Cuando Román Abramóvich partió para ejercer de gobernador en la región de Chukotka, en el extremo oriental del país —una zona cubierta de hielo junto al estrecho de Bering, frente a las costas de Alaska—, era aún el primer año de la presidencia de Vladímir Putin. Su destino era un lugar dejado de la mano de Dios, en los confines de la tierra, a 6.000 kilómetros de Moscú, donde apenas crecían árboles y los vientos soplaban con tanta fuerza que levantaban a los perros del suelo. Chukotka siempre había sido una zona escasamente poblada, pero la mayoría de sus pocos habitantes había abandonado la región tras el hundimiento soviético. La población había descendido drásticamente, pasando de los 153.000 a los 56.000 cuando llegó Abramóvich, y los que se habían quedado luchaban por sobrevivir, atenazados por la pobreza y el alcoholismo. Según declaró en una de las pocas entrevistas que concedió, había acudido allí porque estaba «harto» de ganar dinero sin parar. 1 Siempre presentaba aquel paso como una decisión personal, y aseguraba que quería impulsar «una revolución para lograr una vida civilizada». 2 Con la promesa de mejorar las cosas, ganó las elecciones de 2000 a gobernador con el 92 % de los votos.
La población local de Chukotka veneraba el suelo que pisaba Abramóvich. El magnate de sonrisa tímida y barba de dos días se había quedado huérfano cuando era niño y había sido criado por sus abuelos en una anodina ciudad petrolera del norte de Rusia. Pero ahora ejercía de benefactor de los habitantes de aquella región, y se trajo a un equipo de ejecutivos para que trabajaran en la mejora de sus condiciones de vida. Crearon nuevos canales de televisión y radio, construyeron una bolera, una pista de patinaje climatizada y una sala de proyección de cine. Se gastó decenas de miles de millones de sus rublos en todo ese proceso. 3 Era como si estuviera plegándose de inmediato, en un acto de vasallaje, a las llamadas de Putin para que las grandes empresas asumieran mayores responsabilidades sociales tras los excesos de los años noventa.
Había quien decía que no tuvo demasiadas alternativas. Según un magnate cercano a él, lo enviaron a Chukotka a instancias de Putin, 4 porque el presidente quería que la fortuna que Abramóvich había amasado gracias a sus acciones en la gran petrolera Sibneft y en Rusal, el gigante del aluminio que controlaba más el 90 % de la producción del país, estuviera bajo su mando. No bastaba con que la fundación benéfica de Abramóvich, Polo de Esperanza, estuviera dispuesta a donar, más adelante, 203 millones de dólares a Petromed, la empresa de suministros y equipos médicos vinculada al Banco Rossiya. 5 Putin también quería acceder al resto del dinero de Abramóvich, y las leyes de la época hacían que resultara más fácil encarcelar a cargos públicos que a empresarios. La inversión de Abramóvich de importantes sumas de dinero procedentes de su fortuna personal en Chukotka parecía reducir ese riesgo. Pero la amenaza del cobro de unos impuestos con carácter de retroactividad, como los que se le habían aplicado a Yukos, parecía acechar siempre a Sibneft, y más porque según algunos, la inversión personal de Abramóvich en Chukotka parecía formar parte de un proceso bidireccional que lo ponía aún más firmemente a expensas del Kremlin. Poco después de convertirse en gobernador, Sibneft transfirió una gran porción de sus ventas de petróleo a través de distribuidoras registradas en aquella remota región oriental, lo que le garantizaba de inmediato deducciones fiscales de centenares de millones de dólares. 6 Un portavoz de Abramóvich desmiente esa teoría y destaca que este fue escogido miembro de la Duma en representación de Chukotka antes de que Putin fuera elegido presidente.
Esas estrategias fiscales resultaban muy parecidas a las que habían llevado a la cárcel a Jodorkovski, y proporcionaban a Sibneft la ocasión de pagar incluso menos impuestos que Yukos. 7 Como si de una advertencia se tratara, apenas unos meses después de que Abramóvich asumiera el cargo de gobernador, fue citado a declarar a la fiscalía de Moscú. 8
El supuesto fraude fiscal investigado parecía, comparativamente, insignificante: 350.000 dólares en impagos. Pero tres años después, en marzo de 2004, inmediatamente después de que el ministro de Hacienda emitiera la primera de una serie de reclamaciones retroactivas que acabarían por llevar a Yukos a la quiebra y propiciarían que el Estado se apoderase de ella, aquel importe creció súbitamente. Ahora a Sibneft se la investigaba por más de mil millones de dólares en supuestos impagos por el ejercicio de 2001. 9
La investigación no desembocó en nada, y Sibneft siempre insistió en que sus estrategias fiscales fueron acordes a la ley. 10 Pero la amenaza siempre presente de querellas por fraude fiscal formaba parte de un proceso que presionaba a los oligarcas de la era Yeltsin para que se volvieran más serviciales con el régimen de Putin. Había a quien le parecía que Abramóvich, mucho antes que los demás, fue el primero de ellos. Como para subrayarlo, cuando, después de ocho años de duro servicio, su mandato como gobernador llegó a su fin, Putin, supuestamente, le dijo que su siguiente destino sería otra región empobrecida y desolada en el lejano oriente del país. «Es un hombre joven. Que trabaje», dijo Putin. 11 «Se suponía que iba a irse a Kamchatka y que gastaría aún más recursos personales», explicó una persona próxima a Abramóvich. Finalmente, después de mucho tira y afloja, al empresario se le concedió la libertad.
Después del juicio a Jodorkovski, los empresarios de Rusia eran más que conscientes de que podía iniciarse contra ellos, en cualquier momento, una causa judicial en la que, fueran culpables o inocentes, era muy probable que lo tuvieran todo en contra desde el principio. Se estaba resucitando un sistema feudal en el que los dueños de las mayores empresas del país, sobre todo las que pertenecían al sector de los recursos estratégicos, empezaban a funcionar como directores contratados que trabajaban en representación del Estado. No eran más que los apoderados, y mantenían sus negocios por la gracia del Kremlin.
