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« La punta de un iceberg»

San Petersburgo

En el extremo suroeste de San Petersburgo, donde el golfo de Finlandia empieza a unirse al Mar Báltico, una maraña de grúas y contenedores destaca frente a las elegantes fachadas de los palacios prerrevolucionarios que se alzan al otro lado de la bahía. En una isla pequeña, montañas de chatarra retorcida y pilas de madera aguardan los contenedores, mientras al otro lado del canal, unas construcciones de ladrillo rojo que en otro tiempo fueron aduanas y almacenes de los primeros barcos mercantes anteriores a la época soviética siguen en pie, medio abandonados entre la maquinaria pesada. A lo lejos, más al oeste aún, un muelle de hormigón conduce al lugar que a veces se conoce como «Golden Gates», una extensión de cemento que acoge las instalaciones de almacenamiento de petróleo y que constituye el destacamento más estratégico de la ciudad, la terminal petrolera que fue el campo de batalla en algunas de las guerras entre malhechores más crueles de la década de 1990.

El archipiélago de islas alberga el puerto marítimo de San Petersburgo, y, a través de sus canales, la historia tumultuosa de Rusia siempre ha transcurrido profunda. Cuando Pedro el Grande fundó la ciudad a principios del siglo XVIII , lo hizo con la esperanza de que se convirtiera en el mayor puerto marítimo de Rusia, un vínculo vital entre las vastas extensiones de tierra eurasiáticas del país con los mercados de Occidente. Miles de siervos se deslomaron hasta morir para materializar su visión de unas mansiones barrocas imponentes y unos canales elegantes que se abrieran paso entre ciénagas gélidas y embarradas. Siempre se pretendió que San Petersburgo fuera la «ventana a Occidente» de Rusia, una ciudad portuaria que sacaría al país a marchas forzadas de su pasado medieval y asiático, al precio que fuera.

Los barcos que transportaban cargamentos de telas, té, seda y especias empezaron a llegar en grandes cantidades desde los imperios coloniales de Occidente, mientras las riquezas imperiales rusas, eminentemente madera, pieles, cáñamo y potasa, partían desde allí. Los mercaderes y los nobles de San Petersburgo prosperaban, pero con el crecimiento exponencial de la población, sus trabajadores eran de los más oprimidos del mundo. Los estibadores cargaban y descargaban los buques llevando los fardos a sus espaldas, sin protección alguna contra el hielo y los vientos lacerantes que atenazaban el puerto durante seis meses al año. Cuando Vladímir Lenin congregó a los obreros de la ciudad para tumbar al Gobierno provisional en 1917, los estibadores fueron los primeros en sumarse. Cuando la ciudad, que en ese momento ya se llamaba Leningrado, quedó sitiada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, el puerto se convirtió en primera línea de las desgarradoras luchas por sobrevivir a hambrunas y bombardeos.

Y cuando Rusia salió con un estremecimiento de su tercera revolución del siglo XX , el puerto de San Petersburgo volvería a jugar un papel decisivo en él. Se convirtió en la zona cero de una alianza entre el KGB y el crimen organizado que expandiría su influencia por toda Rusia primero, y después por los mercados y las instituciones occidentales. Ese fue el punto de partida de las alianzas empresariales del vicealcalde de la ciudad, Vladímir Putin, que trabajaba en estrecha colaboración con el líder del crimen organizado y con el petrolero que obtuvo el monopolio de las exportaciones a través de su terminal petrolífera. Las relaciones que se forjaron entonces, a través de una sofisticada red de intercambios y acuerdos de exportación, se convirtieron en el modelo de gestión futura en la Rusia de Putin.

A principios de la década de 1990, el puerto era uno de los lugares más oscuros de una ciudad desgarrada por los tiroteos entre bandas y violentas batallas por hacerse con efectivo. «La historia del puerto marítimo es una historia muy sucia y muy criminal», comentó un ex alto funcionario del consistorio de San Petersburgo. 1 «El puerto estaba totalmente tomado por la criminalidad. Se producían muchos tiroteos», según palabras de un exmiembro de la mayor banda criminal de la ciudad, el grupo de Tambov. 2

El grupo que finalmente acabó haciéndose con el control formaba parte de la unión entre hombres del crimen organizado y el KGB que llegaron a manejar el cotarro en San Petersburgo durante los años noventa del siglo pasado; y Vladímir Putin se encontraba en su centro. Si en Moscú las fuerzas del KGB se habían mantenido en gran medida a la sombra, en San Petersburgo resultaban mucho más visibles. La economía de San Petersburgo era mucho más modesta que la de Moscú, la batalla por el dinero era mucho más cruenta y el despacho del alcalde contaba con tentáculos que se alargaban hasta la mayor parte de los negocios. La razón principal del gran alcance del KGB en la ciudad era que el alcalde, Anatoli Sobchak, mostraba escaso interés en la gestión del día a día municipal. Eso se lo dejaba a Putin, que dirigía el Comité de Relaciones Exteriores, encargado de la supervisión de todo el comercio y gran parte del resto de los negocios de la ciudad, y a su otro delegado, Vladímir Yákovlev, que se ocupaba de los asuntos económicos de la ciudad.

Sobchak y sus delegados trasladaron el despacho del alcalde desde el Palacio Mariinski, donde tenía su sede el consistorio municipal democrático, a las laberínticas oficinas del Instituto Smolny, desde las que el Partido Comunista había dirigido la ciudad a partir de los días de la toma de poder por parte de Lenin. La herencia recibida era desesperada. Las arcas de la ciudad estaban vacías. No había efectivo para pagar importaciones, y los estantes de los comercios se vaciaban deprisa. La producción interna de alimentos se hallaba en un estado deplorable. Los cereales se pudrían en los márgenes de las carreteras por la ineficacia de las granjas colectivas, situación agravada por varias malas cosechas consecutivas. Y no solo debían hacer frente a la crisis alimentaria, sino también a un incremento acusado de la criminalidad. En el caos que siguió al hundimiento soviético, las instituciones de poder parecían disolverse. Las bandas del crimen organizado hicieron acto de presencia para llenar el vacío, organizando grupos de extorsión que se dedicaban a ofrecer protección a cambio de dinero a negocios locales, y haciéndose con el comercio de la ciudad.

Desde su despacho, tras las imponentes columnas de la descolorida fachada del Instituto Smolny, Sobchak parecía incapaz de enfrentarse a aquella situación de deterioro. Se trataba de un orador convincente y vehemente que se enorgullecía de su aspecto, pero sus relaciones con lo que quedaba de las fuerzas del orden eran tensas. «Sobchak era un imbécil —dijo un ex alto cargo del KGB que trabajó un tiempo con Putin en San Petersburgo—. Quería llevar los trajes más elegantes, y era capaz de pronunciar discursos durante horas. Le encantaban los atributos del poder, y su esposa deseaba llevar vida de aristócrata. Le encantaba circular en limusina, pero alguien tenía que trabajar. ¿Quién iba a limpiar la mierda de las calles y tratar con los bandidos?» Pocos representantes de las fuerzas del orden respondían siquiera a las llamadas de Sobchak. «El exdirector del KGB de San Petersburgo se negaba incluso a compartir habitación con él —comentó el exagente del KGB—. Si intentabas explicarle cómo funcionaba el tema de la seguridad, era como hablarle de física nuclear. Pero a Putin sí podías explicárselo. Podías decirle: “Volodya, tenemos este problema o este otro”. Y cuando él debía llamar a la policía para resolver situaciones, no le colgaban el teléfono.»

De modo que Sobchak llegó a confiar en Putin, que mantenía una red de contactos con la cúpula del KGB de la ciudad: Víktor Cherkésov, el que había sido su mentor en el temido Quinto Directorio del KGB de Leningrado, dedicado a la lucha contra la disidencia, era el nuevo jefe del FSB de San Petersburgo, la agencia que había sucedido al KGB. Putin se convirtió en el hombre de referencia para tratar con los cuerpos policiales. Era «alguien que podía llamar a alguien y decirle: “tenemos que hacer algo porque si no esto va a ser una pesadilla” —explicó el exfuncionario del KGB—. Podía coincidir con un general que antes había dirigido las fuerzas especiales, que podía explicarle cómo manejar cierta situación y quizá proporcionarle apoyo. Eran personas con conexiones. El sistema se había desmoronado, pero una parte seguía existiendo». 3

Lo que salió de ese caos y ese hundimiento —y de la ineficacia de Sobchak— fue una alianza entre Putin, sus aliados del KGB y el crimen organizado que quería dirigir gran parte de la economía de la ciudad en beneficio propio. En lugar de buscar imponer el orden por el bien de la población de la ciudad, el único orden que imponían era, básicamente, el que les beneficiaba a ellos. Sobre todo, el hundimiento soviético se traducía en más oportunidades para su propio enriquecimiento, y más concretamente para que Putin y sus aliados del KGB creasen una especie de «caja B» estratégica con la que mantener sus redes y asegurar su posición en los años venideros. Ese fondo para la extorsión hundía sus raíces en los planes de intercambio de las empresas amigas dirigidas por el KGB. Posteriormente se extenderían hasta el puerto y más tarde aun a la propia terminal petrolífera. Recorriéndolo todo estaba el grupo de Tambov, la organización criminal establecida en San Petersburgo. Según un exagente local del FSB, se trataba de un negocio que consistía en «asesinar y saquear»: «Las manos del grupo de Tambov estaban manchadas de sangre». 4

