Mientras Vladímir Putin avanzaba, solo, por los salones abovedados del Gran Palacio del Kremlin, parecía empequeñecido por lo majestuoso de la ceremonia de toma de posesión presidencial. Solemne, esbozando apenas una sonrisa, con la mirada baja y una ligerísima cojera, vestía un traje oscuro que se distinguía poco del atuendo de un oficinista cualquiera en un día de trabajo. Lo habían adiestrado para parecer discreto y pasar desapercibido, para encajar en cualquier parte. Pero ese día, unos heraldos ataviados con el uniforme imperial, de blanco y oro, anunciaban con trompetas su entrada, mientras los altos funcionarios del Estado que atestaban los salones dorados del palacio aplaudían todos y cada uno de los pasos que daba sobre la alfombra roja que lo conducía hasta el Salón Andréyevski.
Era 7 de mayo de 2000, y el kandidat-rezident había llegado al Kremlin. El exagente del KGB que apenas ocho meses antes era uno más de los muchos burócratas sin rostro, estaba a punto de asumir la presidencia de Rusia. El oro que recubría paredes y lámparas era testigo tanto del plan de los hombres del KGB para recuperar el esplendor de la Rusia imperial como de los fraudulentos contratos de Mabetex que habían devuelto al Kremlin algo más que grandeza prerrevolucionaria y habían ayudado a aupar a Putin al poder.
Nunca hasta entonces se había visto tanto esplendor en una ceremonia de toma de posesión: era la primera vez que los recién restaurados salones del palacio se abrían para una ceremonia de Estado; y nunca, en la historia del país, se había producido un traspaso pacífico de poderes de un presidente a otro. Debió de ser una píldora difícil de tragar para Borís Yeltsin verse rodeado de todo aquel brillo y aquel oro que habían acabado siendo su perdición. Pero ahí estaba, rígido y valeroso, luchando contra sus emociones mientras elogiaba las libertades de país conseguidas con tanto esfuerzo. «Podemos sentirnos orgullosos de que el traspaso se realice pacíficamente, sin revoluciones ni golpes, con respeto y libertad —proclamó—. Se trata de algo que solo es posible en un país libre, en un país que ha dejado de tener miedo no solo de los demás, sino de sí mismo... Eso es posible solo en una nueva Rusia, una Rusia en la que la gente ha aprendido a vivir y a pensar libremente. Hemos escrito la historia de la nueva Rusia en una página en blanco... Los retos eran muchos, y muchas han sido las dificultades. Pero ahora todos tenemos algo de lo que sentirnos orgullosos. Rusia ha cambiado. Ha cambiado porque hemos cuidado de ella... y hemos defendido con empeño nuestro principal logro... la libertad... No hemos permitido que el país cayera en la dictadura.» 1
Las palabras de despedida de Yeltsin casi sonaban a advertencia. Pero el hombre que recogía el testigo ese día se mostraba decidido y centrado, y cuando tomó la palabra, habló de un Estado ruso restaurado en el que toda la historia del país —por más brutal que hubiera sido— debía ser honrada y preservada. Aunque, con la boca pequeña, llamó a respetar los logros democráticos de Rusia, el sentido principal de su discurso difería totalmente del de Yeltsin: «La historia de nuestro país lleva siglos corriendo por los muros del Kremlin. No tenemos derecho a ser “Ivanes que no recuerdan su nacimiento”. No debemos olvidar nada. Debemos conocer nuestra historia tal como ha sido y extraer lecciones de ella, y recordar siempre a aquellos que crearon el Estado ruso y defendieron sus valores, a aquellos que lo hicieron grande y poderoso. Preservaremos su memoria, y ese vínculo a través del tiempo... y todo lo mejor de nuestra historia se lo transmitiremos a nuestros descendientes. Creemos en nuestra fuerza, creemos que podemos transformar nuestro país... Puedo aseguraros que, en mis actos, me moverá solamente el interés del Estado... Considero que mi deber sagrado es unir al pueblo de Rusia, congregar a su gente en torno a metas y tareas claras, y recordar cada día, a cada minuto, que tenemos una madre patria, un pueblo, y que juntos tenemos un futuro común». 2
Ocupando las primeras filas de los que ese día le aplaudieron estaban los cargos de la Familia Yeltsin que le habían ayudado a alcanzar el poder. El primero de ellos era Aleksánder Voloshin, el hábil execonomista que había ejercido de jefe de la administración del Kremlin de Yeltsin. A su lado se encontraba Mijaíl Kasiánov, un hombre de voz áspera y ancho de pecho que era otro vestigio de la era Yeltsin y que había ascendido en el escalafón hasta convertirse en el ministro de Finanzas encargado de abonar los pagos de las estratégicas deudas exteriores del país. Posteriormente lo habían nombrado primer ministro en funciones cuando Yeltsin le entregó las riendas de la presidencia a Putin en Año Nuevo. Como muestra del pacto de continuidad que Putin había establecido con la Familia Yeltsin, su primer acto como presidente fue confirmar a Kasiánov en su puesto de primer ministro, al tiempo que luego, en mayo, confirmaba también a Voloshin en el cargo de presidente de la administración presidencial.
Pero oculto y desapercibido entre la masa de funcionarios que atestaban el dorado Salón Andréyevski estaban los hombres del KGB que Putin se había traído desde San Petersburgo. En aquellos días, casi nunca se los veía y muy pocas veces se los oía. Pero ellos eran los silovikí que, primero en unión con los altos mandos de Yeltsin, y después por su cuenta, iban a alardear de su fuerza y a hacer notar inequívocamente su presencia. Transcurridos pocos días de la toma de posesión, enviarían un mensaje muy claro de que la década de libertad de la que tan orgulloso se sentía Yeltsin tocaba a su fin.
Entre ellos se encontraban empresarios vinculados al KGB como Yuri Kovalchuk, exfísico que se había convertido en el mayor accionista del Banco Rossiya, la entidad financiera de San Petersburgo creada por el Partido Comunista en el ocaso de la Unión Soviética. También estaba Guennadi Timchenko, que supuestamente había sido un agente del KGB que había trabajado estrechamente con Putin para controlar las exportaciones de crudo de la ciudad. Aquellos hombres se habían curtido en las despiadadas luchas por el dinero de la economía de San Petersburgo, y ahora se sentían sedientos de las riquezas que Moscú podía ofrecerles. También oculta entre la multitud sin rostro estaba la red de aliados poco conocidos con la que Putin primero había trabajado en el KGB de Leningrado y a los que había llevado consigo como sus delegados tras su nombramiento como director del FSB en julio de 1998. Eran pocos los que les habían prestado atención.
Entre ellos se encontraba Nikolái Pátrushev, el retorcido y experimentado agente que, según un ex alto cargo del Kremlin, se había mostrado indignado cuando lo pillaron con las manos en la masa en la trama del atentado al bloque de pisos de Riazán. Pátrushev había sustituido a Putin como director del FSB en el momento en que este fue nombrado primer ministro, y se mantendría en ese puesto durante la totalidad de los dos primeros mandatos presidenciales de Putin. Había ocupado cargos de máxima responsabilidad en el FSB de Moscú desde 1994, mucho antes de que Putin iniciara su ascenso. Un año mayor que este, había trabajado con él en la división de contraespionaje del KGB de Leningrado a finales de la década de 1970. 3 Cuando Putin fue nombrado vicealcalde por Sobchak, Pátrushev dirigía la división de contrabando de la recién creada FSB, justo en el momento en que el grupo de exagentes de Putin en el KGB empezaba a apoderarse del principal canal de contrabando de productos de la ciudad: la Flota del Mar Báltico y el estratégico puerto marítimo.
Pátrushev fue trasladado pronto a Moscú, donde ascendió rápidamente a lo más alto del FSB. Bebedor, procedente del KGB, combinaba una ética fuertemente capitalista de acumulación de riqueza con una visión ambiciosa para la restauración del imperio ruso. «Es un tipo bastante simple, una hombre soviético de la vieja escuela. Quiere que vuelva la Unión Soviética, pero con capitalismo. Él ve el capitalismo como un arma para recuperar el poderío imperial de Rusia», comentó una persona próxima a él. 4 Otro aliado cercano a Putin compartía esa visión: «Siempre ha tenido unas opiniones muy fuertes e independientes». 5 Pátrushev había sido siempre un visionario, un ideólogo de la reconstrucción del imperio ruso. «Es una personalidad poderosa. Es él el que realmente cree en la reconstrucción del imperio. Es él el que metió a Vladímir Putin en todas esas ideas», comentó la persona cercana a él. 6
Pero si Pátrushev era una persona muy versada en los textos fundacionales de las ambiciones geopolíticas de Rusia, 7 también era un agente despiadado e infatigable que no se detenía ante nada para salirse con la suya. Era incapaz de hablar sin soltar palabrotas, y si no las decías tú, no te respetaba. «No lo entiende de otra manera —dijo la persona próxima a él—. No es capaz de hablar ni de comportarse de otra manera. Entra en una reunión y dice: “Muy bien, cabrones, ¿qué es lo que habéis jodido esta vez?”» El otro estrecho aliado de Putin solo comentó que Pátrushev siempre había sido duro, mientras que Putin, al principio, era más liberal que él. La persona cercana a Pátrushev explicó que él siempre se había considerado más listo y más astuto que Putin: «Nunca consideró que Putin fuera su jefe». Pátrushev había organizado una vendetta contra los rebeldes de la república separatista de Chechenia (odiaba a los «chechis» y a cualquiera que trabajara con ellos, con saña).