Esa mentalidad hundía sus raíces en el sistema zarista, en las ideas de hombres como Jean Goutchkov y Serge de Pahlen. Los hombres de Putin en el KGB eran los nuevos gobernantes imperialistas del país, los propietarios legítimos de sus recursos, y sus activos debían ser divididos entre los favoritos del Kremlin, que trabajarían para el Estado y, por supuesto, pagarían tributos a sus señores. «En 2003, la primera etapa de la transición rusa —la etapa del capitalismo de los oligarcas— había terminado, y una segunda etapa —la del capitalismo favorable al Estado— empezaba», expresó Yevgueni Yasin, un influyente economista que había sido figura destacada de aquella transición. Según él, los hombres del KGB que habían accedido al poder consideraban que tenían todo el derecho a ver como suyas las riquezas del país: «Creen que salvaron al país de un hundimiento total. Pero de hecho solo se hicieron con el poder, y el país está siendo gobernado para la preservación de la élite gobernante». 12
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Las señales deberían haber resultado preocupantes. Pero durante largo tiempo, Occidente parecía no entender la profundidad de la transformación rusa. El ascenso al poder de los hombres de Putin en el KGB era evidente, pues ejercían el control del estratégico sector de la energía y de las juntas de administración de las mayores empresas estatales. Pero a ojos de Occidente, el resto de los negocios del país seguían pareciendo en gran medida independientes. Magnates de la era Yeltsin eran vistos como símbolos de las fuerzas modernizadoras, prooccidentales, de la economía rusa. Y más importante aún era que parecía que, por una vez, la economía prosperaba, y cundía la esperanza de que, algún día, una nueva clase media exigiría una mayor participación en los procesos políticos. 13
Desde que Putin había sido escogido como sucesor de Yeltsin, los precios del petróleo habían aumentado extraordinariamente, lo que había alimentado una recuperación económica. En 2005 ya se habían triplicado, y el desastroso impago de una deuda de 40.000 millones de dólares y la devaluación del rublo de 1998 parecían un recuerdo lejano. Para entonces el país tenía 150.000 millones en divisa fuerte, la quinta mayor reserva del mundo. 14 Siguiendo la orientación del ministro de Finanzas Alekséi Kudrin, hombre de mentalidad liberal, el Gobierno había creado un fondo de estabilización para gestionar toda aquella lluvia de ingresos por impuestos del petróleo que había recaudado tras modificar la legislación fiscal, algo a lo que tanto se habían resistido los barones del petróleo. En 2005, ese fondo, pensado para actuar como un parachoques económico en caso de una caída de precios súbita, ascendía a los 30.000 millones de dólares. 15 Un año después ya era de 70.000 millones, mientras que las reservas de divisa extranjera habían aumentado hasta alcanzar los 260.000 millones de dólares. 16 Los precios del petróleo, para entonces, habían aumentado espectacularmente hasta alcanzar los 60 dólares el barril, cifra muy alejada de los 17,4 dólares que costaba en 1999, cuando Rusia apenas salía de su última crisis económica y Yeltsin habían ungido a Putin como su sucesor. Ese incremento en los precios del petróleo lo había cambiado todo. La inestabilidad económica que había contribuido a convencer a la Familia Yeltsin para que cediera el poder a los hombres de la seguridad parecía ya muy lejos.
Mientras Román Abramóvich se esforzaba por mejorar los niveles de vida en Chukotka, en Moscú y en otras capitales regionales estaba en marcha una transformación más espontánea. Despacio al principio, y después cada vez a un mayor ritmo, en las ciudades empezaban a construirse centros comerciales luminosos, de estilo europeo. Marcas como Mango, Benetton, Diesel y Adidas reemplazaban a los locales tristes de comidas y los grandes almacenes de estilo soviético de un pasado no tan lejano. 17 En restaurantes elegantes de ciudades de la Siberia profunda se servía cordero de Nueva Zelanda, ternera de Australia y vino francés. 18 El gasto de los consumidores crecía exponencialmente. En Rusia, de pronto, empezaba a surgir una clase media. La gente tenía dinero al fin para gastar tras una década en la que sus ahorros habían desaparecido de la noche a la mañana en dos ocasiones. Con el precio del petróleo en constante ascenso, el crecimiento económico creció una media del 6,6 % en los años posteriores a la llegada de Putin a la presidencia, al tiempo que el salario mensual medio se cuadruplicaba. 19
Eran tiempos de abundancia y estabilidad. Y aunque el aumento del precio del petróleo que las impulsaba no tenía nada que ver con él, fue entonces cuando quedó fijado el estatus divino de Putin como el zar que había salvado a Rusia. Formaba parte de un pacto no escrito al que el pueblo de Rusia parecía haber llegado con su presidente. Optaban por no darse cuenta de la creciente corrupción estatal, por el aumento del poder arbitrario del FSB y de todos los cuerpos policiales sobre todo tipo de negocios, grandes o pequeños. No les importaban las restricciones a la libertad de los medios de comunicación, siempre y cuando sus ingresos siguieran creciendo, siempre y cuando hubiera estabilidad por fin. Empezaban a vivir como sus vecinos europeos. Putin y sus hombres del KGB, al parecer, podían encarcelar a quien quisieran, siempre y cuando la clase media emergente pudiera permitirse unas vacaciones anuales en lugares como Turquía o similares.