*

Faltaba poco para que terminara el año 1991 cuando Marina Salye se percató por primera vez de que algo fallaba. La demócrata recalcitrante, que llegó a rivalizar con Sobchak como líder democrática de San Petersburgo, había sido contratada por el máximo representante del consistorio para que buscara maneras de superar la crisis alimentaria. Geóloga intrépida de cincuenta y tantos años, ojerosa y de pelo entrecano, Salye era incansable. Ese otoño, presionó con éxito a la ciudad para que introdujera un sistema de cartillas de racionamiento. Era la primera vez que la comida se racionaba desde los espantosos días de las hambrunas durante el sitio de Leningrado. 5 A continuación decidió proponer un sistema de intercambio que permitiera a la ciudad trocar materias primas a cambio de importaciones de alimentos. Le parecía la única manera de salir de aquel impasse . Se trataba de un sistema que ya se había aplicado a nivel federal para abordar la crisis a la que se enfrentaba todo el país. El Gobierno de Moscú había empezado a publicar cuotas que permitían la exportación de cantidades fijas de recursos naturales en posesión de empresas estatales, como productos derivados del petróleo, metales y madera, a cambio de comida. Pero cuando Salye empezó a presionar a la oficina del alcalde para que se solicitaran las cuotas de exportación para San Petersburgo, le llegaron rumores de que estas ya habían sido concedidas al comité de relaciones externas de Putin. «¿Qué cuotas? ¿Dónde están las cuotas? Oficialmente, nadie sabía nada», le contaría posteriormente a una entrevistadora. 6 Cuando intentó obtener más información de la oficina del alcalde, nadie respondió a sus cartas. Marina descubrió que el plan llevaba aplicándose como mínimo desde principios de diciembre y no se había informado a nadie. 7 El problema más grave era que las importaciones de alimentos esperadas no aparecían por ninguna parte. Con la llegada del nuevo año, San Petersburgo solo contaba con reservas para un mes más. 8

Salye propuso una investigación parlamentaria para exigir información sobre los acuerdos. 9 Cuando Putin, finalmente, se plegó a las exigencias y se presentó ante el consejo municipal, con la mirada turbia y desafiante, llegó con apenas dos páginas de anotaciones e informó a los representantes que todo lo demás estaba sujeto al secreto comercial. 10 Lo que contó al consistorio difería enormemente de los documentos que Salye consiguió finalmente recuperar del Comité Aduanero Estatal y de otros funcionarios a medida que avanzaba en su investigación. 11

Cuando logró hacer encajar todas las piezas, quedó claro que el comité de Putin había entregado más de 95 millones de dólares en licencias de exportación a una oscura telaraña de empresas pantalla, pero que prácticamente ninguno de los alimentos importados que se esperaban a cambio había llegado a la ciudad. 12 El Gobierno federal había aprobado otras cuotas de exportación por valor de 900 millones de dólares, incluida una partida de aluminio valorada en 717 millones de dólares. 13 Resultó imposible determinar si Putin se había adelantado y había ofrecido esos otros 900 millones en cuotas a otras empresas que también se esfumaron con lo recaudado, pues Salye no tuvo acceso a más documentación. En todo caso, sus sospechas iban en esa dirección. 14

A medida que Salye y sus delegados estudiaban con más detalle los documentos, el escándalo parecía crecer. Funcionarios estatales de aduanas y representantes de San Petersburgo adscritos al Ministerio de Comercio Exterior habían escrito a Putin para quejarse de que hubiera emitido licencias de exportación violando las leyes que regían aquellos acuerdos de intercambio. 15 Un experto contratado por el comité de Salye advertía de que las empresas implicadas eran tan oscuras que podían desaparecer con la recaudación de las ventas de la noche a la mañana. 16 La mayoría de ellas iban a recibir comisiones astronómicas por sus servicios: entre el 25 y el 50 % del valor de los acuerdos, en lugar del 3 o 4 % habituales. 17 Un puñado de contratos parecía autorizar a las empresas a adquirir materias primas por un precio mucho menor al de mercado. Una cuota asignada por Putin permitía a una empresa creada hacía apenas dos meses de la aprobación del plan adquirir 13.997 kilos de metales raros por un importe dos mil veces menor que el del precio del mercado global, lo que le permitiría recoger inmensos beneficios cuando los vendiera en los mercados mundiales. 18

El plan que había desenmascarado Salye era casi idéntico a las prácticas desarrolladas por las iniciativas mixtas del KGB en los días finales de la Unión Soviética, que habían hecho que grandes cantidades de materias primas salieran del país desde empresas de propiedad estatal a los bajos precios interiores soviéticos, mientras los beneficios de las ventas subsiguientes a precios internacionales, mucho más altos, se quedaban en cuentas bancarias del extranjero. En aquella época, cualquier empresa que quisiera exportar materias primas debía recibir una licencia especial del Ministerio de Comercio Exterior, cuyas filas estaban copadas en su mayoría por colaboradores del KGB. Cuando el Gobierno ruso aprobó una serie de planes de intercambio destinados a frenar la inminente crisis humanitaria posterior al hundimiento soviético, los acuerdos siguieron una ruta similar. Pero Putin contaba con un permiso especial para asignar sus propias cuotas, licencias y contratos en el caso de los denominados «pactos del petróleo-por-alimentos» saltándose la necesidad de acordarlos uno por uno con el ministerio. 19 Se lo había concedido el mismísimo ministro de Comercio Exterior, Piotr Aven, el mismo economista con gafas que había colaborado estrechamente con Gaidar en las reformas a principios de la década de 1980 y que posteriormente había protegido a Putin cuando los acuerdos del petróleo por alimentos empezaron a cuestionarse.

Uno de los contratos que Putin aprobó era el de una iniciativa mixta soviético-finlandesa llamada Sfinks, a la que a finales de diciembre de 1991 le fue concedida una cuota para comerciar con carburante diésel, cemento y fertilizantes a cambio de 200.000 toneladas de cereal para ganado. 20 Otra era una entidad soviético-alemana llamada Tamigo, a la que se concedió licencia para comerciar con quinientas toneladas de cobre a cambio de suministros de azúcar y aceite de cocina. 21 Dzhikop, la empresa que consiguió el contrato para adquirir 13.997 kilos de metales raros por un precio dos mil veces inferior al de mercado, 22 estaba copresidida por el hermano de uno de los compañeros de clase de Putin que compartía con él su amor por las artes marciales. 23 Otro receptor de las cuotas de diésel era una empresa llamada Interkommerts, dirigida por Guennadi Miroshnik, delincuente sentenciado que había participado en un plan para evadir 20 millones de marcos alemanes de los fondos destinados a la reubicación de las fuerzas armadas de la Unión Soviética de Alemania del Este. 24 Posteriormente, Liúdmila, la esposa de Putin, le contó a una amiga que Interkommerts estaba vinculada a unos alemanes del Este que su marido había conocido en Dresde. 25

Los acuerdos de intercambio «se concedieron a sus amigos», comentó Aleksánder Beliáyev, a la sazón director del consejo municipal de San Petersburgo que supervisó la investigación de Salye. 26 «Tenían que concederse a personas en las que Putin confiara. En esa época no existían los procedimientos legales de licitación, por lo que estaba claro que se concederían a gente que él conociera personalmente, a personas a las que pudiera controlar. En el caso de las ventas de productos petrolíferos, en su mayoría estaban vinculados a Kirishi. Eran prácticamente monopolistas. Eran Timchenko, Katkov, Malov.» 27

Todo indicaba que los hombres a los que Putin concedía los acuerdos parecían representar mucho más que una red de amigos. Uno de ellos, Guennadi Timchenko, era un hombre vivaz de sonrisa encantadora que hablaba con fluidez alemán e inglés y que chapurreaba francés. Él y sus socios, Andréi Katkov y Yevgueni Malov, habían fundado la distribuidora petrolera Kirishineftekhimexport cuando Gorbachov empezó a liberalizar el comercio en 1987 y otorgó a setenta organizaciones, entre ellas la refinería petrolífera de Kirishi, cercana a Leningrado, el derecho a comerciar al margen del monopolio soviético. 28 Lo único que habían hecho Katkov y Malov en sus anteriores puestos del Ministerio de Comercio Exterior soviético había sido poner sellos y archivar documentos de acuerdos de exportación, y aprovecharon al momento la ocasión de crear su propio negocio. Timchenko parecía ser otra cosa. En su biografía oficial se decía que había trabajado como ingeniero jefe en el Ministerio de Comercio Exterior. Pero según tres personas familiarizadas con el asunto, había emprendido un camino muy distinto. Había estudiado alemán junto con Putin en la Academia Bandera Roja del KGB antes de que a Putin lo destinaran a Dresde y a Timchenko a Viena y Zúrich, 29 donde, según dos ex altos cargos de los servicios de inteligencia rusos, había trabajado como agente encubierto en organizaciones comerciales soviéticas. 30 Es posible, según un tercer funcionario que hizo declaraciones al periódico ruso Vedomosti , que lo enviaran allí a manejar cuentas bancarias que financiaban las redes de ilegales del KGB. 31 «No descarto que Timchenko conociera a Putin en ese periodo», me contó pícaramente uno de los exfuncionarios. 32 Timchenko ha negado reiteradamente cualquier relación con el KGB, y afirma que ese vínculo es falso. Un directivo ruso de banca vinculado a los servicios de seguridad también indicó que mantuvo relación con Putin durante su etapa de Dresde. 33

Si bien Timchenko también ha negado con anterioridad que su Kirishineftekhimexport hubiera estado implicada en los acuerdos del petróleo por alimentos, salpicados por los escándalos, y ha añadido después que todas las actividades de su empresa han sido siempre «transparentes y legales», uno de los exsocios de Timchenko me contó que su empresa sí había participado en ellos, como también lo hicieron otros dos de sus asociados. Estos insistieron en que todos los alimentos que les encomendaron importar se habían entregado en San Petersburgo. 34 Pero, en general, el plan acabó en un fracaso estrepitoso: apenas una pequeña fracción de los alimentos que debían importarse acabó apareciendo. Salye sospechaba que, eso sí, las redes del KGB se estaban preservando. Esta le contó a una amiga que creía que con su investigación había descubierto «la punta de un iceberg». 35 Según ella, lo que había debajo era una estructura inmensa que tenía sus orígenes en los fondos ilegales del KGB en el extranjero, y que aquel plan estaba diseñado para mantener sus redes. Y resulta que Salye estaba probablemente en lo cierto.

