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Un despertar imperial surgido del terror

«Es como un nudo con tres elementos.»

Vladímir Putin parecía haber iniciado su presidencia como un líder a su pesar. Cuando fue catapultado al poder, le expresó a Borís Yeltsin que no estaba preparado para asumir la misión, y se describió a sí mismo ante miembros de la Familia Yeltsin como un gestor contratado, dando a entender que solo permanecería unos pocos años en el cargo. Cuando ocurría algún desastre, como el hundimiento del submarino Kursk , tenía la costumbre de retirarse, muy pálido a veces, atenazado por la inacción. Pero ahora que había ordenado la detención del hombre más rico de Rusia, ya no había marcha atrás. Incluso aunque lo hubiera querido, le parecía que no podía. Su círculo íntimo en concreto, los silovikí que se había llevado consigo desde San Petersburgo, lo presionaban para que se quedara. «Lo asustaban —comentó Pugachev—. Le decían: “Nadie nos perdonará por lo de Yukos, por habernos quedado con la NTV. Si se traslada a Occidente, lo detendrán de inmediato». 1

Ahora que habían probado el poder, los hombres del KGB no estaban dispuestos a apearse de él. Se estaban preparando para apoderarse aún más del país; tras la reelección de Putin en 2004, quedarían liberados de algunos de los acuerdos a los que habían llegado con la Familia Yeltsin cuando este los reemplazó. 2

Putin había eliminado a los magnates de los medios de comunicación Vladímir Gusinski y Borís Berezovski. Las primeras reformas planteadas por su administración habían reducido drásticamente el poder de los gobernadores regionales mediante la creación de «superregiones» comandadas por unos líderes plenipotenciarios nombrados por el Kremlin. Esas medidas —dirigidas por Dmitri Kozak, exagente de la inteligencia militar y fiscal de San Petersburgo— habían revertido las políticas de los años de Yeltsin, en los que el presidente había ordenado a sus gobernadores: «Tomad tanta libertad como podáis». Los liberales y los que habían sido magnates de los miembros de comunicación advirtieron amargamente de la revancha del KGB, de la deriva cada vez más autoritaria del Kremlin. La detención de Jodorkovski y la toma de su participación en YukosSibneft había estremecido el mercado de valores y la comunidad empresarial. Pero Putin y el Kremlin quisieron presentarlo como un caso aislado, como el castigo a un oligarca malhechor que había ido demasiado lejos. El resto del país disfrutaba de los beneficios de una subida en los precios del petróleo, que había pasado de los 12 a los 28 dólares por barril desde que Putin había llegado al poder. Reflejando la aprobación popular ante el fin del caos de los años noventa, y ante su empeño por poner en su sitio a los oligarcas, los índices de popularidad de Putin durante su primer mandato no bajaron nunca del 70 %.

Todos los indicadores le eran favorables de cara a presentarse por segunda vez. Pero la toma de la NTV y la detención de Jodorkovski no eran las únicas circunstancias que habían teñido de controversia su primer mandato y, según la versión de alguien desde dentro, versión nunca revelada hasta ahora, algunos de los miembros más destacados de los silovikí no querían dejar nada al azar. La noche del miércoles 23 de octubre de 2002, al menos 40 combatientes chechenos armados irrumpieron en el teatro musical Dubrovka, en un barrio moscovita de la periferia situado al sur del Kremlin y empezaron a disparar al aire con sus rifles de asalto en el momento en que unos bailarines cruzaban el escenario para dar inicio al segundo acto de un nuevo y popular musical ruso, Nord-Ost . 3 El teatro estaba lleno; eran casi novecientos espectadores, miembros de una nueva clase media que prosperaba en la Rusia de Putin y que habían acudido a ver un espectáculo en el que se rendía homenaje a los valerosos soviéticos durante el sitio de Leningrado, en la Segunda Guerra Mundial. Los chechenos procedieron a tender explosivos por todo el edificio, mientras algunas de las personas que tomaban rehenes —mujeres conocidas como «Viudas Negras», vestidas con hiyabs de ese color, que parecían llevar cinturones-bomba atados al cuerpo— se instalaban entre el aterrado público antes de que los combatientes cerraran a cal y canto el auditorio.

El asedio que se prolongó durante los tres días siguientes parecía ser la peor pesadilla de Putin. Los combatientes chechenos, dirigidos por Movsar Baráyev, sobrino de uno de los más conocidos rebeldes de Chechenia, exigían el fin de la guerra de Rusia en la república, que duraba desde que los atentados a edificios residenciales de 1999 habían espoleado el ascenso al poder de Putin. Concedían a Rusia siete días para retirar las tropas. En caso contrario, harían explotar el edificio. 4

La noche en que saltó la noticia, tanto políticos de la oposición como altos cargos de la seguridad se congregaron en el exterior del teatro, a oscuras, bajo la lluvia, incrédulos de que aquello pudiera estar ocurriendo a apenas cinco kilómetros del Kremlin. ¿Cómo habían podido entrar en el teatro, al parecer a la vista de todos, tantos rebeldes armados hasta los dientes y cargados de explosivos?

Durante los tres días siguientes, Putin no se movió de su despacho de la última planta del Kremlin, atenazado por el pánico a unos acontecimientos que escapaban a todo control en el mundo que se extendía ahí abajo. Mientras buscaba una salida a la crisis, canceló un viaje a México, donde debía encontrarse con líderes mundiales, entre ellos el presidente de Estados Unidos George W. Bush. Los secuestradores habían permitido que algunas figuras destacadas entraran en el teatro para negociar, incluido el miembro del Parlamento y conocido cantante Iósif Kobzón, políticos liberales de la oposición y una periodista, Anna Politkóvskaya, conocida por sus valientes reportajes sobre la guerra de Chechenia. Aunque permitieron la liberación de algunos rehenes, entre ellos algunos niños y ciudadanos extranjeros, los asaltantes se negaron a ceder en su exigencia de que se pusiera fin a la guerra.

La tercera noche del asalto se permitió que un equipo de la NTV grabara una entrevista con Baráyev. «Nuestra meta, que hemos manifestado en más de una ocasión, es el fin de la guerra y la retirada del ejército», 5 dijo. Una de las secuestradoras que al parecer llevaba un cinturón con explosivos declaró al periodista: «Estamos siguiendo el camino de Alá. Si morimos aquí, no será el fin».

Una vez más, Putin estaba paralizado por el miedo. Los asaltantes habían dejado claro que matarían a los rehenes y volarían el edificio si las fuerzas de seguridad intentaban intervenir, 6 y ya se habían producido tres muertes: dos civiles y un coronel del FSB que pretendían entrar en el teatro habían sido abatidos a tiros. 7

Los servicios de seguridad rusos, finalmente, actuaron poco antes del amanecer del sábado 26 de octubre. A fin de evitar que los secuestradores activaran los explosivos, se liberó un gas en el auditorio a través de los conductos de ventilación del teatro. Pero aunque de ese modo dejó sin conocimiento a algunos rehenes y a los combatientes chechenos, también causó la muerte a muchos de los espectadores retenidos; además, los servicios de emergencias no contaban con los equipos necesarios ni con la preparación para tratar a los que seguían con vida, que quedaron en la acera, en algunos casos vomitando, en otros inconscientes, e incluso algunos asfixiándose con sus propias lenguas. 8 Hasta transcurridos noventa minutos no fueron trasladados al hospital para someterlos a tratamiento. 9 Dado que se esperaba que las explosiones y los tiroteos causaran un baño de sangre, el 80 % de las ambulancias que llegaron al lugar solo estaban equipadas para tratar heridas traumáticas, no los efectos de ningún gas. 10 Al día siguiente, la cifra de rehenes fallecidos ascendía a un mínimo de 115. Solo dos de ellos habían muerto por disparos de bala. El resto perdió la vida por inhalación de gas. 11

Durante un tiempo, Putin se enfrentó a la indignación por la gestión del asalto. Para empezar, ¿cómo podía haberse producido? ¿Por qué no fueron informados adecuadamente los servicios de emergencia sobre la naturaleza del gas? Según diversos testigos que sobrevivieron al asalto, el gas se había colado en el auditorio desde debajo del escenario, abatiendo a los secuestradores que se encontraban más cerca de él pero filtrándose también por la platea con suficiente lentitud para que algunos de ellos percibieran el olor cáustico y la tonalidad verdosa del gas. 12 Enfrentado a una presión cada vez mayor para que se identificara el gas, el ministro de Sanidad ruso, finalmente, informó de que se trataba de un aerosol derivado del anestésico fentanilo, un potente opiáceo muy usado como calmante que, según afirmó, «no puede ser letal en sí mismo». 13 El motivo por el que habían muerto los rehenes, aseguró, era que estaban muy débiles después de tres días de un estrés severo, deshidratación y hambre. En el informe final de la fiscalía moscovita, que acabó haciéndose público un año después, el gas solo figuraba como «sustancia química sin identificar». 14

Lo que ocurrió en el teatro la noche en que fue asaltado ha permanecido desde entonces oculto tras un muro de secretismo. Pero hoy, alguien que estuvo allí y que dice haber participado en las conversaciones del Kremlin ha empezado a abrir una ventana. A tenor de su testimonio, lo que sucedió fue el desarrollo mortal de un plan que no salió según lo previsto. En su versión, el asalto al teatro fue planificado por Nikolái Pátrushev, el retorcido director del FSB, con la finalidad de afianzar a Putin en la presidencia. No era más que un ejercicio falso que potenciaría la autoridad de Putin cuando consiguieran ponerle fin con éxito y que haría que aumentara el apoyo a la guerra en Chechenia, que empezaba a menguar. Esta persona afirma que Pátrushev le aseguró a Putin que aquellos terroristas contratados no llevaban bombas de verdad, y que cuando el asalto terminara los trasladarían en avión a Turquía bajo la protección del FSB, al tiempo que Putin aparecería como un héroe que había puesto fin a una crisis con rehenes sin que se produjera ninguna muerte de civiles, tras lo cual estaría en condiciones de incrementar el control sobre Chechenia.