Fuera como fuese, las historias sobre la toma del poder por parte del KGB, sobre el desvío de bienes y sobre la subversión de los procesos legales no llegaban a la mayor parte de la población, pues el Kremlin de Putin se había apoderado de los medios de comunicación y había erradicado toda competencia política. La toma del Kremlin de todas las palancas del poder implicaba que la población quedaba alejada de los procesos políticos. Pero, en lo que una analista, Masha Lipman, denominaría posteriormente el «pacto de no-participación» 20 de los rusos, estos se conformaban dejando que el Kremlin monopolizara la toma de decisiones económicas y políticas siempre que no se metiera en sus vidas. Se trataba de un modelo radicalmente distinto al imperante en la época soviética. Entonces, el arrogante poder del partido y el KGB había penetrado en prácticamente todos los aspectos de la vida diaria. Ahora, siempre que los intereses de los servicios de seguridad no se vieran afectados, estos se mantenían alejados de ellos. La mayoría de la población aceptaba de buena gana el nuevo sistema, que afianzaba más aún una manera de gobernar dominante en Rusia desde la época de los zares. Según escribió Lipman, se trataba del «perenne orden ruso, el Estado dominante en una sociedad sin poder, fragmentada». 21
Los empresarios relacionados con el KGB con los que hablé se referían a menudo a esa mentalidad para justificar sus acciones y su dominio. Según ellos, la tragedia de Rusia era que su gente no quería participar en política; en efecto, no sabía cómo hacerlo. Se trataba de algo profundamente arraigado en la mentalidad nacional desde el nacimiento del país, decían meneando la cabeza con gesto compungido. Pero de hecho lo que hacían era simplemente aprovecharse de una excusa conveniente para convencerse a sí mismos de que tenían derecho a no permitir a la gente participar en la democracia. El KGB había aprendido las lecciones del pasado soviético. En lugar de un Estado controlador, el capitalismo se había convertido en el instrumento que les permitía actuar como querían. En efecto, ellos creían que, tal como el colaborador ginebrino de Jean Gouchkov había descrito cínicamente, la gente se conformaba si tenía «una nevera, una tele, una casa, hijos, un coche. El resto, más o menos, no te importa, siempre y cuando tu situación material no se vea afectada». 22
Sin embargo, algunos legisladores occidentales seguían creyendo en un sueño distinto para la creciente clase media rusa. Su esperanza era que, algún día, a medida que aumentaran sus ingresos y sus posibilidades de acceso a los países occidentales, la gente exigiría más derechos políticos. 23 Envalentonados por la aparente victoria en la Guerra Fría y por la expansión de la Unión Europea a países que habían pertenecido al bloque del Este, Occidente creía en la integración global de Rusia y le abría cada vez más sus mercados. La creencia en el poder de la globalización, en los mercados liberales y en la democracia se encontraba en un punto álgido. La expansión hacia el este de Europa era «la contribución más importante a la paz, la estabilidad y la prosperidad en Europa en los últimos años», expresó el comisario de la UE para la ampliación, Gunter Verheugen, en los embriagadores días de 2004. 24
Las empresas rusas se apresuraban a sacar sus acciones a las bolsas europeas, sobre todo a la de Londres. Solo en 2005, obtuvieron más de 4.000 millones de dólares en ventas de acciones en Londres, cifra mucho mayor que la obtenida en todos los mercados en los trece años posteriores al hundimiento soviético, que había sido de 1.300 millones de dólares. 25 En Occidente se creía firmemente que esas empresas, y los magnates que había tras ellas, casi todos de la era Yeltsin, representaban el futuro de Rusia. A pesar de los temores suscitados por la toma de Yukos por parte del Estado, la convicción seguía siendo que el creciente número de ofertas públicas de acciones era señal de que Rusia maduraba como economía de mercado.
Para poder salir a la Bolsa de Valores de Londres, las empresas que deseaban actuar allí debían poder aportar tres años de cuentas auditadas según estándares internacionales, así como al menos seis meses de cotización de sus acciones en la bolsa de Moscú. 26 Muchos, en el poder legislativo occidental, creían que cuantas más empresas rusas salieran a las bolsas occidentales, más deberían adaptarse a las reglas de transparencia y gobernanza occidentales. «Se creía que los oligarcas que salían a bolsa tendrían que plegarse a las reglas de gobernanza empresarial, que pasarían a formar parte del sistema internacional», expresó Nigel Gould-Davis, exagregado económico de la embajada británica en Moscú y posteriormente embajador del Reino Unido en Bielorrusia. 27 Según decía, en lugar del comportamiento agresivo de la transición de aquella era de los noventa, ahora «cambiarían su comportamiento porque tenían que hacerlo». Salir a bolsa en Londres también se veía como una capa extra de protección ante un ataque de los silovikí de Putin, y era un preciado símbolo de respetabilidad.