*

«¡Salye estaba loca! Todo eso ocurrió, sí. Pero se trataba de operaciones comerciales absolutamente normales. ¿Cómo le vas a explicar algo así a una señora menopáusica?» 36 Era mayo de 2013, más de veinte años después de que se organizara ese plan, y Felipe Turover, un ex alto cargo del directorio de la inteligencia exterior del KGB, contaba por primera vez la historia de cómo había ayudado a Putin a diseñar el plan del petróleo por alimentos en San Petersburgo.

Estábamos sentados al sol en la terraza de una cafetería de Boadilla del Monte, una tranquila localidad de las afueras de Madrid. El plan que se había presentado públicamente a principios de la década de 1990 como mecanismo para conseguir unas importaciones de alimentos muy necesarias tenía, según Turover, un propósito muy distinto. Nunca se pretendió que los alimentos llegaran. Había problemas mucho más graves que atender. «Todas esas chorradas sobre el informe de Marina Salye... Aquello era totalmente irrelevante. La situación era de derrumbe total. Había una falta absoluta de financiación federal para proyectos, y Moscú solo bebía y robaba. Para que no todo se hundiera, teníamos que hacer algo. Aquello era como un barco sin capitán, y cuando intentas mover el timón, se rompe y se te queda entre los dedos. Así eran las cosas. Si no nos hubiéramos puesto manos a la obra, San Petersburgo se habría hundido en la mierda.»

Con cuerpo de culturista, la cabeza rapada y gafas oscuras, Turover tenía una risa demoníaca y un cofre del tesoro lleno de historias sobre el hundimiento soviético. Pertenecía a la élite de los servicios de inteligencia exteriores soviéticos. Su padre había enseñado lenguas en la Academia Bandera Roja del KGB, y había ejercido de traductor de Leonid Brézhnev; Giulio Andreotti, el longevo primer ministro italiano, se contaba entre sus amigos. En la época soviética, Turover había trabajado estrechamente con Vladímir Osintsev, el legendario komitetchik que dirigía la división denominada de «Tecnología del Partido» del Departamento Internacional del Comité Central, dedicado a operaciones clandestinas y a agentes ilegales en países en los que el Partido Comunista estaba prohibido. En el caos que siguió al hundimiento soviético, a Turover le encargaron buscar maneras de pagar las deudas a las «empresas amigas» que formaban el meollo de los planes financieros clandestinos del KGB y las operaciones de influencia puestas en práctica por el partido en el extranjero, muchas de las cuales, además, suministraban equipos esenciales, incluidas infraestructuras energéticas, a la Unión Soviética a precios hinchados.

El problema era que, cuando la Unión Soviética se desmoronó, Rusia había acordado asumir toda la deuda externa de las antiguas repúblicas soviéticas a cambio de sus bienes en el extranjero, e inmediatamente después se había declarado en quiebra. Se anunció una moratoria internacional sobre toda la deuda externa de Rusia. Turover, que necesitaba esquivar ese hecho a fin de pagar a las empresas amigas sin que nadie lo descubriera, aseguraba que aquellos planes de intercambio se organizaron, en realidad, para poder cumplir con ese cometido. Con el tiempo, estableció un canal de pago a través de un pequeño banco suizo en Lugano, según consta en documentos. «No podíamos decir que pagábamos a alguien y no pagar a Philip Morris —explicó—. No se trataba de un asunto menor. Algunas cosas debíamos pagarlas enseguida. Si no pagábamos por el equipo de las plantas nucleares, se produciría una catástrofe. Cuando el país dejó de existir, todo el mundo dejó de enviar suministros.»

También contó que lo habían enviado a San Petersburgo para ayudar a Putin a establecer su propio plan de pago de deudas a algunas de sus empresas amigas. Una de ellas, afirmaba, era una firma italiana llamada Casa Grande del Favore, que según él era una entre un puñado de empresas de ingeniería capaces de llevar a cabo operaciones delicadas necesarias para las reparaciones del sistema de alcantarillado que atravesaba la miríada de canales de San Petersburgo. «Teníamos que pagarles, porque si no terminaban el trabajo, la ciudad quedaría cubierta de mierda hasta lo alto de sus cúpulas.» Él le aconsejó a Putin que estableciese el plan del petróleo por alimentos, porque «necesitamos contar con instrumentos operativos para poder pagar a alguien deprisa. 37

Turover, básicamente, estaba admitiendo que desde el principio el plan tenía como finalidad no conseguir importaciones de alimentos, sino crear una caja B de divisa fuerte para la ciudad. Pero sin ninguna clase de supervisión, no había manera de saber si parte de los fondos se usaban para pagar las deudas a las empresas amigas o si en realidad se desviaban a redes de agentes del KGB que seguían operando en el extranjero.

Turover aseguraba que no había ninguna otra manera de operar, porque el banco estatal de Rusia a cargo de las operaciones exteriores, el Vneshekonombank, se encontraba en estado de quiebra. Todas sus cuentas habían quedado congeladas el 1 de enero de 1992, cuando el Gobierno ruso anunció que se había quedado sin fondos. «Era por pura necesidad —justificó Turover—. No era posible pagar los gastos de la ciudad de ninguna otra manera.» 38 Cualquier cuenta en divisa fuerte que estuviera relacionada oficialmente con el consistorio quedaría congelada, así como otras cuentas bloqueadas a causa de la quiebra soviética. «Haberla depositado en las cuentas de la ciudad habría sido como guardar efectivo en bolívares venezolanos. Pero si tenías fondos en alguna parte, en cuentas extranjeras, en Liechtenstein, podías pagar inmediatamente.» 39

El Banco Central de Rusia había usado ese mismo razonamiento para intentar exculparse al explicar un escándalo que había aflorado también en la década de 1990, un tiempo más tarde, cuando se supo que había transferido decenas de miles de millones de dólares de las reservas de divisas del país a través de una pequeña empresa offshore en Jersey llamada Fimaco, que se había creado en noviembre de 1990, poco después de que Ivashko hubiera ordenado la creación de la «economía invisible del partido». El director del Banco Central ruso defendió posteriormente la necesidad de aquellas transferencias secretas a través de Fimaco para proteger los fondos y evitar que fueran confiscados una vez que la Unión Soviética se hubiera declarado en quiebra, y para pagar la deuda exterior de la red de la banca soviética internacional. 40

Pero el grado de supervisión de todas aquellas transacciones había sido inexistente, y muchos sospechaban que, en lugar de pagar las deudas, casi todo el dinero se había usado para financiar las redes del KGB en el extranjero. En muchos aspectos, las operaciones del Banco Central con Fimaco y el plan de Putin del petróleo por alimentos estaban cortados por el mismo patrón. Parecían formar parte del dinero negro del régimen ruso, y carecían hasta tal punto de transparencia que podían usarse con la misma facilidad como la caja B personal de los funcionarios que dirigían Rusia. Turover insistía en que Putin nunca había robado de aquellos fondos que había contribuido a crear a través del plan del petróleo por alimentos. «Pero sí gastaba dinero, por supuesto. Claro que se gastó parte del dinero, y de alguna manera gestionaba ese dinero, porque debía viajar, pagar hoteles, y seguramente también tenía que comer.» 41

Básicamente, lo que se había creado era lo que en el argot criminal ruso se conoce como un obschak , un fondo común de dinero, o una caja B para una banda criminal. Se trataba de un modelo basado en la entrega de riquezas a una red fuertemente controlada de estrechos aliados en que las líneas entre lo que se usaba para operaciones estratégicas y lo destinado para uso personal resultaban siempre convenientemente borrosas. Ese modelo se convirtió en la base de la cleptocracia del régimen de Putin, y, posteriormente, también de sus operaciones de influencia... Y estaba basado en las redes clandestinas y en los sistemas de pago del KGB.

En cuanto a Salye, resultó relegada como figura política. Sobchak puso trabas a cualquier otra investigación sobre los acuerdos del petróleo por alimentos de su joven protegido. A mediados de la década de 1990, la geóloga se trasladó a Moscú, donde su voz quedó ahogada en medio del griterío político de la capital. Sin embargo, en vísperas de la elección de Putin como presidente, volvió a aparecer con la publicación del primer artículo de investigación en profundidad sobre aquellos acuerdos, que tituló «V. Putin: ¡el presidente de una oligarquía corrupta!». Aunque sus hallazgos causaron furor entre los liberales, tuvieron poco impacto a nivel nacional. Poco después de las elecciones, Salye se retiró al campo, cerca de la frontera de Finlandia, a muchos kilómetros de distancia de la localidad más cercana por una carretera infernal. Solo un puñado de periodistas se aventuraron a ir hasta allí para entrevistarla. Pero aquel plan, y la investigación que Salye realizó sobre él, siguieron siendo su obsesión hasta el día de su fallecimiento, que se produjo en 2012, apenas unas semanas después de que Putin iniciara su tercer mandato presidencial. Ella sabía que, en aquellos acuerdos, había llegado a vislumbrar la naturaleza de su régimen. 42

S UBMARINISTA, SOLDADO, COMERCIANTE, ESPÍA

Los hombres del KGB que quedaron a cargo de San Petersburgo junto a Putin tenían una mentalidad mucho más comercial que los de la generación precedente. Aunque lloraban el hundimiento del imperio soviético, muchos de los más jóvenes, integrantes del escalafón intermedio de los servicios de seguridad, como el propio Putin, habían adoptado enseguida el credo del capitalismo y rechazado los dogmas del Partido Comunista. Para esa nueva generación, había sido el comunismo el que había fallado al imperio, abandonándolos a ellos a su suerte en Afganistán y dejándolos tirados en Alemania del Este. «Consideraban que el comunismo los había traicionado», comentó Andréi Illarionov, el exasesor económico presidencial de Putin. 43 Ellos eran producto de las operaciones que el KGB había lanzado en los años finales de Gobierno soviético para crear redes de empresas extranjeras. El secretismo que rodeaba aquellas actividades significaba que, desde el principio, los métodos de los hombres del KGB de los ochenta del siglo pasado parecían operaciones de lavado de dinero.

