San Petersburgo
Estamos a principios de febrero de 1992 y un coche oficial de la administración local avanza lentamente por la calle principal de la ciudad. Han retirado parte de esa pasta gris que cubre las aceras y que es una mezcla de nieve fundida y barro, y la gente, a pesar del frío, sigue caminando, enfundada en gruesos abrigos anónimos, cargada con bolsas, algo encorvada para protegerse del viento. Tras las fachadas difusas de lo que en otro tiempo fueron mansiones señoriales de la Nevsky Prospekt, las tiendas aparecen casi desabastecidas, con los estantes prácticamente vacíos tras el impacto de la repentina implosión de la Unión Soviética. Hace apenas seis semanas que ha dejado de existir, desde la jornada histórica en que el presidente de Rusia, Borís Yeltsin, y los líderes de las otras repúblicas soviéticas decretaron la extinción de su unión a golpe de firma. Los distribuidores de alimentos de la ciudad se esfuerzan por reaccionar a los rápidos cambios ahora que las estrictas normativas soviéticas que durante años han controlado las cadenas de suministros y fijado los precios han dejado de estar en vigor.
En las colas del autobús y en los mercados improvisados que han surgido por toda la ciudad, pues sus habitantes intentan obtener efectivo vendiendo zapatos y otros artículos que tienen en casa, las conversaciones, a lo largo del invierno, han girado en torno a la escasez de comida, las cartillas de racionamiento y la desesperanza. Para empeorar las cosas, la hiperinflación hace estragos en los ahorros. Hay incluso quien advierte de una hambruna, lo que activa las alarmas de una ciudad atenazada aún por el recuerdo del bloqueo de la Segunda Guerra Mundial, en que unas mil personas morían de hambre todos los días.
Pero el alto cargo municipal que va al volante del sedán Volga negro parece tranquilo. La persona delgada y resuelta que mira fijamente hacia delante es Vladímir Putin. Tiene treinta y nueve años, es vicealcalde de San Petersburgo y acaba de ser nombrado jefe del comité municipal de relaciones exteriores. La escena está siendo filmada para una serie de documentales sobre la nueva administración de la ciudad, y este en concreto se centra en ese vicealcalde de aspecto juvenil entre cuyas atribuciones está la de garantizar un volumen adecuado de importaciones alimentarias. 1 Cuando el documental regresa a su despacho del ayuntamiento, en Smolny, Putin recita una serie de cifras sobre las toneladas de cereales de ayuda humanitaria que están llegando desde Alemania, Inglaterra y Francia. No hay de qué preocuparse, afirma. Pasa casi diez minutos explicando con detalle las medidas que el comité ha tomado para asegurar unos suministros alimentarios de emergencia, entre ellos un acuerdo inédito para el envío de cereal para ganado por valor de 20 millones de dólares firmado durante un encuentro entre el alcalde de la ciudad, Anatoli Sobchak, y el primer ministro británico, John Major. Sin ese acto de generosidad por parte del Reino Unido, la joven cabaña ganadera de la región no sobreviviría, afirma.
Su manejo de los detalles resulta impresionante. Como lo es su comprensión de los inmensos problemas a los que se enfrenta la economía de la ciudad. Habla con fluidez sobre la necesidad de desarrollar una clase formada por pequeños y medianos propietarios de negocios que han de ser la espina dorsal de la nueva economía de mercado. En efecto, afirma: «La clase emprendedora debería convertirse en la base del florecimiento de nuestra sociedad en su conjunto».
Habla con precisión de los problemas surgidos al convertir las grandes empresas de defensa de la era soviética en entidades civiles de producción a fin de mantenerlas con vida. Plantas en crecimiento como Kirovsky Zavod, un inmenso productor de artillería y tanques ubicado al sur de la ciudad, habían sido los principales proveedores de empleo de la región desde la época de los zares. Ahora se encontraban en un punto muerto, pues los constantes pedidos de material militar pesado que alimentaban y acabaron por quebrar la economía soviética se habían secado repentinamente. «Debemos traer a socios occidentales e integrar las plantas a la economía global», opina el joven funcionario municipal.
Con súbita intensidad, habla del daño que causó el comunismo al alejar a la Unión Soviética de las relaciones de libre mercado que vinculaban al resto del mundo. Los credos de Marx y Lenin «trajeron pérdidas colosales a nuestro país —asevera—. Hubo una época de mi vida en que estudié las teorías del marxismo y el leninismo y me parecieron interesantes y, como a muchos de nosotros, lógicas. Pero a medida que crecía, la verdad fue haciéndoseme cada vez más evidente: esas teorías no son más que dañinos cuentos de hadas». En efecto, los revolucionarios bolcheviques de 1917 eran responsables de la «tragedia que estamos experimentando hoy: la tragedia del hundimiento de nuestro Estado —transmite abiertamente al entrevistador—. Dividieron el país en repúblicas que no existían, y destruyeron lo que une a la gente en los países civilizados: destruyeron las relaciones de mercado».
Hace escasos meses que ha sido nombrado vicealcalde de San Petersburgo pero ya representa su papel con gran fuerza, de un modo cuidadosamente planificado. Se sienta de manera informal, a horcajadas, con el respaldo de la silla hacia delante, pero todo lo demás apunta a una preparación precisa. El documental, de cincuenta minutos, lo muestra en la colchoneta de judo tumbando a contrincantes por encima del hombro, hablando en un alemán fluido con un empresario visitante, y atendiendo llamadas de Sobchak sobre los últimos acuerdos de ayuda extranjera. Sus meticulosos preparativos incluyen también al hombre que escogió para que llevara a cabo la entrevista y dirigiera el documental: un documentalista conocido y adorado en toda la Unión Soviética por una serie que había realizado en la que presentaba de manera íntima las vidas de un grupo de niños, una especie de versión soviética de la serie de televisión británica Seven Up . Ígor Shadjan es judío, y ha regresado hace poco a San Petersburgo tras realizar una serie de documentales sobre los horrores del gulag soviético en el extremo norte del país; un hombre que sigue horrorizándose con el recuerdo de los comentarios antisemitas de la época soviética y que, según admite él mismo, sigue agachando la cabeza, con miedo, cada vez que pasa por delante de la que fuera la sede del KGB en la Liteyny Prospekt de la ciudad.
Y aun así es el hombre al que Putin escogió para que le ayudara a transmitir una revelación muy especial, el hombre que divulgará al mundo el hecho de que Putin sirvió como funcionario en el temido y odiado KGB. Eran todavía los albores del movimiento democrático, un momento en el que admitir algo así podía perjudicar a su jefe, Sobchak, un vibrante orador que había llegado a la alcaldía montado sobre la marea de condena de los secretos del antiguo régimen, de los abusos perpetrados por el KGB. Aún hoy, Shadjan sigue preguntándose si la decisión de Putin formaba parte de un cuidadoso plan de rehabilitación. «Siempre pregunto por qué me escogió a mí. Entendió que se me necesitaba, y estaba dispuesto a contarme que era del KGB. Quería demostrar que la gente del KGB también era progresista.» Putin escogió bien. «Un crítico me comentó en una ocasión que yo siempre humanizo a las personas con las que trabajo, sean quienes sean —recuerda Shadjan—. Y a él lo humanicé. Quería saber quién era y lo que él veía. Yo era alguien que siempre había criticado a las autoridades soviéticas. Había soportado muchas cosas de ellos. Pero con él fui comprensivo. Nos hicimos amigos. Me parecía una persona que llevaría el país adelante, que realmente podría hacer algo. La verdad es que a mí me captó.» 2
A lo largo del documental, Putin aprovecha hábilmente la ocasión para hacer hincapié en las cualidades positivas del KGB. En respuesta a una pregunta delicada sobre si se valió de su posición para aceptar sobornos, insiste en responder que, donde él servía, ese tipo de acciones se consideraban «una traición a la patria» y que eran castigadas con todo el peso de la ley. En cuanto al hecho de ser un funcionario, un chinovnik , aquella palabra no tenía por qué tener una connotación negativa, defiende. Él había servido a su país como chinovnik militar; ahora era un funcionario civil que servía a su país —como lo había hecho antes— «al margen del ámbito de la competición política».
Hacia el final del documental, Shadjan parece ya totalmente entregado. La cinta termina con un gesto de asentimiento y un guiño a un pasado glorificado en el KGB: Putin aparece contemplando el río Neva congelado, protegido del frío con un gorro de pieles, un hombre del pueblo al volante de un Shiguli blanco, el utilitario cuadrado omnipresente en aquella época. Mientras observa la ciudad con protectora mirada de acero, el documental termina a los compases de una melodía popular por una serie de televisión soviética, 17 momentos de primavera , que convertía en héroe a un espía del KGB que, de incógnito, se infiltraba en lo más profundo de la Alemania nazi. La elección de la música fue de Shadjan. «Era una persona hecha para su profesión. Yo pretendía mostrar cómo era que seguía en la misma profesión.»