Los banqueros occidentales y los legisladores depositaban su esperanza en que el creciente ejército de empresas rusas en Londres contribuiría más aún al crecimiento de la clase media rusa. Se creía que la generación de empresarios que estaba desarrollándose presionaría algún día al Gobierno de Putin para conseguir la liberalización del medio político y económico. «Es muy probable que las cosas sigan avanzando en la dirección adecuada, a causa de los cambios de la sociedad —expresó Stephen Jennings, el director (nacido en Nueva Zelanda) de uno de los mayores bancos de inversión de Moscú, Renaissance Capital—. En algún momento esas condiciones exigirán a un líder mucho más liberal y modernizador. Simplemente, no sabemos si será el siguiente o el que vendrá después del siguiente.» 28
Los banqueros occidentales acudían en masa a Moscú por los honorarios, algunos, en la firme creencia de que estaban haciendo una «obra de Dios» al llevar los mercados a la gente y liberarlos de la pesada mano del Estado. Desde la City de Londres viajaban con regularidad diversas delegaciones anunciando negocios, recalcando los beneficios de las «regulaciones ligeras» que se daban en Londres. 29 En un momento en el que los mercados emergentes de todo el mundo prosperaban —sobre todo en China y en la India—, Rusia se había convertido en la mayor fuente de salidas a bolsa en la Bolsa de Londres. 30
Quizá porque la City de Londres estaba tan fascinada con aquella lluvia torrencial de dinero, los banqueros e inversores, con frecuencia, optaban por no preocuparse por que la siguiente oleada de ofertas de acciones rusas pudiera a ser totalmente distinta. Las empresas que llegaban ahora a la ciudad eran, sobre todo, los nuevos gigantes del capitalismo de Estado de Putin, que no mostraban el menor interés en liberalizar la economía rusa. La City también prefería pasar por alto el hecho de que hubiera grandes lagunas en cuanto a la transparencia de las estructuras de titularidad y las cuentas financieras de algunas de aquellas empresas. Una de las razones por las que las compañías rusas acudían en masa a Londres era que los estándares exigidos para cotizar allí eran mucho menos estrictos que los de Nueva York. En Estados Unidos, las regulaciones exigían que los directores ejecutivos y financieros de las empresas que buscaban cotizar en su bolsa avalaran la veracidad de las cuentas financieras. 31 Si algo resultaba no ser cierto o podía llevar a confusión, se consideraba un delito. «Ninguna empresa rusa estaba preparada para ello. Necesitábamos otros cinco años para hacer limpieza, quizá más», comentó Dmitri Gololobov, abogado ruso que trabajó en la salida a bolsa en Estados Unidos de unos recibos de depósito para Yukos y que renunció a los planes a causa de los riesgos. 32 En Londres, sin embargo, la cotización en bolsa de recibos de depósito era bienvenido por un sistema que permitía un nivel de diligencia debida muy inferior y hacía responsables a los inversores a la hora de comprobar si la información proporcionada por la empresa era correcta o no. 33
El londinense Financial Times destacó con agudeza que la página del prospecto de emisión de una de las nuevas salidas a bolsa en Londres, la de Novolipetsk Steel, incluía más dramatismo que una trama de Dostoievski. 34
Revelaba una espesura de transacciones opacas e información privilegiada. Se estaban concediendo decenas de millones de libras en préstamos libres de intereses a empresas turbias posteriormente adquiridas por el accionista mayoritario de Novolipetsk. Y otros millones se entregaban en concepto de «honorarios de consultoría» a la misma persona. Más destacable aún era que la privatización de Novolipetsk había tenido lugar en el darwiniano salvaje este de la Rusia de los años noventa, y la empresa admitía que la propiedad y titularidad de cualquier otra empresa que hubiera adquirido podían ser cuestionadas en cualquier momento. Pero incluso así los inversores hacían cola. El Gobierno de Tony Blair parecía haber dado la orden de que Londres abriera las puertas al dinero ruso, independientemente de su procedencia.
Las salidas a bolsa rusas proporcionaban a Londres enormes chorros de ingresos a ejércitos de banqueros, abogados, consultores y empresas de relaciones públicas. La ciudad nadaba en dinero ruso. Pero en lugar de conseguir que Rusia cambiara a través de su integración a los mercados occidentales, era Rusia la que estaba cambiando a Occidente. Los magnates que llegaban a Londres y que Occidente esperaba que se convirtieran en fuerzas motrices independientes del cambio, se estaban volviendo, de hecho, más dependientes del Kremlin. Se estaban convirtiendo en rehenes del Estado cada vez más autoritario y cleptocrático de Putin. En lugar de alinear a Rusia con su sistema basado en reglas, Occidente se estaba corrompiendo lentamente. Era como si le estuvieran inoculando un virus.
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Al parecer, el camino se había allanado, en parte, cuando Román Abramóvich compró el Chelsea Football Club londinense en verano de 2003. La adquisición, de 150 millones de libras esterlinas (240 millones de dólares), era algo así como un golpe de imagen. Los periódicos londinenses se mostraban maravillados con el Boeing 767 privado de Abramóvich cuando llegó con él a Londres a pasar revista a su nuevo club. Dedicaron numerosas columnas a sus lujosos yates, entre ellos el mayor de Europa, el Eclipse , un palacio flotante de 168 metros de eslora equipado con dos helipuertos y su propio submarino. El discreto oligarca, con barba de dos días y vestido con unos sencillos pantalones vaqueros, era ensalzado cuando gastaba cantidades extravagantes en comprar jugadores de fama mundial para el Chelsea y en renovar el estadio de Stamford Bridge. Eran pocos los que preguntaban de dónde procedía el dinero. «Es una campaña de visibilidad muy buena —comentó un excolaborador de Abramóvich—. Con el Chelsea, consigue tres páginas en las contraportadas de los periódicos, y sin que salga nada malo. Nadie lo cuestiona.» 35
Según Serguéi Pugachev, el Kremlin de Putin había calculado acertadamente que la mejor manera de ganarse la aceptación de la sociedad británica era a través de la gran pasión del país, de su deporte nacional. En opinión de Serguéi Pugachev, desde el principio aquella adquisición tenía como objetivo establecer una cabeza de puente para ejercer influencia rusa en el Reino Unido. 36 «Putin me habló personalmente de su plan para adquirir el Chelsea Football Club a fin de incrementar su influencia y mejorar la imagen de Rusia, no solo entre la élite sino entre la gente corriente de Gran Bretaña», dijo, en referencia a un encuentro que decía haber mantenido con Putin un año antes de que Abramóvich realizara la compra. 37 Según un magnate ruso y excolaborador de Abramóvich, también parecía como si Putin hubiera podido pedirle a este que comprara el club. Aquella adquisición convirtió a Abramóvich en un personaje famoso en Gran Bretaña de la noche a la mañana. Conseguir una invitación a su palco privado era uno de los mejores planes de la ciudad. Para Abramóvich, «era...un billete de acceso a la alta sociedad del Reino Unido», dijo el magnate ruso. 38