Una vez que acabó el plan del petróleo por alimentos, los aliados de Putin empezaron a trasladarse al puerto marítimo, que en un primer momento, junto con la terminal petrolífera y una flota de barcos formaba parte de un inmenso conglomerado de empresas conocido como la Flota Naviera del Báltico de Leningrado, o BMP. Para los hombres del KGB de San Petersburgo, la BMP llevaba tiempo siendo un activo estratégico y la historia de cómo la gente de Putin se apoderó de ella está inextricablemente relacionada con la creación de una alianza entre el consistorio de Putin y el grupo del crimen organizado más notorio de la ciudad, el grupo de Tambov. En la época soviética, el KGB había dotado a los buques de aquella flota de asesores comerciales para los capitanes. 44 Conocían al dedillo sus rutas comerciales, sus cargamentos, el contrabando y el dinero que podía obtenerse. En su época de máximo apogeo, centenares de barcos zarpaban de Leningrado cargados de productos derivados del petróleo, metales y cereales, al tiempo que otros llegaban desde puntos tan lejanos como Sudamérica con fruta, azúcar y artículos de contrabando básicos para las operaciones clandestinas y la obtención de efectivo. En aquellos días, la BMP aportaba el flujo de efectivo más estratégico de la ciudad. Aún en 1991, el año del hundimiento soviético, sus beneficios netos eran de centenares de millones de dólares. 45 No poseía solamente casi 200 barcos de pasajeros y de carga, sino que controlaba también el puerto de Leningrado en su totalidad, incluida la terminal petrolífera, así como los puertos vecinos de Víborg y Kaliningrado. Se trataba de una pieza clave para la riqueza de la ciudad.

El hombre que dirigía la Flota del Mar Báltico en el momento de la revolución de Rusia, Víktor Járchenko, era un liberal declarado que, con la perestroika de Gorbachov, había obtenido permiso del Gobierno para hacer de la empresa su propio feudo. De mandíbula prominente y fornido como un tanque, Járchenko se había vuelto cada vez más independiente. Había pasado de vivir su infancia en un orfanato a convertirse en uno de los empresarios más respetados de la ciudad. En 1990, estando bajo su control, la BMP se convirtió en una empresa que le alquilaba al Estado y que conservaba el 50 % de sus beneficios para reinvertirlos. 46 Había trabado amistad con Yeltsin, y cuando el régimen comunista se hundió tras el golpe fallido de agosto, él, discretamente, expulsó a todos los hombres del KGB de la flota. 47

Járchenko se estaba forjando un poder independiente justo en el momento en que los hombres del KGB pretendían hacerse urgentemente con el control del flujo de caja. Con el caos del hundimiento soviético, y con la pretensión de los grupos del crimen organizado de apoderarse de un pedazo del puerto y la terminal petrolífera, tardaron un año en aplicar su venganza. Uno de los primeros movimientos tuvo lugar en silencio. Una noche de febrero de 1993, Víktor Járchenko regresaba en tren a su casa de una reunión con Yeltsin en Moscú cuando la policía detuvo el Flecha Roja que circulaba por las afueras de San Petersburgo. Lo bajaron del convoy, lo acusaron de desviar 37.000 dólares de la Flota del Mar Báltico y lo encarcelaron. 48

A Járchenko lo dejaron en libertad bajo fianza cuatro meses después, pero lo cesaron de su cargo al frente de la BMP. Los hombres del KGB de San Petersburgo instalaron allí a su propio director, vendieron la flota de barcos uno por uno y los traspasaron a una miríada de empresas offshore . Durante el proceso, uno de los directores de la BMP murió abatido a tiros. 49 «Aquello fue un verdadero saqueo —comentó uno de los colaboradores de Járchenko—. Vendieron los barcos a cambio de nada. Todo desapareció. Se lo llevaron todo fuera del país.» 50

A los excolaboradores de Járchenko todavía les da miedo hablar sobre lo que ocurrió entonces, o sobre quién estaba detrás de aquel ataque. Pero las huellas de los hombres del KGB de la ciudad se hallan por todas partes. «Necesitaban limpiarse las botas y comer —comentó uno—. No se detenían ante nadie. Se apoderaron de la BMP y la saquearon.» 51 Ese saqueo fue un aperitivo de las operaciones que estaban por llegar. Los hombres del KGB habían doblegado a su antojo a las fuerzas policiales de San Petersburgo para apoderarse del eslabón comercial más importante de la ciudad. A Járchenko lo cesaron como director de la BMP en un momento crucial. Simultáneamente, el puerto y la terminal petrolífera se desgajaban de la Flota del Mar Báltico y se convertían en entes separados, y el consistorio de Putin los privatizaba. «Derribaron los muros del puerto de la BMP», explicó un excolaborador de Járchenko. 52

Submarinista

Cuando el ayuntamiento empezó a privatizar parte de sus participaciones en el puerto marítimo, Ilia Traber, supuesto mafioso al que posteriormente la fiscalía española citaría como miembro del grupo criminal de Tambov, no desaprovechó la oportunidad. 53 Sus hombres adquirieron acciones de los trabajadores del puerto, que las habían recibido en forma de vales, tan pronto como se inició su venta. El proceso fue violento. «Se produjeron flagrantes violaciones en la privatización del puerto. Pero todo se tapó», contó un excolaborador de Traber. 54 Desde el principio, Traber parecía jugar con ventaja. Sobre el papel, el Estado retenía el 45 % de las participaciones en el puerto: el 20 % a través del Ministerio de Patrimonio Federal y el 29 % por mediación del consistorio de San Petersburgo. Pero un administrativo del Departamento de Patrimonio del ayuntamiento, no se sabe cómo, perdió el derecho a voto sobre aquella participación municipal del 29 % al «equivocarse» en una anotación, dejando así vía libre a Traber y sus socios para hacer y deshacer a su antojo. 55

«El saqueo no se habría producido sin la ayuda de la oficina del alcalde», 56 argumentó un exagente del FSB de la ciudad. Tras una serie de luchas violentas, Traber, que se convertiría en el intermediario paradigmático entre los hombres del KGB de San Petersburgo y el grupo de Tambov, consiguió hacerse también con el control de la terminal petrolífera. 57 Había llegado a Leningrado a principios de la década de 1980 como exoficial de la flota soviética de submarinos nucleares. Achaparrado y corpulento, de cuello ancho y ojos algo juntos, había recalado en un bar del centro de la ciudad llamado Zhiguli, 58 antro favorito de los matones callejeros y aspirantes a trabajadores del mercado negro. Traber se empleó allí como camarero y administrador, y en la trastienda del local empezó a comerciar con divisas primero, y después con la colección de antigüedades de la era zarista que tanto abundaban en la ciudad. No tardó en dominar el mercado, y se ganó el sobrenombre de Antikvar . A finales de la década de 1980 fue abandonando el mercado negro y salió a la superficie, abriendo el mejor establecimiento de antigüedades de la ciudad en la Nevsky Prospekt. Allí, Traber creó vínculos con el recién elegido alcalde Anatoli Sobchak y con su esposa Liúdmila Narusova, que se convirtieron en clientes habituales, forjando una estrecha amistad que se prolongaría mucho más allá de su mandato. 59

Traber siempre había trabajado en estrecha colaboración con el KGB de la ciudad, sin cuya asistencia no le habría sido posible dedicarse a la venta ilegal de antigüedades. «Estaba claro que mantenía vínculos profundos con las fuerzas policiales de la ciudad», comentó un exfuncionario del hemiciclo municipal. 60 También «hacía negocios con el grupo de Tambov», explicó un exagente del FSB que trabajaba en la división de contrabando de San Petersburgo. 61

Soldado

En aquella época, el de Tambov se estaba convirtiendo en el grupo de delincuencia organizada más poderoso de la ciudad. Su líder, Vladímir Kumarin, había estado en prisión en 1991 tras una violenta batalla con otro de los grupos mafiosos de San Petersburgo. Tras quedar en libertad, con la ayuda de Putin, de Traber y de sus hombres, Kumarin empezó a hacerse con el control de todo el negocio del crudo y la energía de San Petersburgo. Las batallas con las bandas rivales continuaron: en 1994, Kumarin perdió un brazo en un atentado con bomba. A pesar de ello, para entonces ya estaba creando la St. Petersburg Fuel Company (o PTK, por sus siglas en ruso), que se convirtió en la distribuidora monopolística interior de crudo de la ciudad, al tiempo que Ilia Traber se hacía con el control del puerto marítimo y la terminal petrolífera en representación del grupo de Tambov. 62 (Posteriormente, fiscales españoles describieron a Traber como copropietario, con Kumarin, de la PTK.) 63 Kumarin llegó a ser tan poderoso que lo apodaban el «gobernador de la noche». Básicamente, era el lado oscuro del consistorio de San Petersburgo. Putin parecía ser fundamental en aquellas maniobras, el hombre clave que proporcionaba apoyo logístico desde la oficina del alcalde. Junto con su delegado de confianza, Ígor Sechin, que vivía apostado tras un atril en una de las antesalas del despacho de Putin y cribaba a todo el que pretendía entrar en él, era el que emitía las licencias que permitieron a Traber controlar el puerto y la terminal petrolífera. Fue él quien otorgó a la PTK de Kumarin un contrato exclusivo para suministrar combustible a ambulancias, autobuses, taxis y vehículos policiales de la ciudad. 64 El primer indicio de su cooperación con el grupo de Tambov llegó a finales del verano de 1992, cuando su Comité de Relaciones Exteriores registró una empresa mixta ruso-alemana, la St Petersburg Immobilien Aktiengesellschaft o SPAG, para invertir en el negocio inmobiliario de la ciudad. Mucho después, fiscales alemanes plantearían que la SPAG era un vehículo para el lavado de fondos ilícitos del grupo de Tambov, así como de un cártel colombiano de narcotráfico. 65 Durante su mandato como vicealcalde de San Petersburgo, Putin formó parte de la junta asesora de la SPAG. El Kremlin le quitó importancia afirmando que era uno más de tantos puestos «honorarios» que ostentó en tanto que vicealcalde. Pero uno de los fundadores de la SPAG me comentó que se había encontrado cinco o seis veces con Putin para tratar de los negocios de la SPAG en San Petersburgo.

