—PAPÁ —GRITÓ ELLA—. Papá, papá…
Luego echó a correr por el puente del granero hacia el hombre que colgaba del techo. Visto desde fuera, era una silueta negra recortada contra la intensa luz de fondo. Corrí tras ella, conseguí atraparla entre mis brazos y la tumbé en el suelo, de una forma más brutal de lo que me hubiera gustado. Luego salí corriendo hacia Leif. Aunque pude ver que seguramente ya era demasiado tarde, tenía que intentarlo.
Clara permaneció tumbada en el puente del pajar, en posición fetal, como si ella también estuviese muerta. Los niños la miraron horrorizados, contemplaron a su abuelo ahorcado y luego volviendo a mirarla a ella. Agnes se quedó junto a ellos con una expresión extraña, inmóvil, y una media sonrisa inapropiada. Le pedí que se llevase a los niños a la casa. No era lo mejor, pero me pareció lo más oportuno, aunque me arriesgase a que se largara de nuevo con ellos.
Cuando llegó la policía local, llamé a la residencia donde Agnes había estado ingresada. Una mujer que trabajaba allí vino a buscarla; pareció que se conocían bien, Agnes no protestó. Todavía me pregunto si deberíamos denunciarla o no. Es complicado. ¿Cómo podríamos hacerlo sin revelar todo lo que ha ocurrido?
Resultó imposible conseguir que Clara dijese algo o se moviese. Es una mujer delgada, pero también alta, no es ninguna niña pequeña. Al final conseguí, de alguna forma, meter los brazos bajo su cuerpo espigado para levantarla, llevarla en volandas a través del patio, entrar en la casa y subir las escaleras. Así por lo menos estaría alejada de Agnes y los niños.
En el salón había una vieja caja de cartón. Le eché un vistazo rápido y me pareció que contenía objetos relacionados con Lars; tendré que revisarla más adelante. De momento, he subido la caja a uno de los dormitorios, no es necesario exponer a los niños a esas cosas.
La taza de Leif estaba en la mesa, junto un grueso libro abierto y sus gafas de leer encima. Era como si acabase de estar allí, y, en efecto, así era. Más tarde conseguí sonsacarle a Clara que se lo había contado todo a Leif antes de subir al refugio. Incluso le había mostrado la estúpida nota que finalmente resultó que había escrito Agnes, en la que exigía a Clara que matase a Leif si quería volver a ver a los niños.
Clara había llamado a su padre desde el pedregal cuando no consiguió dar conmigo, durante los escasos minutos que estuve ocupado con Halvor. Había sido una conversación breve y caótica que se interrumpió cuando su teléfono se quedó sin batería, y que le habría hecho pensar a Leif que él tenía que sacrificarse para salvarla a ella y a los niños. Yo, por mi parte, cuando la llamé después de ver su llamada perdida y de que saltara el buzón de voz, rastreé su teléfono. Para nosotros es posible hacerlo, incluso cuando está desconectado. Así fue como la encontré junto a la choza de piedra.
Leif le había enviado un mensaje a Agnes mientras bajábamos a la granja. Cuando me enteré, recordé que había oído el pitido que emitió su móvil.
Haré lo que deseas, has ganado.
Por favor, no le hagas daño ni a los niños ni a Clara.
Leif
Luego se ahorcó con las correas de carga que usaba para tensar las cercas.
Clara se reprocha a sí misma este sacrificio. Resulta difícil imaginarla de vuelta en su cargo de ministra, pero supongo que eso cambiará con el tiempo. Una mujer que se las apaña para escalar un barranco profundo en la oscuridad con las costillas rotas y un esguince en el tobillo es capaz de casi todo.
Jamás en la vida he conocido a nadie como ella, y mira que he conocido a mucha gente y he visto muchas cosas. De alguna manera, la última semana ha sido el contrapunto a varios años de una existencia tranquila, en comparación con los años en Afganistán y otros destinos.