El excolaborador de Abramóvich también sugería que la llegada de Abramóvich a la Premier League parecía haber sido pensada para que aumentara el peso de Rusia en la FIFA, la Federación Internacional de Fútbol, que tiempo después escogió a Rusia como sede del Mundial de 2018. «Putin le pidió a Román que se metiera en lo del fútbol —explicó el excolaborador de Abramóvich—. Creía que debían introducirse ahí para ganar influencia en la FIFA, de la que se sabía que era una organización corrupta.» 39 «A través del Chelsea, consiguió un billete de acceso al mundo del fútbol —explicó el magnate ruso—. Pudo usarlo para ejercer influencia de cara al Mundial, que para Moscú significaba mucho. Querían conseguir la candidatura para mostrarle al mundo que Rusia no estaba aislada. Para ellos era muy importante.» 40
No existen pruebas, más allá de las afirmaciones de los propios individuos, que avalen las declaraciones realizadas por Pugachev, excolaborador de Abramóvich y magnate ruso, sobre la compra del Chelsea Football Club, y una persona próxima a Abramóvich negó categóricamente que el magnate actuara según directrices del Kremlin cuando compró el club. 41 Esa persona dijo que Abramóvich había buscado antes otros clubes en Italia y España, pero que todos eran «problemáticos», así como hasta cuatro clubes diferentes en el Reino Unido antes de decidirse por el Chelsea, por ser un «activo con problemas». Añadió que el presidente podría haber sido informado del acuerdo. El propio Abramóvich ha manifestado que mientras ha sido dueño el Chelsea ha invertido con dos ambiciones, «crear equipos de primera clase en la cancha; y asegurar que el club desempeñe un papel positivo en todas sus comunidades». Un portavoz de Abramóvich también ha señalado que Pugachev ha sido considerado testigo indigno de credibilidad en procesos judiciales anteriores en el Reino Unido. 42 El mismo portavoz ha indicado que la compra del Chelsea FC no estaba pensada para ganar influencia en la FIFA, y que el club se adquirió muchos años antes de que Rusia anunciara su intención de optar a la organización del Mundial 2018. Abramóvich usó su palco en el estadio del Chelsea para su familia y amigos, y nunca invitó a políticos británicos, según el portavoz.
En el momento del acuerdo, otros sugerían que Abramóvich adquirió el club como parte de un plan para asegurarse al menos un porcentaje de su fortuna contra un potencial ataque del Kremlin. Fueran cuales fuesen sus motivaciones para la adquisición, su elección del Chelsea se convirtió en símbolo del dinero ruso que inundaba el Reino Unido, y su rápida aceptación ayudó al dinero ruso a integrarse en el tejido de la vida londinense.
En parte, si le hacían pocas preguntas era porque él parecía tener poco que ver con los hombres de Putin en el KGB. Seguía manteniendo estrechos vínculos con la Familia Yeltsin (con Valentin Yumashev y con Aleksánder Voloshin, el jefe de la administración del Kremlin de la era Yeltsin). Era visto como el rostro aceptable del mundo empresarial, como un representante del ala más liberal de la élite rusa que el Reino Unido estaba impaciente por frecuentar. Pero Aleksánder Temerko, el exaccionista de Yukos que, a finales de 2004 había huido de Rusia y se instaló en el Reino Unido, aseguraba que aquella percepción, de hecho, no era más que una ventaja para Putin. «A Putin le gusta que gente como Abramóvich y Yumashev viajen por el mundo y le digan a la gente que no es tan duro. Los necesita para que hagan ese trabajo. Son sus embajadores voluntarios sin sueldo.» 43 Un portavoz de Abramóvich niega esas afirmaciones.
El capitalismo del KGB avanzaba imparable a medida que se extendía por Occidente mientras los precios del petróleo seguían creciendo. La adquisición de la Sibneft de Abramóvich, el gigante del petróleo, formaba parte de esa transformación. En septiembre de 2005, la empresa también se vio engullida por el Estado, en el avance sostenido del Kremlin por hacerse con el control del estratégico sector energético. Pero en lugar de acabar en la cárcel, como Jodorkovski, cuya compañía acabó en la quiebra y debiendo miles de millones de dólares en impuestos atrasados, Abramóvich pudo vender Sibneft al Estado por 13.000 millones de dólares... al contado. En lugar de fusionarse con Yukos y vender la empresa a las estadounidenses Exxon o Chevron como Jodorkovski y él habían planeado en otro tiempo, a algunos les parecía que Abramóvich se había plegado al nuevo orden del Kremlin. Y es que, una vez más, no tenía demasiada alternativa. La venta de Sibneft a Gazprom, a finales de 2005, fue otra etapa en el proceso con el que la toma del sector energético por parte del Kremlin obtuvo legitimidad internacional, alentando aún más el auge ruso en las bolsas.
El pacto se llevó a cabo en un proceso de varios pasos iniciado apenas dos semanas después de que un tribunal de Moscú, finalmente, considerara culpable a Jodorkovski en mayo de 2005. Fue entonces cuando el Gobierno ruso intentó levantar el ánimo de los inversores extranjeros con el reclamo definitivo y anunció que iba a pedir préstamos por valor de 7.000 millones a bancos internacionales para aumentar su participación accionarial en Gazprom y llegar al 51 % para convertirse así en accionista mayoritario. 44 Ese era el paso que los inversores extranjeros llevaban tiempo esperando. Quizá pareciera contradictorio que un mayor control del Gobierno sobre Gazprom pudiera resultarles beneficioso, pero durante años les había sido vetada la comercialización libre de acciones en el mayor productor de gas del mundo porque el Gobierno ruso no poseía oficialmente la participación mayoritaria en él. Evidentemente, en la práctica el Estado controlaba el gigante gasístico, pero sobre el papel solo poseía el 38 % de las acciones y el Gobierno temía que, sin restricciones sobre el máximo que pudieran poseer, los inversores extranjeros se apoderaran de la empresa más importante de Rusia desde el punto de vista estratégico. Un año antes, cuando anunció sus planes para fusionar Gazprom con Rosneft, el Gobierno había dado a entender que podría convertirse en accionista mayoritario y levantar las restricciones, creando de ese modo la mayor empresa energética accesible a los inversores extranjeros. Pero esos planes se vinieron abajo cuando Yukos se declaró en quiebra en Houston y Rosneft adquirió la Yuganskneftegaz en vez de Gazprom a causa de los riesgos legales. La adquisición de Yugansk por parte de Rosneft alimentó las ambiciones de su presidente, Ígor Sechin, de crear su propio gigante estatal de la energía, independiente de Gazprom, y las luchas internas entre aquellos dos titanes estatales dieron al traste con el plan de fusión.