Pero todo se descontroló ya el primer día del asalto, cuando uno de los chechenos mató de un tiro a un civil que intentaba entrar en el teatro. Putin fue presa del pánico, en palabras del testigo: «Todo se fue de las manos. Nadie sabía en quién ni en qué confiar». 15 Cuando las fuerzas de seguridad empezaron a prepararse para irrumpir en el edificio, la toma de rehenes ya se había abordado como si se tratase de una acción terrorista auténtica. Ígor Sechin, el colega del KGB más próximo a Putin en San Petersburgo, fue convocado para que ayudara a manejar la situación, y conociendo la tendencia de este al exceso de celo, Pátrushev lo alentó, según el ex alto cargo conocedor de las conversaciones que tuvieron lugar. «Le dijo: “Mira, Ígor, tú tienes experiencia militar. Ayúdanos a ocuparnos de esto”.» Fue idea de Sechin usar el gas, según ese relato. Había hablado con un exmando de la unidad de guerra química rusa, que le advirtió de que el gas era viejo y de que era posible que no resultara efectivo. «Sechin me dijo que, por ese motivo, ordenó que se usara una dosis diez veces mayor que la habitual», contó el ex alto cargo, que asegura que, horrorizado ante el curso de los acontecimientos, Putin llegó a firmar una carta de dimisión. Pero para entonces ya estaba demasiado implicado y le dijeron que se quedara. Al parecer, Pátrushev había planificado de manera deliberadamente ambigua tanto el ataque como la respuesta de las fuerzas de seguridad. El derramamiento de sangre y la pérdida de vidas también servirían para atar a Putin a la presidencia. «Se organizó de tal manera que Putin tuviera que quedarse un segundo mandato.» Si algo salía mal, él quedaría aún más profundamente involucrado. «Si Putin era sustituido, eso habría supuesto el final para Kolia [Pátrushev]. Así que lo organizó para cubrirlo de sangre.» 16

Dmitri Peskov, el portavoz del Kremlin, ha negado ese relato por considerarlo una «patraña absoluta», añadiendo que esa persona «no sabe nada». Quizá nunca llegue a verificarse del todo. Solo un reducido círculo en la cúpula del poder sabe cómo se desarrollaron las cosas, pero el ex alto cargo que me aportó esta versión de los hechos se encontraba lo bastante cerca de ellos como para conocerlos. De no haber sido por un informe de la fiscalía de Moscú, que pasó bastante desapercibido, su versión podría despacharse sin más como otra de las inverosímiles teorías de la conspiración que solían aparecer en relación a la toma de decisiones a puerta cerrada en el Kremlin, sobre todo después de las sombras que rodeaban los atentados con bomba en aquellos edificios de viviendas. Pero cuando los fiscales, finalmente, culminaron sus investigaciones, descubrieron que las dos bombas principales instaladas en el teatro eran, básicamente, falsas. Así, al menos una parte de la versión del testigo del Kremlin era cierta. «Las bombas no se habían preparado para ser usadas: los detonadores no tenían ningún elemento activador —se manifestaba en el informe—. No había baterías... Las bombas resultaron ser inofensivas, de fogueo.» 17 Y lo mismo podía decirse de los cinturones-bomba de alguna de las mujeres, y de otros dispositivos explosivos. Muchas de las mujeres que llevaban aquellos cinturones con los que inmolarse se encontraban en la platea con los rehenes, pero en lugar de activar los explosivos, cumpliendo así con sus amenazas, habían perdido el conocimiento por inhalación de gas. Después, en lugar de detenerlas y obligarlas a declarar para esclarecer los hechos, los servicios de seguridad rusos las abatieron a todas a tiros. 18

A pesar de que, según descubrieron los investigadores, el gas había tardado entre cinco y diez minutos en surtir efecto, los terroristas no habían hecho detonar ninguna de las bombas. ¿Era posible que su intención no hubiera sido en ningún momento volar nada, y que el uso del gas hubiera llevado a una pérdida de vidas innecesaria? Fuentes anónimas del FSB y el Ministerio del Interior revelaron a Kommersant , al parecer el único periódico ruso que informó de los hallazgos de la fiscalía, que los propios terroristas habían ordenado que se retiraran los detonadores, porque temían una explosión accidental. 19 Pero la política liberal Irina Jakamada, que había accedido al edificio para negociar, también expresó dudas sobre el secuestro: «He llegado a creer que entre los planes de los terroristas no estaba volar el teatro, y que a las autoridades no les interesaba la liberación de todos los rehenes. Pero el jefe de la administración del Kremlin me ordenó, en tono amenazador, que no me metiera en esa historia». 20

También surgieron dudas con respecto a algunos de los terroristas implicados. Su líder aparente, Movsar Baráyev, había sido detenido, supuestamente, por las autoridades hacía apenas dos meses. 21 ¿Cómo pasó de la cárcel a participar en el asalto? Y lo mismo podía decirse de una de las supuestas terroristas suicidas, cuya madre la identificó a partir de las imágenes del asalto emitidas por televisión. 22 ¿Era posible que las autoridades estuvieran involucradas en su envío desde la cárcel al teatro?

No era la primera vez que un atentado terrorista en Rusia dejaba preguntas en el aire sobre la implicación de los servicios de seguridad, siendo los dos ejemplos previos más notables las explosiones en los edificios residenciales que habían contribuido a espolear el ascenso al poder de Putin. Pero en ese caso, el atentado causó mucha menos controversia. La mayoría de las preguntas tenían que ver con el uso del gas, y el hallazgo de la fiscalía de que las bombas eran falsas quedaba enterrado en los párrafos finales del informe de Kommersant , que se iniciaba con la detención de un supuesto grupo terrorista que preparaba otros atentados. 23

Tras el asalto, las preguntas sobre cómo se había producido fueron en su mayoría esquivadas, y gran parte de la población se limitó a respirar con cierto alivio al pensar que la cifra de muertes habría podido ser aún mayor. Muchos líderes internacionales y políticos locales ensalzaron a Putin por su gestión de la crisis. 24 Sus niveles de popularidad eran los más altos desde que había sido elegido presidente. 25

En lugar de enfrentarse a una remodelación profunda por haber permitido que un grupo de terroristas armados actuaran en el centro de Moscú, a los servicios de seguridad rusos los premiaron con un aumento de su financiación. 26 Y el atentado permitió a los hombres de Putin reactivar sus operaciones militares en Chechenia y cancelar cualquier plan de reducción del número de soldados. 27 Muchísimos chechenos empezaron a desaparecer de sus domicilios en redadas nocturnas, y la presión que hasta hacía poco se ejercía sobre el Kremlin para que iniciara conversaciones de paz con el líder checheno Aslán Masjádov, desapareció de la noche a la mañana. Una vez más existía apoyo popular a la guerra, y Masjádov había quedado totalmente desacreditado. Las autoridades rusas lo acusaron de estar detrás del ataque, 28 pero nunca aportaron ninguna prueba, más allá de un vídeo antiguo con amenazas de una nueva ofensiva, y el propio Masjádov negó toda implicación.

El asalto también proporcionaba al Kremlin la oportunidad de presentar la guerra en Chechenia como análoga a la guerra que Occidente libraba contra el terrorismo. El empeño en establecer vínculos entre los rebeldes chechenos y los militantes islamistas del extranjero ya se había iniciado meses antes de los atentados, 29 y el asalto al teatro hizo que aumentara aún más si cabe esa percepción: Al Jazeera emitió un vídeo de personas que decían ser cómplices de los chechenos frente a pancartas en las que se proclamaba, en árabe, «Alá es grande», y Putin definió el atentado como una «manifestación monstruosa de terrorismo» planificado por «centros terroristas extranjeros». 30 En los meses que siguieron, Estados Unidos empezó a modificar su percepción de las fuerzas rebeldes rusas, y pasó a considerar organizaciones terroristas vinculadas a Al Qaeda 31 a tres grupos a los que consideraba implicados en el asalto, al tiempo que Masjádov dejaba de verse como un moderado. «Nuestra política sobre Chechenia se ha acercado más a la de Rusia —comentó un diplomático de rango estadounidense poco después del asalto—. Este atentado ha dañado sustancialmente la causa [chechena].» 32

*

Si los hombres de Putin buscaban atarlo a la presidencia, lo cierto era que, salvo por acontecimientos espantosos como el asalto del teatro Dubrovka, él ya se estaba acostumbrando al papel de todos modos. «Había empezado a gustarle, toda aquella ceremonia, el G-8, el reconocimiento», comentó Pugachev. 33 En su círculo íntimo se lo elogiaba y se lo consideraba el salvador de Rusia. Había salvado al país de un hundimiento cierto, decían, del sometimiento a los oligarcas y del poder destructivo de Occidente. Incluso los que en otro tiempo habían ejercido cargos superiores al suyo en el KGB ahora se inclinaban ante él. En una ocasión, en los inicios de su primer mandato, cuando Putin congregó a un reducido grupo de amigos para celebrar su cumpleaños, uno de los que habían sido sus jefes en Dresde, Serguéi Chemezov, brindó por su ascenso al poder. «Se trata de una persona que había estado muy próxima a él en una vida anterior, antes de que Putin llegara a la presidencia, era mayor que él y tenía un rango superior al suyo, y Putin lo respeta —explicó Pugachev—. Le dijo: “Vladímir Vladimírovich, quiero alzar mi copa. Sabes bien que ha pasado mucho tiempo desde la primera vez que oí que te habías convertido en presidente, pero la sensación que tuve entonces sigo teniéndola ahora. Pensé que era como el sol saliendo sobre Rusia... Ahora entiendo que el cien por cien de la población comparta esa sensación conmigo”.» A Pugachev, ese discurso le provocó vergüenza ajena. Lo interrumpió, con ganas de seguir con el debate sobre la situación política y la inmensa tarea que tenían por delante. Pero, según dijo, Putin lo miró muy mal y le pidió que dejara a su amigo terminar el discurso. «Él lo miró fijamente a los ojos y le dijo que era un regalo de Dios. Le dijo que Dios había enviado al país a un dirigente que estaba acabando con los grandes sufrimientos del pueblo ruso. Aquel tipo y él se conocían desde hacía quince años, había sido su jefe... Aquello lo vi yo ese día por primera vez... así fueron las cosas ya desde el principio, casi desde el primer día. Es una persona extremadamente vanidosa.» Para poder preguntarle algo a Putin, se convirtió en costumbre halagarlo antes durante largo rato. «A Sechin se le daba muy bien. Dedicándole una gran reverencia, le decía: “Vladímir Vladimírovich, recuerdo cómo lo hiciste y transformaste el mundo”. La primera vez que oí todo aquello, creía que estaba en un manicomio. Le decían cosas del tipo: “Has sacudido la esencia de la humanidad. Eres una persona asombrosa”.» 34