También, entre los silovikí desapercibidos que aplaudían a Putin durante la ceremonia de toma de posesión en el Salón Andréyevski estaba Serguéi Ivanov, que había tenido un cargo de responsabilidad como agente de la inteligencia exterior del KGB. Sus modales más urbanos y su dominio del inglés disimulaban su mordacidad y los malos modales que a veces exhibía. Él también había colaborado estrechamente con Putin en el KGB de Leningrado. Los dos habían trabajado desde el mismo cuarto cochambroso de la sede del KGB en el Bolshói Dom, el bloque de granito monolítico que se alzaba en la Liteyni Prospekt, durante dos años, antes de que a Ivanov lo ascendieran y lo trasladaran al extranjero, mucho antes de que Putin entrara en la Academia Bandera Roja. Ivanov sirvió en Finlandia y posiblemente en el Reino Unido antes de ser destinado repentinamente como residente en jefe a la embajada rusa en Kenia, después de que un espía que desertó al Reino Unido desvelara su identidad falsa. 8 En la década de 1990, había trabajado directamente a las órdenes de Primakov como vicedirector de la sección europea del servicio de inteligencia extranjera o SVR, llegando a ser el general más joven desde el hundimiento soviético. Cuando Putin se convirtió en director del FSB, nombró a Ivanov uno de sus delegados junto con Pátrushev, y cuando asumió el cargo de primer ministro, Ivanov pasó a ser secretario del Consejo de Seguridad de Rusia, puesto que llegó a ser el segundo más poderoso del Kremlin. Durante el régimen de Putin su influencia no dejaría de crecer.
Entre aquella mancha gris de hombres trajeados también se ocultaba Víktor Ivanov, un agente del KGB con bigote, de la vieja escuela, que solo veía el mundo a través del lente de la Guerra Fría. Dos años mayor que Putin, había sido un peón del partido antes de que el KGB de Leningrado lo reclutara. Había iniciado su servicio poco después que Putin, y durante casi dos décadas había ido ascendiendo en el Departamento de Recursos Humanos del KGB hasta llegar a dirigir la división de contrabando del FSB de San Petersburgo, sustituyendo a Pátrushev en ese importante puesto en la época en que los hombres de Ilia Traber se hacían con el control del puerto. Según un antiguo colega de la división de contrabando del FSB, Ivanov era conocido por no levantar nunca un dedo para oponerse al contrabando. Sus palabras favoritas eran «más tarde» y «ahora no». 9 Un informe de inteligencia escrito por un ex alto mando del KGB sugería que podía haber una razón de peso que explicara la inactividad de Ivanov: había ayudado al grupo de Tambov (del que formaba parte Traber) en su empeño de hacerse con el control del puerto cuando se usaba para llevar droga desde Colombia a Europa Occidental. 10 En el informe, que posteriormente se dio a conocer en un tribunal de justicia londinense y cuya autenticidad fue negada categóricamente por Ivanov, también se afirmaba que Putin había ofrecido protección a Ivanov durante todo el tiempo que operó en San Petersburgo.
Cuando Putin pasó a ser director del FSB, nombró inmediatamente a Ivanov como subdirector, y cuando llegó a la presidencia lo nombró vicepresidente de la administración presidencial. Su trabajo consistía en mantener una estrecha vigilancia sobre todo el mundo, y según una persona próxima a él, tenía una «memoria extraordinaria» y conocía las idiosincrasias de todo el mundo. 11 El relato de Yuri Shvets es mucho menos condescendiente. Según él, el empleo de recursos humanos consistía en recabar información comprometida sobre los colegas y usarla para destruirles la carrera: «Trabajara donde trabajase, Ivanov indisponía a unas personas contra otras deliberadamente, creando así un entorno hostil en el que él podía acabar dominando al resolver el conflicto que él mismo había generado. Es un maestro en el arte de comprender los equilibrios de fuerzas que existen a su alrededor». 12
Pero tal vez la persona más cercana al nuevo presidente era Ígor Sechin. Ocho años más joven que él, lo había seguido como su sombra desde su nombramiento como vicealcalde. Le había hecho de secretario, apostado como un centinela tras un atril en la antesala que daba al despacho de Putin en la sede de Smolny, ejerciendo de implacable portero ante todos. Controlaba el acceso a Putin y a todos los documentos que este leía. Todo el que necesitara la firma de Putin para iniciar un negocio debía tratar antes con Sechin. Cuando un empresario de San Petersburgo requirió la firma de Putin para establecer una empresa mixta con una compañía comercializadora holandesa de productos derivados del carbón y del petróleo, sus amigos le organizaron un encuentro con Putin. Después de tratar el asunto, este le comunicó al empresario que fuera a ver a Ígor Sechin, con estas palabras: «Él le dirá qué documentos debe traer y yo los firmaré». «Salí del despacho y fui a ver a Sechin sin pensar en quién era —recordaba Andréi Korchagin, el empresario—. A mí me extrañó que se tratara de un hombre, y no de una chica, porque aquellos puestos normalmente los ocupaban mujeres. En aquella época despreciábamos mucho a los funcionarios. Empezamos a hablar de los documentos que iba a necesitar, y entonces Sechin, de pronto, anotó algo en un pedazo de papel. Me dijo: “Y traiga...” mostrándome lo que había anotado: 10.000 dólares. Yo me puse furioso y le dije: “Pero ¿qué es esto? ¿Se ha vuelto loco?”. Pero él me dijo: “Así es como hacemos los negocios aquí”. Yo le indiqué adónde podía irse, pero no hubo manera: nunca llegamos a registrar el negocio. En aquella época, las cosas eran muy distintas. Yo no tenía ni idea de quién era Sechin. Así era como recolectaban sobornos menores.» 13
Sechin siempre ejercía de barrera ante su jefe, y organizaba reuniones con los que querían verlo, según contó un aliado próximo de Putin. Incluso si ya se había programado un encuentro en la agenda, Sechin insistía en que debía organizarse a través de él: «Así asumía el control del contacto. Y si resultaba que la persona no seguía las órdenes de Sechin, se convertía en su enemigo, y quedaba marcado para su posterior destrucción». 14
Sechin había servido mucho tiempo en el KGB, según dos personas próximas a él. 15 Lo reclutaron a finales de la década de 1970 cuando estudiaba lenguas en la Universidad Estatal de Leningrado y, según una persona cercana a él, le pidieron que redactara informes de sus compañeros de estudios. Sus padres se habían divorciado cuando era joven, y había estudiado mucho, movido por una ambición infatigable de triunfar, de escapar de la pobreza de su infancia en las sórdidas afueras de San Petersburgo. «Siempre se mostraba muy susceptible. Siempre tenía complejo de inferioridad —comentó un ex alto cargo del Kremlin que lo conocía bien—. Provenía de una región muy pobre de San Petersburgo, pero donde cursó sus estudios universitarios, el Departamento de Lenguas, estaba lleno de hijos de diplomáticos.» 16
Sechin siempre había sigo agente secreto del KGB, y su paso por la agencia no constaba nunca en sus biografías oficiales. Lo que sí se decía en ellas era que había sido enviado a trabajar como traductor, primero en Mozambique, donde su conocimiento del portugués lo convertía en alguien muy solicitado en un país inmerso en una guerra civil en el que el ejército soviético entrenaba y equipaba a unas fuerzas armadas nacionales. También según la versión oficial, después fue destinado a Angola en calidad de traductor, donde el ejército soviético, que todavía jugaba un importante papel en África en el marco de la Guerra Fría, asesoraba y equipaba a los rebeldes de otra contienda civil. A su regreso, ocupó un puesto en la Universidad Estatal de Leningrado, donde conoció y trabajó con Putin en la supervisión de los vínculos de la entidad con el extranjero, y posteriormente en el consistorio de la ciudad, organizando los trabajos con ciudades extranjeras hermanadas. Pero durante todo ese tiempo siguió ejerciendo de agente secreto del KGB. Desde entonces se ha mantenido cerca de Putin, actuando siempre como servidor obsequioso, llevándole las bolsas cuando viajaba, siguiendo sus pasos allá donde iba. Había sido su delegado en el Departamento de Patrimonio Exterior del Kremlin, compartiendo con él el pequeño despacho de la anterior sede del Comité Central, y había ido ascendiendo a puestos más importantes de la administración a medida que la carrera de Putin despegaba. Cuando este llegó a la presidencia, nombró a Sechin vicepresidente de su administración. Pero bajo sus maneras serviles subyacía una ambición insaciable por el control y una capacidad infinita para la intriga. Y, según dos personas próximas a él, detestaba a su señor y se mostraba muy resentido con él.
Mientras Sechin, discretamente, buscaba plantar en la mente de Putin ciertas ideas sin que este se diera cuenta, Putin lo veía como una mera sombra, poco más que un criado de su régimen. «Siempre lo veía como al tipo que le llevaba las bolsas», comentó el excargo del Kremlin cercano a esos dos hombres. 17 En la mente de Putin reinaba siempre la manía por el rango y la posición. Al inicio de sus respectivas carreras, a mediados de la década de 1990, Pável Borodín, director de Patrimonio del Kremlin, les había proporcionado sendos apartamentos en el centro de Moscú, pero surgió un problema cuando Putin se dio cuenta de que el de Sechin era de mayor tamaño que el suyo. Sechin invitó a Putin a su nuevo apartamento poco después de su llegada, y le mostró los espacios y las vistas de Moscú. Putin le preguntó qué tamaño tenía y, tras consultar los documentos, Sechin le respondió: 317 metros cuadrados. Putin, al momento, replicó: «Yo tengo solo 286». Felicitó a Sechin pero se alejó de él al momento, como si este le hubiera robado algo o lo hubiera traicionado cínicamente. «Putin tiene un problema de envidia —explicó el cargo que estaba al tanto del incidente—. 18 Hay que conocerlo bien para entender qué implica eso. Ígor me contó que en ese momento entendió que con él nunca se sabía nada, que cuando Putin decía “enhorabuena”, en realidad lo que quería era pegarle un tiro, pegarle un tiro apuntándole muy bien a la cabeza. Me dijo que no había podido hablar con él durante varias semanas después de aquello. Se trataba de un asunto muy banal, muy menor... Pero Putin tiene esos complejos. Cuando lo ves, siempre es mejor decirle que todo te va fatal. Ígor aprendió a hacerlo enseguida.» 19
Ese era un detalle muy revelador de cuál era el marco mental de Putin, de lo rápidamente que se ofendería ante lo que percibiría como muestras de desprecio en los años venideros. Como Sechin, él también había medrado desde un entorno de pobreza, desde las calles más humildes de Leningrado, donde había tenido que pelear para hacerse respetar. Y siempre llevaba a cuestas esa susceptibilidad, ese complejo de inferioridad.