Ahora que las aguas estaban más tranquilas, el Gobierno anunció un acuerdo mucho más sencillo. Iba a solicitar préstamos por valor de 7.000 millones de dólares a bancos internacionales para adquirir las acciones que necesitaba para ampliar su participación en Gazprom, y pensaba comprarle las acciones a la propia empresa. El anuncio provocó una gran euforia en las bolsas, tras el extenuante caso de Jodorkovski. Ahora que su juicio había terminado, los inversores creían que lo peor había pasado. Levantar la denominada «cerca protectora» —las restricciones a la propiedad de los extranjeros— siempre se había visto como una manera que tenía el Kremlin de comprar el favor de los inversores extranjeros tras la venta forzosa y tóxica de Yugansk. Ahora, esos inversores extranjeros esperaban que el veredicto sobre Jodorkovski marcara el fin del ataque del Estado, que ese juicio constituyera un caso aislado y que el Kremlin no pensara apoderarse de más activos. Las bolsas subían sin parar, el índice RTS ruso se duplicó en seis meses. El crecimiento que se había visto frenado durante el caso Jodorkovski volvió a recuperarse, impulsado por las acciones de Gazprom, que aumentaron su valor en más de un 100 %. 45 Todo ello formaba parte de una ceguera voluntaria ante el creciente alcance del Estado: no importaba nada con tal de que los precios en bolsa siguieran subiendo. A su vez, Gazprom anunció que iba a usar el efectivo que había recibido del Gobierno por sus acciones para adquirir algo ella también: en lugar de quebrar la Sibneft de Abramóvich y acto seguido hacerse con su control, iba a comprarla. Se trataba de una entente en las luchas internas con Sechin que proporcionaría a Gazprom una operación petrolera propia. Al final, Gazprom le compró Sibneft a Abramóvich por 13.000 millones de dólares, en un acuerdo que parecía subrayar hasta qué punto la suerte de este difería de la de Jodorkovski. 46 Ese acuerdo ponía a otro gigante petrolero del sector privado en manos de los hombres de Putin. Pero parecía que Abramóvich salía de él tras conseguir un precio justo para su empresa, acorde a los parámetros del mercado, y que además no había sido obligado a vender, ni a declararse en quiebra, ni a asumir el pago retroactivo de unos impuestos, como sí había ocurrido en el caso Jodorkovski, pesar de que Sibneft, en la práctica, estaba acogida a una tasa impositiva menor de la que había gozado nunca Yukos. El acuerdo fue elogiado como la mayor adquisición de la historia de Rusia, y los mercados lo vieron como la señal de que el Kremlin había pasado página del caso Yukos y de que ya no se producirían más expropiaciones.
Pero, de hecho, se trataba de un paso más en el capitalismo de un KGB emergente. Borís Berezovski era la fuente de unos rumores según los cuales Abramóvich habría tenido que repartir con los hombres de Putin la mayor parte de los 13.000 millones que había recibido. «Llevo mucho tiempo diciendo que Putin es socio empresarial de Abramóvich —comentó su excolaborador de la época Borís Berezovski—. No me cabe duda de que los beneficios de la venta de Sibneft se los repartirán Abramóvich y Putin, además de algunas otras personas.» 47
Cuando, para la elaboración de este libro, se le preguntó por esas afirmaciones, un portavoz de Abramóvich respondió diciendo que «nunca ha visto pruebas de ello». Posteriormente, otro portavoz de Abramóvich negó categóricamente la afirmación y destacó que Berezovski no había sido capaz de aportar ninguna prueba que avalara sus palabras durante los procedimientos legales que ejerció contra Abramóvich.
Se estaba convirtiendo en un sistema en el que todas las empresas, fuera cual fuese su dimensión, dependían de la buena voluntad del Kremlin, donde los magnates debían servir al Estado a fin de conservar su posición y riqueza. Pero también era un sistema que, con gran sigilo, iba obteniendo una aceptación y legitimidad cada vez mayores. Al tiempo que Occidente había aceptado de inmediato a quienes creía que eran unos magnates de mentalidad liberal como Abramóvich, también había empezado a aceptar el nuevo orden energético del Kremlin. Al año siguiente, en verano de 2006, aparcó su preocupación por lo que de facto era la confiscación de la principal empresa de producción de Yukos, Yugansk, y permitió que Rosneft llevara a cabo una primera oferta pública de acciones en la bolsa de Londres. Fue entonces cuando se infligió el primer golpe real a la integridad de los mercados occidentales.