Gradualmente, aquella adulación constante se le subió a la cabeza a Putin. Empezando a creerse sus poderes de nuevo zar, se envalentonó en la toma de decisiones más duras y autoritarias, entre ellas la del enfrentamiento con Jodorkovski y sus hombres. «La oligarquía en su conjunto, básicamente, se inclinaba ante él y le ofrecía esto y aquello y acudía a él para solicitarle permiso ante cualquier nimiedad —comentó Pugachev—. Y a él le encantaba. Poco a poco, se le subió a la cabeza. Fue un proceso lento y gradual. Siempre había tenido la tendencia, pero a partir de cierto momento cambió y se apoderó de él aquella visión grandilocuente de sí mismo, la creencia de que era el zar.» 35

Si al principio Putin había compartido la maquinaria del Estado con los representantes de la Familia Yeltsin, después de la detención de Jodorkovski, el aparato del Estado realmente pasó a ser suyo. Anonadado ante el giro de los acontecimientos, asombrado de que lo mantuvieran ajeno a ellos, Aleksánder Voloshin, el astuto vestigio de la era Yeltsin que había ejercido de jefe de la administración del Kremlin desde marzo de 1999, se retiró. Voloshin había hablado varias veces con Putin sobre la embestida legal contra Jodorkovski, pero hasta el final pensó que esta podría contenerse: «Sinceramente, no creía que lo meterían en la cárcel. Pensé que se trataba de algún tipo de malentendido. Estaba claro que se trataba de una campaña, y que era mala. Yo consideraba que era dañina para el desarrollo del país». 36

Putin lo sustituyó por un hombre de su confianza, un colega de San Petersburgo: Dmitri Medvédev, un abogado sosegado que había trabajado para Putin en cuestiones legales, entre ellas la contención de los efectos colaterales tras el escándalo del petróleo por alimentos. Tenía fama de exigente y preciso, pero también de tímido. Y, lo más importante, prácticamente había sido educado por Putin desde su entrada en la administración de San Petersburgo con apenas veinticinco años. «Putin crio a Medvédev —explicó Valeri Musin, que también ejerció de asesor legal en el consistorio de Sobchak—. Medvédev siempre veía a Putin como a alguien de quien se podía aprender.» 37

El político más influyente que aún quedaba en activo de la era Yeltsin había sido sustituido por un adulador de San Petersburgo con poco más de tres años de experiencia en el Kremlin como jefe adjunto de su administración. El mismo día en que se anunció su nombramiento, los silovikí de San Petersburgo señalaron sus intenciones con más claridad que nunca hasta entonces. Los fiscales anunciaron que habían congelado 15.000 millones de dólares en acciones de Yukos, el 44 % que poseía Jodorkovski en la mixta YukosSibneft, para impedirle que las vendiera. 38 En estado de shock , los mercados percibieron la maniobra como una señal clara de que los silovikí estaban decididos a materializar no solo la detención de Jodorkovski, sino la toma de la propia Yukos. Además, ese movimiento se veía como el fin de los oligarcas de la era Yeltsin, de la Familia, cuyos intereses habían contrarrestado cuidadosamente los de los silovikí durante casi cuatro años. Por si alguien aún no se había enterado, Alekséi Kudrin, el ministro de Finanzas de Putin, hombre de mentalidad relativamente liberal, lo dejó todavía más claro al declarar públicamente que la salida de Voloshin marcaba el fin de la era Yeltsin: «¡Bizancio ha caído! —proclamó—. Con el debido respeto a Aleksánder Voloshin, quiero recalcar que su salida coincide con el fin de la época de Yeltsin... [Los oligarcas] han sido devueltos al entorno empresarial en el que solo se puede tener éxito si uno juega limpio». 39

Era como si la maquinaria del gobierno paralelo en la que Sechin y otros llevaban tiempo trabajando en silencio, entre bastidores, empezara lentamente a desplegarse y se estuviera lanzando una campaña de imagen. El mismo día en que se congelaron las acciones de Yukos y Medvédev fue nombrado jefe de la administración del Kremlin, Putin mantuvo un encuentro íntimo con los directores de las mayores entidades financieras del mundo, entre ellas CitiGroup, Morgan Stanley y ABN Amro. 40 Para ayudarle a revelar sus intenciones estaba el director local de la agencia de corredores de bolsa United Financial Group, Charlie Ryan, nacido en Estados Unidos y que había trabajado con Putin desde sus días en San Petersburgo de principios de la década de 1990. Desde el principio, Ryan había sido un canal de comunicación fundamental para hacer llegar el mensaje de Putin a la comunidad financiera internacional y al mundo. Putin informó a los inversores de que la campaña de Yukos no era en modo alguno el preludio de un ataque de mayor alcance contra la empresa privada, 41 y que la toma de aquellas acciones no era una confiscación sino solo una cobertura de activos. Aquella campaña no era otra cosa que la imposición del Estado de derecho. Hasta cierto punto, los bancos internacionales —algunos de los cuales, incluido el CitiBank, tenían una exposición a la deuda con Yukos de miles de millones de euros— quedaron convencidos. No reclamaron la cancelación de los préstamos. Si lo hubieran hecho, las peores predicciones de Jodorkovski sobre el consiguiente hundimiento de la economía podrían haberse cumplido. El poder se había decantado en el Kremlin, y los hombres de Putin ya estaban construyendo un sistema de comunicación con las finanzas internacionales, cuyos titanes quedarían más adelante atrapados por los centenares de miles de millones de dólares en activos bajo el control de Putin.

Si la salida de Voloshin marcaba una transferencia de poder desde la Familia Yeltsin a los silovikí de San Petersburgo, las elecciones parlamentarias celebradas poco más de un mes después afianzaron más aún su poder político. Los partidos liberales prooccidentales habían mantenido una presencia vital en el Parlamento a lo largo de toda la era Yeltsin, a través de la Unión de Fuerzas de la Derecha de Anatoli Chubáis y del Yabloko de Grigori Yavlinski. Pero en los comicios de diciembre de 2003 resultaron derrotados. 42 Los canales de televisión monopolizados ahora por el Estado les negaron presencia, al tiempo que el Kremlin daba su apoyo al partido de nueva creación de Putin, el grupo nacionalista Rodina, al que se ofreció plena cobertura en la televisión estatal. Sus líderes, Serguéi Gláziev y Dmitri Rogozin, planteaban un rumbo inequívocamente estatalista en el que resonaba el nuevo ánimo del Kremlin de hacerse con los beneficios de los oligarcas y devolvérselos al Estado: «¡Devolver al pueblo la riqueza de la nación!», era uno de los eslóganes del partido. 43 Se trataba de algo que casaba muy bien con el clima del momento, mientras los canales de televisión retransmitían una y otra vez noticias sobre la detención de Jodorkovski. La Unión Liberal de las Fuerzas de la Derecha y Yabloko no tenían la menor posibilidad. No consiguieron superar la barrera mínima del 5 % de los votos para obtener representación en la Duma, y en cambio Rodina, surgida de la nada, consiguió el 9 % de los sufragios. 44 El partido pro-Kremlin Rusia Unida, que se había creado hacía apenas cuatro años como vehículo que contribuiría a llevar a Putin al poder, se aseguró una amplísima mayoría parlamentaria, a pesar de haberse presentado con una campaña vacía de todo contenido, más allá de la lealtad al presidente. 45 Por su parte, los comunistas, los grandes enemigos de la era Yeltsin, lograron apenas el 12,6 % de los votos.

Estaba claro que Putin quedaba con las manos libres para llevar a cabo las políticas que quisiera a partir de ese momento. El contrapeso de los liberales había desaparecido. Los partidos favorables al Kremlin contaban con una mayoría clara y rotunda. Rusia acababa de inaugurar una era de rodillo paralamentario. En ese contexto, la elección de Putin como presidente en un segundo mandato parecía ya cantada. Sus índices de popularidad se mantenían por encima del 70 %. Pero incluso entonces, sus hombres y él no estaban dispuestos a dejar nada al azar.

*

Desde que el colaborador de Jodorkovski, Platón Lébedev, había sido detenido en julio, había aumentado la tensión entre Putin y Mijaíl Kasiánov, el gregario primer ministro y último vestigio de Yeltsin en el poder. Kasiánov había sido uno de los ministros de Finanzas de la era Yeltsin, y sus vínculos con la Familia eran antiguos y profundos. Cuando Putin accedió al poder, Román Abramóvich insistió en que fuera nombrado primer ministro, en representación de esta, según contó un destacado banquero próximo a los servicios de seguridad. 46 Un portavoz de Abramóvich lo niega. Kasiánov tenía pocas ganas de asumir el cargo, que consideraba peligroso. Se había acostumbrado a su cómoda posición de ministro de Finanzas, en virtud de la cual se hallaba a cargo de la deuda externa. Verse arrojado al centro de lo que parecía ser una precaria transición de poder, tener que responder tanto ante la Familia como ante Putin, no era algo que figurase entre sus aspiraciones. Pero acabaron por convencerlo y, gradualmente, llegó a acostumbrarse a su nuevo papel. «Durante tres años y medio consideré que éramos las personas adecuadas en el lugar adecuado haciendo lo que había que hacer —explicó—. Pero cuando metieron en la cárcel a Lébedev y afloraron algunos otros escándalos, entendí que ya había tenido suficiente.» 47

El Gobierno de Kasiánov había dirigido las reformas económicas aparentemente liberales del primer mandato de Putin: la rebaja de impuestos hasta una tasa fija del 13 % y las ambiciosas reformas agrarias por las que finalmente se había autorizado la privatización de la tierra. En tanto que primer ministro, también había encabezado las conversaciones con Lee Raymond, de Exxon, sobre la posible venta de YukosSibneft a ExxonMobil. «En aquella época —comentó—, convivíamos amistosamente con Estados Unidos. Las relaciones con Bush y con [el vicepresidente] Cheney eran excelentes. Yo hablaba con Cheney constantemente sobre recursos energéticos. Después de la tragedia del 11 -S mantuvimos una gran colaboración, y en relación con la transición en Afganistán, abrimos un canal de cooperación entre los dos Gobiernos... Si se hubiera dado un intercambio de activos entre Yukos y ExxonMobil, el sector de la energía en su totalidad habría sido distinto. Habría sido mucho más liberal.»

