ESTOY TAN CANSADA, tan dolorida, tan confusa; me he puesto de pie, pero no soy capaz de moverme ni de comprender qué voy a hacer con los tres de ahí dentro.
Entonces veo la silueta de alguien subiendo. Stian. Respiro, cuento en mi fuero interno. 1001, 1002, 1003. Cuando llego a 1020, me alcanza.
—Stian —digo.
Entonces las rodillas no me aguantan más, se me doblan y caigo hacia delante. Stian permanece junto a mí, me sostiene, como aquella vez que me tambaleé en la plaza enfrente al Palacio Real.
—Tranquila, tranquila —dice, y me coloca una mano alrededor de la cabeza y se la acerca al pecho—. Ya está. Ya pasó.
Rodea mi cuerpo con el otro brazo.
—¡Ay! —se me escapa un gemido.
Me suelta, me examina detenidamente.
—¿Estás herida? ¿Qué ha pasado?
—Me caí dentro de una grieta —digo sollozando—. Creo que me he roto algunas costillas y que tengo un esguince, pero conseguí salir. Y al final los encontré. Están dentro.
Señalo con la cabeza hacia la choza de piedra. Él frunce el ceño.
—¿Se los había llevado tu madre?
—Sí, de alguna forma —digo—. Es un poco complicado.
Le ofrezco una versión abreviada.
—De acuerdo —dice él—. Vamos a sacarlos de ahí.
Miro el reloj. Quedan veinte minutos. De alguna forma, lo hemos conseguido, los hemos encontrado. A pesar de todo.
Él retira la tranca, abre la puerta. Yo no me atrevo a mirar dentro, pues ahora caigo en la cuenta de que los he dejado a los tres a solas durante muchos minutos, sin vigilancia. Todo el rato ha reinado el más completo silencio en el interior. Mi madre puede haberles hecho cualquier cosa a los niños.