Putin, sin embargo, durante la entrevista se había cuidado mucho de dar la impresión de que había renunciado al KGB en cuanto había regresado a Leningrado, que era como se llamaba San Petersburgo, en febrero de 1990. Le contó a Shadjan que lo había dejado «por muy diversos motivos», no por razones políticas, enfatizando que lo había hecho antes de empezar a trabajar, en mayo de ese año, con Sobchak, a la sazón profesor de Derecho en la Universidad Estatal de Leningrado y estrella ascendente del nuevo movimiento democrático de la ciudad. Putin había regresado a la capital de los zares tras cinco años de servicio en Dresde (República Democrática Alemana), donde había ejercido de oficial de enlace entre el KGB y la Stasi, la policía secreta de la Alemania del Este. Con el tiempo, se extendería la leyenda según la cual en una ocasión le confesó a un colega sus temores de que, a su regreso, no le aguardara más futuro que ser taxista. 3 Al parecer, deseaba transmitir la impresión de que había cortado todos los lazos con sus antiguos jefes, que el orden rápidamente cambiante de Rusia lo había dejado a la deriva. Lo que Putin le contó a Shadjan era solo el principio de una serie de falsedades y confusiones intencionadas en torno a su carrera en el KGB. En el imperio en descomposición al que había regresado desde Dresde, nada era del todo lo que parecía. Desde la mansión del KGB colgada en las alturas, frente a la orilla del río Elba, con vistas a la aún elegante extensión de la ciudad, Putin ya había sido testigo de primera mano del fin del control del imperio soviético sobre la RDA, del hundimiento del llamado sueño socialista. El bloque de poder soviético del Pacto de Varsovia se había desmoronado a su alrededor cuando sus ciudadanos se rebelaron contra el liderazgo comunista. Había tomado nota, primero desde la distancia, cuando las réplicas empezaron a reverberar por toda la Unión Soviética e, inspirados por la caída del Muro de Berlín, los movimientos nacionalistas se extendían cada vez más deprisa por todo el país, obligando al líder comunista Mijaíl Gorbachov a ceder cada vez más ante una nueva generación de dirigentes democráticos. Cuando Putin concedió la entrevista a Shadjan, uno de aquellos líderes, Borís Yeltsin, había salido victorioso de un intento de golpe de Estado de la línea dura perpetrado en agosto de 1991. El putsch abortado pretendía retrasar el reloj de las libertades políticas y económicas, pero acabó en rotundo fracaso. Yeltsin ilegalizó el Partido Comunista de la Unión Soviética. El antiguo régimen, de pronto, parecía haber sido borrado del mapa.
Pero lo que lo sustituyó solo era un cambio de guardia parcial, y lo que ocurrió con el KGB era un ejemplo paradigmático. Yeltsin había decapitado a altos mandos del KGB, y a continuación firmó un decreto por el que lo dividía en cuatro servicios interiores diferenciados. Pero lo que surgió en su lugar fue un monstruo con cabeza de hidra en el que numerosos funcionarios, como Putin, se retiraron a las sombras y siguieron sirviendo clandestinamente, mientras el poderoso servicio de inteligencia extranjero se mantenía intacto. Se trataba de un sistema en el que las reglas de una vida normal parecían haber quedado suspendidas hacía mucho tiempo. Era una tierra de sombras, verdades a medias y apariencias, mientras, por debajo, todas las facciones de la antigua élite seguían aferrándose a lo que quedaba de sus riendas.
Putin ofrecería distintas versiones sobre el momento y las circunstancias de su renuncia como funcionario del KGB. Pero según un alto mando de la agencia, ninguna de ellas es fidedigna. A los entrevistadores que redactaban su biografía oficial les contaría que dimitió pocos meses después de empezar a trabajar para Sobchak en la universidad, pero que su carta de renuncia, por algún motivo, se había extraviado en correos. Según él, Sobchak había telefoneado personalmente a Vladímir Kriuchkov, a la sazón director del KGB, para asegurarse de su renuncia en el momento álgido del golpe de Estado de la línea dura perpetrado en agosto de 1991. Ese era el relato que se convirtió en la versión oficial. Pero suena a ficción. Las probabilidades de que Sobchak se pusiera en contacto con Kriuchkov en pleno golpe a fin de asegurar la renuncia de un empleado parecen, en el mejor de los casos, bastante remotas. Según el estrecho aliado de Putin, lo que ocurrió más bien fue que Putin siguió cobrando su sueldo de los servicios de seguridad como mínimo un año más después del intento de golpe de agosto. Cuando dimitió, su cargo en la cúpula de mando de la segunda ciudad de Rusia estaba bien afianzado. Ya estaba profundamente instalado en el nuevo liderazgo democrático del país, y era la punta de lanza de los vínculos de la administración con las fuerzas del orden, incluida la agencia sucesora del KGB, el Servicio Federal de Seguridad o FSB. En su función de vicealcalde, como mostraba claramente la entrevista de Shadjan, ya se mostraba escurridizo y seguro de sí mismo.
La historia que cuenta cómo y en qué momento renunció Putin realmente, y de qué manera empezó a trabajar para Sobchak, sirve para explicar cómo el cuadro de mando del KGB comenzó a metamorfosearse ante la transformación democrática del país y a vincularse a los nuevos liderazgos. Es la historia de cómo una facción del KGB, en concreto parte del sector de la inteligencia extranjera, llevaba ya un tiempo preparándose en secreto para cambiar a la vista de la agitación causada por las reformas de la perestroika en la Unión Soviética. Al parecer, Putin habría formado parte de dicho proceso cuando residía en Dresde. Posteriormente, tras la reunificación de Alemania, los servicios de seguridad del país sospecharon que había formado parte de un grupo que trabajaba en una operación especial, conocida como «Operación Luch » («rayo» o «haz»), que se estaba preparando al menos desde 1988 por si el régimen de la Alemania del Este se desmoronaba. 4 Dicha operación consistía en reclutar a una red de agentes que pudieran seguir operando para los rusos después del hundimiento del régimen.
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Dresde
Cuando Putin llegó a Dresde en 1985, la República Democrática Alemana ya vivía en tiempo de descuento. Al borde de la quiebra, el país sobrevivía con la ayuda de un préstamo de miles de millones de marcos concedido por la República Federal Alemana, 5 mientras crecían las voces críticas. A su llegada, Putin tenía treinta y dos años, estaba aparentemente fresco tras un periodo de entrenamiento en la academia de élite del KGB, el instituto Bandera Roja para funcionarios de inteligencia en el extranjero, y empezó a trabajar en una elegante mansión art déco de imponente escalinata y con una terraza con vistas a la calle tranquila de un barrio de casas de vivos colores. La mansión, rodeada de frondosos árboles e hileras de pulcras residencias reservadas a los miembros destacados de la Stasi, se encontraba muy cerca del vasto y anodino complejo que era el cuartel general de la Stasi, donde, en diminutas celdas sin ventana había encerradas docenas de presos políticos. Hans Modrow, el líder local del Partido Comunista (SED), en el poder, era conocido por ser reformador. Pero también aplicaba la mano dura en su empeño por aplastar la disidencia. Por todo el bloque del Este, el clima de protesta aumentaba ante la miseria y la escasez de la economía planificada, y como reacción a la brutalidad de las fuerzas de seguridad de los Estados. Aprovechando la ocasión, las agencias de inteligencia estadounidenses, con ayuda del Vaticano, habían iniciado operaciones discretas para hacer llegar equipos de impresión y comunicación, así como dinero en efectivo, al movimiento de protesta Solidarność en Polonia, donde la disidencia contra los soviéticos siempre había sido más fuerte.
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Vladímir Putin llevaba tiempo soñando con hacer carrera en la sección extranjera de los servicios de inteligencia. Durante la Segunda Guerra Mundial su padre había servido en la NKVD, la policía secreta soviética. Se había infiltrado profundamente tras las líneas enemigas intentando sabotear las posiciones alemanas, y había evitado por los pelos que lo hicieran prisionero, pero no que lo hirieran casi mortalmente. El heroísmo de su padre había llevado a Putin a obsesionarse con el aprendizaje de la lengua alemana, y en sus años de adolescente su interés por integrarse en el KGB era tal que se presentó en su oficina local de Leningrado para ofrecer sus servicios ya antes de terminar la secundaria, pero le informaron de que previamente debía licenciarse en la universidad o alistarse en el ejército. Cuando, a sus treinta y pocos años, consiguió ingresar en la academia de élite Bandera Roja para oficiales de la inteligencia extranjera, lo vivió como un logro con el que parecía dejar atrás definitivamente las estrecheces y la vida gris de sus principios. Había pasado la infancia persiguiendo ratas en la escalera del bloque comunitario donde vivía, peleándose con los otros niños en la calle. Había aprendido a canalizar sus ganas de peleas callejeras a través de la disciplina del judo, el arte marcial basado en unos principios sutiles, como el de desequilibrar a los rivales adaptándose a su ataque. Había seguido a pies juntillas la recomendación de la sede local del KGB sobre los estudios que debía cursar para asegurarse un fichaje en los servicios de seguridad, y se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Leningrado. Después, tras graduarse en 1975, trabajó un tiempo en la división de contrainteligencia del KGB de Leningrado, en un primer momento como agente encubierto. Pero cuando al fin consiguió lo que oficialmente se considera su primer destino en el extranjero, el puesto de Dresde al que llegó Putin parecía menor y discreto, nada que ver con el glamur del puesto de Berlín Este, donde unos mil agentes del KGB no descansaban para socavar el poder «imperial» del enemigo. 6
Cuando Putin llegó a Dresde, allí solo había destinados seis agentes del KGB. Compartía oficina con un colega mayor que él, Vladímir Usoltsev , que lo llamaba Volodya, «pequeño Vladímir», y todos los días llevaba a sus dos hijas pequeñas al jardín de infancia desde el anodino edificio de apartamentos en el que vivía con su esposa, Liúdmila, y con otros oficiales del KGB. Se trataba de una vida aparentemente monótona y provinciana, muy alejada de la existencia novelesca de Berlín Este, la frontera con Occidente. Al parecer, practicaba deportes e intercambiaba elogios con sus colegas de la Stasi, que llamaban «los amigos» a sus visitantes soviéticos. Mantenía conversaciones intrascendentes sobre cultura y lengua alemanas con Horst Jehmlich, el afable asistente especial del jefe de la Stasi de Dresde, que era el que todo lo podía, el teniente coronel que conocía a todo el mundo en la ciudad y el encargado de buscar pisos francos y refugios para agentes e informantes, así como de procurar bienes a los «amigos» soviéticos. Se mostraba muy interesado en ciertas frases hechas alemanas. «Le gustaba mucho aprender esas cosas», recuerda Jehmlich. Parecía un camarada discreto y sensato. «Nunca se hacía notar. Nunca estaba en primera línea», comentó. Era un esposo y un padre responsable. «Siempre se mostró muy amable.» 7
Pero las relaciones entre los espías soviéticos y sus colegas de la Stasi resultaban en ocasiones problemáticas, y Dresde se encontraba algo más hundida en las aguas pantanosas del Este de lo que en un principio pudiera parecer. Para empezar, se trataba de la primera línea del imperio del contrabando que, durante mucho tiempo, había servido de salvavidas a la economía de la RDA. En tanto que sede de Robotron, el mayor fabricante de electrónica de Alemania Oriental, productor de servidores, ordenadores personales y otros dispositivos, resultaba básica en la batalla de soviéticos y alemanes del este para obtener ilegalmente los prototipos de componentes de productos de alta tecnología occidentales, por lo que se trataba de una pieza básica de la descarnada (y fracasada) lucha para competir militarmente con la tecnología occidental, que se desarrollaba a gran velocidad. En la década de 1970, Robotron había replicado con éxito el IBM occidental, y había establecido vínculos estrechos con la Siemens de la Alemania Occidental. 8 Gran parte del contrabando de alta tecnología en Alemania del Este pasaba por Dresde, explicó Franz Sedelmayer, un consultor de seguridad de Alemania Occidental que más adelante trabajó con Putin en San Petersburgo y que inició su carrera en la década de 1980 en la empresa familiar de Múnich vendiendo armas a la OTAN y a Oriente Próximo. 9 «Dresde era uno de los centros de ese mercado negro.» También era uno de los centros del Kommerzielle Koordinierung, un departamento del Ministerio de Comercio Exterior de Alemania del Este que se especializaba en operaciones de contrabando de bienes tecnológicos con las que se sorteaba el embargo de Occidente. «Exportaban antigüedades e importaban alta tecnología. Exportaban armas e importaban alta tecnología —comentó Sedelmayer—. Dresde siempre fue importante para la industria de la microelectrónica», afirmó Horst Jehmlich. 10 La unidad de espionaje dirigida por el legendario espía Markus Wolf «contribuyó mucho a ello», añadía Jehmlich. Pero mantuvo la boca cerrada sobre lo que hacía exactamente.