El último integrante de ese círculo cerrado de exagentes del KGB de Leningrado que Putin se llevó consigo al Kremlin era Víktor Cherkésov, que había dirigido el FSB de la ciudad desde que Putin fue nombrado vicealcalde. Dos años mayor que este, había ocupado los puestos de mayor responsabilidad en el KGB durante casi ocho años, y había sido el superior de Putin antes de que lo enviaran a estudiar a Moscú. En los años finales del régimen soviético, Cherkésov había dirigido una de las divisiones más crueles del KGB, la encargada de investigar las actividades de los disidentes. Pero tras la caída del régimen, se unió al nuevo capitalismo oscuro que reinaba en San Petersburgo, ejerciendo de eslabón esencial entre la oficina del alcalde, los servicios de seguridad y el crimen organizado. Había sido un actor clave en la toma de la Flota del Mar Báltico y el puerto marítimo 20 por parte del grupo de Tambov, y Putin siempre lo había tratado con el máximo respeto. «Ya era una figura importante cuando Putin no era nada —explicó una persona próxima a ambos hombres—. Pertenece al círculo íntimo. Es de la élite.» 21 Cuando Putin fue nombrado primer ministro, su intención era que Cherkésov lo sustituyera al frente del FSB, pero Pátrushev se aseguró de que lo escogieran a él. A Yumashev le dijeron que no debía concederle a Putin todos sus deseos, que debían existir ciertos contrapesos. Así pues, a Cherkésov lo nombraron subdirector.
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Durante los primeros años de la presidencia de Putin, esos hombres del KGB de Leningrado, los silovikí , compartieron a regañadientes el poder con los vestigios del régimen de Yeltsin. Observaban y aprendían de Voloshin, el astuto presidente de la administración del Kremlin, al que Putin conservó en el cargo y que contribuía a asegurar que este heredase una «maquinaria bien engrasada». Voloshin era el principal representante de la Familia en el Kremlin, liberal en sus concepciones económicas pero estatalista en las políticas. Se encontraba entre los que habían contribuido a diseñar el traspaso de poder al KGB. Economista de formación, se había graduado en la Academia de Comercio Exterior —que se había asociado siempre al Primer Directorio Principal, la división de inteligencia exterior del KGB—, 22 y posteriormente ejerció de subdirector de su Centro de Investigaciones para la Competitividad durante los años de la perestroika. Putin envió a Voloshin, que hablaba inglés con fluidez, como enviado especial a abordar cuestiones militares con algunos de los más destacados generales de Estados Unidos. En un principio demostró ser un aliado vital para los silovikí , ayudando a Putin a apartar a los enemigos políticos.
Voloshin también había colaborado con la otra figura destacada que se mantenía desde la era Yeltsin, Mijaíl Kasiánov, al que Putin había vuelto a nombrar primer ministro. Por haber estado a cargo de la deuda externa en su anterior cargo de viceprimer ministro de Finanzas, Kasiánov estaba implicado en los turbios pactos sobre la deuda que constituían el núcleo de la financiación del régimen con dinero negro. Aunque era liberal y prooccidental en lo económico, era visto como alguien de fiar. Pero en realidad se trataba de la personificación de los años de Yeltsin, un tipo de voz grave y aspecto afable con fama —siempre negada categóricamente— de agilizar las cosas entre bastidores, fama por la que se había ganado el apodo de «Misha Dos por Ciento».
En consonancia con su tendencia relativamente favorable a la economía de mercado que había usado para ganarse la confianza de la Familia Yeltsin y, después, su proclamación como presidente, Putin anunció una serie de reformas liberales que suscitaron las alabanzas de economistas de todo el mundo y convencieron a los inversores de que su apuesta por la economía de mercado era seria. Aprobó unos impuestos que estaban entre los más competitivos del mundo, con un porcentaje fijo del 13 % que erradicaba de un plumazo muchos de los problemas de impago que habían proliferado durante el régimen de Yeltsin. Se metió en reformas sobre la tierra, con las que se legalizaba la compraventa de propiedades privadas, eliminando así otro de los principales frenos a la inversión. Como asesor económico presidencial contrató a Andréi Illarionov, ampliamente considerado uno de los economistas liberales más prestigiosos del país. Entre otros movimientos en favor de la economía de mercado, los precios del petróleo —de los que dependía una parte sustancial del presupuesto ruso— empezaron a subir, finalmente. Y, animado por los ingresos crecientes, el Gobierno de Putin empezó a devolver la inmensa deuda que la administración Yeltsin había contraído con el FMI. La inestabilidad y el caos de los años de Yeltsin parecían estar tocando a su fin.
El mundo también se alegró con los intentos de Putin de buscar un acercamiento con Occidente. Una de sus primeras medidas como presidente fue el cierre de la estación de escuchas de Lourdes, en Cuba, que Yegor Gaidar había luchado tanto por mantener. Putin deseaba establecer una relación estrecha con el presidente estadounidense George W. Bush, y fue el primer líder mundial en llamar y transmitir el pésame tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Llegó incluso a desoír los consejos de su propio ministro de Defensa —a la sazón Serguéi Ivanov— y permitió que Estados Unidos usara las bases militares de Asia Central, desde las que podían lanzar ataques contra la vecina Afganistán. El pasado de Putin en el KGB quedaba en segundo plano mientras George W. Bush afirmaba que, al mirarle profundamente a los ojos, había podido «captar su alma».
Pero todo eso duró poco. Los primeros días de la presidencia de Putin parecen hoy una era de fantasías y gran ingenuidad. Según Pugachev, los intentos de acercamiento con Occidente no nacían de la generosidad, sino de la esperanza de Putin de obtener algo a cambio. 23 Así pues, cuando en junio de 2002 George W. Bush, tras meses de ser cortejado por Putin, anunció que Estados Unidos se retiraba unilateralmente del Tratado sobre Misiles Antibalísticos, un acuerdo armamentístico clave firmado en plena Guerra Fría, Putin y sus asesores se sintieron traicionados. Retirarse del tratado permitiría a Estados Unidos empezar a probar un sistema defensivo de misiles que propuso instalar en Estados que habían formado parte del Pacto de Varsovia. Estados Unidos aseguraba que estaba pensado como defensa contra misiles iraníes, pero el Gobierno de Putin consideraba que apuntaba directamente a Rusia. «Está claro que el escudo de defensa antimisiles no puede ser contra ningún otro país que no sea Rusia», declaró Voloshin a los periodistas. Según él, los altos mandos estadounidenses conservaban «cucarachas de la Guerra Fría en la cabeza». 24 Simultáneamente, la OTAN proseguía con su imparable avance hacia el Este. La garantía de varios líderes occidentales a Gorbachov, en el sentido de que no habría expansión hacia el Este, caían en saco roto. El último año de Gobierno de Yeltsin había visto a la OTAN tragarse Polonia, Hungría y la República Checa. En noviembre de 2000, la OTAN invitó a integrarse a ella a otros siete países de la Europa Central y del Este. 25 Al Kremlin le parecía que Estados Unidos le restregaba por la cara su dominio de Occidente.
Desde el principio, tras la apariencia de una economía liberal, existía una fuerte corriente dirigida a reforzar el control del Estado. De hecho, las primeras reformas de Putin estaban pensadas para establecer un Gobierno parecido al de Augusto Pinochet, en el que las reformas económicas se aplicarían con la «fuerza totalitaria» de un Estado fuerte. Casi desde el momento mismo de su elección, Piotr Aven, el economista que se había formado primero con Gaidar y después en un instituto económico de Austria vinculado al KGB, había sugerido a Putin que gobernara el país como Pinochet gobernaba Chile. 26 Aven era el exministro de Comercio Exterior que había protegido a Putin y había aprobado los planes de petróleo por alimentos de San Petersburgo, y el que había contratado a la empresa de investigación internacional Kroll para que localizara el oro del partido que faltaba, sin permitir que esta dispusiera de la información con la que sí contaba la fiscalía rusa. Para entonces había unido fuerzas con Mijaíl Fridman, uno de los jóvenes miembros del Komsomol formados por el KGB para convertirse en los primeros emprendedores del país. Aven era presidente del Banco Alfa de Fridman, que constituía el núcleo de uno de los conglomerados financieros e industriales más grandes de Rusia, con intereses en el petróleo y las telecomunicaciones. En el centro de la red financiera del Grupo Alfa se encontraba el director de uno de sus principales holdings en Gibraltar, Franz Wolf, hijo de Markus Wolf, el despiadado exjefe de inteligencia de la Stasi. 27
Las señales que indicaban que Putin buscaba ejercer otra clase de poder estaban ahí desde el principio. Los optimistas, en un primer momento, esperaban que estuviera realizando un número de funambulismo con la intención de equilibrar el flanco de su régimen relativamente prooccidental, vinculado a la Familia Yeltsin, con los hombres de la seguridad del KGB. Pero la influencia de estos últimos empezó a destacar por encima de todo el resto. Su visión del mundo estaba impregnada de la lógica de la Guerra Fría, y gradualmente pasó a definir y a modelar también a Putin. Buscando recuperar el poderío de Rusia, consideraban que Estados Unidos pretendía siempre desmembrar su país y debilitar su fuerza. Para ellos, la economía debía usarse como un arma, en primer lugar para recuperar el poder del Estado ruso —y el suyo, en tanto que líderes del KGB—, y después contra Occidente. Hasta cierto punto Putin había conservado parte de la influencia ejercida en él por el liberal Sobchak. Pero, según Pugachev, finalmente «el círculo íntimo lo fabricó. Lo convirtió en otro distinto. Fue el círculo íntimo el que le llevó a recuperar el Estado». 28
Sobre todo Pátrushev, el director del KGB, buscaba vincular a Putin con el clan de la seguridad del KGB y sus puntos de vista basados en la Guerra Fría. Había ocupado posiciones más destacadas que Putin en el KGB, con cargos de máxima responsabilidad en los servicios de seguridad de Moscú durante casi toda la década de 1990, y cuando a Putin lo nombraron primero director del FSB y después presidente del país, se mostró escéptico y creyó que podría manipularlo. «Siempre fue el más decisivo. Putin no era nada comparado con él», comentó un conocedor del Kremlin desde dentro. 29 Pátrushev quería atar a Putin a la presidencia para que nunca pudiera dejarla. Ya había empezado a hacerlo desde el principio mismo de su candidatura con los bombardeos a los edificios que llevaron a la guerra de Chechenia. Pero durante el primer año, la Familia Yeltsin pareció ignorar ese aspecto del pasado de Putin, o, creyendo que su propia posición estaba asegurada, optó por no saber.