Pero en 2003 ya habían empezado a producirse choques frecuentes entre Kasiánov y los hombres de Putin en el KGB. Al principio, los conflictos se centraron en Gazprom. Putin había puesto a un hombre de su confianza, Alekséi Miller, al timón del gigante gasístico estatal, y empezaba a usar la compañía para ejercitar el músculo del Kremlin y ejercer el control sobre los ex-Estados soviéticos, a los que Rusia, recurriendo a una terminología posesiva, le gustaba llamar «el extranjero próximo». A las órdenes de Putin, Gazprom había empezado a endurecer mucho sus posturas sobre el pago de su suministro de gas a Bielorrusia y Ucrania, en un intento del Kremlin de obligar a las antiguas repúblicas soviéticas a entrar en vereda.

Aun así, Kasiánov intentaba introducir una reforma en Gazprom, planteada ya por los liberales del Gobierno desde los años de Yeltsin: liberalizar el mercado del gas y separar Gazprom en dos compañías, una de producción y otra de transporte, independizando así sus empresas productoras de gas de su red de gasoductos. Se trataba de algo considerado desde hacía tiempo una reforma vital para potenciar la competitividad económica. Pero ahora que los hombres de Putin afianzaban sus posiciones, la medida se pospuso sine die del orden del día, justo cuando Kasiánov creía que estaba a punto de anunciar las importantes reformas. 48 Ese mes de septiembre la prensa se había congregado para seguir una reunión de gabinete en la que la reforma gasística figuraba en el primer punto de temas a tratar, y Kasiánov recibió una llamada de Putin. «Me dijo: “Insisto en que retires ese punto del orden del día” —rememoró Kasiánov—. Estuvimos muy cerca. Íbamos incluso por delante de Europa en esto. Estábamos preparados. Pero Putin me llamó apenas unos minutos antes.»

La posición de Kasiánov se estaba haciendo insostenible. Cuando, un mes después, Jodorkovski fue detenido, Kasiánov fue uno de los dos únicos altos cargos rusos que se atrevió a expresarse en contra de la medida. Pero en una reunión de gabinete, delante de todo el mundo, Putin se dirigió directamente a él para pedirle «poner fin a la histeria». 49 «Era una especie de advertencia dirigida a mí», explicó Kasiánov. 50

Aun así él, impertérrito, volvió a expresarse en público cuando, en enero de 2004, el ministro de Hacienda confirmó de forma oficial un rumor persistente según el cual Yukos iba a tener que pagar retroactivamente 3.000 millones de dólares en impuestos atrasados del año 2000. Kasiánov declaró al periódico Vedomosti que era injusto que las leyes fiscales se aplicaran con efecto retroactivo. 51 Según dijo, aquello no auguraba nada bueno para el Estado de derecho.

Kasiánov fue casi la única voz en el poder que se alzó contra la apropiación del sector de la energía por parte de Putin. Ellos dos todavía se hablaban, pero el presidente se dirigía a él cada vez con mayor frialdad y desconfianza, como si apenas soportara mirarle a la cara. Después, a mediados de febrero, cuando las temperaturas eran de 24 grados bajo cero, Gazprom dio el primer paso para cortar el suministro de gas a un país vecino, en este caso a Bielorrusia, 52 y la tensión entre los dos hombres creció hasta convertirse en confrontación abierta. 53 Gazprom llevaba un tiempo enzarzada en unas duras negociaciones con Bielorrusia para poner fin a unos precios del gas subsidiados para la antigua república soviética y para hacerse con una participación en su red de gasoductos. El gigante gasístico ruso llevaba tiempo amenazando con cortar el suministro de gas para presionar con las negociaciones, pero Kasiánov se había resistido tercamente a aplicar la medida. «Había prohibido a Miller [el director ejecutivo de Gazprom] quitarle el gas a Bielorrusia. En Minsk estaban a 25 grados bajo cero. Pero una mañana, en pleno febrero, recibí una llamada del primer ministro de Polonia y otra del primer ministro de Lituania en las que me decían: “No tenemos gas”. Nadie me lo había informado siquiera. Tuvimos un escándalo público.» Miller le dijo que había actuado siguiendo órdenes de Putin. «Nos gritamos el uno al otro, y le gritamos a Putin. Todos los demás ministros estuvieron a punto de esconderse debajo de la mesa.» Putin había tenido suficiente. Apenas diez días después, Kasiánov fue destituido. 54 «Fue algo gradual —explicó Kasiánov—. Jodorkovski, Exxon, la reforma del gas, Bielorrusia y Ucrania. Y yo montaba un escándalo. Ya no pudo tolerarme más.» 55

Faltaban solo dos semanas para las elecciones presidenciales y se esperaba que Putin hiciera cambios en su gabinete pasados los comicios. Pero sus hombres y él no dejaban nada al azar. Ahora que habían empezado a dar pasos para afianzarse en el poder, no podían permitirse ningún imprevisto. Según la Constitución, si algo le ocurría a Putin, el primer ministro asumía la presidencia del país.

En una contienda electoral que bien poco tuvo de competición, Putin acabó con el último elemento de riesgo, el último vestigio de los años de Yeltsin en el poder capaz de desafiarlo. Para sustituir a Kasiánov nombró a Mijaíl Fradkov, un tecnócrata poco conocido que había trabajado durante décadas en las sombras de las estructuras de la seguridad. 56 Antes de su nombramiento, había servido como representante especial de Rusia en la UE, y eran pocos los que habían oído su nombre. Pero había demostrado ser un aliado de confianza de los hombres de Putin en el KGB, pues había trabajado desde la década de 1980 como una pieza clave de las operaciones estratégicas en el comercio exterior, incluidas las llamadas «empresas amigas» que apoyaban el régimen soviético desde el extranjero. En la época en que se aplicó el plan del petróleo por alimentos, él era viceministro de Relaciones Económicas Exteriores. En tanto que hombre de Piotr Aven en San Petersburgo, había aprobado los contratos que Putin había distribuido entre un pequeño círculo de aliados y empresas amigas, que a la larga crearon un almacén estratégico de dinero negro para Putin y agentes de seguridad de la ciudad.

Incluso tras aquella destitución tan precipitada y exenta de formalidades, Kasiánov aún creía que el rumbo de Putin podía modificarse. Le resultaba difícil comprender que el camino que Rusia había emprendido desde el hundimiento de la Unión Soviética se estuviera revirtiendo. «Aun después de dejar el Gobierno, durante los seis meses siguientes seguí pensando que Putin estaba equivocado y que todo aquello podía corregirse. Solo después, tras el atentado terrorista de Beslán, comprendí que todo aquello había sido planificado para alterar la totalidad del sistema político.» 57

*

Las elecciones presidenciales de marzo apenas dejaron huella en la conciencia pública. Putin las ganó con facilidad, con más del 71 % de los sufragios. Los principales adversarios políticos de la era Yeltsin, Guennadi Ziugánov, líder del Partido Comunista, y Vladímir Zhirinovski, del nacionalista Partido Liberal Democrático, ni siquiera reunieron el entusiasmo mínimo para presentarse. Nombraron a representantes para que concurrieran en su lugar, y el candidato comunista, el poco conocido Nikolái Jaritónov, quedó en segundo lugar, a mucha distancia, con el 13 % de los votos. 58 Aquello no fue ni siquiera una contienda electoral. Pero en cualquier caso el Kremlin no había dejado casi nada al azar. La televisión estatal no asignó prácticamente ningún tiempo a los candidatos de la oposición: Jaritónov calculó que sus encuentros con los votantes merecieron apenas cuatro minutos y cincuenta segundos de emisión, a años luz de la cobertura total que recibió el aspirante a la reelección. Los hombres de Putin en el KGB coparon pronto los puestos de más poder en el gabinete. Iniciaban un segundo mandato sin los controles y los contrapesos de los hombres influyentes de la era Yeltsin.

La única persona que expresó alguna objeción al segundo mandato de Putin fue su esposa, Liúdmila. Se había criado en una aldea decrépita en las inmediaciones de Kaliningrado. Su padre bebía mucho, y a ella le costó adaptarse al escrutinio público y los oropeles de la vida presidencial. «Quiso separarse de él cuando le dijo que se presentaba a la reelección —comentó Pugachev, que llegó a mantener una relación de confianza con ella, con la que a menudo se pasaba horas sentado en la cocina de la residencia presidencial esperando el regreso de Putin—. Me contó que había acordado con él cuatro años, pero no más. Él tuvo que convencerla para que se quedara. De cara a los resultados, una separación no era conveniente. No podía presentarse a la reelección mientras ella intentaba divorciarse de él. Ella siempre bebía mucho.» 59

A Liúdmila le había resultado difícil adaptarse a las ausencias constantes de Putin. Durante toda su carrera profesional, el ahora presidente pasaba largas jornadas laborales fuera de casa, pero ahora estas se prolongaban interminablemente. Como si se avergonzara de ella, Putin se mantenía a distancia, y cada vez la llevaba menos a viajes oficiales y viajes. Cuando regresaba a casa, muchas veces a altas horas de la madrugada, se ponía las pantuflas y se sentaba a ver programas cómicos insustanciales en la tele en vez de pasar tiempo con su mujer.

Mientras eso ocurría, Pugachev asistía con creciente incomodidad al ascenso al poder de los hombres del KGB. En la década de 1980, él se había enfrentado al KGB en su ciudad natal de Leningrado. En aquella época, se dedicaba a comerciar con moneda extranjera en el mercado negro, y su enemigo declarado era el KGB, que quería acabar con sus actividades y lo amenazó con encarcelarlo. Pero también había aprendido a comprar a ciertos agentes. Ahora se codeaba con los nuevos ocupantes del poder, los invitaba con frecuencia a su casa y mantenía una relación de cercanía y risas con Vitia (Ivanov) e Ígor (Sechin). Ocupaba un escaño de senador en el Consejo de la Federación. Pero aun así se lo consideraba alguien que manejaba los hilos entre bastidores. Durante un tiempo mantuvo su despacho en el Kremlin, delante de las oficinas del jefe de la administración. Y durante un tiempo Putin siguió siendo su acompañante fiel.