El jefe de la inteligencia extranjera de la Stasi en Dresde, Herbert Kohler, ejercía simultáneamente como director de su unidad de inteligencia para la información y la tecnología, 11 lo que indica hasta qué punto era importante para la ciudad el contrabando de productos sujetos a embargo. Desde que Alemania quedó encajonada entre el Este y el Oeste tras la Segunda Guerra Mundial, gran parte del bloque oriental había dependido del mercado negro y el contrabando para su supervivencia. Las arcas de la Unión Soviética estaban vacías tras los estragos de la contienda, y en Berlín Este, Zúrich y Viena, grupos criminales organizados trabajaban codo con codo con los servicios de seguridad soviéticos para traficar con cigarrillos, alcohol, diamantes y metales escasos, a través del mercado negro, para llenar las cuentas de los servicios secretos del bloque del Este. Inicialmente, ese comercio ilegal se había visto como una necesidad temporal, y los líderes comunistas lo justificaban ante sí mismos como un golpe contra los cimientos del capitalismo. Pero cuando, en 1950, Occidente se unió en contra del bloque controlado por los soviéticos e impuso un embargo a todos los productos tecnológicos que pudieran usarse con fines militares, el contrabando se convirtió en un estilo de vida. La libertad de elección del capitalismo y el afán de lucro de Occidente hacían que, allí, se estuviera produciendo un gran despegue del desarrollo tecnológico. Comparativamente, la economía planificada socialista del bloque oriental había quedado congelada, mucho más rezagada. Sus empresas se ocupaban solo de cumplir sus planes anuales de producción, sus trabajadores y científicos debían apañarse como podían para encontrar hasta los productos más básicos a través de contactos informales en el mercado gris. Aislados tras el Telón de Acero, el contrabando se convirtió en la única manera que tenía el bloque del Este de no quedarse atrás ante el rápido desarrollo del Occidente capitalista. 12
El Ministerio de Comercio Exterior de Alemania del Este creó el Kommerzielle Koordinierung, del que nombró director al parlanchín Aleksánder Schalck-Golodkowski. Su cometido era obtener efectivo de manera ilícita mediante el contrabando con el que financiar la adquisición, por parte de la Stasi, de tecnología embargada. El KoKo, que era como se lo conocía, dependía en primera instancia del Departamento de Espionaje de la Stasi de Markus Wolf, pero con el tiempo pasó a convertirse en un poder autónomo. 13 Se crearon diversas empresas pantalla por toda Alemania, Austria, Suiza y Liechtenstein, dirigidas por agentes de confianza, algunos de ellos con identidades múltiples, que conseguían un efectivo muy necesario mediante acuerdos de contrabando y vendiendo ilegalmente armas a Oriente Próximo y África. 14 Entretanto, los dirigentes soviéticos pretendían controlar muy de cerca aquellas actividades. El KGB podía acceder a todos los prototipos y bienes sujetos a embargo conseguidos por la Stasi. 15 A menudo, la Stasi se quejaba de que la obtención de información funcionaba solo en un sentido.
Cuando Putin llegó a Dresde, la República Federal Alemana estaba empezando a ser una fuente cada vez más importante de bienes de alta tecnología. El KGB aún se estaba recuperando de un fuerte impacto sufrido a principios de la década de 1980, cuando Vladímir Vetrov, alto cargo de su «Directorio T», especializado en la obtención de secretos científicos y tecnológicos de Occidente, ofreció sus servicios a los países occidentales. Vetrov facilitó los nombres de los 250 oficiales del KGB que trabajaban en la «Línea X», el contrabando de tecnología, a embajadas de todo el mundo, así como miles de documentos que proporcionaban abundante información sobre el empeño soviético en el espionaje industrial. Como consecuencia de ello, 47 agentes fueron expulsados de Francia, al tiempo que Estados Unidos emprendía la tarea de desarrollar un extenso programa de sabotaje de las redes soviéticas de obtención ilegal de productos. El KGB redoblaba sus esfuerzos en Alemania, reclutando a agentes en empresas, entre ellas Siemens, Bayer, Messerschmidt y Thyssen. 16 Putin estuvo claramente implicado en ese proceso y se dedicó a enrolar a científicos y empresarios que pudieran ayudarle a pasar ilegalmente tecnología occidental al bloque oriental. El estatus de Robotron como mayor fabricante de electrónica de Alemania del Este lo convertía en un imán para empresarios que acudían de visita desde Occidente. «Sé que Putin y su equipo trabajaban con Occidente, que mantenían contactos con Occidente, pero sobre todo reclutaban a sus agentes aquí —comentó el colega de Putin en la Stasi, Jehmlich—. Buscaban contactar con estudiantes antes de que se fueran a Occidente. Intentaban seleccionarlos y determinar si podían resultarles interesantes.» 17
Pero Jehmlich no estaba ni mucho menos al corriente de todas las operaciones de sus amigos del KGB, que con frecuencia actuaban sin el conocimiento de sus camaradas de la Stasi cuando se trataba de reclutar a agentes, incluso entre las filas de la propia Stasi. Jehmlich, por ejemplo, aseguraba no haber oído nunca que Putin hubiera usado un nombre falso en operaciones sensibles. Pero muchos años después, el propio Putin contó a unos estudiantes que había adoptado «diversos seudónimos técnicos» en operaciones de inteligencia exterior durante aquella época. 18 Un asociado de aquellos días afirmaba que Putin se había puesto de nombre «Plátov», que era el primer nombre falso que le habían asignado en la academia de entrenamiento del KGB. 19 Otro de los nombres que supuestamente usaba era «Adámov», que adoptó en su puesto de director de la Casa de Fraternidad Germano-Soviética situada en la localidad vecina de Leipzig. 20
Uno de los agentes de la Stasi con los que Putin trabajó estrechamente era un alemán bajito y de cara redonda, Matthias Warnig, que más tarde pasaría a ser parte integrante del régimen de Putin. Warnig era miembro de una célula del KGB organizada por Putin en Dresde «bajo la apariencia de una consultoría empresarial», según contó un exagente de la Stasi reclutado por Putin. 21 En aquella época, Warnig estaba en la cresta de la ola, y según se dice llegó a reclutar al menos a veinte agentes en la década de 1980 para que robaran a Occidente tecnología militar relacionada con cohetes y aviones. 22 Había ascendido deprisa en el escalafón desde que fuera reclutado en 1974, y en 1989 ya era jefe de la unidad de información y tecnología de la Stasi. 23
A Putin le gustaba sobre todo frecuentar un bar pequeño y de iluminación tenue que se encontraba en el centro de Dresde llamado Am Tor, a pocas estaciones de tranvía de su base del KGB, y allí se reunía con algunos de sus agentes, según una persona que por entonces trabajaba con él. 24 Uno de los principales escenarios para las operaciones era el Hotel Bellevue, situado a orillas del Elba. Al ser el único alojamiento abierto a los extranjeros, se trataba de un centro importante para la captación de científicos y empresarios occidentales de paso. El hotel era propiedad del Departamento de Turismo de la Stasi, y sus restaurantes palaciegos, sus bares acogedores y sus elegantes dormitorios estaban dotados de cámaras y micrófonos ocultos. A los empresarios visitantes se los atraía con prostitutas, se los grababa en sus dormitorios y después se los chantajeaba para que trabajaran para el Este. 25 «Sí, por supuesto, yo tenía claro que usábamos a agentes femeninas para esos fines. Lo hacen así todos los servicios de seguridad. En ocasiones las mujeres pueden conseguir mucho más que los hombres», comentó Jehmlich entre risas. 26
Es posible que nunca sepamos si Putin llevó esa búsqueda más allá en Occidente. No podemos fiarnos de los relatos autorizados de quienes coincidieron con él en el KGB. Él mismo ha insistido en que no lo hizo, y a sus colegas, en cambio, les gustaba contar los largos y ociosos viajes «turísticos» que emprendía a otras ciudades cercanas de Alemania del Este. Pero una de las principales tareas de Putin era recabar información sobre la OTAN, el «principal contrincante», 27 y Dresde era un destacamento importante desde el que realizar captaciones en Múnich y en Baden-Württemberg, a quinientos kilómetros de allí, ambas ciudades sedes de personal militar estadounidense y de tropas de la OTAN. 28 Muchos años después, un banquero de Occidente me contó la historia de su tía, una princesa rusa, Tatiana von Metternich, que se había casado con un aristócrata alemán y vivía en un castillo cerca de Wiesbaden, en Alemania Occidental, donde el ejército estadounidense tenía su base principal. Ella le contó a su sobrino lo impresionada que quedó ante un joven oficial del KGB, Vladímir Putin, que la había visitado en su residencia y que se confesaba religiosamente, a pesar de su pertenencia al KGB. 29
Mientras Putin se desenvolvía sin ser detectado, el trasfondo era que el suelo empezaba a abrirse bajo sus pies. Algunos en la cúpula del KGB eran cada vez más conscientes de la menguante capacidad de la Unión Soviética en su lucha contra Occidente y, con discreción, ya habían empezado a prepararse para la fase siguiente. Las arcas soviéticas se vaciaban, y en la batalla para hacerse con tecnología occidental, a pesar de los grandes esfuerzos del KGB y la Stasi, el bloque del Este siempre iba por detrás, siempre debía ponerse al día y siempre quedaba rezagada con respecto a los avances tecnológicos de Occidente. En una era en la que el presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, había anunciado una nueva iniciativa para lanzar lo que se conoció como «La guerra de las galaxias», con la idea de defender a su país de un ataque con misiles nucleares, el bloque soviético llevó a cabo esfuerzos aún mayores para conseguir la tecnología occidental, pero solo consiguió ser más consciente de su propio retraso.