Desde el principio, Pugachev se movía en las sombras, vigilando a su protegido como un halcón, intentando equilibrar la influencia de las fuerzas contrapuestas —la Familia Yeltsin y los hombres de la seguridad— sobre el presidente. Según contó, intentaba proteger a Putin de intentos de soborno, y era él quien pagaba por todo lo que necesitaba. Pugachev declaró que durante su primer año en el cargo había gastado 50 millones de dólares para cubrir todas las necesidades de la familia Putin, incluso la compra de la cubertería que usaban en casa. Adquirió pisos para fiscales, a fin de asegurarse su control por parte del presidente (y por su parte). Insistía en que eso era fundamental para que el presidente y sus fiscales se mantuvieran al margen de la corrupción. «Siempre había gente que proponía que aceptara dinero por esto o por aquello. Casi siempre se hacía a través de Yuri Kovalchuk», 30 dijo en referencia al aliado de San Petersburgo que se había hecho con el Banco Rossiya, el principal depósito de dinero en efectivo de los aliados de Putin en San Petersburgo. Pugachev aseguraba que intentaba poner fin a una era en la que los oligarcas de los años de Yeltsin creían que controlaban el Kremlin mediante «donaciones» a altos cargos, sin darse cuenta, quizá, de que él, básicamente, hacía exactamente lo mismo.
«Yo solo intentaba asegurarme de que eso no ocurriera. Las reglas tenían que cambiarse», dijo.
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Cuando Putin asumió la presidencia, el poder de los oligarcas de la era Yeltsin aún era mucho. Los empresarios de Moscú que habían sido catapultados gracias a los primeros experimentos de mercado de la perestroika con el apoyo del KGB se habían independizado hacía mucho de sus antiguos mentores y habían llegado a lo más alto del poder ruso. Ya se habían apoderado de una porción considerable de la economía del país cuando se aprovecharon de la vulnerabilidad de Yeltsin en vísperas de las elecciones de 1996 y lo convencieron para que entregara las joyas de la corona de la industria del país. Las subastas de acciones a cambio de préstamos consolidaron prácticamente el 50 % de la riqueza de Rusia en manos de siete empresarios, al tiempo que Yeltsin se volvía cada vez más dependiente y débil. Para asegurarse su reelección de 1996 había dependido, en parte, de financiación procedente de los oligarcas, y estos se habían acostumbrado a desempeñar un papel en el que no solo apoyaban algunas de las normas del régimen, sino que las dictaban.
Se estima que unos 20.000 millones de dólares en efectivo habían inundado cuentas bancarias de Occidente desde 1994, mientras las arcas del Estado durante los mandatos de Yeltsin se vaciaban. 31 Los fondos que oligarcas como Jodorkovski y Berezovski habían almacenado en el extranjero habían debilitado hasta tal punto el Estado ruso que los hombres del KGB defendían que el país se encontraba al borde de la debacle. En la década de 1990, los retrasos en los pagos de sueldos estaban a la orden del día, y casi nadie pagaba impuestos. Rusia estaba muy endeudada con instituciones occidentales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, y los 40.000 millones del impago de la deuda, más de un tercio de la cual se debía a acreedores extranjeros, habían mermado más aún las finanzas del país. En opinión de los hombres del KGB, las libertades políticas que Yeltsin había concedido a las regiones habían acercado más al país al precipicio. En el tumulto político del último año de Yeltsin, algunos gobernadores regionales se habían negado a transferir parte de la recaudación de sus impuestos al Gobierno federal. «Asistíamos a la desintegración del país —explicó Serguéi Bogdanchikov, aliado próximo a Putin que ejercía de director de la única empresa petrolera en manos del Estado, Rosneft, y que también había sido colaborador cercano de Primakov—. 32 Putin pasó a hacerse cargo de apenas unos fragmentos del Estado. Las cosas habían llegado tan lejos que algunos gobernadores hablaban de introducir su propia moneda... Si Putin no hubiera llegado al poder y hubieran pasado dos o tres años más, hoy no tendríamos Federación Rusa. Existirían Estados separados como en los Balcanes. Para mí, el hundimiento estaba claro.» 33
Los hombres del KGB llevaban tiempo observando atentamente la situación. Vladímir Yakunin, el brusco ex alto mando del KGB que había sido agente secreto en Naciones Unidas en Nueva York y, a su regreso a Leningrado, se había hecho con el control del Banco Rossiya, había preparado un estudio sobre los dueños de la economía rusa en el que se mostraba que en 1998-1999 casi el 50 % del producto interior bruto del país lo generaban empresas propiedad de solo ocho familias. «Si las cosas seguían así, pronto controlarían más del 50 % —explica Yakunin hoy, casi veinte años después—. Todos los beneficios iban a parar a bolsillos privados. Sin una implicación mayor del Estado, para mí no había duda de que aquello era un camino hacia ninguna parte.» 34 Yakunin, que mantenía una relación de proximidad con Putin desde que habían empezado a compartir el complejo de dachas de Ozero, comentó que le había hecho llegar el informe con sus comentarios a Putin poco después de que este llegara a la presidencia. Pero para los hombres de la seguridad, los envíos de dinero a Occidente de los oligarcas de la era Yeltsin proporcionaban un argumento útil para afianzar su propio poder. Podían argumentar que el dominio de los oligarcas constituía una amenaza para la seguridad nacional, aunque sobre todo lo era para sus propias posiciones. Se veían a sí mismos como los custodios ungidos de la restauración de Rusia en tanto que potencia imperial, y creían que la recuperación del Estado y sus propios destinos estaban inextricablemente (y convenientemente) unidos.
Según recordaba Yakunin, poco después de la toma de posesión de Putin como presidente, Zbigniew Brzezinski, el consejero de seguridad nacional de Estados Unidos durante la Guerra Fría, se había burlado al abordar la cuestión del dinero guardado en cuentas extranjeras por parte de la élite rusa. Si todo ese dinero se encontraba en cuentas de Occidente, afirmaba él, entonces ¿a quién pertenecía esa élite? ¿A Rusia o a Occidente? 35 Los comentarios de Brzezinski habían dolido a los hombres del KGB. Y más doloroso aún fue oírlo en palabras de un guerrero de la Guerra Fría como él, al que consideraban uno de los artífices del empeño occidental por desmantelar el régimen soviético.
Ninguna otra trama de los oligarcas les parecía más detestable a los hombres del KGB que los miles de millones que pasaban a través de Valmet, el fondo offshore del que era copropietario el asesor de Jodorkovski, Christian Michel. Con sucursales en Londres, Ginebra y la isla de Man, gestionaba las cuentas bancarias del grupo Menatep de Jodorkovski, así como de la distribuidora suiza de petróleo Runicom, que exportaba crudo de Sibneft, la gran empresa petrolera creada por Borís Berezovski y Román Abramóvich. Jodorkovski y Berezovski eran dos de los oligarcas más independientes, y en numerosos aspectos Valmet había llegado a representar el nuevo orden posterior a la Guerra Fría en el que Estados Unidos reinaba sin rivales y el dinero ruso de los que para entonces ya eran unos oligarcas independientes viajaba a cuentas corrientes de bancos occidentales. Ese estatus se vio reforzado cuando uno de los bancos más antiguos y prestigiosos de Estados Unidos, el Riggs National Bank, adquirió el 51 % de Valmet. El banco, que durante décadas había alojado cuentas de embajadas estadounidenses de todo el mundo, buscaba expandirse a Europa del Este y Rusia, y Valmet era el vehículo para conseguirlo. El simbolismo de la victoria de Occidente en la Guerra Fría era profundo. El director de banca internacional del Riggs era un exembajador de Estados Unidos en la OTAN, Alton G. Keel, para el que su misión consistía en «propiciar iniciativas privadas en climas previamente hostiles». 36 Por su parte, Christian Michel, libertario de pro, estaba convencido de que las operaciones de Riggs con Valmet contribuían al intento de liberar a los emprendedores rusos de la alargada mano del Estado de su país. Y cuando la Menatep de Jodorkovski también apostó por Riggs/Valmet, a Michel le pareció que la inversión representaba un «maravilloso símbolo del nuevo orden mundial del que el presidente Bush padre tan orgulloso se sentía... El banco estadounidense más antiguo y un banco ruso en alza compartiendo el capital de Valmet. Me pareció que era todo un golpe». 37
Pero a ojos de los hombres de San Petersburgo y de los generales que los apoyaban, el vínculo Riggs-Menatep era un símbolo de la era Yeltsin: de un capitalismo gansteril apoyado por Occidente en el que oligarcas como Jodorkovski habían sido capaces de dictar su voluntad al poder. Y consideraban particularmente a Anatoli Chubáis, artífice del programa ruso de privatización, como un títere de Occidente.