Pero Pugachev cuenta hoy que, en todo ese periodo, a él le preocupaba el rumbo estatalista que estaban tomando las cosas, las restricciones a las libertades, los acontecimientos que habían consolidado el poder de Putin. Aunque afirma que expresaba esas preocupaciones con frecuencia, optó por no hacer nada al respecto, y asegura que creía que podría ejercer mayor influencia desde dentro que objetando y apartándose. Creía que podía actuar mejor como freno a las tendencias más autoritarias de Putin y sus hombres si se mantenía cerca. Pero de hecho disfrutaba de su poder y su estatus tanto como cualquiera de ellos. Y, en todo caso, le parecía que no tenía mucha alternativa. «Una cosa es que te montes en un coche y que las puertas se cierren y que veas que el chófer está al borde de la demencia —explicó—. Pero las puertas están cerradas y el coche ya avanza deprisa. Y tú tienes que decidir si te quedas en él, o si saltar es más peligroso. El momento en el que puedes bajarte tranquilamente del coche ha quedado atrás.» 60

Empezaba a surgir una nueva ideología propugnada por los hombres del KGB tendente a restaurar la grandeza del Estado ruso y respaldar los lazos imperiales con las antiguas repúblicas soviéticas. Uno de los primeros actos de Putin como presidente —para horror de los vestigios de la era Yeltsin como el propio Pugachev y Voloshin— había sido recuperar el himno soviético La unión indivisible de las repúblicas libres . 61 La potente partitura musical de Aleksánder Aleksánderov era algo más que nostalgia; se trataba de una llamada a revivir el imperio del pasado soviético. Había nacido como un himno a Stalin y a las hazañas logradas por el país como superpotencia mundial, así como a los grandes y terribles sacrificios que había realizado por el camino. Además de esa apelación al pasado soviético, la élite gobernante parecía imbuida de un nuevo fervor por la Iglesia ortodoxa. Putin había compartido con el mundo su creencia religiosa en un libro de entrevistas publicado meses antes de las elecciones de su primer mandato, donde contaba lleno de orgullo que su madre y una vecina de su apartamento comunitario de Leningrado lo habían bautizado en secreto, ocultándoselo a su padre, que era miembro del partido y no aprobaba la religiosidad. 62 Contaba que, a principios de la década de 1990, cuando estaba a punto de visitar Israel como vicealcalde de San Petersburgo, su madre le había entregado su cruz de bautismo para que se la bendijeran en el Santo Sepulcro de Jesús. «Desde entonces no he vuelto a quitármela», aseguraba. Después, durante su primer encuentro con George W. Bush en 2001, había fascinado al presidente estadounidense al explicarle cómo había salvado su cruz de un incendio que había destruido su dacha a mediados de los noventa. Posteriormente Bush diría que «pudo captar algo de su alma». 63

Resultaba extraño que un agente del KGB que se había pasado la vida sirviendo a un Estado que prohibía la Iglesia ortodoxa profesara una creencia religiosa. Pero, uno por uno, los hombres del KGB que llegaron al poder con Putin, y que estaban detrás de su ascenso, siguieron sus pasos. Desde el principio, buscaban una nueva identidad nacional. Los principios de la Iglesia ortodoxa proporcionaban un credo poderoso y unificador que se remontaba más allá de la era soviética, hasta los días del pasado imperial, y que hablaba del gran sacrificio, sufrimiento y resistencia del pueblo ruso, y de una creencia mística de que Rusia era la Tercera Roma, el siguiente imperio gobernante en la Tierra. Se trataba de un material ideal con el que reconstruir una nación a partir de dificultades y pérdidas. Según un oligarca que veía con escepticismo el aumento de creencias religiosas, estaba convenientemente diseñado para volver a convertir a los rusos en siervos y mantenerlos en la Edad Media, de manera que Putin, el zar, pudiera gobernar ostentando un poder absoluto: «El siglo XX en Rusia —y ahora el XXI — ha sido la continuación del siglo XVI : el zar está por encima de todo lo demás, y el suyo es un papel sagrado y celestial... Ese poder sagrado crea a su alrededor un cordón absolutamente impenetrable de inocencia. Las autoridades no pueden ser culpables de nada. Sirven a través de un bien absoluto». 64

Según Pugachev, que había sido un devoto creyente desde los años de su adolescencia, Putin comprendía poco de la verdadera fe ortodoxa. Pugachev solía culparse a sí mismo por el rumbo que habían tomado las cosas, porque había sido él quien había presentado a Putin al padre Tijon Shev­ku­nov, el sacerdote que llegó a conocerse como el «confesor» del presidente. Pero según Pugachev, la alianza había sido de conveniencia por ambas partes. A Shevkunov le había permitido dar preeminencia a la Iglesia ortodoxa y a sus enseñanzas, y riquezas y financiación a su monasterio de Sretenski. Para Putin, era parte de su atracción por las masas, nada más. «Nunca le habría presentado a Putin a la Iglesia de haber sabido cómo iba a acabar todo», comentó Pugachev. En una ocasión, cuando Putin y Pugachev asistían juntos a un servicio religioso el Domingo de Perdón, el último antes de la Cuaresma ortodoxa, Pugachev le dijo a Putin que debía postrarse ante el sacerdote, como era costumbre, y solicitar su perdón. «Me miró asombrado: “¿Y por qué?”, me preguntó. “Soy el presidente de la Federación Rusa. ¿Por qué debo pedir perdón?”» 65

En su búsqueda de una nueva idea que uniera al país después de una década de hundimiento, Putin y sus valedores tenían claro desde hacía tiempo que el comunismo había fallado. «El comunismo demostró vivamente su ineptitud para generar un autodesarrollo sólido, condenando a nuestro país a un retraso sostenido respecto a los países económicamente avanzados. Fue una vía que condujo a un callejón sin salida, alejada del cauce principal de la civilización», había declarado Putin el día antes de su llegada a la presidencia. Y así, en los primeros años de su mandato, cuando se hizo venir a maestros y otros expertos a que inculcaran al nuevo presidente la historia del Estado ruso, estos le acercaron al pasado ortodoxo imperial de Rusia. A Putin le hablaron de los expatriados de la Rusia Blanca que huyeron del país en tiempos de la Revolución bolchevique y se habían pasado la vida en el exilio intentando crear una nueva ideología para el resurgir del país si alguna vez la Unión Soviética se desmoronaba. Estaban, por ejemplo, los escritos del filósofo religioso Iván Ilin, que creía que la nueva identidad nacional rusa debería basarse en la fe ortodoxa y el patriotismo, principios a los que Putin se referiría en sus discursos de su segundo mandato. Además, estaban los textos del lingüista Nikolái Trubetskói y de Lev Gumilev, el historiador y etnólogo soviético que propugnaba la naturaleza única de Rusia en tanto que fusión de culturas eslavas, europeas y túrquicas tras siglos de invasión de las hordas mogolas. Aquellos pensadores hacían hincapié en el camino euroasiático ruso, que según ellos era único, y promovían la filosofía del «eurasianismo» como alternativa al atlanticismo de Occidente. Putin se refería a esa filosofía una y otra vez mientras buscaba crear, primero, una zona económica común euroasiática que incluyera Bielorrusia, Ucrania y Kazajistán, y después un gran imperio basado en las alianzas de los ex-Estados soviéticos que, esperaba él, algún día alcanzaran también Europa. 66

La meta era forjar una identidad para el régimen de Putin que lo fortificara contra el hundimiento interno y el ataque exterior. Los descendientes directos de los expatriados de la Rusia Blanca, muchos de los cuales habían llegado a relacionarse estrechamente con el KGB, accedieron al círculo interior de Putin para liderar el intento de establecer un puente con el pasado imperial. Uno de ellos describió la filosofía del mandato de Putin como «un nudo de tres elementos: el primero es la autocracia: un gobierno fuerte, un hombre fuerte, un padre, un tío, un jefe. Es un régimen autocrático. El segundo elemento es el territorio, una patria, el amor al país y esas cosas. El tercer elemento es la Iglesia. Es el elemento que lo une todo. Es el cemento, por así decirlo. Da igual que sea la Iglesia o el Partido Comunista. No importa demasiado. Si nos fijamos en la historia de Rusia, siempre ha habido esos tres elementos juntos. Putin se preocupa mucho de aunar esos tres elementos. Es la única manera de mantener el país completo. Si retiramos uno de esos elementos, el país se viene abajo». 67

Esa filosofía era una copia directa de la doctrina del Estado de Nicolás I, cuyos principios eran «Ortodoxia, Autocracia y Nacionalidad». El zar había sido uno de los más reaccionarios, conocido por su represión brutal de uno de los primeros levantamientos democráticos de Rusia. Ahora los hombres del KGB de Putin buscaban reciclar aquella ideología para definir su mandato y justificar su mano dura con cualquier forma de oposición.

Pero esos principios eran apenas los gérmenes de una transformación. Solo hacia finales de 2004, cuando se enfrentaron al desafío de la antigua república soviética de Ucrania contra la influencia del Kremlin, y cuando, poco después, Rusia se vio sacudida por otro atentado terrorista, Putin y sus aliados redoblaron la apuesta. Solo entonces Putin, basándose en los textos del pasado imperial ortodoxo ruso, emprendió un rumbo que subvirtió lo que quedaba de la democracia en el país, y buscó la manera de unirlo enfrentándolo a Occidente.

Las causas de la crisis en Ucrania estaban muy claras en las mentes de los hombres de Putin: ellos creían que Occidente estaba conspirando para alejar a Kyiv de Moscú. Pero lo que no estaba nada claro eran las causas de otro espantoso atentado terrorista, una acción que acabó con la vida de más de trescientos rehenes y empujó al Kremlin de Putin a endurecerse más.

