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CLARA

 

 

 

ABRO LA PUERTA. Los tres siguen sentados, bastante tranquilos, como si se hubiesen desinflado. No los ha estrangulado ni envenenado, ni tampoco les ha hecho ninguna otra cosa.

Stian asume el control, les indica que salgan de la choza mientras yo me limito a quedarme allí, mirando. Es como si toda la sangre hubiese abandonado mi cabeza y hubiera recorrido todo mi cuerpo antes de escaparse por la punta de los dedos y alcanzar el suelo.

Sangre de mi sangre, hueso de mi hueso, alma de mi alma.

Ahora se ha hecho completamente de noche, pero tanto Stian como yo llevamos linternas frontales. Los niños pasan por delante de mí cuando salen de la choza, sin mirarme. Tal vez sea para no quedar cegados por la intensa luz de la linterna, o porque no soportan mirarme; en ese caso, es recíproco.

Mi madre, en cambio, me mira directamente cuando pasa por delante de mí, con los ojos llenos de despecho y desdén.

Stian entra un momento cuando pasamos por el refugio y recoge un par de trapos de cocina que rasga y ata fuerte alrededor de mi tobillo.

Comenzamos a bajar, Stian y Agnes a la cabeza, luego los niños y por último yo.

—Está oscuro, el terreno puede estar resbaladizo y los únicos que tenemos linterna somos Clara y yo —dice Stian—. Los demás tenéis que intentar caminar por donde vamos iluminando con la luz. Id con cuidado, así llegaremos abajo sanos y salvos.

Nadie dice nada. Lo único que se oye es el rugido del río, el viento que susurra, un búho real que ulula, los sonidos de la naturaleza.

El móvil de mi madre emite un fuerte pitido. Las personas mayores siempre llevan el volumen del móvil demasiado alto. ¿Quién le manda mensajes a estas horas? ¿Bodil? ¿Biffen? En realidad, no me importa.

La última vez que la vi estaba sentada en un sillón meciendo la cabeza de manera apática. Ahora camina por aquí, en la oscuridad, y ha tenido a mis hijos bajo su cuidado durante varios días. Es difícil de creer.

Mi propia madre. No sé qué voy a hacer con ella. Stian deberá encargarse, hacer que se aleje todo lo posible de mí. En este momento, mi mayor deseo es no volver a verla jamás.

Tengo que intentar hablar con los niños, averiguar qué saben, en qué estaban pensando, qué los ha motivado a hacer algo así.

En cualquier caso, enseguida llegaremos a la granja. Allí nos estarán esperando papá, la gata y la chimenea crepitante, y seguramente pueda tomarme una copa. Algo es algo.

Stian retrocede para llegar hasta mí y me coloca el brazo sobre su hombro, como para que me apoye en él, dado que tengo el tobillo lastimado. Me gusta la sensación de colgar sobre su hombro, como también me gusta sentir sus dedos contra mi espalda, su mano en mi nuca, esas cosas que por lo general no me gustan.

No sé qué significan, o si significan algo, pero camino contemplando a mis hijos, que en pocos años me sacarán una cabeza, y pienso que esto tiene que funcionar. De alguna manera, tenemos que lograrlo.

Entonces algo me alcanza el rostro, tan repentinamente como la lluvia en la plaza enfrente del Palacio Real este mismo otoño. Alzo la cabeza, miro hacia arriba.

Enormes copos blancos me impactan contra la frente, la nariz, las mejillas, la boca, los párpados, caen densamente al suelo, comienzan a cubrir la oscuridad con blancura por primera vez este año.

Doblo la esquina del granero y entro en el patio, descubro algo que no cuadra. Las puertas del granero están abiertas de par en par, y jamás suelen estarlo; la parte superior de la construcción está iluminada por dentro.

En el umbral cuelga un cuerpo.

Lo miro, aunque no quiero. Lo comprendo, aunque no quiero. Entiendo que nada volverá a estar bien jamás.