No sé cómo conseguí que Clara se pusiera en pie para asistir al entierro. Fui al centro comercial que hay en el pueblo vecino, les compré ropa a ella y a los niños, lavé y planché, dejé preparada la ropa para los tres. Sí, incluso le lavé el cabello, se lo cepillé y se lo sequé con el secador, como hago con el cabello de mis hijas en casa.
De hecho, fue en ellas en quien pensé cuando vi a Clara junto a la fosa abierta en el cementerio empinado. Estaba allí sola, y fue como si quisiera dar a entender que no deseaba que nadie se acercara a ella, algo que, por otra parte, nadie hizo. Yo era quizá la única persona que en ese momento podría haberlo hecho, pero no me pareció apropiado en esas circunstancias.
En la tumba de al lado yacía Lars. Habían retirado su lápida, que tenía un pájaro, para la ocasión, y estaba apoyada contra el muro. Quizá pongan el nombre de Leif en la misma lápida, es algo que Clara tendrá que decidir. Yo me hice cargo del entierro, pero tarde o temprano ella tendrá que tomar el relevo.
Me aseguré de que policías uniformados mantuviesen a los medios de comunicación y a los curiosos a distancia. Tuvieron bastante trabajo, pues había un montón de gente fuera, tras los muros de la iglesia. Los portadores se ayudaron de cuerdas para depositar el féretro en un gran hoyo excavado en la tierra, tal y como dicta la costumbre por aquí. Las seis personas del pueblo a las que llamé aceptaron acompañarlo hasta el final.
Puesto que Clara no estaba en condiciones de ayudar con el discurso del pastor ni con ninguna otra cosa, intenté averiguar quién lo conocía bien. Resultó ser una misión imposible. En general, nadie conocía a Leif. La gente, en realidad, no conocía a Clara. Solo Clara conocía a Leif, y solo Leif conocía a Clara.
Aquel hombre tan pesado, el propietario del cobertizo donde vivía Agnes y al que llaman Biffen, afirmó que era el mejor y más antiguo amigo de Leif, sin que nada indicase que hubiesen tenido una relación especialmente cercana. En el cementerio me pareció ver al periodista, a Halvor, entre la multitud, pero no puedo estar seguro del todo. En cualquier caso, le haremos un seguimiento.
La secretaria general del ministerio expresó su deseo de asistir al entierro, pero yo le dije que no era buena idea. Los suegros de Clara, sin embargo, sí asistieron. Están alojados en la pensión del pueblo, y no sé hasta qué punto comprenden lo que ha pasado; yo he intentado decir lo menos posible.
Åsa sugirió que le pidiese a Axel, el amigo de Clara, que viniese. Él era la persona más cercana a los niños desde que Haavard ya no estaba, dijo con un suspiro.
Llamé a Axel, que al principio se mostró muy arisco y que luego se horrorizó cuando se enteró de lo que había pasado, antes de decir que, por supuesto, quería ayudar. Estos días se aloja aquí, en la granja, con nosotros, en un dormitorio que parece la habitación de un hotel anticuado, dentro de esta casa caótica y llena de cosas. Sin embargo, creo que ha estado durmiendo en un colchón, en el suelo del cuarto de los niños. Es amable y educado, aunque también reservado, y hay algo en él que no me acaba de cuadrar y de lo cual tomo nota para más adelante.
Los dos niños permanecieron pegados a Axel mientras el féretro se iba hundiendo en la tierra, y los tres dan de comer a las ovejas y a las gallinas todos los días. Los niños siguen sin hablar mucho; se muestran taciturnos y van por ahí con los ojos enrojecidos. Debe atormentarlos también el sentimiento de culpa, como es natural. Si no fuese por ellos y por Agnes, Leif seguiría vivo.
Mi pequeña contribución para animarlos ha sido la de rastrear y rescatar con éxito el panda de Nikolai. Así, por lo menos, han recuperado su peluche y su llavero.
A Clara no parece importarle que el panda haya vuelto, que Axel esté aquí ni ninguna otra cosa. Sigue en la cama, en la misma posición fetal de la noche en que ocurrió todo, acurrucada, como una niñita perdida e indefensa.