La mañana del 1 de septiembre de 2004, los niños de toda Rusia se preparaban para el primer día de colegio. Las niñas se habían puesto sus mejores vestidos, y lucían grandes lazos de colores en el pelo. Los niños llevaban flores para las maestras y los padres se paseaban frente a las verjas de las escuelas, orgullosos, conversando y tomando fotos de sus pequeños. Pero en Beslán, una pequeña localidad del norte del Cáucaso, a poco más de cien kilómetros de Chechenia, la tradicional ceremonia de inauguración del curso se vio alterada. Aunque, oficialmente, la devastadora guerra de Putin en Chechenia había terminado, las tropas rusas aún ocupaban la república, y la región entera era un polvorín. Seguían produciéndose a diario escaramuzas violentas con los soldados rusos, y todavía se daban incursiones armadas en las repúblicas vecinas. 68

A las 9:10 de la mañana, aproximadamente, cuando los niños de Beslán se congregaban en torno a la verja de la escuela para asistir a la ceremonia de inauguración, decenas de terroristas armados llegaron en un furgón policial y empezaron a disparar al puñado de policías que custodiaban el recinto. Se apoderaron del colegio y tomaron a más de 1.100 rehenes entre padres, alumnos y maestros. Varios de ellos, después, explicarían que los terroristas habían sacado grandes cantidades de munición de debajo de los tablones del suelo, que según un mando policial había ocultado allí un grupo de operarios durante unas obras de reforma antes del inicio del curso. 69 Los terroristas condujeron a los rehenes hasta el gimnasio y rodearon de explosivos todo el edificio. Colgaron bombas de una cuerda que se extendía entre dos canastas de baloncesto, en los dos extremos del gimnasio, y se fijaron otros dos explosivos a un mecanismo con pedales a los pies de dos terroristas que permanecían sentados. Se extendieron cables-trampa por todo el colegio para obstaculizar los intentos de rescate. A fin de que no los abatieran con gas, como en el asalto del teatro Dubrovka, los terroristas iban equipados con máscaras antigás, y además rompieron todos los cristales de las ventanas del gimnasio. Durante los dos días siguientes, a los rehenes se les negaron agua y alimentos a pesar del calor sofocante. Los niños suplicaban poder beberse la orina de sus compañeros y se comían las flores que habían traído para sus maestras. 70 De vez en cuando se oían disparos, y al segundo día los terroristas lanzaron granadas contra dos vehículos que, según ellos, se habían acercado demasiado a la escuela. 71 Los terroristas, una vez más, exigían la retirada inmediata de Chechenia de las tropas rusas, el reconocimiento de la independencia de su país y el fin de las acciones armadas en la república. 72

Las negociaciones se iniciaron enseguida. Los secuestradores permitieron que Ruslán Áushev, expresidente de la vecina república de Ingusetia, accediera a la escuela el segundo día, y este no tardó en conseguir la liberación de 26 madres con sus bebés. 73 El asesor presidencial para Chechenia, Aslambek Aslajánov, de origen checheno, declaró que había alcanzado un acuerdo para entrar en la escuela a las tres de la tarde del día siguiente. 74 Él proponía que 700 voluntarios rusos muy conocidos se intercambiaran con los rehenes para poder así liberar a los niños, y se estaba trasladando a Beslán desde Moscú con la esperanza de lograr la aplicación de su plan. Después se supo que las autoridades locales habían llegado a contactar con Aslán Masjádov, que había sido presidente de Chechenia a mediados de los noventa, cuando era un Estado separatista. 75 Para el Kremlin, seguía siendo una persona non grata , el archienemigo al que habían declarado terrorista y considerado responsable del asalto del Dubrovka. Pero la situación era tan desesperada que un asistente del vicepresidente del Parlamento regional de Osetia del Norte había llamado al más estrecho colaborador de Masjádov en Londres, que le dijo que había acordado con este que acudiría a la escuela a negociar con los secuestradores. La única condición de Masjádov fue que se le garantizara un tránsito seguro. A mediodía del tercer día, ese mensaje le fue comunicado directamente al presidente de Osetia del Norte.

Pero apenas una hora después de que se produjera aquella conversación, una explosión atronó en el gimnasio. Vino seguida de una segunda, y después de una serie de estallidos. 76 Empezaron a oírse disparos de bala y cohetes, porque las fuerzas especiales rusas habían empezado a disparar contra la escuela unos proyectiles conocidos como cohetes termobáricos Shmel. 77 El techo empezó a incendiarse al poco tiempo. Sobre las 14:30 horas, según la versión de testigos oculares, al menos un tanque ruso avanzó y disparó contra los muros de la escuela. 78 A medida que se propagaba el fuego, los terroristas ordenaron a muchos rehenes que abandonaran el gimnasio en llamas y se dirigieran a la cantina, donde se los obligó a plantarse frente a las ventanas a modo de escudos humanos. 79 Una investigación independiente descubrió más adelante que al menos 110 rehenes murieron allí. 80 El incendio seguía propagándose por el gimnasio, pero los bomberos tardaron dos horas en llegar a partir del momento en que se declaró. 81 Para entonces el tejado ya se había venido abajo. Muchos de los rehenes, incluidos niños, se quemaron vivos, mientras que otros que intentaban huir de la escuela eran abatidos por el fuego cruzado. Solo había algunas ambulancias operativas para trasladar a los heridos al hospital. 82 Los tiroteos se prolongaron hasta la noche.

Aslambek Aslajánov llegó a Beslán justo a tiempo de presenciar el fin más mortífero de un atentado terrorista perpetrado jamás en Rusia. 83 «Mientras me dirigía al lugar, iba anticipando la gran alegría de poder liberar a aquellos niños —comentó—. Y al bajarme del avión, me sentía simplemente perdido. Pensaba: ¿cómo ha podido ocurrir algo así?» 84

La cifra de muertos fue de 330, más de la mitad de ellos niños. Aún hoy existen preguntas sin responder sobre cómo se causaron las muertes, por qué las fuerzas especiales rusas empezaron a atacar el edificio con cohetes y disparos y, lo más importante, qué desencadenó la primera explosión en el gimnasio. Nadie sabía si la perpetraron los terroristas a propósito o las tropas rusas sin querer. El fuego que causó tantas muertes, ¿se inició por una explosión en el interior de la escuela o por los cohetes termobáricos disparados por los soldados? Putin aceptó a regañadientes abrir una investigación parlamentaria, pero la presidió un aliado muy próximo a él, Aleksánder Torshin, senador con antiguos vínculos con el KGB. No podía definirse precisamente como independiente, y cuando, dos años después, los trabajos de la comisión se dieron por acabados, se concluyó que uno de los terroristas había causado la destrucción de la escuela detonando intencionadamente una de las bombas. 85 «Actuaba según un plan desarrollado con anterioridad», se decía, mientras que las autoridades habían actuado totalmente de conformidad con la ley. 86 «Mientras tenían lugar los trágicos acontecimientos, se tomaron todas las medidas posibles para salvar las vidas de las personas», concluía el informe, que aseguraba que los tanques y los lanzallamas solo se habían usado cuando todos los rehenes se encontraban en el exterior del edificio. Aquello estaba en abierta discrepancia con las versiones de testigos oculares, 87 mientras que la conclusión de que la primera explosión se había producido intencionadamente por un terrorista chocaba abiertamente con los hallazgos de otros investigadores independientes. Una de esas investigaciones fue dirigida por un vicepresidente del Parlamento de Osetia del Norte, Stanislav Kesáyev, que estuvo presente durante la toma de la escuela. Citaba el testimonio de un secuestrador capturado, según el cual la primera explosión se desencadenó cuando un francotirador abatió a uno de los terroristas que tenía uno de sus pies apoyado en un detonador. 88

A la Comisión Torshin le resultaba relativamente fácil sembrar la duda sobre esa afirmación, porque las ventanas de la escuela eran opacas, lo que hacía prácticamente imposible que un francotirador hubiera podido ver el interior. 89 Pero era bastante más difícil desestimar los hallazgos de una tercera investigación liderada por un experto en armas y explosivos, Yuri Savelyev, diputado independiente de la Duma que descubrió que las explosiones iniciales solo pudieron causarlas cohetes disparados desde el exterior de la escuela. 90 Su informe concluía que las fuerzas especiales habían disparado granadas propulsadas por cohetes sin previo aviso, aun cuando las negociaciones seguían en marcha. 91 Según sus hallazgos, básicamente, fue la intervención de las fuerzas rusas la que condujo a la cadena de explosiones que causaron tantas muertes innecesarias.

Savelyev era una persona muy respetada en su campo. Inicialmente había participado en la Comisión Torshin, de la que había sido el único experto en balística y armamento, pero se retiró de ella cuando le quedó claro que los hallazgos oficiales divergían ampliamente de los suyos. Sus conclusiones coincidían con un vídeo que se divulgó casi tres años después de los hechos de Beslán, en el que, según parecía, unos ingenieros militares conversaban con los fiscales cuando el asedio ya había terminado. 92 Los ingenieros examinaban diversos explosivos de fabricación casera que los terroristas habían dejado sin detonar bajo una mesa de la escuela. Eran botellas de plástico llenas de metralla y cojinetes. «Los boquetes del interior [en las paredes de la escuela] no pueden haber sido causados por estos explosivos —comenta uno de los ingenieros—. Según van diciendo, todos estos [cojinetes] se habrían esparcido por todas partes, pero no hay pruebas de esa clase de heridas en los niños a los que sacaron. Y por todas partes también.» «¿De modo que no hubo explosión en el interior del edificio?», pregunta otro de los ingenieros. «En el interior del edificio no hubo explosión», responde el primero.

El alcance de la matanza que se produjo ese día hacía que resultara difícil presentar unas pruebas absolutamente concluyentes. Pero la afirmación según la cual los primeros disparos vinieron del exterior de la escuela la repitieron algunos rehenes supervivientes en declaraciones a Los Angeles Times . Uno de ellos habló del estupor en los rostros de los secuestradores cuando se iniciaron los estallidos. «No se esperaban aquella explosión. Y aquella frase, nunca la olvidaré: “Son los vuestros los que se os han cargado”. Uno de los secuestradores repitió aquellas palabras varias veces con su voz grave. No lo olvidaré nunca.» 93 ¿Podía ser, tal como sugirió una persona que había estado dentro del Kremlin, que las autoridades rusas hubieran ordenado el tiroteo que inició el ataque a la escuela porque no querían correr riesgos con la llegada de Masjádov, el exlíder rebelde, enemigo declarado suyo, para iniciar las conversaciones? 94

Las primeras explosiones se habían oído apenas una hora después de que su asistente transmitiera el mensaje de que acudiría a negociar. El rumor era demasiado espantoso para contemplarlo siquiera.