Desde principios de la década de 1980, unos pocos miembros progresistas del KGB habían trabajado para propiciar una tímida transformación. Desde su refugio del Instituto para la Economía Mundial de Moscú, empezaron a preparar reformas que pudieran introducir ciertos elementos del mercado en la economía soviética a fin de generar competitividad, sin que ello supusiera dejar de mantener el control general. Cuando Mijaíl Gorbachov asumió el cargo de Secretario General del Partido Comunista en 1985, aquellas ideas recibieron un nuevo impulso. Gorbachov aplicó las reformas políticas y económicas de la glasnost y la perestroika, con las que pretendía suavizar gradualmente el control sobre el sistema político y económico del país. Por todo el bloque del Este aumentaban las protestas contra la represión ejercida por los dirigentes comunistas, y Gorbachov presionaba a sus colegas del Pacto de Varsovia para que plantearan reformas similares como única vía para sobrevivir y adelantarse a la marea de resentimiento y disidencia. Consciente de que, en todo caso, se acercaba el fin, un reducido grupo de progresistas del KGB empezó a prepararse para la caída.
Como si viera lo que se avecinaba, en 1986 Markus Wolf, el venerado cerebro del espionaje de la Stasi, dimitió de su puesto, poniendo fin a su reinado en la temida unidad de la inteligencia exterior de la Stasi, la Hauptverwaltung Aufklärung (HVA), donde, durante más de treinta años, había llevado a cabo despiadadamente operaciones para la Stasi y en la que se lo conocía por su capacidad para explotar sin descanso las debilidades humanas y así chantajear y extorsionar a agentes y conseguir que trabajaran para él. Bajo su dirección, la HVA se había infiltrado profundamente en el Gobierno de la República Federal de Alemania, y había captado a numerosos agentes que se creía que trabajaban para la CIA. Y a pesar de todo ello, ahora, por algún motivo, lo dejaba todo.
Oficialmente, se dedicaba a ayudar a su hermano Konrad a escribir sus memorias de infancia en Moscú. Pero entre bastidores también él empezaba a prepararse para el cambio. Pasó a cooperar estrechamente con la facción progresista de la perestroika del KGB, celebrando reuniones secretas en su piso palaciego de Berlín con la idea de abordar la liberalización gradual del sistema político. 30 Los planes que trataban eran similares a las reformas de la glasnost que Gorbachov había puesto en marcha en Moscú, por los que, gradualmente, empezaba a permitirse que surgieran movimientos políticos informales y que se relajaran las restricciones a los medios de comunicación. Pero aunque allí se hablaba de democracia y reformas, la idea era, en todo momento, que los servicios de seguridad siguieran manteniendo el control tras el telón. Con el tiempo se supo que Wolf había seguido en nómina de la Stasi durante todo ese periodo. 31
Cada vez más consciente de los riesgos de un hundimiento del comunismo, a mediados de la década de 1980 el KGB puso en marcha discretamente la Operación Luch con el objetivo de prepararse para un posible cambio de régimen. A Wolf lo mantuvieron plenamente informado de ella, pero no así a su sucesor como director del Departamento de Inteligencia Exterior de la Stasi. 32 En agosto de 1988, el KGB envió a un agente de alto rango, Borís Laptev, a la imponente embajada soviética de Berlín Este para supervisarla. 33 Oficialmente, la misión de Laptev era crear un grupo de operativos que trabajarían secretamente, en paralelo con el equipo permanente del KGB, para infiltrarse en los grupos opositores de la Alemania del Este. «Debíamos recabar información sobre el movimiento opositor y frenar cualquier avance, así como impedir todo movimiento tendente a la reunificación alemana», explicaría más tarde. 34 Pero, de hecho, a medida que las protestas anticomunistas crecían y la inutilidad de tales empeños era cada vez más diáfana, su misión acabó siendo prácticamente la contraria. Aquel grupo empezó a concentrarse en crear una nueva red de agentes que se infiltrarían en la segunda y tercera capas de los círculos políticos de la República Democrática de Alemania. Buscaban a agentes que siguieran trabajando de incógnito para los soviéticos incluso en una Alemania reunificada, y que no estuvieran manchados por ningún cargo directivo antes del hundimiento. 35
Existen señales que indican que Putin fue de los llamados a formar parte de ese proceso. En aquella época ejercía de secretario del partido, 36 cargo por el que habría mantenido contactos frecuentes con el director del SED de Dresde Hans Modrow. El KGB parece haber albergado la esperanza de convencer a Modrow para que se convirtiera en sucesor potencial del longevo líder de la Alemania del Este Erich Honecker, e incluso, al parecer, creía que este podría dirigir el país a partir de unas pequeñas reformas del tipo de las de la perestroika. 37 Vladímir Kriuchkov, el jefe de la inteligencia exterior del KGB, viajó especialmente a Dresde en 1986 para visitar a Modrow. 38
Pero Honecker se negó hasta el amargo final a dar un paso al lado, lo que obligó al KGB a esforzarse más para reclutar a agentes que siguieran colaborando con ellos tras la caída del bloque del Este. Kriuchkov siempre insistiría en que él no llegó a conocer a Putin en aquella época, y en negar que este desempeñara papel alguno en la Operación Luch , como sí lo hizo Markus Wolf. 39 Pero el equivalente de la Alemania Occidental del MI5, el Bundesamt für Verfassungsschutz (la Oficina Federal para la Protección de la Constitución), cree todo lo contrario. Más tarde interrogaron durante horas a Horst Jehmlich en relación con lo que hacía Putin en aquella época. Sospechaba que Putin lo había traicionado: «Intentaban reclutar a gente del segundo y tercer nivel de nuestra organización. Tanteaban todos los órganos de poder, pero no contactaban con ningún dirigente o general. Todo lo hacían a nuestras espaldas». 40
Otras secciones de la Stasi también empezaron a prepararse en secreto. En 1986, el jefe de la Stasi Erich Mielke avaló unos planes para que un equipo de agentes de élite, los Offiziere im besonderen Einsatz , permanecieran en el poder en caso de que el Gobierno del SED llegara repentinamente a su fin. 41 La fase más importante a la hora de asegurar el futuro de la Stasi se inició cuando empezaron a trasladar dinero en efectivo a través de sus redes de contrabando y mediante un entramado de empresas hacia Occidente, a fin de crear depósitos secretos de efectivo que les permitieran mantener operaciones tras la caída. Un alto mando alemán calculaba que se habían sacado de Alemania del Este miles de millones de marcos de la RFA y se habían llevado a una serie de empresas pantalla a partir de 1986. 42
El Dresde de Putin era un centro neurálgico de aquellos preparativos. Herbert Kohler, jefe de la HVA de la ciudad, estaba estrechamente involucrado en la creación de algunas de aquellas empresas —llamadas «firmas operativas»—, con las que debían ocultarse sus vínculos con la Stasi y acumular «dinero negro» que permitiera a las redes de la Stasi sobrevivir tras el hundimiento. 43 Kohler trabajaba estrechamente con un empresario austríaco llamado Martin Schlaff, al que la Stasi había reclutado a principios de la década de 1980. A Schlaff le encomendaron comerciar de contrabando componentes sujetos a embargo para la creación de una fábrica de discos duros en Turingia, cerca de Dresde. Entre finales de 1986 y finales de 1988, sus empresas recibieron más de 130 millones de marcos del Gobierno de la RDA para ese proyecto de máximo secreto, uno de los más caros llevados a cabo jamás por la Stasi. Pero aquella planta nunca llegó a completarse. Muchos de los componentes no llegaron, 44 y cientos de millones de marcos pensados para la planta, y procedentes de otros acuerdos ilícitos, desaparecieron en aquellas empresas pantalla de Schlaff en Liechtenstein, Suiza y Singapur. 45
Esas transferencias económicas se produjeron durante el periodo en que Putin servía como principal agente de enlace entre el KGB y la Stasi de Dresde, concretamente con la HVA de Kohler. 46 No está claro que tuviera algún papel en ellas. Pero muchos años después, los vínculos de Schlaff con Putin se evidenciaron cuando el empresario austríaco volvió a aparecer en una red de empresas europeas que eran engranajes básicos para las operaciones de influencia del régimen de Putin. 47 En la década de 1980, Schlaff viajó al menos en una ocasión a Moscú para mantener conversaciones con funcionarios soviéticos encargados del comercio exterior. 48 Casi todo lo que hizo Putin durante los años que pasó en Dresde sigue envuelto en misterio, en parte porque el KGB resultó mucho más eficaz que la Stasi a la hora de destruir y transferir documentos antes del hundimiento. «Con los rusos, tenemos problemas —expresó Sven Scharl, investigador en los Archivos de la Stasi en Dresde—. Lo destruyeron todo.» 49 Solo se conservan fragmentos en los archivos recuperados de la Stasi sobre las actividades de Putin en la ciudad. Su carpeta es muy delgada y está desgastada por el uso. Aparece la orden del jefe de la Stasi Erich Mielke, del 8 de febrero de 1988, por la que se concede a Vladímir Vladimírovich Putin la medalla de bronce al Mérito del Ejército Nacional Popular. También figuran cartas de Horst Bohm, jefe del director de la Stasi de Dresde en las que felicita al camarada Putin por su cumpleaños. Se conserva el dibujo con la planificación de mesas para una cena de conmemoración del 71 aniversario de la Cheka , nombre original de la policía secreta soviética, el 24 de enero de 1989. Se conserva una fotografía de la visita de más de 40 oficiales de la Stasi, el KGB y el ejército al Museo Militar de Tanques de la Primera Guardia. (Putin mira a cámara casi indistinguible entre la masa gris de hombres.) También están las imágenes, descubiertas recientemente, de un Putin algo basto y aburrido, con chaqueta gris claro y calzado con unos zapatos chillones de gamuza que sostiene unas flores y bebe en una ceremonia de entrega de premios para los peces gordos de la unidad de inteligencia de la Stasi.