Según la mentalidad propia de la Guerra Fría de los hombres del KGB, para quienes casi toda acción formaba parte de un juego de contrapesos, los economistas estadounidenses que acudían a Rusia a aconsejar a Chubáis debían de ser agentes de la CIA empeñados en destruir lo que quedaba de una industria rusa que, con su ayuda, iba pasando a manos privadas, al tiempo que las industrias relacionadas con la defensa se iban desmantelando pieza por pieza. El KGB había intentado mantener el control de los flujos de caja industriales, pero bajo la atenta vigilancia de Chubáis, las empresas del país se habían troceado y transferido a manos independientes. «Estados Unidos envió a cargos de responsabilidad de la CIA a Rusia para ayudar a negociar el proceso de privatización —comentó un estrecho colaborador de Putin que, más de veinte años después de iniciado el programa de privatización de Chubáis, seguía indignado con él—. Se aprovecharon de ese proceso y sacaron dinero de él. No tenían ningún derecho a ganar dinero en esa privatización.» 38 A pesar de todas sus declaraciones con las que apoyaba seguir avanzando en la transición de Rusia hacia la economía de mercado, Putin, de hecho, había dejado claro desde el principio de su campaña electoral lo que le inspiraban los oligarcas. La primera pista llegó a finales de febrero, en respuesta a una pregunta de un empleado de campaña, que quería saber cuándo iba a «aplastar» a las «sanguijuelas» —es decir, a los oligarcas— que se habían pegado al poder. Él respondió que su régimen debía hacer algo más que «destruirlas»: «Es sumamente importante crear condiciones de igualdad para todos, de manera que nadie pueda aferrarse al poder y usar esas ventajas en beneficio propio... Ni un solo clan, ni un solo oligarca... todos deberían estar igualmente distanciados del poder». 39 La siguiente advertencia llegó una semana antes de las elecciones, cuando en una emisora de radio declaró que quería eliminar a los oligarcas: «Esa clase de oligarcas dejará de existir... A menos que aseguremos condiciones de igualdad para todos, no conseguiremos sacar al país de su estado actual». 40
Aquellas manifestaciones, claro está, eran aplaudidas por una población cansada de los excesos de la era Yeltsin, que todos los días se desayunaba con historias de corrupción servidas por unos medios de comunicación relativamente libres cuyos dueños, magnates independientes, usaban para sacudir a sus rivales. Putin se hacía eco de la primera línea roja trazada por Primakov cuando llamó a liberar espacio en las cárceles del país para meter en ellas a empresarios y funcionarios corruptos.
Pero si la afirmación de Primakov había provocado escalofríos en la Familia Yeltsin, cuando Putin hacía aquellos comentarios, los miembros de esta parecían no inmutarse. Él era su agente en el Kremlin, y estaban seguros de que nunca los tocaría. «El círculo íntimo y los oligarcas creían que se trataba de una figura temporal, y realmente pensaban que podrían mantenerlo controlado», comentó una persona cercana a Putin. Antes de las elecciones presidenciales, al parecer, un oligarca había ido a ver a Putin en la Casa Blanca, sede del Gobierno ruso, donde aún mantenía un despacho, y le expresó en términos claros que debería saber que jamás llegaría a ser elegido sin su apoyo, y que por tanto debía comprender cómo había de comportarse. Putin apenas parpadeó y se limitó a responder: «Ya veremos». «No echó a nadie de su despacho. Pero, por supuesto, estaba jugando con ellos. Ellos lo subestimaron absolutamente.» 41
Borís Berezovski era, probablemente, el oligarca que fue a ver a Putin. En aquella época, parecía el único que empezaba a preguntarse si habían cometido un error fatal. Tras culminar su empeño de destruir el tándem Primakov-Luzhkov, se había ido de vacaciones a Anguila con una novia nueva y allí había pasado casi toda la campaña electoral de las presidenciales. A su regreso, se sintió claramente inquieto ante los cambios que encontró: «Regresó de sus vacaciones y ocurrió algo que no le gustó —comentó una persona próxima a él—. Había ido a ver a Putin para ponerse de acuerdo sobre quién sería el presidente en 2004. Propuso que Putin lo fuera solo durante cuatro años, mientras él, Berezovski, trabajaba para crear un partido de la oposición. Quería que hubiera una democracia de verdad». 42 Pero si esa conversación tuvo lugar, es evidente que no fue bien. Días antes de la toma de posesión de Putin, Kommersant , el periódico propiedad de Berezovski, dio la voz de alarma con un artículo en el que filtraba los que, según el rotativo, eran unos planes para fusionar el Kremlin con el FSB con la finalidad de amordazar a los partidos de la oposición, a todos los críticos y a la prensa libre. Aunque esa fusión nunca llegó a producirse de manera formal, los planes que el artículo describía se ven hoy como premonitorios y clarividentes. El ascenso al poder de Putin equivalía, por supuesto, a la toma del Kremlin por parte del KGB. Realmente los dos entes iban a fusionarse. Era como si Berezovski se hubiera percatado de pronto de la gravedad de su error. «El nuevo presidente, si de verdad quiere asegurar el orden y la estabilidad, no necesita regular el sistema político —podía leerse en el supuesto proyecto del Kremlin—. Lo que sí necesita es una estructura política en su administración que sea capaz de controlar de manera clara los procesos políticos y sociales de la Federación Rusa. El potencial intelectual, social y de plantilla del FSB debería aprovecharse para trabajar en el control del proceso político.» El FSB se usaría para ejercer el control de daños cuando aparecieran informaciones que no redundaran en los intereses del presidente o su círculo más íntimo. 43
El Kremlin negó que se estuviera discutiendo la implantación de tales propuestas. Pero apenas cuatro días después de la toma de posesión de Putin, la primera fase del plan pareció ponerse en marcha. Tenía como finalidad, sin duda, conseguir la obediencia de los medios de comunicación. Comandos policiales con pasamontañas y armas automáticas habían entrado en las oficinas de Vladímir Gusinski, el magnate que poseía el imperio de comunicaciones Media Most, que incluía el canal televisivo NTV, el más crítico con Putin. 44 La NTV era el segundo canal más popular de Rusia, y a Gusinski nunca le había dado miedo usarlo para sus fines políticos, valiéndose de él en su apoyo al bloque de Luzhkov, Patria, en las elecciones parlamentarias. El canal también había sido una voz independiente que hablaba alto y claro, indagando en la guerra de Putin en Chechenia. La víspera de los comicios presidenciales emitió en horario de máxima audiencia un debate sobre el sospechoso incidente de Riazán, donde se planteaba abiertamente si el FSB estaba detrás de los atentados a los bloques de pisos. Su programa satírico semanal, Kukli [Marionetas], era una piedra en el zapato de Putin. En más de una ocasión, lo retrataban ácidamente como un enano patoso salido de un cuento de E.T.A. Hoffman, llamado Tsaches, que heredaba un reino de grandes riquezas sin hacer el más mínimo esfuerzo.
La redada a Gusinski no fue la única señal poderosa enviada por los nuevos señores del KGB en el Kremlin durante los días inmediatamente posteriores a la llegada de Putin a la presidencia. Diez días después, concretamente, Putin desveló sus nuevos y generalizados planes para rebajar los poderes de los gobernadores regionales, unas medidas claramente destinadas a asegurar que los gobernadores electos nunca volvieran a unirse contra el Kremlin como habían hecho en nombre de Luzhkov y Primakov. La legislación propuesta suprimiría los escaños de los gobernadores en el Consejo de la Federación, la cámara alta del Parlamento, en la que se habían atrincherado durante mucho tiempo para impedir el cese de Skurátov como fiscal general, convirtiéndose, básicamente, en una fuerza política independiente. 45 La supresión de los escaños de los gobernadores conllevaría la retirada de su inmunidad parlamentaria y, a la vez, las medidas planteadas permitirían que el presidente cesara a cualquier gobernador regional imputado en alguna causa judicial, en un movimiento claramente destinado a asegurar que no se desviaran en ningún momento de la línea del Kremlin. Como elemento adicional de control, Putin también proponía el nombramiento de siete cargos plenipotenciarios nombrados por el Kremlin —una especie de supragobernadores— que supervisarían siete divisiones territoriales. Sin dilación, fueron escogidos para ocupar los cargos siete generales del ejército y el FSB.
Para Berezovski, dicha legislación representaba un desmantelamiento peligroso de los logros democráticos de la era Yeltsin. El 31 de mayo escribió una carta abierta a Putin protestando porque aquellas propuestas eran una «amenaza a la integridad territorial de Rusia y a la democracia. 46 La carta se publicó en la portada de casi todos los periódicos de Moscú, mientras que el informativo de la noche del canal de televisión controlado por Berezovski, ORT, abría con ella. Uno de sus amigos, un magnate de los negocios que siempre había sido cercano a los hombres de la seguridad, sobre todo a Primakov, le advirtió que haría bien en bajar la voz. «Le dije: “Ya basta, Boria. ¿Qué estás haciendo? Tu hombre se ha convertido en presidente. ¿Qué más quieres?”» Pero Berezovski le respondió: «Es un dictador». «Él se dio cuenta antes que nadie de que era un dictador.» 47
Pero en ese momento Berezovski era el canario solitario en la mina de carbón, advirtiendo sobre la muerte de la democracia. Altos cargos próximos a la Familia Yeltsin que dirigían el Kremlin, es decir, el jefe de la administración del Kremlin Aleksánder Voloshin y su delegado Vladislav Surkov, un hombre de rostro aniñado, se encontraban entre los principales artífices del proyecto de poner freno a los gobernadores generales. Entre bastidores, también habían dado su apoyo a los planes de controlar los medios de comunicación. Era como si se estuvieran vengando de las fuerzas que habían estado a punto de encarcelarlos y tanta angustia les habían causado hacía apenas doce meses. Yumashev insistía en que cuando abordaron el tema con él le había dicho que cualquier ataque a la NTV atentaría contra la libertad de expresión. Pero ni él ni Voloshin hicieron nada para impedir lo que iba a convertirse en una campaña para poner a los canales de televisión bajo el control del Estado, y Voloshin, además, participó activamente en ello. «Putin me dijo que Yeltsin aparecería manchado en los libros de historia —recordaba Yumashev—. Decía que todos los libros hablarán de la Familia, y será una mentira tras otra a causa de la NTV. Putin decía: “¿Por qué tengo yo que aguantar eso? ¿Por qué hemos de permitir que desacrediten el régimen? ¿Por qué debo aguantarlo si van a mentir todos los días?”. Yo le dije que la libertad de expresión era la institución más importante del poder. Debemos tenerlo en cuenta. Pero él me dijo que algo así no debe tolerarse nunca cuando el régimen es débil. Puede tolerarse cuando un régimen es fuerte, pero cuando es débil es algo que no puede digerirse. Y después actuó como estimó necesario.» 48
Esa manera de Putin de conducir la conversación era típica de la manipulación del KGB: azuzaba la antipatía visceral que la Familia Yeltsin sentía por la NTV después de que esta se viera expuesta muy desfavorablemente en ella por los escándalos de corrupción que los había humillado constantemente durante el año anterior, obligándolos, en último término, a entregar apresuradamente el poder. Explotaba sus temores sobre el impacto que todo ello tendría en su legado para manipularlos y conseguir que apoyaran un ataque al canal. «Según él, se trataba de una empresa televisiva que se dedicaba no a informar a la gente sino a presionar a favor de los intereses de su dueño —explicó Yumashev—. Decía: “Los han pillado. Recibieron un préstamo del Estado”. Decía: “De no haber existido ese préstamo, no los habría tocado. Pero los han descubierto, y por tanto nosotros debemos usarlo”.» 49
La redada contra Media Most, de Guisinski, marcó el inicio de una campaña total lanzada por el Kremlin de Putin y que incluía a Voloshin y a cargos de la Familia Yeltsin, contra muchos de los oligarcas de la era Yeltsin. Fue el primer paso del empeño de Putin por suprimir cualquier atisbo de desafío a su poder. Lo único que hacía falta era fijar un objetivo y destapar algo sobre él... Y ahora que los hombres de Putin se habían hecho con el aparato de las fuerzas del orden, no les resultó difícil encontrar algo a lo que agarrarse tras la tumultuosa transición de los años de Yeltsin.