Putin hubo de enfrentarse a una marea de indignación por la gestión del asalto. En lugar de las alabanzas que se había ganado por la resolución del ataque al teatro de Dubrovka, crecían las preguntas no solo sobre el baño de sangre que se produjo cuando las fuerzas militares rusas irrumpieron en la escuela, sino sobre cómo era posible, para empezar, que los terroristas hubieran conseguido llegar hasta allí, una vez más, armados hasta los dientes y, una vez más, a plena luz del día. Los pocos miembros independientes del Parlamento formulaban preguntas en la Duma sobre si el presidente era capaz de garantizar la seguridad del país. Una de las bases más importantes del contrato social que Putin había ofrecido al pueblo ruso cuando llegó al poder había sido poner fin al terrorismo que había llevado a los atentados de los edificios residenciales a raíz de su guerra contra Chechenia. Pero sus servicios de seguridad no habían sido capaces de aprender las lecciones del asalto al teatro Dubrovka, opinaban los críticos. El conocido comentarista político, Serguéi Márkov, considerado próximo al Kremlin, definió la situación como una «crisis colosal». 95 Incluso los comunistas, largamente acobardados y mudos como oposición, empezaron a afirmar que la persecución de Putin a la oposición política había distraído a su régimen de abordar el problema mayor del terrorismo. «Han construido un poder vertical que se ha revelado inútil ante estas amenazas terroristas», declaró Iván Melnikov, diputado líder del Partido Comunista. 96 Los índices de popularidad de Putin habían caído de manera sostenida desde su reelección, a medida que crecía la fatiga ante la interminable guerra de Chechenia, y después de los hechos de Beslán se hundieron hasta su nivel más bajo en cuatro años, del 66 %. 97

Pero la respuesta con la que se presentó Putin, pálido pero decidido cuando se vio claro que la cifra de muertos había alcanzado proporciones de catástrofe, fue que el ataque lo habían organizado fuerzas externas a Rusia, que pretendían erosionar la integridad territorial del país y generar su hundimiento. En una alocución en directo, emitida un día después del fin del asalto, definió los trágicos acontecimientos como «un desafío a toda Rusia, a nuestro pueblo. Este es un ataque contra todos nosotros».

«Nos enfrentamos a la intervención directa del terror internacional contra Rusia, a una guerra total, a gran escala, que una y otra vez acaba con la vida de nuestros compatriotas», declaró. En lugar de señalar con el dedo a los terroristas de Chechenia, afirmaba que el atentado formaba parte de una trama más amplia que, según parecía creer, provenía de Occidente: «A algunos les gustaría arrebatarnos una “sustanciosa porción de la tarta”. Otros les ayudan. Les ayudan pensando que Rusia sigue siendo una de las mayores potencias nucleares y que, como tal, sigue suponiendo una amenaza para ellos. Y por lo tanto creen que esa amenaza debe ser eliminada. El terrorismo, claro está, es solo un instrumento para conseguir esos fines». 98

Según él, el atentado se derivaba directamente del hundimiento de la Unión Soviética, que sus hombres del KGB y él mismo creían que había sido planificado por Occidente. Rusia, el corazón de lo que había sido un «vasto y gran Estado» había sido incapaz de «comprender plenamente la complejidad y los peligros de los procesos en marcha en nuestro propio país y en el mundo. Sea como fuere, demostramos ser incapaces de reaccionar adecuadamente. Nos mostramos débiles. Y a los débiles se los ataca. Por ello, no podemos y no debemos vivir tan despreocupadamente como antes. Debemos crear un sistema de seguridad mucho más eficaz... Lo más importante es movilizar al país entero ante este peligro común». Durante un encuentro anual con académicos occidentales, llevó más allá sus insinuaciones, trazando un paralelismo directo entre el ataque de Beslán y la pugna con Occidente de la Guerra Fría: «Es una vuelta a la mentalidad de la Guerra Fría... Hay ciertas personas que quieren que nos concentremos en nuestros problemas internos, y que mueven los hilos para que no levantemos cabeza internacionalmente». 99

A pesar del hecho de que, en investigaciones posteriores, parecía demostrarse que la mayoría de las muertes en Beslán las había causado la propia intervención de las tropas rusas, lo que ocurrió después fue el principio de un cambio radical en la Rusia de Putin por el que sus hombres del KGB buscaron afianzar su control. Según declaró el presidente, la respuesta constituiría el mayor cambio constitucional en la historia postsoviética del país. Diez días después del ataque anunció que abolía las elecciones a gobernadores generales. Se trataba de algo que iba mucho más allá de los intentos de controlar los poderes de unos gobernadores generales ya impuestos por el Kremlin. Ahora, en lugar de ser escogidos, llegarían al cargo por nombramiento del Kremlin, y los Parlamentos regionales los confirmarían. Con esa medida se fortalecería el sistema contra las amenazas externas, según Putin: «Los organizadores, los ejecutores del atentado terrorista, buscan la desintegración del Estado, la ruptura de Rusia... El sistema del poder estatal no solo ha de adaptarse a la tragedia de Beslán, sino también impedir que una crisis parecida pueda repetirse». 100

Algunos comentaristas políticos independientes, como Nikolái Petrov, así como miembros no adscritos de la Duma, advirtieron de que aquello era un retorno a prácticas soviéticas, que equivalía a un regreso a un sistema de partido único en el que el Kremlin sería amo y señor. 101 Se trataba de una involución en una de las libertades más importantes ganadas en los años de Yeltsin, y suprimía un sistema que había proporcionado a votantes y a élites regionales por igual una de las lecciones más importantes en democracia local. Pero el Kremlin defendía que suprimía un sistema que se había corrompido, que había permitido que las elecciones a gobernador regional las compraran aquellos que les ofrecieran más dinero. La joven democracia rusa era demasiado débil como para permitirse el riesgo de un sufragio directo. La amenaza externa a su unidad era demasiado grande. Los hombres de Putin estaban construyendo una Rusia-Fortaleza y presentaban el país como si estuviera bajo el asedio de una amenaza exterior. Pero en realidad estaban empeñados solamente en preservar su propio poder. El establishment de la política exterior de Putin había condenado desde hacía tiempo a Occidente por dar cobijo a algunos de los que, según ellos, apoyaban a terroristas chechenos, como Ajmed Zakáyev en el Reino Unido e Iliás Ajmádov en Estados Unidos. 102 Había cuestionado si los rebeldes chechenos habían usado el desfiladero de Pankisi, un estrecho valle que recorría Georgia y el Cáucaso septentrional, como ruta a través de la cual perpetrar sus atentados terroristas en suelo ruso. Pero hasta ese momento, los hombres de Putin rara vez habían hecho referencia a la idea de que Occidente pretendía romper Rusia.

Según alguien que tenía acceso al Kremlin, las pruebas de la implicación occidental en el ataque de Beslán se las había presentado Pátrushev a Putin, que por supuesto las había aceptado sin cuestionárselas: «Putin se lo creyó porque le convenía. Lo importante era crear un mito, culpar a Occidente. De ese modo pudieron taparlo todo. Solo después de que ocurriera decidieron que era una buena excusa para suspender también las elecciones a gobernadores». 103 De hecho, ese paso llevaba mucho tiempo entre los planes. Los hombres de la seguridad, sencillamente, aguardaban el momento de darlo.

Putin no había hecho declaraciones similares sobre la implicación de Occidente después del asalto al teatro Dubrovka. Es más, en ningún momento se presentaron pruebas de que ninguna fuerza occidental estuviera involucrada en el atentado de Beslán. En un informe filtrado por los servicios de seguridad rusos se aseguraba que tres residentes en el Reino Unido, uno de ellos que solía frecuentar una conocida mezquita radical de Finsbury Park, Londres, y los otros dos argelinos que residían en la capital inglesa, habían participado en el asalto. 104 Pero al poco dejó de mencionarse el tema, y nunca llegó a confirmarse.

En todo caso, lo que sí estaba ocurriendo al mismo tiempo era una amenaza creciente a la influencia de Rusia sobre su vecino más importante. Ese otoño, en Ucrania, se acercaban las elecciones presidenciales. El mandato constitucional de Leonid Kuchma, exlíder del Partido Comunista que había mantenido el país a medio camino entre Oriente y Occidente desde 1994, tocaba a su fin. El candidato pro-Kremlin, Víktor Yanukóvich, por entonces primer ministro del país, expresidiario y jefe empresarial que provenía del bastión prorruso de Donetsk, al este de Ucrania, se enfrentaba a un desafío creciente por parte de un candidato que proponía una integración mucho mayor a Occidente. Se trataba de Víktor Yúshchenko, que también había ejercido de primer ministro. Todo lo que él defendía era anatema para Putin y los planes que este tenía para Ucrania.

De todas las antiguas repúblicas soviéticas, Moscú siempre había sentido más la pérdida de Ucrania tras el hundimiento soviético, como si se tratara de un miembro fantasma del imperio que Rusia aún creyera que seguía unido a su cuerpo. Ucrania había sido la tercera república soviética en tamaño, tras la propia Rusia y Kazajistán. Casi el 30 % de su población tenía el ruso como lengua materna, y su economía estaba estrechamente vinculada a Rusia desde la época soviética. El Politburó había invertido fuertemente en la industrialización de Ucrania, en otro tiempo una región eminentemente agrícola, transformándola en un gran fabricante de material defensivo, vital para el suministro a Rusia. Sus altos hornos de acero se habían sumado a los de Rusia en la economía planificada soviética, mientras que sus fábricas seguían siendo proveedores clave de materias primas a la industria rusa del aluminio. Más importante aún, Ucrania constituía una zona de tránsito de vital importancia para las exportaciones más estratégicas de Rusia. El 85 % de las exportaciones de gas rusas a Europa pasaban por la red de gasoductos ucranianos, arterias del imperio construidas en época soviética, y la ucraniana península de Crimea, en el Mar Negro, seguía albergando una estratégica base naval rusa de gran importancia.