La venta de acciones de la Rosneft de Ígor Sechin ese año fue saludada como una de las mayores del mundo. En un primer momento, la empresa dijo que pensaba obtener 2.000 millones de dólares con ella, cantidad que habría pulverizado récords. 48 Aunque posteriormente redujo aquella cantidad a la mitad, el volumen seguía resultando extraordinario para los banqueros occidentales, que se apresuraron a llevarse una porción de los 120 millones de dólares en honorarios. 49 La oferta pública de acciones, que aun así fue la tercera mayor planteada en el mundo ese año, fue básicamente un referéndum a los inversores sobre la adquisición por parte del Kremlin del sector energético ruso. Los ejecutivos occidentales que seguían gestionando lo que quedaba de Yukos desde el exilio despotricaron contra ella, afirmando que equivaldría a alentar la venta de una propiedad robada, e instaron al regulador de los mercados en el Reino Unido, la Autoridad de Servicios Financieros, a impedirla. 50 Según ellos, todo lo que tenía que ver con la apropiación de Yugansk por parte de Rosneft había sido ilegal, desde los cargos por impago fiscal selectivos y retroactivos que llevaron a la venta forzosa hasta la venta misma a precio de descuento, contraria a la disposición temporal dictada por el tribunal de Houston.
Para los que habían asistido horrorizados a la subversión del procedimiento legal perpetrado por los hombres de Putin en el KGB a fin de hacerse con el control de Yugansk apenas un año antes, aquella salida a bolsa planteaba profundas dudas morales y éticas. George Soros, el inversor multimillonario metido a filántropo, escribió en el Financial Times cuestionando que aquella oferta pública de acciones debiera permitirse: «Defender que mejorará la transparencia pasa por alto el hecho de que Rosneft es un instrumento del Estado que siempre servirá a los objetivos políticos de Rusia antes que a los intereses de los accionistas». 51 A otros defensores de Yukos les parecía que una Oferta Pública de Acciones sería vista por el Kremlin como un marchamo de aprobación por parte de los mercados. «Los líderes occidentales han de adoptar una visión realista y a largo plazo de las implicaciones de apaciguar a los rusos en cuestiones relativas a los derechos humanos fundamentales y al Estado de derecho —escribió Robert Amsterdam, abogado de Jodorkovski, que para entonces llevaba ya casi un año en un centro penitenciario del extremo más oriental de Rusia—. Si no, quienes actualmente ocupan el poder en Rusia se tomarán el doble rasero occidental como una licencia para la impunidad. Negar, rechazar o minimizar la gravedad de las consecuencias es ignorar las lecciones de la historia.» 52 Aunque lo que escribió Amsterdam hoy suena a advertencia de lo que estaba por venir, los hombres de Putin ya habían calculado con precisión que, para Occidente, el dinero prevalecería sobre otras consideraciones. «Al final, todos están para ganar dinero, y el Kremlin lo sabe», comentó Harvey Sawikin, director del fondo de cobertura Firebird Management, con sede en Nueva York. 53 A pesar de las protestas y de la amenaza de querellas, la Oferta Pública de Acciones siguió adelante, y Putin la presentó como un triunfo mientras ejercía de anfitrión en la cumbre del G-8, el grupo de los ocho países más desarrollados del mundo, que se celebró en San Petersburgo ese verano. Rosneft alcanzó un valor de 80.000 millones de dólares, un incremento enorme con respecto a su adquisición de Yugansk, que había conseguido por solo 9.400 millones, 54 cuando el valor de Rosneft se estimaba en menos de 6.000 millones de dólares. La valoración exagerada explicaba el poder del séquito de los hombres de Putin en el KGB, y el conocimiento de que su apoyo a Rosneft era una garantía para su futura expansión: el apoyo del Kremlin significaba que estaba seguro de que se haría con el resto de los activos de Yukos por muy poco en las subastas por quiebra que estaban por llegar.
Pero aquella oferta pública de acciones no había sido tal cosa en realidad. En absoluto. Se había tratado más bien de una colocación privada. Las grandes petroleras extranjeras, entre ellas BP, Petronas, la empresa petrolera estatal de Malasia y la China National Petroleum Corporation, impacientes por ganarse el favor del Kremlin, habían comprado casi la mitad de la oferta total, mientras que Gazprombank, vinculado al KGB, adquirió 2.500 millones de dólares en acciones. 55 Se explicó ampliamente que el Kremlin, que no podía permitir que la venta fracasara, había presionado a magnates como Abramóvich para que participaran en ella. Se dijo que este había adquirido acciones por un valor de hasta 300 millones de dólares. 56 Un portavoz de Abramóvich aclaró que la inversión en acciones de Rosneft se realizaba estrictamente con finalidades financieras, sobre la base de la evaluación de las perspectivas financieras de Rosneft en el momento de la Oferta Pública de Acciones.
BP no mantuvo en secreto el hecho de que pretendía usar aquella oferta para obtener el favor del Kremlin, que se trataba de un ejercicio de «establecimiento de relaciones». «Consideramos que se trata de una buena inversión estratégica para nuestra posición en Rusia y nuestra relación con la industria petrolera y las autoridades rusas», declaró un portavoz de la empresa. 57 Pero otros inversores se quejaron de que la venta era una típica operación del KGB, mientras empresas petroleras e inversores estadounidenses se mantuvieron al margen por temor a riesgos legales. «Aquello fue un gran ejercicio de extorsión —opinó un gestor de fondos, asegurando que la venta estaba muy hinchada—. Se han apoyado en inversores, al más puro estilo KGB, para asegurarse de que la oferta culminara con éxito.» 58
Pero a los inversores parecía importarles poco estar legitimando el asalto del Estado a través de los hombres de Putin en el KGB. Tampoco parecía preocuparles que los fondos conseguidos esquivaran el presupuesto ruso y sirvieran, en cambio, para pagar el préstamo de 7.000 millones de dólares que un turbio vehículo estatal diseñado especialmente, llamado Rosneftegaz, había solicitado a bancos internacionales cuando el año anterior el Estado aumentó su participación en Gazprom. Aquello formaba parte de lo que el ex viceministro de Energía Vladímir Mílov llamaba «el truco de las tres cartas», planteado solamente para evitar la transparencia que normalmente se exigía a las privatizaciones estatales: «Es algo muy característico del actual régimen. Trabajan mediante estrategias no transparentes en las que los hombres de Putin son los beneficiarios personales y pueden repartirse el dinero entre ellos sin tener que rendir cuentas a nadie». 59
Para Andréi Illarionov, el asesor económico del Kremlin que ya entonces había renunciado asqueado ante los cambios que se estaban produciendo, la venta de Rosneft fue «un crimen contra el Estado ruso y el pueblo ruso». 60 Según él, al participar para hacerla posible, «las empresas occidentales están, de hecho, creando relaciones a largo plazo con las fuerzas que, en Rusia, se dedican a destruir los pilares mismos de la sociedad moderna: una economía de mercado, el respeto a la propiedad privada, la democracia». 61 Pero para los hombres del KGB que estaban detrás de la transformación de Rosneft, aquello suponía el marchamo de aprobación para el que llevaban tiempo trabajando, y les permitía profundizar en su infiltración en los mercados internacionales.