Lo que siguió ese verano fue una serie bien planificada y coordinada de registros que tenían como finalidad asustar a los magnates para que se mantuvieran alejados de la política, registros ejecutados con precisión por el KGB. En primer lugar, menos de un mes después del asalto a Media Most, Gusinski fue encarcelado. Aunque solo pasó tres noches en la célebre prisión moscovita de Butirka, acusado de desfalcar 10 millones de dólares del Estado, para los oligarcas que se habían acostumbrado a ser prácticamente intocables durante el mandato de Yeltsin acababa de ocurrir lo impensable. Gusinski, el personaje locuaz, inmenso, siempre había podido usar sus medios para criticar a las autoridades y salir indemne. Los magnates se unieron para publicar una carta conjunta en la que protestaban contra la detención de Gusinski, que definían como «un acto de venganza... contra un rival político». 50 Pero si alguno de ellos estaba pensando en rebelarse contra el nuevo régimen, no tardarían en recibir otro aviso. Una semana después, la fiscalía de Moscú abrió diligencias para impugnar la privatización de 1997 de Norilsk Nickel, el gran productor de níquel con un valor estimado de 1.500 millones de dólares y que se había vendido por apenas 170 millones durante las polémicas subastas de acciones a cambio de préstamos. La había adquirido Vladímir Potanin, el artífice del plan de privatizaciones. Ígor Malashenko, el vicepresidente primero del Media Most de Gusinski, advirtió que la querella llevaba consigo que cualquier empresario implicado en cualquier privatización «podía ser encarcelado al día siguiente... se está creando un nuevo orden en el país, que a los ojos de los nuevos dirigentes significa que todo debe quedar bajo el control del Kremlin». 51
Como para subrayar aún más la llegada de un nuevo régimen bajo el que ninguno de los imperios de los magnates estaba a salvo, a principios de julio los hombres de Putin lanzaron otros tres registros en el espacio de dos días. La primera tenía como objetivo Lukoil, el gran conglomerado de la energía del que era dueño y administrador un taimado alto cargo del Azerbaiyán soviético, Vaguit Alekpérov, al que acusaban de forzar devoluciones fiscales fraudulentas. Después regresaron a la Media Most de Gusinski, y por primera vez a su canal de televisión NTV. 52 Al día siguiente le tocó el turno a otro poderoso símbolo del capitalismo de la era Yeltsin, AvtoVAZ, el mayor fabricante de coches del país, controlado por socios de Berezovski. El director de la política fiscal aseguraba que la empresa había evadido impuestos por valor de cientos de millones de dólares. 53
El pánico en la comunidad empresarial empezaba a alcanzar máximos. El mismo día en que la policía fiscal entraba en AvtoVAZ, Putin concedió una entrevista televisada para justificar los registros, durante la que prometió que se haría justicia con quienes hubieran hecho sus fortunas en las «aguas revueltas» que siguieron al hundimiento de la Unión Soviética. «No podemos confundir democracia con anarquía —advirtió—. En ruso existe un refrán sobre las ganancias de los pescadores con los ríos revueltos. Hay pescadores que ya han pescado muchos peces y quieren mantener el sistema tal como está. Pero yo no creo que este estado de cosas sea apreciado por nuestro pueblo.» 54 Un día después, concedió otra entrevista en la que afirmó que aquellas últimas iniciativas no indicaban un regreso a un Estado policial. Pero añadió que las empresas debían respetar «las reglas del juego», sobre todo ahora que acababa de establecer la nueva tasa invariable en el impuesto de la renta en un 13 %, que supuestamente contribuiría a la liberalización del país. 55
Se trataba de una táctica típica del KGB, la del palo y la zanahoria, y la maquinaria bien engrasada del Kremlin empezaba a ponerse en marcha para Putin. La máquina propagandística del Kremlin y los cuerpos de seguridad trabajaban en un tándem perfecto, y los magnates, desesperados por comprender las nuevas reglas del juego, suplicaban poder reunirse con él. Jodorkovski advirtió discretamente de que cualquiera de ellos podía estar incumpliendo las leyes postsoviéticas, pues estas se habían redactado de una manera contradictoria y el sistema judicial era débil. 56 Berezovski, una vez más, era la única voz de protesta. Había renunciado a bombo y platillo a su puesto como miembro del Parlamento, contando en una rueda de prensa muy concurrida que no quería participar en el «desmantelamiento de Rusia y la imposición de un Gobierno autoritario». 57 Su postura era un grito de guerra desesperado a los otros magnates de Moscú. Pero llegaba demasiado tarde.
Cuando veintiuno de los más poderosos se reunieron con Putin a finales de julio, el encuentro en torno a la mesa oval del recargado Salón Ekaterinski, en el Kremlin, no tuvo nada que ver con las reuniones secretas e íntimas que mantenían con Borís Yeltsin. Fue un acto formal, además de una reprimenda pública. Los comentarios de Putin fueron retransmitidos por television a todo el país, que oyó que les decía que ellos eran los únicos culpables de aquella oleada de registros de la policía fiscal y de la apertura de diligencias contra ellos. «Deben tener presente que formaron este Estado ustedes mismos a través de unas estructuras políticas y cuasi-políticas que ustedes controlaban.» Haciendo referencia a un refrán popular ruso, prosiguió diciendo que «No sirve de nada echarle la culpa al espejo [si eres feo de cara]». 58 Al final, al tiempo que les aseguraba que no revertiría las privatizaciones de la década de 1990, les exhortaba a apoyar su programa económico y a dejar de usar sus medios de comunicación para «politizar» las investigaciones judiciales en curso contra las grandes empresas. Cuando las cámaras de televisión se retiraron, les dejó muy claras las reglas del juego. Lo mejor para ellos sería mantenerse alejados de la política, por su propio bien. La ausencia de dos de los magnates resultaba de lo más llamativa: Berezovski y Gusinski, que se habían manifestado públicamente en contra de las políticas de Putin y habían usado sus imperios periodísticos para hacerlo.
Pero en otro caso lo llamativo era la proximidad. A la derecha de Putin, susurrándole cosas al oído de vez en cuando, estaba Serguéi Pugachev. Mientras los demás temblaban, él se mantenía imperturbable. En aquella época, en la que Putin aún se estaba adaptando a su nuevo papel, ellos dos hablaban muchas veces a lo largo de la jornada. Ese día, más tarde, a sugerencia de Pugachev, Putin convocó a los oligarcas a otra reunión, lejos de las cámaras televisivas, un encuentro con una gran carga simbólica. Pugachev había convencido a Putin para que se encontrara con ellos en circunstancias más informales para demostrarles que no deseaba iniciar ninguna guerra. Pero el escenario que Putin escogió para aquella barbacoa «amistosa» también buscaba ser una señal inequívoca. Oculta en un bosque de las afueras de Moscú, la dacha de Stalin se había mantenido prácticamente intacta desde el día de su muerte, ocurrida allí mismo en 1953. Los teléfonos con los que el dictador mascullaba sus órdenes seguían en el mismo sitio. El sofá sobre el que prefería dormir, en lugar de retirarse a la cama, ocupaba aún parte de su estudio. El tiempo parecía haberse detenido desde que Stalin se pasaba días y noches elaborando listas de enemigos entre las élites del país. Los oligarcas habían sido invitados al lugar desde el que Stalin había ordenado que miles de personas fueran enviadas a la muerte en lo que se conoció como la Gran Purga. Putin los recibió en camiseta y pantalones vaqueros, y se esforzaba por parecer cercano y relajado. A muchos de aquellos magnates solo los había visto por televisión, según Pugachev, y todavía no sabía bien cómo actuar en su presencia. Pero si Putin se sentía incómodo, los magnates lo estaban aún más. Ninguno de ellos iba a desafiar al nuevo presidente allí. «Ya fue mucho que nos dejara marchar», había comentado uno de ellos, según recordaba Pugachev.
Durante todo ese tiempo, Pugachev había estado trabajando entre bastidores. En aquella época, mientras los demás oligarcas se enfrentaban a registros y operaciones de la policía fiscal, él creía que controlaba todo lo que examinaba. Había instalado a su hombre en la presidencia, y a un aliado como jefe del FSB. Había escogido personalmente al nuevo director del Servicio Federal de Impuestos, Guennadi Bukáyev, un colaborador de Baskortostán, donde tenía intereses en el sector petrolífero. Había contribuido al nombramiento de Vladímir Ustinov como fiscal general, en un intento de poner fin a las investigaciones en torno a Mabetex. A Pugachev le gustaba creer que los controlaba a todos. A través de su Mezhprombank, repartía dinero a diestro y siniestro. Un apartamento para Ustinov por aquí, otro para su delegado por allá. Otros magnates hacían cola para trabajar con él. «Acudían a mí constantemente diciéndome “vamos a atacar a ese tipo y a quedarnos con el negocio”», rememoró entre risas, y con una profunda nostalgia por ese periodo. 59 Según una fuente, incluso Román Abramóvich, el petrolero de aspecto tímido y barba de dos días que había empezado como protegido de Borís Berezovski, le rendía pleitesía: mucho después, supuestamente, Abramóvich se quejaría a esa misma fuente de que en aquella época tenía que acordarlo todo con Pugachev. Un portavoz de Abramóvich niega incluso que esa conversación tuviera lugar. Un periódico de Moscú nombró a Pugachev como el nuevo «favorito», mientras que otros lo llamaban el «cardenal gris», que junto con los hombres de Putin en el KGB de San Petersburgo se estaba apoderando de los flujos financieros. 60 Se lo veía como ideólogo de la nueva política según la cual había que mantener a los oligarcas «igualmente distantes del poder», idea que nunca hasta hoy ha admitido pero que parecía suscribir, siempre y cuando él estuviera por encima de todos los demás.