El único rastro de alguna actividad operativa relacionada con Putin es una carta que le envía a Bohm para solicitarle la ayuda del jefe de la Stasi de Dresde para recuperar la conexión telefónica con un informante de la policía alemana que «nos apoya». La carta no aporta ningún detalle, pero el hecho mismo de que Putin apele directamente a Bohm parece indicar que su puesto era destacado. 50 En efecto, Jehmlich, con posterioridad, confirmó que Putin se convirtió en el principal agente de enlace del KGB con la Stasi en representación del director de la oficina del KGB Vladímir Shirókov. Entre otros hallazgos recientes había otro muy revelador: la tarjeta de identificación de Putin en la Stasi, que le habría proporcionado acceso directo a sus edificios y le habría facilitado reclutar a agentes, pues no habría tenido que mencionar su afiliación al KGB.
Muchos años después, cuando Putin llegó a la presidencia de Rusia, Markus Wolf y los que habían sido sus colegas del KGB hicieron hincapié en el hecho de que, durante su estancia en Dresde con el KGB, era un donnadie. Putin era «bastante irrelevante», declaró Wolf en una ocasión a una revista alemana, e incluso las «mujeres de la limpieza» habían recibido la medalla de bronce con la que lo habían galardonado a él. 51 El colega del KGB con el que Putin compartió despacho a su llegada a Dresde, Vladímir Usoltsev, al que por algún motivo se le autorizó a escribir un libro sobre aquella época, se cuidó mucho de destacar lo normal y corriente que era su trabajo, al tiempo que no revelaba ni un solo detalle sobre sus operaciones. Aunque admitía que Putin y él habían trabajado con «ilegales», que era como se conocía a los agentes durmientes infiltrados, afirmaba que se pasaban el 70 % de su tiempo redactando «informes sin sentido». 52 Según él, Putin solo había conseguido reclutar a dos agentes durante los cinco años enteros que pasó en Dresde, y en determinado momento había dejado de buscarlos porque se dio cuenta de que era una pérdida de tiempo. La ciudad era un rincón tan provinciano que «el hecho mismo de que estuviéramos destinados allí indicaba que nuestra carrera no tenía futuro», escribió Usoltsev. 53 El propio Putin afirmaba que pasaba tanto tiempo bebiendo cerveza que engordó doce kilos. 54 Pero las fotografías de la época en las que aparece no sugieren semejante cambio de peso. Posteriormente, la televisión estatal rusa proclamó que Putin no se había involucrado nunca en nada ilegal.
Pero un relato de primera mano sugiere que el hecho de quitarle importancia a las actividades de Putin en Dresde servía para tapar otra misión: una misión que quedaba fuera de la ley. Sugiere que Putin fue destinado allí precisamente por tratarse de un rincón provinciano, alejado de los ojos espías de Berlín Oriental, donde franceses, ingleses y estadounidenses mantenían una estrecha vigilancia. Según un antiguo miembro de la Facción del Ejército Rojo, organización de extrema izquierda que aseguraba haberlo conocido en Dresde, Putin había trabajado en apoyo a miembros del grupo, que sembraba el terror por toda Alemania Occidental en las décadas de 1970 y 1980. «En Dresde no había nada, nada en absoluto, salvo la izquierda radical. Nadie vigilaba Dresde, ni los americanos ni los alemanes occidentales. Allí no había nada. Salvo una cosa: aquellas reuniones con aquellos camaradas.» 55
*
En la batalla por el dominio entre el Este y el Oeste, los servicios de seguridad soviéticos llevaban tiempo desplegando lo que llamaban sus propias «medidas activas» para alterar y desestabilizar a su rival. Atrapados en la Guerra Fría, pero conscientes de que iban muy por detrás tecnológicamente como para ganar cualquier guerra militar, ya desde la década de 1960 la Unión Soviética había descubierto que su fuerza radicaba en la desinformación, en sembrar rumores falsos en los medios de comunicación para desacreditar a líderes occidentales, en asesinar a opositores políticos y en dar apoyo a organizaciones pantalla que fomentaran guerras en el Tercer Mundo y socavaran y sembraran la discordia en Occidente. Entre esas medidas estaba el apoyo a organizaciones terroristas. Por todo Oriente Próximo, el KGB había creado lazos con numerosos grupos terroristas de tendencia marxista, sobre todo el FPLP, el Frente Popular por la Liberación de Palestina, una escisión de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), que llevó a cabo una serie de secuestros de aviones y atentados con bomba a finales de la década de 1960 y a lo largo de la siguiente. Documentos clasificados recuperados de los archivos del Politburó soviético ilustran hasta qué punto eran estrechas algunas de aquellas conexiones. Muestran que el jefe del KGB Yuri Andrópov autorizó tres peticiones de armas soviéticas realizadas por el líder del FPLP Wadi Haddad, al que describía como «agente de confianza» del KGB. 56
En Alemania del Este, el KGB alentaba activamente a la Stasi para que colaborara en sus «actividades políticas» en el Tercer Mundo. 57 De hecho, el apoyo al terrorismo internacional se convirtió en uno de los servicios más importantes que la Stasi prestó al KGB. 58 En 1969, la Stasi había inaugurado un campo de adiestramiento clandestino a las afueras de Berlín Este para miembros de la OLP de Yasir Arafat. 59 La unidad de inteligencia exterior de Markus Wolf se involucró profundamente en la colaboración con grupos terroristas de todo el Próximo Oriente, incluido el FPLP y uno de sus miembros, el conocido Ilich Ramírez Sánchez, también llamado Carlos, el Chacal . 60 Los instructores militares de la Stasi crearon una red de campos de adiestramiento terrorista por todo el Oriente Próximo. 61 Y cuando, en 1986, un oficial de la contrainteligencia de la Stasi, horrorizado ante el caos que empezaba a alcanzar suelo alemán, intentó frustrar los planes de atentado de un grupo de libios que habían empezado a mostrarse activos en Berlín Oeste, el jefe de la Stasi Erich Mielke le pidió que se abstuviera de hacerlo. «Estados Unidos es el archienemigo —le dijo Mielke—. Debemos concentrarnos en descubrir a espías americanos y no preocuparnos de nuestros amigos libios.» 62 Semanas después, estalló una bomba en la discoteca La Belle de Berlín Oeste, frecuentada por soldados estadounidenses, y murieron tres agentes de servicio americanos y un civil. Cientos de personas resultaron heridas. Con el tiempo se supo que el KGB había estado al corriente de las actividades de los terroristas y que sabía exactamente que habían introducido ilegalmente sus armas en Berlín. 63 Al parecer, cualquier método valía en la lucha contra los «imperialistas» estadounidenses.