Comerciante

Para Guennadi Timchenko, el supuesto exagente del KGB que, al parecer, conocía a Putin desde los días en que estudiaban espionaje juntos en la Academia Bandera Roja, tener acceso a la terminal petrolífera también había sido siempre un asunto clave. Se vanagloriaba de sus poderes de persuasión y, en entrevistas posteriores, explicaba a menudo su éxito por su capacidad de venderle cualquier cosa a cualquiera. 66 Desde la infancia, había formado parte de la élite soviética. Su padre ocupaba el rango superior de las Fuerzas Armadas, y él pasó parte de sus primeros años en Alemania del Este. Su conocimiento del alemán le ayudó a obtener un empleo relacionado con el comercio soviético exterior y, según excolaboradores, lo catapultó a los rangos superiores del KGB, donde supuestamente trabajó como representante comercial infiltrado en Viena y Suiza. Sus contactos le permitieron asociarse con un ex alto mando del KGB, Andréi Pannikov, un hombre corpulento de sonrisa franca y manos grandes como platos. Pannikov había estudiado finanzas offshore en el Instituto Soviético del Comercio y posteriormente, con el beneplácito del jefe de la inteligencia exterior del KGB, Leonid Shebarshin, montó la primera empresa mixta autorizada a exportar derivados del petróleo al margen del monopolio soviético. 67 La comercializadora de petróleo Kirishineftekhimexport de Timchenko se asoció con Urals Trading, de Pannikov, y durante un tiempo, en 1990, Timchenko dirigió la filial de Urals en Finlandia. Según un informe de la inteligencia francesa, la empresa la había fundado el KGB en la década de 1980 como parte de una red de empresas dedicadas a transferir activos del Partido Comunista, 68 afirmación que Timchenko negó.

A pesar de todos sus contactos, durante al menos dos años Timchenko y Pannikov fueron incapaces de obtener acceso a la terminal petrolífera de San Petersburgo. 69 No era solo que formaba parte del feudo de Járchenko, sino que, a medida que el poder de la Unión Soviética se fracturaba, se convirtió en un campo de batalla para los grupos criminales de la ciudad. La distribuidora de petróleo que había fundado Timchenko tenía vía libre a suministros en tanto que brazo comercial de la cercana refinería de Kirishi, que formaba parte de la compañía petrolera Surgutneftegaz. Pero sin acceso a la terminal petrolífera de San Petersburgo, se veía obligada a exportar su crudo por ferrocarril a los puertos vecinos de Estonia o Finlandia, siguiendo una ruta mucho más cara. 70

Hacerse con el control de las exportaciones a través de la terminal de San Petersburgo llegó a ser tan importante que Timchenko recurrió a la ayuda de Putin. En enero de 1992, junto con la Urals Trading de Pannikov, Timchenko creó una empresa mixta con el Comité de Relaciones Exteriores de Putin llamada «Golden Gates». 71 Pretendían esquivar la terminal existente, cercada por bandas rivales y bajo el control último de Járchenko, y obtener financiación extranjera para construir una terminal nueva, más moderna. 72

Esa era la primera vez que afloraban los lazos entre Putin y Timchenko. Durante casi un año, Putin había encabezado las conversaciones con el BNP Paribas francés sobre la concesión de un crédito para la nueva terminal petrolífera, avalado por las exportaciones a través de Urals Trading. 73 Pero las conversaciones se truncaron cuando uno de los negociadores clave, un exagente del KGB instalado en París llamado Mijaíl Gandorin murió justo antes de que el préstamo hubiera de aprobarse. 74 «Parecía como si le hubieran dado algo —comentó un socio de Timchenko implicado en el proceso—. Me llamó dos días antes de morir, y no podía hablar.» 75 Ese verano, otro miembro del grupo Golden Gates, Serguéi Shútov, fue amenazado y le advirtieron de que no participara en el proyecto.

El proyecto estaba siendo gravemente atacado, y los grupos mafiosos de San Petersburgo, entre ellos el de Tambov, peleaban los unos contra los otros para controlar los ingresos de la terminal existente. Las presiones llegaron a tal extremo que, según dos directivos de bancos occidentales Putin envió a sus hijas a Alemania para preservar su integridad física. 76 No existen datos que permitan afirmar que Timchenko tuviera nada que ver en las luchas violentas que acompañaron la toma del control del puerto y la terminal petrolífera por parte de Traber. Pero lo cierto es que, al final, en lugar de construirse una nueva terminal, se le abrió la puerta para que se hiciera con el monopolio de las exportaciones a través de la ya existente. 77

Un excolaborador de Traber, un exsocio de Timchenko y un excolaborador del KGB aseguraban que Timchenko solo pudo hacerse con ese monopolio estableciendo algún tipo de relación con Traber. «Traber siempre mantuvo buenas relaciones con Timchenko —explicó uno de los excolaboradores de Traber—. El monopolio que Timchenko consiguió sobre exportaciones solo habría sido posible a través de esos vínculos.» 78 «Si tú necesitas enviar petróleo y el puerto está lleno de bandidos, entonces tienes que pactar —comentó un exmando del KGB que trabajó con Putin en la década de 1990—. No había manera de hacerlo sin su consentimiento.» 79

Unos abogados de Timchenko explicaron que la relación no fue más que comercial, distante, y que cualquier insinuación de que Timchenko hubiera estado implicado con el crimen organizado, la corrupción o cualquier otra actividad impropia o ilegal en San Petersburgo, ya fuera «vía Traber o cualquier otra» era falsa y difamatoria. En 2011, un representante de Timchenko declaró a la publicación rusa Novaya Gazeta que si bien Timchenko conocía al copropietario, junto con Traber, del puerto marítimo y la terminal petrolífera, Dmitri Skiguin, no habían emprendido proyectos conjuntos. 80

Simultáneamente, Timchenko estaba estableciendo una red de banqueros extranjeros vinculados al KGB para financiar sus operaciones comerciales. En primer lugar estaba el Dresdner Bank, dirigido en San Petersburgo por uno de los excamaradas de Putin en la Stasi, Matthias Warnig, que había trabajado con él en Dresde como parte de una célula del KGB. 81 También Andréi Akimov, que había trabajado con Yevgueni Primakov en el Instituto para la Economía Mundial antes de convertirse en el director más joven del banco exterior soviético en Viena donde, el año anterior al hundimiento de la Unión Soviética, había establecido su propia empresa privada, IMAG, que proporcionaba financiación a Timchenko. 82

En todo momento Putin ofrecía su ayuda, emitiendo licencias que permitían a Timchenko usar las instalaciones de almacenamiento de petróleo en el puerto marítimo de Traber, y ayudando a establecer acuerdos entre el Kirishineftekhimexport de Timchenko y la PTK de Kumarin. 83 Este, entretanto, había pasado a ser miembro de la junta directiva de la suministradora de ambas empresas, la refinería de petróleo de Kirishi. 84

«Todo estaba muy bien organizado —comentó Maksim Freidzon, copropietario de otra distribuidora de petróleo de la ciudad—. Putin y sus hombres aseguraban el apoyo del consistorio. Gracias a su pasado en el KGB, podía ayudar con la organización logística. Todos eran del mismo equipo.» 85

La alianza que se forjó entonces asumió tradiciones del KGB de la época anterior al hundimiento soviético y les dio un uso aún más comercial. «Según recuerdo, la simbiosis entre los bandidos y el KGB siempre había existido —dijo Freid­zon—. El KGB había trabajado con los bandidos en los mercados de divisas y en las redes de prostitución. Eran fuentes de información. Se trataba de una simbiosis natural: ninguno de ellos tenía límites morales. Para ellos, los bandidos eran como su infantería. Eran ellos los que asumían todos los riesgos.» 86

Los intereses de Putin en el puerto marítimo de San Petersburgo y en la terminal petrolífera parecían a menudo más directos que los que habrían correspondido a un cargo del Estado responsable de las participaciones de la ciudad. La alianza que creó con Ilia Traber y sus hombres incomodaba incluso a empresarios de paso. Cuando a uno de ellos lo llamaron en busca de financiación para el puerto, lo llevaron desde el aeropuerto de Pulkovo directamente a la guarida de Traber en un vehículo blindado, acompañado de policías y de los guardaespaldas de Traber. Al llegar al recinto, rodeado de altas verjas, en una calle trasera, lo escoltaron para que pudiera pasar el control de unos guardias armados y varios pastores alemanes de aspecto amenazador. Tras recorrer diversas habitaciones decoradas con iconos, llegó a una cámara interior en la que Traber aguardaba vestido con pantalones de chándal y pantuflas, con una cadena gruesa al cuello de la que colgaba una cruz de oro: el uniforme de los bandidos de la ciudad. Al empresario no le quedó la menor duda de con quién se estaba reuniendo. «Era como en las películas —explicó—. Se me paró el corazón cuando lo vi.» 87

