarlo. Además, estaba demasiado lejos, había una gran distancia entre los dos; a papá, la corriente cada vez lo arrastraba más rápido hacia el borde.
Estuve a punto de bajar corriendo al lago, de tirarme al agua, pero entendí que, de todas formas, no sería capaz de sacarlo de la corriente. Quise llamar a mamá, pero el grito se me atravesó en la garganta. Ella todavía no me había visto. Logré vislumbrar cómo caía de rodillas sobre la arena de la orilla. Luego empecé a correr de vuelta por el sendero por el que acababa de llegar; no tenía tiempo de ir con cuidado, me tropecé y caí varias veces, pero seguí corriendo mientras se me saltaban las lágrimas.
Intenté no apartar la vista del lago en ningún momento, y lo vi allí hasta que, de repente, ya no pude verlo más. Papá, papá. Por favor, Dios, ayúdalo.
Corrí tan deprisa como pude desde el sendero hasta la cascada, me acerqué tanto que sentí cómo un montón de gotas me salpicaban la cara; era como estar debajo de una ducha. Casi no podía ver nada, parpadeé, llamé a papá, esperando verlo todo el rato en el agua blanca y ruidosa, un brazo, un pie, pero no había nada.
Caminé a tientas entre piedras, matorrales, arbustos y raíces; no debía estar previsto que la gente anduviese por allí, tan cerca de la cascada; estuve a punto de caerme al agua, a punto de saltar junto a papá, pero no lo hice, no hice nada, solo corrí, lo busqué y lloré.
Finalmente me senté en una piedra junto a la enorme poza sobre la que se precipita la cascada, contemplando el velo blanco, esperando verlo caer, aunque lo raro habría sido que no hubiese caído hacía ya mucho rato. También eché un vistazo a la poza donde desemboca la cascada para comprobar si lo veía flotando por allí; lo llamé, esperé una y otra vez, pero al final me puse en pie y corrí el resto del trayecto hasta llegar a la granja.
Allí me encontré con abu, que estaba abrazando a Nikolai.
—Andreas —dijo abu—. Ha habido un accidente. Mamá ha llamado, he dado el aviso para que envíen ayuda.
—Papá —sollozaba Nikolai.
Yo simplemente permanecí allí, temblando, con los dientes castañeteándome a plena luz del sol. Abu me rodeó con los brazos, me atrajo hacia sí, y por lo visto no le pareció raro que yo no preguntase qué había pasado. Nos quedamos así, él, Nikolai y yo, hasta que primero llegó una ambulancia y luego un coche de policía. La gente se acercó corriendo a abu y comenzó a preguntarle cosas; yo no me enteré de nada, al menos hasta que abu me agarró del hombro y me preguntó si podía subir corriendo con ellos para mostrarles el camino, y yo asentí.
Apenas recuerdo haber acompañado a los buzos y a los policías, estaba demasiado cansado; ya había corrido un montón, y temblaba y estaba muy triste. Tampoco recuerdo haberme reencontrado con mamá. Todo eso se me ha borrado de la cabeza.
Después, abu repitió muchas veces que se arrepentía mucho de haberme expuesto a aquello, así lo decía. Al final acabé comentándole que tenía que dejar de decirlo, que no tenía importancia. Era verdad. Papá había desaparecido y mamá no lo había ayudado, solo había querido que muriese.
Nada puede empeorarlo o arreglarlo. Ni ahora, ni más adelante. Nada puede detener tampoco las películas que se proyectan en mi cabeza, la escena de papá bajando los escalones entre los policías, con la cabeza gacha, y aquella en la que lucha por mantenerse a flote en el lago mientras la corriente lo arrastra cada vez más lejos. Debería haberme hecho caso, pero yo también debería haber insistido más.
Desde el verano, llevo todo el tiempo intentando borrar esas películas de mi mente, pero no desaparecen. Quizá nunca lo hagan.