Un exgeneral del KGB que desertó a Estados Unidos, Oleg Kalugin, describiría posteriormente aquellas actividades como «el corazón y el alma de la inteligencia soviética». 64 El que fuera director del servicio de inteligencia exterior de Rumanía, Ion Mihai Pacepa —el cargo de mayor rango en la inteligencia de todo el bloque del Este en desertar a Estados Unidos—, fue el primero en hablar abiertamente sobre las operaciones del KGB con grupos terroristas. Pacepa expuso por escrito que el exjefe de la inteligencia exterior del KGB, el general Aleksánder Sajarovski, le había comentado en numerosas ocasiones: «En el mundo de hoy en que el armamento nuclear ha vuelto obsoleta la fuerza militar, el terrorismo debería convertirse en nuestra arma principal». 65 Pacepa también afirmaba que el director del KGB, Yuri Andrópov, había lanzado una operación para azuzar el sentimiento antiisraelí y antiestadounidense en el mundo árabe. Al mismo tiempo, añadía, había que desencadenar el terrorismo interno en Occidente. 66
Alemania Occidental estaba alerta desde que el grupo militante de extrema izquierda Facción del Ejército Rojo —también conocido como Baader-Meinhof por los apellidos de sus dos primeros líderes, Andreas Baader y Ulrike Meinhof— perpetró una serie de atentados con bomba, asesinatos, secuestros y robos a bancos a finales de la década de 1960. Con el objetivo de derrocar el imperialismo del país y el capitalismo de monopolio, asesinaron a destacados industriales y banqueros de la República Federal de Alemania, entre ellos al director del Banco de Dresde, en 1997, y bombardearon bases militares estadounidenses, matando e hiriendo a decenas de soldados. Pero, hacia finales de la década de 1970, cuando la policía de la República Federal de Alemania reforzó su campaña de detenciones, la Stasi empezó a proporcionar refugio en el Este a miembros del grupo. 67 «Acogieron no a uno, sino a diez de ellos. Vivían en bloques impersonales de Dresde, Leipzig y Berlín Este», explicó el consultor de seguridad alemán Franz Sedelmayer. 68 La Stasi les había proporcionado identidades falsas, además de organizar sus campamentos de adiestramiento. 69 Durante cuatro años, entre 1983 y 1987, una de sus integrantes, Inge Viett, vivió con un nombre falso en un suburbio de Dresde, hasta que un vecino suyo viajó a Berlín Oeste y vio su rostro en un cartel de personas perseguidas por las autoridades. Era una de las terroristas más buscadas de Alemania Occidental, conocida como «la abuela del terrorismo», y la acusaban de participar en los asesinatos por atentado de un comandante en jefe de la OTAN y del comandante en jefe de las tropas estadounidenses en Europa, el general Frederick Kroesen. 70
Inicialmente, tras la caída del Muro, las autoridades de la Alemania Occidental creían que la Stasi solo había proporcionado refugio e identidades falsas a miembros de la Facción del Ejército Rojo. Pero a medida que los fiscales seguían investigando el papel de la Stasi, hallaron pruebas de una colaboración mucho más profunda. Sus investigaciones los llevaron a la detención y el procesamiento de cinco exoficiales de la Stasi especializados en antiterrorismo, por conspirar con el grupo para atacar con bombas la base militar estadounidense de Ramstein en 1981 e intentar matar al general Kroesen. 71 El director de la Stasi, Erich Mielke, fue procesado con las mismas acusaciones. Un exmiembro de la Facción del Ejército Rojo apareció para contar que la Stasi usaba el grupo con frecuencia para transportar armas a terroristas en el mundo árabe. 72 Otro antiguo miembro reveló que, en la década de 1980, trabajó como asistente del célebre Carlos, el Chacal , 73 que había vivido un tiempo bajo la protección de Berlín Este, donde frecuentaba los hoteles y casinos más lujosos. 74 Inge Viett confesaría más tarde que había asistido a un campo de adiestramiento en Alemania del Este para preparar el atentado al general Kroesen de 1981. 75
Pero con la gran sacudida que supuso la reunificación de las dos Alemanias, no había voluntad política para erradicar los males del pasado de la RDA y llevar a juicio a los hombres de la Stasi. Se consideró que ya había vencido el límite de cinco años que marcaba la prescripción de los delitos de los acusados de colaborar con la Facción del Ejército Rojo, y se retiraron los cargos. 76 El recuerdo de sus crímenes iba difuminándose, y la implicación del KGB en la Facción del Ejército Rojo no llegó a investigarse. Aun así, los soviéticos habían supervisado en todo momento las operaciones de la Stasi, y contaban con oficiales de enlace en la cadena de mando. En el nivel superior, el control del KGB era tan férreo que, según un antiguo miembro de la Facción del Ejército Rojo, «Mielke no se tiraba un pedo sin antes pedir permiso a Moscú». 77 «La RDA no podía hacer nada sin coordinarlo con los soviéticos», comentó un desertor del más alto rango de la Stasi. 78
Ese era el entorno en el que Putin trabajaba, y la historia que contaba el exmiembro de la Facción del Ejército Rojo sobre Dresde encajaba perfectamente con él. Según afirmaba, en los años en los que Putin sirvió en Alemania del Este, Dresde se convirtió en un lugar de encuentro de los Baader-
Meinhof.
Si se escogió Dresde como lugar de encuentro fue precisamente porque «allí no había nadie más», en palabras de dicho exmiembro del grupo terrorista. 79 «En Berlín estaban los estadounidenses, los franceses y los británicos; estaban todos. Para lo que teníamos que hacer necesitábamos ir a las provincias, no a la capital.» Otra razón por la que los encuentros tenían lugar allí era que Markus Wolf y Erich Mielke deseaban distanciarse de aquellas actividades: «Wolf se cuidaba mucho de no implicarse. Lo último que personas como Wolf o Mielke querían era que los pillaran con las manos en la masa apoyando a una organización terrorista... Nos reunimos allí [en Dresde] cinco o seis veces». Él y otros miembros del grupo terrorista viajaban a Alemania del Este en tren, donde eran recibidos por agentes de la Stasi que esperaban en grandes coches Zil de fabricación soviética y que los trasladaban a Dresde, donde, en un piso franco, se les unían Putin y otros colegas del KGB. «Nunca nos transmitían órdenes directamente. Tan solo nos decían: “Hemos oído que estáis planeando esto; ¿cómo queréis hacerlo?”. Y nos proponían ideas. Nos sugerían otros objetivos y nos preguntaban qué necesitábamos. Nosotros siempre necesitábamos armas y dinero en efectivo.» A la Facción del Ejército Rojo le resultaba difícil adquirir armas en Alemania Occidental, por lo que entregaban una lista a Putin y sus colegas. De alguna manera, esa lista acababa en poder de un agente en el Oeste, y las armas solicitadas se dejaban en alguna ubicación secreta para que miembros de la Facción del Ejército Rojo las recogieran.
Lejos de asumir ese papel secundario que suele atribuírsele en los años de Dresde, Putin, en aquellos encuentros, era uno de los que llevaba la voz cantante, según aclara el exmiembro del grupo terrorista, que añade que uno de los generales de la Stasi recibía órdenes de él.
A medida que el grupo Baader-Meinhof sembraba el caos en Alemania Occidental con una serie de espantosos atentados con bomba, sus actividades se convirtieron en parte fundamental del empeño del KGB por alterar y desestabilizar Occidente, según ese miembro del grupo terrorista. Y, cuanto más cerca estaba el final para el poder soviético y la RDA, es posible que ellos se convirtieran en un arma con la que proteger los intereses del KGB.
Uno de aquellos posibles ataques se produjo apenas tres semanas después de la caída del Muro de Berlín. Eran las 8:30 de la mañana del 30 de noviembre de 1989, y Alfred Herrhausen, presidente del Deutsche Bank, abandonaba su domicilio de Bad Homburg, en Fráncfort, para dirigirse al trabajo, como todos los días. El primero de los tres vehículos que integraban su convoy ya descendía por la calle que formaba parte de su ruta habitual. Pero cuando el coche de Herrhausen aceleró para seguirlo, una granada que contenía 150 libras de explosivos superó el blindaje de su limusina y lo mató al instante. El detonador que lanzó la granada se activó cuando la limusina pasaba a través de un rayo de luz infrarroja proyectado desde el otro lado de la calle. 80 El atentado se llevó a cabo con precisión militar, y la tecnología usada era de una gran sofisticación. «Ese atentado tenía que contar con patrocinio de un Estado», comentó un experto en inteligencia del Oeste. 81 Posteriormente se supo que oficiales de la Stasi habían participado en los campos de entrenamiento en los que a miembros de la Facción del Ejército Rojo se les instruyó en el uso de explosivos, cohetes antitanque y detonaciones de dispositivos para bombas a través de rayos fotoeléctricos como el que se utilizó en el atentado contra Herrhausen. 82
Herrhausen era un pez gordo del panorama empresarial de la República Federal de Alemania, y estrecho asesor del canciller del país, Helmut Kohl. El atentado llegaba en el momento en que la reunificación, de pronto, pasaba a ser una posibilidad real. Se trataba de un proceso en el que el Deutsche Bank tenía muchísimo que ganar por la privatización de empresas estatales de la Alemania del Este, y en el que el Dresdner Bank —donde Matthias Warnig, amigo de Putin y oficial de la Stasi, no tardaría en emplearse— competiría con aquel por las migajas. Según el exmiembro de la Facción del Ejército Rojo, el atentado a Herrhausen fue organizado en beneficio de los intereses soviéticos. «Me consta que la elección del objetivo venía de Dresde y no de la FER.» 83
Para ese miembro de la FER, esa época le resulta pretérita y lejana. Pero no puede evitar recordar con tristeza no haber sido más que un títere de los juegos de influencia de los soviéticos. «No éramos más que tontos útiles para la Unión Soviética —comentó, sonriendo amargamente—. Así empezó todo. Nos usaban para alterar, desestabilizar y sembrar el caos en Occidente.»
Preguntado por el apoyo de la Stasi y el KGB a la Facción del Ejército Rojo, una sombra recorre el rostro aún jovial de Horst Jehmlich, el que fuera conseguidor jefe de la Stasi de Dresde. Estamos sentados a la mesa del comedor del luminoso apartamento en el que ha vivido desde los años de la RDA, en las inmediaciones de la sede de las oficinas de la Stasi y de la villa en la que se había instalado el KGB. Ha servido el café en tazas de porcelana fina, y la mesa está cubierta por un tapete de encaje. A los miembros de la FER solo los trajeron a la República Democrática de Alemania «para apartarlos del terrorismo —insiste—. La Stasi deseaba impedir el terrorismo y conseguir que renunciaran a tácticas terroristas. Pretendían darles la oportunidad de reeducarse».