La escena distaba mucho de lo que esperaba cuando un cargo del ayuntamiento lo invitó a contribuir a la financiación del puerto. Pero tras una tensa conversación con Traber, recibió el gesto de cabeza que indicaba aprobación. Al día siguiente lo llevaron a un lugar más salubre: el bufete de Borís Shárikov, uno de los socios de Traber, situado en el centro de la ciudad, concretamente en uno de sus canales más pintorescos. En la reunión también estaba presente un exagente del KGB que se había convertido en otro de los socios de Traber, así como Putin y el responsable de patrimonio del ayuntamiento Mijaíl Manévich, y también un treintañero muy convincente llamado Dmitri Skiguin que, según descubriría el empresario, era el copropietario del puerto junto con Traber. Skiguin era el rostro aceptable del puerto, un genio de la informática que se desenvolvía bien en el lenguaje de las finanzas internaciones, un empresario disciplinado que, en su tiempo libre, escalaba montañas y que hablaba inglés y francés. Su padre, Eduard, era alguien próximo a Putin, según la inteligencia monegasca. 88 Pero según dos de los exsocios empresariales de Skiguin, también era la tapadera de otro capo criminal de San Petersburgo, Serguéi Vasíliev, un belicoso exboxeador con el que Traber había firmado una paz frágil a fin de controlar conjuntamente el puerto, y más delante de su terminal petrolífera. 89

La alianza que la administración municipal de San Petersburgo estableció con el grupo de Tambov llegó a incrustarse de manera muy profunda en la infraestructura de la ciudad. Con ayuda de los hombres de Putin en el consistorio, el puerto se convirtió en un centro importante del narcotráfico colombiano en la Europa occidental, según testificaría más tarde Yuri Shvets, exagente del KGB, en un tribunal de justicia de Londres. Uno de los aliados más estrechos de Putin en los servicios de seguridad de San Petersburgo, Víktor Ivanov, había ayudado al grupo de Tambov en la toma del puerto, al tiempo que Putin proporcionaba protección desde la oficina del alcalde, según contó. 90 (Ivanov negó categóricamente la acusación, pero han aparecido otros indicios que apuntan a que el puerto de San Petersburgo era un canal fundamental para el tráfico de drogas.) 91

El control del puerto llegó a ser tan estratégico que cuando, en 1997, el responsable del Departamento de Patrimonio Mijaíl Manévich quiso recuperar el derecho a voto de su 29 % de acciones, que se había perdido durante su proceso de privatización, un francotirador lo mató de un disparo cuando se dirigía en coche al trabajo. 92 «Manévich presionaba para que todo regresara al Estado —comentó un excolaborador de Traber—. Tenía poder, pues podía negarse a ampliar la licencia a un alquiler de larga duración que incluyera la terminal petrolífera. Y lo pagó con su vida.» 93

Viacheslav Shevchenko, exmiembro del Parlamento de San Petersburgo y aliado cercano de Manévich, testificó supuestamente durante la investigación policial por el asesinato de este que durante los últimos días de su vida se había mostrado profundamente preocupado por la situación del puerto. «A petición suya, me desplacé en dos ocasiones hasta el puerto y conversé con su director. Le propuse que la aseguradora inglesa Lloyds auditara la situación financiera del puerto. Una semana después, dos de los matones de Traber me hicieron una visita y me dijeron que si volvía a acercarme al puerto, me cortarían la cabeza con un hacha.» 94

Traber ha rechazado ser entrevistado para la elaboración del libro con el argumento de que las acusaciones eran «fantasías y calumnias». 95 Apenas tres meses después del asesinato de Manévich, los accionistas del puerto acordaron prorrogar el contrato de gestión del puerto, de larga duración, a una nueva empresa de Traber, OBIP, propiedad de una fundación de Liechtenstein llamada Nasdor Incorporated. 96 Con posterioridad, la única persona que se atrevió a hablar públicamente sobre el saqueo de la Flota del Mar Báltico fue el alcalde de la ciudad en el momento en el que ocurrieron los hechos, Anatoli Sobchak. Mucho después de abandonar el cargo, publicó un artículo en prensa en el que, por primera y única vez, criticaba los actos del KGB de la ciudad en la era postsoviética. «Los fiscales, el FSB y los policías que participaron en eso deberían ser procesados por haber abusado de su cargo y por las inmensas pérdidas causadas al país», escribió. 97 Cuatro meses después estaba muerto. «Me temo que eso fue lo que le costó la vida», opinó un colaborador de Járchenko. 98

A ojos de los aliados de Putin en el KGB, las alianzas que forjaron entonces eran necesarias por considerarse la única manera de recuperar cierto grado de control en el caos que siguió al hundimiento de la Unión Soviética. Los grupos criminales organizados eran los soldados de infantería imprescindibles para controlar a las masas, los hombres de la calle (así como sucedía en las cárceles, según uno de los que por entonces era asociado de Putin). Se trataba de una práctica típica del KGB, iniciada en el pasado, cuando Putin, por ejemplo, se había encargado de llevar a «ilegales» a Alemania del Este. «Trabajaban con gente. Eso era lo que hacían —explicó un exagente del KGB que trabajó con ellos—. Imagina que tienes que calmar a un puñado de machos-alfa. Si no puedes matarlos a tiros, el trabajo se hace muy difícil.» 99 Pero el argumento de que debían hacer lo que hacían si querían recuperar el orden era solo una justificación ante ellos mismos respecto a la toma de poder que estaban perpetrando. El plan del petróleo por alimentos también se había organizado, en teoría, para salvar a la ciudad, ya fuera consiguiendo comida o pagando las deudas. Pero lo único que se había logrado había sido crear un entramado de dinero negro para preservar el poder y las redes del KGB. En la madeja de aquellas relaciones, otro hilo conducía a una de las estructuras establecidas para la «economía invisible» del Partido Comunista en los últimos días de su Gobierno. Se trataba del Banco Rossiya, una pequeña entidad bancaria de San Petersburgo que ejerció otra intermediación clave en algunos de los acuerdos del petróleo por alimentos. Como muchas de las instituciones y empresas creadas por el partido en los días finales del régimen, cuando el golpe de Estado de agosto fracasó y el Partido Comunista fue ilegalizado, el control del Banco Rossiya pasó discretamente a manos de representantes del KGB. Entre sus nuevos accionistas se encontraban un alto mando de los servicios secretos y dos físicos vinculados al KGB especializados en metales raros y tan estratégicos que solo podían comercializarlos miembros del KGB.

Espía

Cuando el alto mando del KGB Vladímir Yakunin regresó a Leningrado en febrero de 1991, un año después que Putin, de un destino como infiltrado en las Naciones Unidas de Nueva York, quedó asombrado de las condiciones con las que se encontró. Llegaba de una residencia cómoda en Nueva York y se enfrentaba a una lúgubre zona obrera de Leningrado donde las farolas casi nunca funcionaban y en la que su esposa volvía llorando de la compra porque en los estantes solo encontraba pepinillos encurtidos. «Básicamente, el país que me había enviado al extranjero, en el que me había criado, en el que mis hijos habían nacido, había dejado de existir —comentó—. Como habían dejado de existir los valores —sociales y morales— que eran la base fundamental de cualquier sociedad. El país entero había descendido en cierto modo a la oscuridad.» Le parecía que todo aquello en lo que en otro tiempo había creído se había desmoronado. «Nos educaron en un espíritu de lealtad al partido y al pueblo. Creíamos realmente que estábamos haciendo algo útil por nuestro país y por nuestro pueblo.» Pero como muchos otros en los servicios de inteligencia exterior, hacía tiempo que veía que el liderazgo del partido se derrumbaba. «No había nadie que supiera cómo enfrentarse a los problemas crecientes... La brecha entre la realidad y el dogma ideológico conducía a una profunda desconfianza en los líderes del país.» 100

Aunque la pérdida del imperio y de una Guerra Fría que duraba desde hacía décadas afectó profundamente a hombres como Yakunin, él fue uno de los que no tardaron en abrazar el nuevo capitalismo de Rusia. Y aunque aseguraba que añoraba los días de certezas, de moral y de valores que, según él, constituían los cimientos del comunismo, ello no le impidió lanzarse de cabeza a los negocios ya antes del hundimiento de la Unión Soviética, embolsarse grandes cantidades de dinero para sí mismo y, lo más importante, para ayudar a mantener las redes del KGB.

Cuatro años después del hundimiento soviético, Yakunin seguía siendo un agente de los servicios de seguridad, y nunca llegó a dimitir de su cargo. Aunque insistía en que no había recibido órdenes, admitía que la finalidad de sus actividades empresariales y las de sus socios era, en parte, preservar todo lo que pudieran: «Debíamos reorientarnos. Debíamos crear empresas comerciales con las que ganar dinero... Formábamos parte de ese proceso. Las tradiciones de comunicación y cooperación se mantenían».

Yakunin unió fuerzas con socios del prestigioso Instituto de Tecnología y Física Ioffe de San Petersburgo, donde había trabajado supervisando las relaciones internacionales del centro antes de que lo destinaran a Nueva York. Entre ellos se encontraba Yuri Kovalchuk quien, a sus treinta y nueve años, era un físico destacado de su época. Hombre de frente despejada y mirada aguileña, trabajaba en estrecha colaboración con Andréi Fursenko; los dos eran representantes del Instituto Ioffe y se dedicaban a tecnologías de semiconductores sensibles usadas en sistemas de láser y satélite. Se trataba de un área de conocimiento en que el KGB mostraba un interés muy especial, y a tal efecto se habían desplegado todo tipo de planes de contrabando a fin de esquivar los embargos y conseguir robarle tecnología a Occidente. (Se creía que Yakunin había trabajado en el contrabando de tecnología cuando había sido agente secreto en Nueva York.) Sus conocimientos les valieron a Yakunin, Kovalchuk y Fursenko un encargo de lo más lucrativo: un acuerdo para vender una serie de metales y tierras raras, incluidos unos isotopos estratégicos muy poco comunes usados en las industrias aeroespacial y militar, y así como en la tecnología de los semiconductores. 101 El acuerdo lo facilitó un general de alto rango del KGB, según Yakunin. Una vez que lo consiguieron, una de las empresas mixtas que crearon, Temp, generó 24 millones de rublos de beneficios. 102 Se trataba de una cantidad de dinero importantísima en aquella época, que les ayudó a hacerse con el Banco Rossiya.