Si bien algunos oligarcas, como Pugachev y Abramóvich, eran claramente más iguales que otros, las principales amenazas al poder de Putin iban apartándose una por una. Apenas unos días después del encuentro de Putin en el Kremlin con los magnates, a Gusinski le hicieron una oferta que no podía rechazar. El nuevo ministro de Prensa, Mijaíl Lesin, le comunicó que debería acordar la venta de su imperio de Media Most a Gazprom, el monopolio gasístico controlado por el Estado, por 473 millones de dólares en deudas y 300 millones en efectivo; si no lo hacía, se exponía a la cárcel. 61 Las deudas, a las que Putin había apuntado en su conversación con Yumashev, se habían contraído sobre todo con el gigante gasístico estatal, y Media Most no estaba al corriente de los pagos. Gusinski aceptó enseguida, no quería pasar más noches en la decrépita cárcel de Butirka. Cuando los magnates se reunieron en el Kremlin, los fiscales ya habían anunciado que retiraban todos los cargos contra Gusinski.
Pero poco después, Gusinski abandonó el país, y posteriormente reapareció para asegurar que lo habían obligado a firmar el acuerdo bajo presión, prácticamente «a punta de pistola». 62 Así pues, según decía, renegaba de ello. Cuando apareció la noticia del acuerdo, la élite del país quedó en estado de shock . Era la primera señal de hasta dónde estaba dispuesto a llegar el régimen de Putin para hacerse con el control de los medios de comunicación independientes. Los hombres de Putin recurrían al sistema judicial como arma para plantear un «chantaje puro y duro» con el que forzar el cambio de manos. Para ellos, esas tácticas eran de lo más normal. Pero para Putin, la hora de la verdad con los magnates de los medios de comunicación todavía estaba por llegar. Desde el principio, el Kremlin había centrado sus esfuerzos en ellos. Putin había llegado a obsesionarse con el poder de los medios, muy consciente de que, con la ayuda del canal televisivo de Berezovski, él había pasado de ser un donnadie al líder más popular del país. Sabía muy bien que sin el control de los canales de televisión federales, la situación podía cambiar en cualquier momento.
*
Más que cualquier otro magnate, Borís Berezovski representaba el oligarca arquetípico de la era Yeltsin a ojos de los hombres de Putin, que lo denigraban, lo detestaban y lo temían a partes iguales. Era el paradigma del que conseguía acuerdos gracias al trato de favor recibido durante los años de Yeltsin, en que un reducido círculo de empresarios negociaba entre bastidores los mejores activos y puestos en el Gobierno. Los vínculos que cultivaba con los líderes separatistas de Chechenia lo hacían detestable a ojos de los hombres del KGB, especialmente de Pátrushev, que odiaba a todo el que se relacionara con los chechenos. Berezovski había apoyado al líder separatista Aslán Masjádov, y había colaborado en alcanzar un acuerdo de paz tras la primera y desastrosa guerra de Chechenia del Gobierno de Yeltsin, durante la que miles de soldados rusos —y muchos más civiles chechenos— habían perdido la vida. El acuerdo garantizaba a Masjádov una amplia autonomía para una república que, para los hombres de Putin en el KGB, se había convertido en un agujero negro de personas y dinero. Berezovski había sido capaz de manejarse entre los peligrosos clanes de los señores de la guerra chechenos para ganar dinero, no solo negociando la liberación de rehenes, sino también haciendo negocio con la guerra. «Es un criminal. Ha robado a la gente —aseguraba un colaborador de Putin—. Todo eso: la guerra, los señores de la guerra chechenos, era obra de Berezovski.»
Pero la mayoría de los hombres de Putin temían el poder de los medios de comunicación que dirigía. Aunque, sobre el papel, su canal de televisión ORT estaba controlado por el Estado, que poseía el 51 % de las acciones, Berezovski, que era propietario del resto y había ocupado la junta directiva de aliados suyos, era quien de facto estaba al mando.
A principios de agosto, Berezovski ya se había situado en abierta oposición ante el nuevo régimen. Un día después de que un atentado terrorista destrozara un paso subterráneo en el centro de Moscú, causando siete muertos y noventa heridos, dio una rueda de prensa para anunciar que crearía un bloque opositor con el que combatir lo que denominó autoritarismo creciente de Putin. Advirtió que se producirían más explosiones si el Kremlin seguía con su «peligroso» empeño de destruir a los rebeldes de Chechenia. 63 Los vínculos de Berezovski con los rebeldes chechenos parecían constituir un desafío régimen de Putin.
Cuando, ese mismo mes, se desencadenó el desastre y Putin tuvo que enfrentarse a la primera crisis importante de su recién estrenada presidencia, a los hombres del Kremlin se les hizo urgente e imperioso expulsar a Berezovski del juego de los medios de comunicación. Un torpedo que viajaba a bordo de uno de los submarinos nucleares del país, el Kursk , había detonado, no se sabía bien cómo, generando una explosión en la nave, que con la tripulación a bordo fue a parar al fondo del mar. Berezovski destinó toda la fuerza de su canal de televisión ORT a criticar la gestión del desastre planteada por Putin. Durante seis días reinó la confusión, pues él no concedía declaraciones públicas sobre la tragedia, encerrado en su residencia de verano cerca de Sochi, en la costa del Mar Negro. Solo apareció —en una grabación emitida por la ORT— disfrutando montado en un jetski . Putin mantenía un silencio absoluto mientras la Marina seguía ocultando lo que había ocurrido, incluso después de reconocer que el submarino se había hundido. Las familias de los tripulantes estaban desesperadas, a duras penas había empezado a organizarse una operación de rescate y Rusia, en un primer momento, había rechazado los ofrecimientos de ayuda internacional por temor a que se revelaran secretos sobre el estado de su flota nuclear.
Siendo como era todavía un líder sin experiencia, a pesar de los años que había pasado trabajando con agentes ilegales contra Occidente y de su decisiva intervención militar en Chechenia, Putin se vio en un primer momento paralizado por el miedo, según contó una persona cercana a él. «Estaba anonadado. Se puso lívido. No sabía cómo enfrentarse a ello y, por tanto, intentó evitar enfrentarse a ello. Nosotros supimos desde el principio que había explotado... Creíamos que todos habían muerto instantáneamente. Pero Putin no sabía cómo manejarlo, y por eso cuando todos venían y decían: “¿Qué quiere que hagamos? ¿Que lancemos una operación de rescate, que declaremos la guerra a Estados Unidos [una de las cosas que se decían era que el Kursk había colisionado con un submarino estadounidense]?”, él intentaba ganar tiempo. Aunque creíamos que todos estaban muertos, organizamos una misión de rescate, y empezaron a aparecer historias sobre los gritos desesperados de los tripulantes que golpeaban las paredes. Los noruegos y otros países ofrecieron su ayuda. Pero nosotros no queríamos revelar que todos estaban muertos, por lo que rechazamos la ayuda, algo que, claro está, lo empeoró todo. Todas aquellas mentiras empeoraron la situación.» 64
Al séptimo día, Putin regresó discretamente a Moscú. Pero hasta transcurridos otros tres días no apareció en público. Tras mucha insistencia y persuasión de sus asesores, voló hasta Vidyáyevo, una ciudad militar cerrada situada más al norte del Círculo Polar Ártico en la que el Kursk tenía su puerto base y en la que los afligidos familiares de los tripulantes se habían congregado hacía días con la vana esperanza de recibir buenas noticias, esperanza que con el paso de las horas se había ido transformando en tristeza, indignación y desesperación. Un día antes, las autoridades rusas habían admitido finalmente que los 118 miembros de la tripulación estaban muertos, y Putin ya había recibido críticas en los medios de comunicación por su inacción en la gestión del asunto. La ORT de Berezovski había liderado el varapalo, entrevistando a familiares desolados que cuestionaban duramente a Putin por su falta de liderazgo. Este, furioso, estalló al ver las imágenes, y aseguró que sus hombres de la seguridad le habían hecho llegar un informe en el que se decía que las mujeres que aparecían en pantalla no eran esposas ni parientes, sino prostitutas contratadas por Berezovski para desacreditarlo.