Pero cuando le pregunto si fue el KGB el que, de hecho, llevaba la voz cantante, si era Putin la persona con la que los miembros de la FER se reunían en Dresde, si la orden de atentar contra Herrhausen podría haber partido de ahí, la sombra que le recorre el rostro se oscurece más aún. «Yo no sé nada de eso. Cuando eran temas del máximo secreto, no los conocía. No sé si los servicios secretos soviéticos estuvieron implicados. Si hubiera sido así, el KGB habría intentado impedir que nadie tuviera conocimiento de ese material. Habrían dicho que se trataba de un problema interno de Alemania. Ellos consiguieron destruir muchos más documentos que nosotros.» 84
La historia que cuenta el antiguo miembro de la Facción del Ejército Rojo resulta prácticamente imposible de verificar. Casi todos sus camaradas se encuentran en prisión o han muerto. Otras personas supuestamente presentes en aquellos encuentros están totalmente desaparecidas del mapa. Pero un estrecho aliado de Putin en el KGB ha señalado que cualquiera de esas alegaciones resulta extremadamente sensible y ha insistido en que jamás se ha demostrado ninguna relación entre el KGB y la FER o cualquier otro grupo terrorista europeo. «¡Y usted no debería intentarlo!», añade secamente. 85 Aun así, al mismo tiempo, la historia que me contó sobre la renuncia de Putin a su trabajo en los servicios de seguridad planteaba una pregunta inquietante. Según ese exaliado del KGB, a Putin le faltaban apenas seis meses para tener derecho al cobro de su pensión del KGB cuando dimitió. Tenía treinta y nueve años, edad muy inferior a la de los cincuenta que se considera la edad oficial de pensionista en su rango de teniente-coronel. Pero el KGB concedía pensiones anticipadas a aquellos que hubieran prestado servicios especiales por los riesgos corridos o su contribución al honor de la patria. Para los que se trasladaban a Estados Unidos, un año de servicio equivalía a un año y medio. Para lo que cumplían alguna condena en prisión por motivo de su cargo, un año de servicio equivalía a tres. ¿Acaso Putin estaba a punto de obtener una pensión anticipada porque un año de servicio le contaba como dos por los altos riesgos que había asumido al colaborar con la Facción del Ejército Rojo?
Muchos años después, Klaus Zuchold, uno de los reclutados por Putin en la Stasi, reveló ciertos detalles parciales de la implicación de Putin en lo que por entonces eran otras medidas activas. Zuchold, que desertó a Occidente, contó a una publicación alemana, Correctiv , que Putin había intentado tener acceso a un estudio sobre venenos mortíferos que dejan pocos rastros, y que planeó comprometer al autor de dicho estudio atribuyéndole la posesión de material pornográfico. 86 No está claro si la operación llegó a concretarse. Zuchold también afirmaba que entre las actividades de Putin estaba su papel de responsable de un célebre neonazi, Rainer Sonntag, que fue deportado a la RFA en 1987 y que regresó a Dresde tras la caída del Muro para potenciar el surgimiento de la extrema derecha. 87 Cuando intenté ponerme en contacto con Zuchold para preguntarle por la supuesta colaboración de Putin con la Facción del Ejército Rojo, hacía tiempo que había desaparecido del mapa y no respondió a mis peticiones de entrevista. Según alguien próximo a la inteligencia occidental, contaba con la protección especial de la Bundesamt für Verfassungsschutz.
*
Si colaborar con los terroristas del Ejército Rojo pudo ser el campo de pruebas de Putin para la aplicación de medidas activas contra un Occidente imperialista, lo que ocurrió cuando cayó el Muro de Berlín se convertiría en la experiencia que llevaría consigo en las décadas venideras. Aunque cada vez parecía más claro que el bloque del Este podía caer, que el descontento social podía desgarrarlo y que las réplicas podían alcanzar la propia Unión Soviética, Putin y los demás oficiales del KGB en Dresde se apresuraban a rescatar redes ante la repentina velocidad del hundimiento. En un instante, todo había terminado. De la noche a la mañana no había nadie al mando. Las décadas de lucha y juegos secretos de espías parecían haber terminado. La frontera había desaparecido, superada por un desbordamiento de las protestas contenidas durante tantos años. Aunque estas tardaron aún otro mes en llegar a Dresde, cuando surgieron, Putin y sus colegas solo estaban preparados en parte. Mientras la muchedumbre se concentraba durante dos días enteros, soportando el frío gélido, en el exterior de la sede de la Stasi, Putin y los demás hombres del KGB se atrincheraron en el interior de la mansión. «Quemábamos papeles noche y día —comentaría Putin tiempo después—. Lo destruíamos todo, todas nuestras comunicaciones, nuestras listas de contactos y nuestras redes de agentes. Yo, personalmente, quemé una cantidad enorme de materiales. Quemábamos tanto que la caldera explotó.» 88
Cuando anochecía, varias decenas de manifestantes irrumpieron en la zona y se dirigieron a la villa del KGB. Putin y su equipo se encontraron casi abandonados por la cercana base militar soviética. Cuando Putin llamó para pedir refuerzos que protegieran el edificio, las tropas tardaron horas en aparecer. Telefoneó al mando militar soviético de Dresde, pero el oficial de servicio se limitó a encogerse de hombros. «No podemos hacer nada sin órdenes de Moscú. Y Moscú guarda silencio.» 89 A Putin le pareció una traición a todo aquello por lo que habían trabajado. La frase «Moscú guarda silencio» resonó en su mente durante mucho tiempo. Uno por uno, los destacamentos del imperio empezaban a ser abandonados; el poder geopolítico de la Unión Soviética se derrumbaba como un castillo de naipes. «Eso de que “Moscú guarda silencio”... Yo por entonces tenía la sensación de que el país ya no existía. De que había desaparecido. No había duda de que la Unión estaba debilitada. Y que padecía una enfermedad terminal incurable: una parálisis de poder —explicaría Putin más adelante—. 90 La Unión Soviética había perdido su posición en Europa. Aunque yo, intelectualmente, entendía que una posición construida sobre muros no puede durar, deseaba que, en su lugar, surgiera otra cosa distinta. Pero no se proponía ninguna otra cosa. Y eso era lo que me dolía. Lo abandonaron todo y se largaron.» 91
Pero no todo estaba perdido. Aunque la magnitud de las protestas y el momento del hundimiento que siguió parecía haber pillado por sorpresa al KGB, algunos sectores de la agencia, junto con la Stasi, ya llevaban un tiempo preparándose para ese día. Ciertos sectores del KGB habían planeado ya una transición más gradual en la que ellos mantendrían cierta influencia y control entre bastidores.
De alguna manera, los oficiales del KGB de Dresde consiguieron que un colega de la Stasi les entregase la inmensa mayoría de las carpetas que la agencia mantenía sobre su colaboración con los soviéticos antes de que los manifestantes irrumpieran en la sede de la policía política de la RDA. Vladímir Usoltsev, colega de Putin desde los primeros días de Dresde, contó que un oficial de la Stasi le entregó a Putin la totalidad de las carpetas. «En cuestión de horas, no quedaba nada de ellas, salvo las cenizas», dijo. 92 Se trasladaron montañas de documentos a la cercana base militar soviética y los echaron a una zanja, donde pensaban destruirlos con napalm, pero en el último momento los quemaron con gasolina. 93 Otras doce cargas se trasladaron en camión hasta Moscú. «Los artículos más valiosos se sacaron de allí y se llevaron a Moscú», aclararía Putin más tarde.
Durante los meses posteriores, mientras preparaban su salida de Dresde, contaron con la protección especial del poderoso jefe del Departamento de Ilegales del KGB, Yuri Drózdov, el legendario oficial a cargo de supervisar toda la red global de agentes secretos durmientes. El jefe de la oficina de Dresde, Vladímir Shirókov, explicó que Drózdov se aseguró de contar con protección desde las seis de la mañana hasta la medianoche. Finalmente, en plena madrugada, Shirókov y su familia fueron conducidos al otro lado de la frontera con Polonia y puestos a buen recaudo por hombres de Drózdov. 94 Más adelante, uno de los excolegas de Putin contó a Masha Gessen, periodista, que Putin se reunió con Drózdov en Berlín antes de regresar a su país. 95
Los «amigos» del KGB de Dresde se esfumaron, dejando pocos rastros de su presencia, abandonando a sus colegas de la Stasi, que tuvieron que enfrentarse solos a la ira de la gente. Al parecer, aquella presión le resultó insoportable a Horst Bohm, jefe local de la Stasi. En febrero del año siguiente, al parecer, se quitó la vida cuando se hallaba en arresto domiciliario. «No veía otra salida —explicó Jehmlich—. Para proteger su casa, quitó todos los fusibles, y se envenenó con gas.» 96
También se cree que otros dos mandos de la Stasi de regiones vecinas se suicidaron. Quizá no se sepa nunca qué era lo que les causaba más temor, pues murieron antes de poder ser interrogados sobre sus funciones. Pero en el caso del KGB, por más que se viera obligado a abandonar sus puestos, algo de su legado al menos ha permanecido intacto. Parte de sus redes, de sus ilegales, se mantuvieron alejados del alcance y del escrutinio públicos. 97 Mucho después, Putin se expresaría con orgullo sobre su trabajo en Dresde, que sobre todo tenía que ver con el manejo de los «agentes durmientes» ilegales. «Se trata de personas únicas —comentó—. No todo el mundo es capaz de renunciar a su vida, a sus seres queridos y a sus parientes, y abandonar el país muchos, muchos años para servir a la patria. Eso está solo al alcance de los elegidos.» 98
Cuando Hans Modrow, apoyado por los soviéticos, 99 pasó a ocupar el cargo de líder interino de Alemania del Este, autorizó discretamente que el brazo de la inteligencia exterior de la Stasi, la HVA, se autodisolviera. 100 Por el camino desaparecieron activos no declarados, al tiempo que centenares de millones de marcos eran desviados a través de las empresas pantalla de Martin Schlaff en Liechtenstein y Suiza. Entre la alegre algarabía por la reunificación, las voces de los miembros de la Stasi que habían desertado a Occidente casi nunca se escuchaban. Pero algunos de ellos alzaron la voz. «En determinadas condiciones, partes de la red podrían reactivarse —comentó uno de aquellos desertores—. Nadie, en Occidente, tiene la garantía de que algunos de esos agentes no puedan ser reactivados por el KGB.» 101
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Cuando Putin regresó a Rusia desde Dresde en febrero de 1990, el impacto de la caída del Muro de Berlín seguía reverberando por toda la Unión Soviética. Surgían movimientos nacionalistas que amenazaban con desgarrar el país. A Mijaíl Gorbachov lo habían pillado con el pie cambiado y se veía obligado a ceder cada vez más terreno a los líderes democráticos emergentes. El Partido Comunista soviético, gradualmente, empezaba a perder su monopolio del poder, y su legitimidad era cada vez más cuestionada. En marzo de 1989, casi un año antes del retorno de Putin a Rusia, Gorbachov había aceptado celebrar las primeras elecciones competitivas de la historia soviética para escoger a los representantes de un nuevo parlamento, el Congreso de los Diputados del Pueblo. Un grupo variopinto de demócratas, encabezados por Andréi Sajárov, el físico nuclear que se había convertido en voz de la disidencia y la autoridad moral, y por Borís Yeltsin, a la sazón estrella política emergente y revoltosa, que había sido expulsado del Politburó por sus críticas incansables a las autoridades comunistas, obtuvo escaños y consiguió debatir con el Partido Comunista por primera vez. El final se precipitaba para el Gobierno comunista.