Los tres hombres ya habían creado diversas iniciativas conjuntas como aquella en los meses inmediatamente anteriores al hundimiento soviético, a medida que el KGB aceleraba los preparativos para la transición a una economía de mercado, y ya llevaban un tiempo trabajando estrechamente con el Banco Rossiya. Después del golpe fallido de agosto, según Yakunin, durante un tiempo breve temieron que se quedarían sin negocios, cuando les congelaron las cuentas en el Banco Rossiya, como también se hizo con el resto de las propiedades del Partido Comunista. Pero sus contactos y el dinero que habían ganado con el acuerdo de las tierras y los metales raros fueron su salvación. Los peces gordos del partido local y el KGB les dieron el visto bueno para apoderarse del Banco Rossiya y resucitarlo. «Éramos personas muy conocidas en las estructuras del partido de la ciudad de Leningrado —dijo Yakunin—. Teníamos muchos contactos y la gente confiaba en nosotros. Nos permitieron quedarnos con la participación accionarial mayoritaria de las acciones del Banco Rosiya precisamente porque aquella gente confiaba en nosotros y nos respetaba.» 103

Desde el principio, el Banco Rossiya había estado estratégicamente relacionado con el Comité de Relaciones Exteriores dirigido por Putin. Sus oficinas se ubicaban en el Instituto Smolny, que se había convertido en el cuartel general del alcalde, y empezó a desempeñar un papel clave en la creación de la obschak , aquel fondo común para los hombres de Putin. Los empresarios de la ciudad vinculados al KGB, incluidos Yakunin, Kovalchuk y Fursenko, siguieron cumpliendo casi religiosamente las indicaciones del KGB estipuladas en el ocaso del régimen comunista, cuando el comercio debía realizarse a través de empresas mixtas con entidades extranjeras. Todas aquellas empresas se creaban con el visto bueno del comité de Putin, y casi todas ellas tenían como finalidad la apertura de cuentas con el Banco Rossiya. En un caso concreto, millones de dólares se desviaron del presupuesto de la ciudad a través de cuentas del Banco Rossiya a una red de empresas relacionadas con los hombres de Putin. El efectivo se había canalizado a través de un fondo conocido como el Twentieth Trust. En un determinado momento la trama amenazó con implicar a Putin en un caso criminal. Como gran parte del dinero de la caja B de los hombres de Putin, ese también había ido a cubrir necesidades estratégicas como la financiación de campañas electorales y también adquisiciones personales de algunos cargos municipales, como propiedades de lujo en Finlandia y España. 104

A medida que Putin y sus hombres del KGB se sentían más seguros de su control de la economía de la ciudad, empezaron a albergar sus propios sueños burgueses. Una de aquellas transferencias de dinero, en concreto, sirvió para pagar el hotel de cinco estrellas de Putin y el director del Twentieth Trust durante un viaje a Finlandia, donde se reunieron con un arquitecto del Gobierno municipal y, con toda probabilidad, abordaron los planes para la construcción de un grupo de dachas, según un alto mando policial que investigó el caso. 105 «El pueblo soviético siempre tiene el sueño de poseer una dacha —comentó un colaborador de Putin de aquella época—. Se daba por sentado que no solo era importante contar con un buen terreno, sino también con los vecinos adecuados.» 106 La finca que Putin escogió para pasar sus fines de semana en paz y tranquilidad se encontraba al final de una carretera que serpenteaba desde San Petersburgo en dirección norte, recorriendo los bosques y los lagos de Karelia. Cerca ya de la frontera con Finlandia, otra carretera sin señalizar conducía hasta un coqueto grupo de casas de madera a orillas del lago Komsomolskoye, famoso por la excelente pesca que en él se daba. Antes de que Putin se interesara por el lugar, aquella carretera no era más que un camino de tierra. Pero poco después de la llegada de los nuevos residentes, se asfaltó y se instalaron farolas.

Los lugareños, que habían vivido pacíficamente durante generaciones en aquel pedazo de tierra tan codiciado, a orillas del lago, asistían a la instalación de nuevas líneas eléctricas más potentes, a pesar de que ninguna de ellas llegaba a sus hogares. Lo que sí ocurrió fue que, uno a uno, se les fue pidiendo que se largaran de allí, y o bien se les ofrecía dinero para trasladarse o se les otorgaban unas casas prefabricadas en zonas más alejadas del lago. Sus nuevos y poderosos vecinos se construían imponentes chalets de estilo finlandés en vastas extensiones de terreno. Crearon un grupo que pasó a conocerse como la Cooperativa de dachas Ozero, y se apoderaron de la primera línea de agua, de la que sus anteriores vecinos se vieron separados por una nueva verja de gran altura. Cuando los nuevos residentes organizaban fiestas, los antiguos habitantes solo podían intuir a lo lejos las celebraciones y los fuegos artificiales. Sabían que no debían protestar. «Mi madre solo me dijo una cosa: no te pelees con los fuertes ni denuncies a los ricos», comentó uno de ellos. 107 La única habitante que intentó oponer resistencia perdió todas las instancias del litigio.

Los hombres que se trasladaron al lago Komsomolskoye con Putin eran los purasangres de sus amistades en el KGB. Casi todos accionistas del Banco Rossiya, entre ellos Yakunin, Fursenko y Kovalchuk. Todos se relacionaban con Putin desde antes de los días de San Petersburgo. «Eran personas próximas a Putin desde antes —dijo un exsocio de Putin—. No habían llegado hasta allí por su trabajo ni por sus conocimientos; solo porque eran viejos amigos.» 108

Ese fue un principio que con el tiempo se extendió a todo el país. Cuando Putin se convirtió en presidente, sus aliados del grupo de dachas de Ozero y él empezaron a hacerse con sectores estratégicos de la economía, a crear redes muy cerradas de lugartenientes leales —apoderados— que se apropiaban de los mayores flujos de efectivo y excluían a todos los demás. El Banco Rossiya conformaría el núcleo del imperio financiero el grupo, extendería sus tentáculos por todo el país y alcanzaría las profundidades de Occidente.

Aquellos que habían trabajado con Putin en el puerto y la terminal petrolífera también le siguieron cuando llegó al poder. Timchenko fue primordial entre ellos, primero en la sombra, trabajando, según dos exsocios, como asesor no oficial, y después convirtiéndose en el mayor distribuidor de petróleo del país. Los hombres que dirigían el puerto de San Petersburgo bajo la vigilancia de Traber fueron los que asumieron las posiciones más destacadas en Gazprom, el gigante gasístico del país, cuando Putin empezó a hacerse con los activos más grandes y estratégicos de Rusia. Después, cuando Putin dio los primeros pasos para recuperar la industria petrolera, en manos de oligarcas prooccidentales como Mijaíl Jodorkovski, Timchenko y Akimov participaron del reducido grupo de quienes se beneficiaron.

Pero en aquellos días de la década de 1990, cuando apenas empezaban, resultaba difícil imaginar que llegarían tan lejos. Los miembros de la Cooperativa de dachas Ozero no se mezclaban con nadie, casi nunca hablaban con los anteriores vecinos a los que habían expulsado de las orillas del lago. Pero cuando Putin se trasladó a Moscú, las visitas de fin de semana se hicieron menos frecuentes. Las casas que habían construido quedaron vacías, como fantasmas al borde de aquella extensión de agua. «Todo aquello se les quedó pequeño. En Moscú tenían unas oportunidades absolutamente distintas», comentó uno de los vecinos. 109

*

Cuando a Putin lo ascendieron de pronto a un cargo de responsabilidad en el Kremlin de Moscú en verano de 1996, uno de los altos mandos del KGB que había observado de cerca su carrera en San Petersburgo se manifestó públicamente satisfecho con él. «Empezó de cero, como funcionario —declaró posteriormente el general Guennadi Belik—. Por supuesto que cometió errores. Para él las cuestiones eran totalmente nuevas... Las únicas personas que no cometen errores son las que no hacen nada. Pero cuando puso fin a sus actividades en San Petersburgo, Vladímir Vladimírovich había crecido mucho.» 110

Belik era un veterano del servicio de inteligencia exterior del KGB, y en San Petersburgo había supervisado una red de empresas que comerciaban con tierras y metales raros. Había sido algo así como un mentor para Putin cuando gestionaba la economía de la ciudad, mientras, según un estrecho aliado de este, también se había mantenido en contacto con el expresidente del KGB Vladímir Kriuchkov. 111 Pero aunque los hombres de Putin habían dominado gran parte de la economía de la ciudad, las cantidades de dinero que manejaban en San Petersburgo eran insignificantes comparadas con las que los magnates prooccidentales como Jodorkovski se estaban quedando en Moscú. Ellos estaban alejados de la acción en el momento en que los nuevos oligarcas de la era Yeltsin empezaban a repartirse la riqueza industrial del país. Para muchos de los hombres de San Petersburgo, lo que ocurría en Moscú representaba el hundimiento del Estado ruso. Vladímir Yakunin, concretamente, consideraba que una camarilla de miembros corruptos de la élite del partido, así como hombres como Jodorkovski, a los que él denominaba «criminales», se estaba apoderando del país. 112 Los hombres del KGB veían a Yeltsin como a un bufón borracho, un comunista funcionario de rango intermedio del partido que bailaba al son de Occidente y que, en ese momento, estaba entregando las empresas estratégicas del país a una banda corrupta de empresarios voraces a cambio de nada. «La gente había entregado su vida. Había servido honradamente y había puesto en peligro su integridad física. Y todo lo que recibía a cambio era una patada en el culo de un cabrón borracho que, por si fuera poco, no era más que un líder local del Partido Comunista», expresó un exagente del KGB que trabajaba con Putin en San Petersburgo. 113