Pero cuando Putin llegó a Vidyáyevo tuvo que enfrentarse a una escena de indignación real cuando las esposas y familiares de carne y hueso se enfrentaron a él. La furia mostrada en el canal televisivo de Berezovski era auténtica: toda insinuación de que había sido un montaje quedaba totalmente desacreditada. La reacción inicial de Putin era una muestra más de sus profundas tendencias paranoicas y de su falta de empatía. Se pasó tres horas hablando con ellas, intentando aplacar su ira. Aunque les transmitió que estaba dispuesto a asumir responsabilidades por lo ocurrido en el país en los cien días que llevaba en la presidencia, también les dijo que no podía hacer lo mismo en relación con los quince años anteriores. «En este caso, estoy dispuesto a sentarme a vuestro lado y formular estas mismas preguntas a otros.» 65 Achacaba la chapucera operación de rescate al lamentable y peligroso estado en que se encontraba el ejército, que había sucumbido a la decadencia a causa de la pobre financiación durante el mandato de Yeltsin. Pero sobre todo echaba la culpa a los magnates de los medios de comunicación. Apuntando claramente a Berezovski y Gusinski, les atribuía la verdadera causa de la situación penosa en la que se encontraba el ejército por haber robado al país e incluso por intentar sacar réditos políticos de la tragedia: «Hoy hay gente en la televisión que... durante los últimos diez años ha destruido el mismo ejército, la misma flota en la que hay personas que mueren hoy... Robaron dinero, compraron los medios de comunicación y están manipulando a la opinión pública». 66
Finalmente, pareció que Putin había convencido a los familiares que lo rodeaban. Pero sus comentarios tildando de ladrones a los magnates de los medios de comunicación que habían erosionado el Estado indicaban que cualquier esperanza que pudieran albergar Berezovski o Gusinski de mantener la propiedad de sus canales independientes estaba perdida. Una vez más, el colaborador de Berezovski que mantenía vínculos con los servicios de seguridad había regañado a su amigo y le había advertido que no siguiera por ahí. 67 «Le dije: “Boria, ¿por qué lo estás desgastando por lo de ese submarino?”» Pero Berezovski se mantuvo en sus trece; temía el ascenso del KGB en el Estado y pretendía hacer todo lo que estuviera en su mano para erosionarlo. Tras el episodio del Kursk , Voloshin informó a Berezovski de que se le había acabado lo de ser propietario de la ORT, pues se había descubierto que usaba el canal para «trabajar en contra del presidente». 68 Entonces, según Berezovski, añadió que debía entregar sus acciones en el plazo de dos semanas si no quería seguir los pasos de Gusinski y acabar en Butirka. Él lo veía como un ultimátum que conduciría al «fin de la información televisiva en Rusia»: «Será sustituida por propaganda televisada controlada por asesores [del Kremlin]». 69 Durante un tiempo jugó al incómodo juego del gato y el ratón con el Kremlin, anunciando que había entregado sus acciones de la ORT en depósito a los periodistas del canal, al tiempo que proclamaba que no permitiría que el país cayera por el precipicio del totalitarismo. A pesar de la clarividencia de Berezovski, los vestigios de Yeltsin en el Kremlin trabajaban combinadamente con Putin y con las fuerzas del orden. La maquinaria del Kremlin se unía contra Berezovski y Gusinski, para quienes ya nunca más existiría la más remota posibilidad. Gleb Pavlovski, el agente de prensa del Kremlin que había ayudado a diseñar parte de la propaganda de la campaña electoral de Putin, también había contribuido a la creación de una nueva «Doctrina de Seguridad de la Información» que, según él, permitiría al Gobierno eliminar a «agentes de informaciones oscuras», como Gusinski y Berezovski, que planteaban «graves amenazas para los intereses nacionales del país». 70
A mediados de octubre, la fiscalía reabrió los casos relacionados con las acusaciones de que Berezovski había desviado centenares de millones de dólares a través de empresas suizas desde Aeroflot, la aerolínea estatal rusa de la que era copropietario. La presión se hizo insostenible. Cuando el 13 de noviembre los fiscales anunciaron que iban a citarlo a declarar y que estaban dispuestos a imputarlo, Berezovski abandonó Rusia manifestando que no regresaría nunca. «Me han obligado a escoger entre convertirme en un preso político y un exiliado político», expresó en unas declaraciones realizadas desde una ubicación que no quiso revelar. 71 Las mismas tácticas se usaron contra Gusinski. A él también lo habían citado a declarar el mismo día. Pero él también llevaba tiempo desaparecido, tras ponerse fuera del alcance de la fiscalía y trasladarse a su mansión de España poco después de firmar un acuerdo para entregar sus acciones de Media Most en el mes de julio. Después renegó del acuerdo, asegurando que lo había firmado bajo coacción, a cambio de que le garantizaran la libertad. Pero no pudo escapar del alargado brazo de la fiscalía rusa. Lo acusaron in absentia por falseamiento de sus activos en Media Most al aceptar préstamos de Gazprom, y se emitió contra él una orden de busca y captura de la Interpol para poder detenerlo.
Aun en el exilio, la presión fue excesiva para los dos hombres. En febrero de 2001, tras la insistencia de Voloshin de que pusiera fin a su implicación en la ORT, Berezovski le vendió sus acciones a Román Abramóvich. El Gobierno ruso siguió siendo el accionista mayoritario y asumió el control pleno del canal. (Con el tiempo, Abramóvich vendió casi la totalidad de su participación a uno de los aliados más cercanos de Putin, Yuri Kovalchuk, y el resto de las acciones al Estado.) En abril de ese mismo año, Gazprom se hizo con el control de la NTV de Gusinski, perpetrando un golpe en el consejo de administración al reclamar 281 millones de dólares que le había dejado en préstamo a Media Most.
Putin y sus hombres estaban poniendo en práctica las tácticas más que contrastadas de los días en San Petersburgo, cuando lo único que tenían que hacer para apoderarse del puerto de la ciudad y de la Flota del Mar Báltico era meter en la cárcel a sus directores. Pero en aquella etapa inicial de su mandato, habrían podido hacer muy poco sin la ayuda de los cargos del Kremlin que aún quedaban de la era Yeltsin. «Ellos [la Familia Yeltsin] fueron los que pensaron los planes para poner a todos los medios de comunicación en manos del Estado, lo que llevó a la práctica destrucción de todos los medios independientes —explicó Leonid Nevzlin, el que había sido magnate de Menatep y observaba atentamente todo lo que ocurría desde la banda—. Ellos se lo entregaron a Putin... Deberíamos haber visto a dónde conduciría todo aquello en el primer año de mandato de Putin. Pero queríamos seguir viendo las cosas de color de rosa, porque económicamente todo lo demás parecía ir bien.» 72
Tras la cortina de mago del Kremlin de Putin, tras las estridentes demostraciones de fuerza, este seguía estando nervioso, según Pugachev. En enero de 2001, antes de que Gazprom se apoderase de la NTV, había invitado a los periodistas más importantes de la cadena al palacio presidencial en un intento de dejarles claras las intenciones del Estado. Estaba visiblemente inquieto antes de entrar en la biblioteca del Kremlin para saludarlos, según recordaba Pugachev: «Antes de la reunión estaba asustado. No quería entrar a hablar con ellos. Tuve que dictarle yo lo que debía decirles. Eran la flor y nata de la intelligentsia moscovita, nombres muy conocidos». 73
Putin estaba tan nervioso que, según Pugachev, se llevó a una de los periodistas aparte, a otra sala, y le preguntó qué era lo que quería oír. A lo largo de los cuatro años anteriores, Svetlana Sorokina había sido el rostro del programa de política más popular de la NTV, Glas Naroda [Voz del Pueblo]. «Le dijo: “Usted y yo somos de San Petersburgo, tenemos eso en común, dígame cómo le gustaría que fuera”», contó Pugachev. Los demás periodistas, que aguardaban fuera, creían que Putin se la había llevado aparte para ponerlos a ellos en desventaja. Pero Pugachev afirmaba que lo hizo porque no tenía ni idea de qué decir. También se trataba de una táctica clásica de reclutamiento de aliados. Cuando finalmente Putin entró en la biblioteca del Kremlin, forrada de madera, para saludar a los periodistas, lo hizo como un camaleón, imbuido de la personalidad de Sokorina, y consiguió decirles exactamente lo que deseaban oír.
Esa fue otra operación del KGB. Durante las tres horas y media siguientes, quiso garantizarles las buenas intenciones del Kremlin. Según les reveló, la lucha era solo con Gusinski. No deseaba un cambio en la plantilla del canal. No vería con malos ojos la entrada de un inversor extranjero en el canal. Quería que este conservara su independencia editorial. Les aseguró que Gazprom no era el Estado. En cuanto a la fiscalía, que había empezado a prestar atención a las relaciones financieras individuales de los periodistas con Gusinski, eso él no podía controlarlo, no estaba sometida a su mando.
«Ese día descubrimos que la fiscalía es un organismo absolutamente independiente... Putin lo dijo varias veces —comentó uno de los periodistas, Víktor Shenderovich, al recordar ese encuentro tiempo después, sin dar crédito a aquellas palabras—. Dijo que estaba dispuesto a ayudarnos, y que consideraba excesivas algunas de las acciones de la fiscalía.» 74 Putin les había dicho: «No me creerán, pero yo no puedo hacer nada. ¿Quieren que vuelva a la época de la ley del teléfono?», 75 en referencia a los tiempos en que el Politburó dictaba las sentencias desde las alturas a tribunales y fiscales.
Se trataba de una actuación por encargo, como muchas otras que Putin representaría después en su insistencia de respetar el estatus oficial, legal, de las instituciones al tiempo que enmascaraba los verdaderos juegos de poder que se desplegaban. Lo que mejor se le daba era adoptar el personaje y las preocupaciones de otros. Era una táctica que había perfeccionado en Dresde. «Era como un espejo —comentó Pugachev—. Simplemente, le dice a la gente lo que quiere oír.» 76
Aun así, los periodistas salieron inquietos del Kremlin. ¿Cómo iban a creerse lo que acababan de oír? Y cuando Gazprom instaló una nueva directiva a principios de abril con el argumento de que Gusinski no había cancelado sus deudas, organizaron una sentada para mantener el control del canal y siguieron emitiendo reportajes críticos con el Kremlin, con la vaga esperanza de que lo que Putin les había dicho fuera cierto.
Pero a primera hora de la mañana del undécimo día de su sentada, las verdaderas intenciones de Putin quedaron más que claras. Lo que les había dicho sobre el mantenimiento de la independencia editorial no tenía nada que ver con la realidad. Unos hombres de las fuerzas del orden habían entrado discretamente en el edificio a las cuatro de la madrugada y reemplazaron a los agentes de seguridad del canal. A los periodistas que llegaron al trabajo esa mañana solo se les permitía entrar si juraban fidelidad a la nueva directiva. Los periodistas con cargos dimitieron en masa en protesta ante las tácticas intimidatorias que les habían arrebatado una independencia ganada con tanto esfuerzo. «Un golpe artero se está produciendo en el país —declaró Ígor Malashenko, cofundador del canal—. Esta operación es análoga al intento de golpe de Estado de agosto de 1991, y lo está perpetrando la misma gente, miembros de los servicios secretos.» 77 «Todos somos culpables porque hemos permitido que el KGB recuperara el poder», declaró ante los periodistas Serguéi Kovaliov, destacado activista en favor de los derechos humanos. 78 Los medios de comunicación libres de los años de Yeltsin habían dejado de existir.