Entre el tumulto, Putin buscaba adaptarse. Pero en vez de ganarse la vida como taxista o de seguir el camino tradicional para un agente del servicio exterior tras su regreso a casa (un puesto en el Centro, que era como se conocía la sede moscovita del servicio de inteligencia exterior del KGB), él emprendió otro tipo de misión. Su anterior mentor y jefe en Dresde, el coronel Lazar Matvéyev, le había ordenado no permanecer en Moscú y poner rumbo a su lugar de nacimiento, Leningrado. 102 Allí se encontró con una ciudad agitada en que las elecciones municipales, también competitivas por primera vez tras las reformas implantadas por Gorbachov, presentaban a una marea creciente de demócratas contra el Partido Comunista. Los demócratas amenazaban con superar el control mayoritario de los comunistas. Y en lugar de defender a la vieja guardia contra el auge de los demócratas, Putin buscó vincularse al movimiento democrático de Leningrado.
Casi de inmediato, se acercó a una de sus líderes más inflexibles, una intrépida y valerosa representante del recién elegido Congreso de los Diputados del Pueblo, Galina Starovóitova. Se trataba de una conocida activista en favor de los derechos humanos, famosa por su sinceridad inquebrantable en su denuncia de los defectos del poder soviético. Tras pronunciar un vibrante discurso antes de las elecciones municipales, Putin, que por entonces era una figura discreta de ojos claros, se acercó a ella y le transmitió lo impresionado que había quedado con sus palabras. Le preguntó si podía ayudarla en algo, planteándole, incluso, la posibilidad de convertirse en su chófer. Pero Starovóitova, desconfiando de aquella aproximación no solicitada, la rechazó, al parecer de forma rotunda y categórica. 103
Su primer puesto fue, en cambio, el de asistente del rector de la Universidad Estatal de Leningrado, donde de joven había estudiado Derecho y desde donde había pasado a engrosar las filas del KGB. Su trabajo consistía en observar las relaciones exteriores de la universidad y vigilar a los estudiantes extranjeros y a los dignatarios de visita. En un principio, informar al KGB de los movimientos de los extranjeros parecía una degradación considerable respecto a sus funciones en Dresde, un regreso al trabajo más tedioso. Pero en cuestión de semanas, aquella posición le permitió acceder a un puesto en lo más alto del movimiento democrático del país.
Anatoli Sobchak era un carismático profesor universitario de Derecho. Alto, erudito, elegante, se había ganado hacía tiempo a los alumnos con su postura ligeramente antigubernamental, y había ascendido hasta convertirse en uno de los oradores más seguidos del movimiento democrático, que parecía desafiar al partido y al KGB a la más mínima ocasión. Formaba parte del grupo de independientes y reformadores que se hicieron con el control de la diputación tras los comicios de marzo de 1990, y en el mes de mayo ya había sido nombrado máximo representante del consistorio. Casi de inmediato, a Putin lo nombraron su mano derecha.
Putin iba a convertirse en el conseguidor de Sobchak, en su enlace con los servicios de seguridad, en la sombra que lo vigilaba entre bastidores. Desde el principio, su puesto fue organizado por el KGB. «A Putin lo pusieron ahí. Tenía que cumplir una función —dijo Franz Sedelmayer, el consultor de seguridad alemán que más tarde trabajaría con él—. El KGB le indicó a Sobchak: “Aquí está nuestro hombre. Él cuidará de ti”.» Su puesto en la Facultad de Derecho había sido solo una tapadera, amplió Sedelmayer, que creía que el propio Sobchak llevaba mucho tiempo trabajando no oficialmente para el KGB: «La mejor coartada de aquellos tipos eran sus licenciaturas en Derecho». 104
A pesar de sus credenciales democráticas y de sus discursos punzantes contra los abusos de poder del KGB, Sobchak entendía muy bien que no podría afianzarse en el poder político sin el apoyo de partes del establishment . Era vanidoso y presumido, y sobre todo quería medrar. Además de fichar a Putin, también se había puesto en contacto con un alto cargo de la vieja guardia municipal, y había nombrado a un vicealmirante comunista de la Flota del Mar del Norte, Viacheslav Scherbakov, como su representante primero en la diputación de Leningrado. Otros miembros del movimiento democrático local, compañeros de Sobchak que lo habían aupado a su puesto, se mostraron horrorizados con aquellas decisiones. Pero cesión tras cesión, Sobchak iba trepando hasta lo más alto. Cuando la ciudad celebró elecciones en junio de 1991, él ya era el candidato a la alcaldía y ganó con relativa facilidad.
Cuando, ese mismo agosto, un grupo de reaccionarios de la línea dura perpetraron un golpe contra el líder soviético, Sobchak se apoyó en parte de la vieja guardia —sobre todo en Putin y sus contactos en el KGB— para presentarse a sí mismo ante la ciudad como contrario al intento de golpe sin que se produjera el menor derramamiento de sangre. Amenazados por las concesiones cada vez mayores que Gorbachov hacía a los demócratas que impulsaban los cambios, los conspiradores del golpe habían declarado el estado de emergencia y anunciaron que se hacían con el control de la Unión Soviética. Buscando impedir que Gorbachov diseñara un nuevo tratado de unión que garantizase a los líderes de las repúblicas soviéticas díscolas el control y la propiedad de sus recursos económicos, básicamente habían tomado a Gorbachov como rehén en su residencia veraniega de Foros, en las costas del Mar Negro.
Pero en San Petersburgo —que era como volvía a llamarse Leningrado—, lo mismo que en Moscú, los líderes democráticos de la ciudad se rebelaron contra el golpe. Mientras miembros del ayuntamiento encabezaban la defensa de la sede de los demócratas en los salones desvencijados del palacio Mariinski, Putin y Sobchak obtenían el apoyo del jefe de la policía local, así como se sesenta hombres de la milicia especial. Juntos, convencieron al director del canal de televisión local para que permitiera a Sobchak hablar en directo la noche posterior al golpe. 105 El discurso que pronunció Sobchak esa noche denunciando a los líderes del golpe, tachándolos de criminales, hechizó a los habitantes de la ciudad y los llevó a salir por miles a las calles al día siguiente, cuando se congregaron a la sombra del Palacio de Invierno de los Románov para manifestarse contra el golpe. Sobchak apoyaba a la multitud con encendidas llamadas a la unidad y el desafío, pero en general dejó la misión más vital y difícil a sus delegados, Putin y Scherbakov. Aquella primera noche tensa del golpe, tras su discurso televisado, se encerró en su despacho del palacio Mariinski, mientras Putin y Scherbakov se quedaban solos negociando con el jefe del KGB de la ciudad y con el comandante militar de la región de Leningrado para asegurarse de que las tropas reaccionarias que se aproximaban con tanques no entrarían en la ciudad. 106 Mientras Sobchak se dirigía a las multitudes congregadas en la Plaza del Palacio al día siguiente, las negociaciones de Putin y Scherbakov se prolongaban. Y cuando los tanques se detuvieron horas después a las puertas de la ciudad, Putin desapareció junto a Scherbakov y una falange de operativos especiales en un búnker situado bajo la principal fábrica de armamento de la ciudad, la Kirovsky Zavod, donde retomaron las conversaciones con los mandos militares del KGB, a buen recaudo, protegidos por un sistema de comunicación encriptado. 107
Cuando Putin y Sobchak abandonaron el búnker a la mañana siguiente, el golpe había terminado. La apuesta de los partidarios de la línea dura había sido derrotada. En Moscú, unidades de élite especiales del KGB se habían negado a acatar las órdenes de disparar contra la Casa Blanca rusa, donde Borís Yeltsin, a la sazón dirigente electo de la república rusa, había congregado a decenas de miles de defensores contra un intento de golpe que pretendía revertir las libertades surgidas de las reformas de Gorbachov. La escasa legitimidad que le quedaba al Partido Comunista se tambaleaba. Los líderes de la nueva democracia rusa estaban listos para dar un paso al frente. Fueran cuales fuesen sus motivos, Putin les había ayudado a estar en posición de hacerlo.
Entretanto, fiel a su formación en el KGB, Putin, como un espejo, había devuelto el reflejo de las opiniones de todos: primero las de su denominado maestro democrático, después las del establishment de la vieja guardia, con la que también trabajaba. «Cambiaba de chaqueta tan deprisa que no podías saber nunca quién era en realidad», comentó Sedelmayer. 108