Aunque en ese momento pareciera poco probable, el traslado de Putin a Moscú fue el primer paso para cambiar los términos de esa ecuación. Su ascenso se había producido en un momento en que, en realidad, deberían haberlo degradado y expulsado. En verano de 1996, Anatoli Sobchak acababa de perder la reelección a la alcaldía de San Petersburgo. Putin, en tanto que jefe de campaña, había sido en parte responsable. Sobchak había perdido por los pelos: por el 1,2 % de los votos, un número de personas tan insignificante que, como diría luego su viuda Liúdmila Narusova, habría cabido en un solo bloque de pisos. Se rumoreaba que la derrota de Sobchak la había organizado Yeltsin, que lo quería fuera de allí, pues aquel político extrovertido y carismático habría podido desafiarlo en su propia batalla por la reelección como presidente que tendría lugar pocos meses después. Narusova estaba convencida de ello: «Se había vuelto demasiado independiente. Yeltsin lo veía como a su competidor y, por tanto, se dio la orden de que las elecciones fueran una farsa». 114 Antes incluso del inicio de la campaña, Sobchak fue el blanco de una investigación judicial por presunto soborno. Muchos creían que se trataba de una campaña de difamación orquestada por los agentes de seguridad de la vieja guardia que rodeaban a Yeltsin. 115

Aquellas acusaciones, sin duda, influyeron en el resultado de las elecciones, y Putin dimitió de sus cargos en la administración de la ciudad inmediatamente después de la derrota. Los voceros del Kremlin que cuentan la versión oficial sobre la carrera de Putin siempre han hecho hincapié en que, con esa renuncia, se mantenía leal a Sobchak, así como en el riesgo que asumió al enfrentarse al desempleo por ser fiel a sus principios. Pero el caso es que estuvo sin trabajo menos de un mes antes de que lo invitaran a Moscú, en principio para asumir un prestigioso puesto de subdelegado de la administración del Kremlin. Había recibido el apoyo de Alekséi Bolshakov, dinosaurio del establishment de Defensa de Leningrado y casi con total seguridad miembro del KGB que, no se sabía bien cómo, se había convertido en vicepresidente de Yeltsin.

Aunque el nombramiento de Putin fue inesperadamente bloqueado por Anatoli Chubáis, el «zar» prooccidental de las privatizaciones que se había convertido en el nuevo jefe de la administración de Yeltsin, no quedó abandonado a su suerte. Le propusieron dirigir el mítico Departamento de Gestión de Bienes extranjeros, que había heredado todos los inmensos conglomerados de empresas de la Unión Soviética tras su hundimiento: el comercio estatal y las misiones diplomáticas, la red de bases armamentísticas y otras instalaciones militares, clandestinas o no. Aunque se trataba de un imperio en el que mucho ya se había perdido sin que se supiera cómo, representaba el núcleo de la riqueza imperial del país, y para Putin se trataba, sin duda, de un ascenso de prestigio.

Ese fue el principio de una progresión vertiginosa. A los siete meses de su traslado a Moscú, Putin fue ascendido más aún. Primero lo nombraron director del Departamento de Control, un instituto clave del poder del Kremlin, donde le encomendaron asegurarse de que las órdenes del presidente se ejecutaran en las regiones díscolas de todo el país. «A Putin no se lo encontraron por la calle —comentó un estrecho aliado—. En Moscú era conocido por ser asesor de Sobchak, como persona influyente en San Petersburgo... Creo que su traslado fue un acto planificado.» 116 Después, transcurrido un año, fue ascendido una vez más y se convirtió en vicepresidente primero del gabinete, responsable de las regiones, el tercer cargo más importante del Kremlin después del presidente. Tras apenas tres meses en el puesto, fue nombrado jefe del FSB, la agencia sucesora del KGB, para toda Rusia. En ese momento él solo era teniente coronel, y resultaba inaudito que alguien sin rango de general ocupara la dirección del FSB. Se comentó que los generales de la institución se sintieron horrorizados, pero los aliados de Putin insistían en que su estatus de vicepresidente del gabinete le confería un rango equivalente al de general. Aunque, añadían, en términos civiles. 117

El yerno de Yeltsin, Valentin Yumashev, experiodista afable que había llegado a convertirse en jefe de la administración de su suegro, insistía en que el milagroso ascenso de Putin se debía a sus excepcionales cualidades. «Entre mis delegados, él era uno de los más fuertes —me dijo—. Siempre trabajaba con gran brillantez. Formulaba sus puntos de vista con exactitud. Analizaba la situación de manera certera. Siempre me alegré de contar con un delegado como él.» 118 Pero para otros que lo habían conocido en San Petersburgo, el ascenso de Putin adquiría características surrealistas. Algunos de sus excolaboradores se preguntaban si estaría siendo impulsado por los generales del KGB que habían avalado su carrera desde el principio. «Podía plantearse que primero le habían asignado la misión de infiltrarse en la comunidad democrática a través de su trabajo con Sobchak», opinó uno. Cuando Sobchak empezó a sobrar, ¿había desempeñado Putin algún papel para asegurar su derrota? «Es absolutamente posible que Putin obedeciera órdenes del Kremlin, y que cuando completó su tarea entrara en el Kremlin y llegara a ser tan importante —planteó el excolaborador—. Si suponemos que se trataba de una operación especial para liquidar a Sobchak como contrincante, entonces todo encaja.» 119 Pero otros defendían que Sobchak era un personaje cada vez más controvertido en San Petersburgo en cualquier caso, sobre todo a causa de lo que muchos veían como su arrogancia. No había costado demasiado sembrar la incertidumbre respecto a su reelección.

Fuera como fuese que llegó hasta allí, una vez que Putin asumió el cargo de director del FSB, empezó a lavar las manchas de su pasado en San Petersburgo. Uno de sus mayores enemigos esos días era Yuri Shutov, exdelegado de Sobchak que había chocado con Putin y había empezado a recopilar material comprometedor sobre él: sobre los acuerdos del petróleo por alimentos, sobre las privatizaciones de los activos de la ciudad y sobre sus vínculos con el grupo de Tambov. Poco después del nombramiento de Putin, Shutov fue detenido a punta de pistola. Llevaba tiempo siendo una figura profundamente controvertida, y circulaban rumores sobre sus vínculos con los bajos fondos de San Petersburgo. Pero una vez que Putin pasó a ser director del FSB, aquellas sospechas se convirtieron en querellas. Lo acusaron de haber encargado dos asesinatos consumados y otros dos en grado de tentativa. Aunque fue puesto en libertad durante un tiempo breve por un tribunal que estimó que no había base legal para iniciar un procedimiento, Shutov fue detenido muy poco después y enviado al centro penitenciario más duro de Rusia, conocido como Beliy Lebed, o «Cisne Blanco», ubicado en Perm, en lo más remoto de Siberia. Ya nunca salió de allí. El material que había recabado sobre los vínculos de Putin con Tambov, sencillamente desapareció, según Andréi Korchagin, exfuncionario municipal que había conocido bien a Shutov. «Fue el primer y el único verdadero preso político de Rusia.» 120

Un presagio aún más inquietante llegó apenas cuatro meses después del nombramiento de Putin como director del FSB. Galina Starovóitova, la activista en favor de los derechos humanos, aquella misma mujer corpulenta y seria a la que Putin se había acercado en busca de trabajo tras volver a Leningrado desde Dresde, fue abatida a tiros a la entrada de su edificio una tarde de noviembre de 1998. En ese momento ya era la demócrata más destacada de San Petersburgo y encabezaba con vehemencia la cruzada contra la corrupción. La ciudad entera lloraba su muerte, el país estaba en estado de shock . Muchos periodistas vincularon su muerte a las tensiones que rodeaban las elecciones al consistorio local que iban a celebrarse el mes siguiente. Pero uno de los que había sido ayudante de Starovóitova, Ruslán Linkov, que la acompañaba en el momento del tiroteo pero que por algún motivo salvó la vida, creía que la habían matado por sus investigaciones relacionadas con la corrupción. 121 Una de sus mejores amigas, Valeria Novodvórskaya, otra influyente demócrata, estaba convencida de que su asesinato lo habían ordenado agentes de seguridad de San Petersburgo: «Ellos estaban detrás, claramente. Ellos sujetaron la mano de los asesinos». 122 Un exsocio de Ilia Traber comentó que la mayor amenaza contra Starovóitova podría haber venido de los silovikí de San Petersburgo que controlaban el puerto marítimo, la flota y la terminal petrolífera: «Tenía en su poder un dosier sobre el grupo de personas que controlaba el negocio del petróleo en San Petersburgo. Me lo comentó Traber. Me dijo: “¿Por qué diablos empezó a meterse en el negocio del petróleo? Por eso la mataron”». 123 Más adelante, un exagente del FSB que había investigado su muerte me contó que sospechaba que esta la había organizado el grupo de Tambov. «Comprendimos que con ese caso no llegaríamos a ninguna parte.» 124

Los acontecimientos que acompañaron el ascenso al poder de Putin no auguraban nada bueno. Pero el país se encaminaba rápidamente hacia otra crisis financiera, aunque al parecer nadie se daba cuenta de las señales de alarma. La salud de Yeltsin hacía aguas, y si hay que creer al menos una de las versiones de lo sucedido, los generales del KGB estaban preparando su regreso. Una noche, en Moscú, poco después del crash financiero que arrasó la economía rusa en agosto de 1998, un reducido grupo de agentes del KGB y un estadounidense se reunieron para cenar en privado. Entre ellos se encontraba el exdirector del KGB Vladímir Kriuchkov; Robert Eringer, ex jefe de seguridad de Mónaco, que también hacía de informante del FBI; e Ígor Prelin, asistente de Kriuchkov y uno de los profesores más destacados de Putin en la academia de espías Bandera Roja. Según Eringer, Prelin informó al resto de los invitados de que el KGB regresaría pronto al poder. «Dijo: “Conocemos a alguien. No habéis oído hablar nunca de él. No vamos a deciros quién es, pero es de los nuestros, y cuando sea presidente, nosotros volveremos.» 125