Si Putin buscaba afianzar el regreso del poder imperial ruso, lo que menos le interesaba era que Ucrania se acercara a Occidente. Pero el país llevaba tiempo dividido y era una encrucijada entre Oriente y Occidente desde la época prerrevolucionaria. Polonia y Lituania habían controlado grandes porciones de la región occidental de Ucrania desde 1686, cuando Rusia y Polonia se dividieron el país tras treinta años de guerra. Aunque el régimen soviético puso fin a todo vestigio de aquel reparto, la influencia occidental había quedado grabada de manera indeleble en la zona occidental de Ucrania, donde el movimiento independentista proeuropeo era fuerte. Durante su mandato, Kuchma había navegado hábilmente en un equilibrio entre las fuerzas prooccidentales y prorrusas. Pero ahora había aparecido Yúshchenko para desafiar los planes de Putin de crear una unión más fuerte mediante la creación de una zona económica común euroasiática. Los Parlamentos de ambos países habían ratificado la creación de la zona económica común en abril de ese año. Pero, según Putin, Yúshchenko tenía el apoyo de unos Gobiernos occidentales decididos a frenar el resurgimiento ruso.

Yúshchenko apoyaba con fuerza la integración de Ucrania en la Unión Europea y en la OTAN (Kuchma lo había destituido como primer ministro por sus tendencias occidentalizadoras). Su esposa, ucraniano-estadounidense, se había criado en Chicago y había trabajado en el Departamento de Estado del país norteamericano. Se habían conocido en un avión, cuando les tocó viajar en asientos contiguos, lo que llevaba a pensar a Putin que Yúshchenko había sido reclutado por la CIA.

Putin y sus hombres estaban horrorizados ante lo que percibían como una incursión clara en su terreno, como una amenaza directa a la mayor integración euroasiática que llevaban tiempo planificando. Él ya había expresado su primera advertencia a Occidente en relación con Ucrania ese verano, varios meses antes del asalto de Beslán. Estaban en juego los planes del Kremlin para dar el primer paso hacia la resurrección del imperio ruso, el llamado Espacio Económico Común entre Rusia, Ucrania, Bielorrusia y Kazajistán. «Acercándonos, aumentamos nuestra productividad. Y eso es algo que no solo entendemos nosotros, sino gente seria, nuestros socios en el extranjero —había declarado Putin durante una reunión con Kuchma en el mes de julio—. 105 Sus agentes, tanto en el interior como en el exterior de nuestros países, hacen todo lo posible por dificultar la integración entre Rusia y Ucrania.» Había escogido muy bien el marco de su declaración: la reunión con Kuchma tenía lugar en el mismo Palacio de Livadia de Yalta en el que Stalin, Roosevelt y Churchill habían dividido Europa en esferas de influencia, entre el Este y el Oeste, hacia el final de la Segunda Guerra Mundial. Putin reclamaba un renovado derecho histórico, una esfera rusa de influencia sobre el extranjero más próximo.

Pero al parecer su advertencia había caído en saco roto. La popularidad de Yúshchenko seguía creciendo día a día, y eso a pesar de que las relaciones públicas del Kremlin se desplazaron hasta Kyiv para hacer campaña a favor de Yanukóvich. El 5 de septiembre, apenas un día después de que Putin, en su discurso sobre Beslán, asegurara que fuerzas externas intentaban llevarse sustanciosas porciones de Rusia, los opositores de Yúshchenko pasaron a la ofensiva. Este asistió a una cena en la dacha del director del servicio de seguridad de Ucrania, el general Ihor Smeshko. Al día siguiente se sintió enfermo, y en las jornadas posteriores le salieron por toda la cara unos quistes espantosos. Se trasladó a Austria para recibir tratamiento, y allí los médicos llegaron a la conclusión de que había sido envenenado con una dioxina altamente tóxica. Pero aun así su campaña electoral siguió imparable. Aunque Yúshchenko quedó temporalmente desactivado, Yulia Timoshenko, una gran conocedora de la maquinaria política y nacionalista ucraniana, retomó la campaña en su ausencia. Su campaña tenía gancho y era moderna. El eslogan se limitaba a un sencillísimo «TAK» [Sí], y sus banderas y carteles de color naranja parecían estar por todas partes. Los intentos de Putin de intervenir —llegando incluso a visitar Kyiv, la capital del país, pocos días antes de las elecciones para llamar a la gente a votar por Yanukóvich, el candidato pro-Kremlin— parecieron resultar contraproducentes. 106 La cobertura total de la televisión estatal rusa al arisco Yanukóvich, el líder de su partido y expresidiario procedente del bastión ruso del este de Ucrania, que en ocasiones parecía incapaz de unir más de dos frases, irritaba a un electorado ansioso de independencia tras décadas de hegemonía soviética. Yanukóvich no resistía la comparación con el erudito Yúshchenko, que se había convertido en un héroe por haber sobrevivido al intento de envenenamiento que lo había dejado desfigurado y que aún podía acabar con su vida.

Cuando el país acudió a las urnas a finales de noviembre, la intervención de Putin resultó una vez más contraproducente. Felicitó a Yanukóvich por su victoria antes incluso de que se publicaran los resultados, aunque los sondeos apuntaban a un desenlace opuesto. 107 El recuento oficial lo supervisaba un aliado próximo de Putin, y cuando finalmente coincidió con la previsión inicial de Putin, la oposición expresó su convicción de que los resultados estaban amañados. Decenas de miles de partidarios de Yúshchenko salieron a la calle, entre ellos legiones de jóvenes, muchos de los cuales unidos por el grupo juvenil Pora!, que levantó una carpa en la Plaza de la Independencia de Kyiv, la Maidán Nezalézhnosti, popularmente conocida simplemente como Maidán. 108

A pesar del frío gélido, las protestas iban a más. Un millón de personas se concentraron en Maidán, forzando a Kuchma a aceptar la convocatoria de nuevas elecciones. Esa vez los comicios, celebrados en diciembre bajo la intensa vigilancia de observadores locales e internacionales, dieron la victoria a Yúshchenko. El candidato de Occidente había ganado.

Para Putin y sus partidarios, se trató de una derrota devastadora que muchos aún no han olvidado. Las consecuencias de lo que dio en llamarse la «Revolución Naranja» fueron tan grandes, el golpe asestado a los planes del Kremlin tan destructivo que, según dos personas próximas a él, Putin intentó dimitir. 109 Pero lo cierto era que nadie, en su círculo más íntimo, quería asumir su puesto, nadie estaba dispuesto a aceptar aquella inmensa responsabilidad. Se trataba de la segunda revolución prooccidental que se producía en el patio trasero de Rusia. Hacía apenas un año, Mijeíl Saakashvili, prooccidental y formado en la Universidad de Columbia, había arrasado en la antigua república soviética de Georgia. Para Putin y sus aliados, las fuerzas de Occidente parecían estar activándose a su alrededor, apoderándose de la esfera de influencia de Rusia y amenazando con penetrar en el propio país. La peor pesadilla de los hombres de Putin en el KGB era que, inspirándose en los acontecimientos de los países vecinos, los opositores rusos, financiados por Occidente, también quisieran derrocar el régimen de Putin. Esa era la paranoia oscura que teñiría y sería el motor de muchas de las acciones que emprendería a partir de ese momento.

Una vez más, la reacción de Putin y su círculo íntimo fue redoblar la apuesta y presentar a Rusia como un país sometido a asedio. Lo que había ocurrido en Ucrania y Georgia influiría en las acciones del Kremlin de Putin durante muchos años. Al verse a sí mismos como inmersos en una batalla que era a la vez por la reconstrucción de un imperio y por la autoconservación, no podían permitir la aparición de la menor influencia externa, un factor que sin duda influyó en su decisión de suprimir las elecciones a gobernadores regionales.

En diciembre, apenas unos días antes de los segundos comicios en Ucrania, Putin aprovechó su rueda de prensa anual para atacar a Occidente, que según él intentaba aislar a Rusia fomentando una revolución en países vecinos. Una vez más, lo relacionaba con la inestabilidad en Chechenia. «Si eso es así, entonces la política de Occidente hacia Chechenia resulta más comprensible... como política dirigida a establecer elementos que desestabilicen la Federación Rusa.» Según afirmaba, las revoluciones en las antiguas repúblicas soviéticas habían sido «planificadas en otros lugares», y añadió que el multimillonario estadounidense George Soros pagaba los salarios del nuevo Gobierno georgiano. 110

Cuando Putin pronunció su discurso sobre el estado de la nación en abril del año siguiente, pareció claro que los temas que le habían enseñado los expatriados de la Rusia Blanca sobre el pasado imperial del país salían a la palestra. Citando profusamente a Iván Ilin, el filósofo religioso que había huido de la Revolución bolchevique, y haciendo referencias a Serguéi Witte, el primer ministro reformador del último zar de Rusia, Putin afirmó que Rusia había emprendido un camino singular, que seguía su propio destino. Su forma de democracia no seguiría los modelos de Occidente. Por primera vez expuso ante la nación que el hundimiento de la Unión Soviética había sido la mayor tragedia del siglo XX . «Muchos creyeron, o parecieron creer en su día, que nuestra joven democracia no era la continuación del Estado ruso sino su hundimiento final, la agonía prolongada del sistema soviético. Pero se equivocaban», dijo. Ahora el país alcanzaba una nueva etapa de desarrollo: «Nuestra sociedad generaba no solo la energía de la autopreservación, sino también la voluntad de una vida nueva y libre... Debíamos encontrar nuestro propio camino a fin de construir una sociedad y un Estado democráticos, libres y justos». 111

Hasta ese año, los discursos de Putin sobre el estado de la nación se habían centrado casi por completo en la economía, en medidas para duplicar el PIB, para crear una vida «cómoda» para los ciudadanos rusos, y en una mayor integración del país a la economía global y a Europa. «La expansión de la Unión Europea no debería acercarnos más solo geográficamente, sino también económica y espiritualmente», había declarado en su discurso del año anterior. 112 Pero en el de ese año había un giro distinto: «Rusia debe proseguir en su misión civilizadora del continente euroasiático. Consideramos de vital importancia el apoyo internacional al respeto de los derechos de los rusos en el extranjero, respeto que no puede estar sujeto a intercambios políticos o diplomáticos». 113

Rusia delimitaba su esfera de influencia, aunque con retraso, en las antiguas repúblicas soviéticas. Había emprendido una nueva trayectoria: construir un puente hacia su pasado imperial.