A medida que Rosneft iba absorbiendo los activos restantes de Yukos a través de subastas por quiebra, los inversores occidentales empezaban a plegarse más al orden del Kremlin. Otros dos gigantes de aquel sistema de gestión estatal siguieron los mismos pasos al poco tiempo con otras ofertas de acciones igualmente enormes. Pero ninguna de ellas fue un ejemplo de transparencia. Más bien representaban un sistema, de rápida propagación, mediante el cual el Kremlin lo dominaba todo. Primero en febrero de 2007 se produjo la oferta de 8.800 millones de dólares de la caja de ahorros de propiedad estatal Sberbank, que atrajo tanto a inversores extranjeros como nacionales. 62 Aunque a los inversores les preocupaba la transparencia, el banco se veía como una representación de la floreciente economía de consumo rusa, y el control del Estado sobre él se consideraba una ventaja. Nunca se le dejaría caer. A continuación, tres años después, la segunda mayor entidad bancaria del país, el VTB, antiguo banco de comercio soviético y también propiedad del Estado, se trasladó asimismo a Londres a fin de realizar una oferta pública de acciones por un valor inicial de 8.200 millones de dólares, la mayor del mundo ese año. 63 Que el VTB tuviera fama de ser una hucha con la que el Kremlin financiaba sus «proyectos especiales» estrechamente relacionados con el KGB no rebajó el entusiasmo de los inversores. Andréi Kostin, su director ejecutivo de aspecto paternal y exdiplomático soviético en Londres, había exhibido poco talento como banquero, más allá de su capacidad para ganar miles de millones de dólares para el banco en apoyo estatal. Apenas dos años antes, un expresidente del Banco Central había definido el VTB como un «Titanic que se hunde». 64 Pero cuando salió a bolsa esa primavera, la demanda de acciones de los inversores fue ocho veces superior a la oferta presentada. 2007 fue el año en que el interés de los inversores internacionales alcanzó su punto álgido. Los precios del petróleo se acercaban al récord de los 70 dólares por barril, e incluso el presidente de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, un titán de Wall Street, le escribió a Putin para solicitarle un encuentro, algo que la página web del Kremlin anunció con orgullo para que quedara a la vista de todos. 65
Seducidos por aquellos acuerdos de miles de millones de dólares que proliferaban por todas partes, los bancos de inversión internacionales acudían en masa a Moscú, algunos por primera vez desde que salieran escaldados durante la crisis de agosto de 1998. Solo en fusiones y adquisiciones en 2006, se llegó a los 71.000 millones de dólares. 66 Pero los magnates con los que aquellos inversores extranjeros salían de fiesta en los lujosísimos restaurantes y clubes privados de Moscú eran entonces, con frecuencia, representantes de los intereses del Kremlin. Estaba Suleimán Kerímov, el impredecible daguestaní de cuarenta y un años que se había criado en aquella volátil región fronteriza con Chechenia. La primera vez que ocupó titulares de prensa fue en 2006, cuando estrelló su Ferrari contra un árbol en el Paseo de los Ingleses de Niza y estuvo a punto de morir como consecuencia de las quemaduras, 67 tras lo cual se retiró a la oficina que ocupaba la última planta de su fuertemente custodiada mansión moscovita, tenuemente iluminada y con aire acondicionado. Durante un tiempo se protegía las heridas de las manos con unos mitones de tela muy fina. Cuando se recuperó volvió a la fama por las extravagantes fiestas que organizaba, en las que celebridades como Beyoncé cantaban para altos cargos de la banca, desde Morgan Stanley hasta Goldman Sachs en su villa de Cap d’Antibes.
A principios de 2007, Forbes publicó que su fortuna era de 14.400 millones de dólares, lo que lo convertía en el segundo hombre más rico de Rusia solo por detrás de Abramóvich. Kerímov formaba parte de una nueva generación de magnates de las finanzas que surgieron a partir del capitalismo del KGB de Putin, y cuyas fortunas dependían absolutamente del acceso a los recursos del Estado. 68 Si los magnates de la era Yeltsin de los años noventa hicieron sus fortunas, inicialmente, manteniendo las cuentas del tesoro del Gobierno en sus bancos antes de pasar a apoderarse de los mayores bienes industriales del país, la riqueza de Kerímov lo era casi en su totalidad sobre el papel. En 2004, se había beneficiado de 2.300 millones en préstamos del Sberbank, que usó para hacerse con una participación accionarial del 6 % en ese mismo banco, así como con otra del 4,2 % en Gazprom. 69 Dado que el valor de Sberbank se multiplicó por 10 y el de Gazprom por seis, la fortuna de Kerímov se expandió rápidamente hasta alcanzar los 17.500 millones de dólares. La naturaleza internacional de las acciones de Gazprom y Sberbank permitió a Kerímov aprovechar su fortuna para establecer vínculos profundos en los mercados financieros occidentales y hacerse con participaciones significativas en Morgan Stanley, Lehman Brothers, Fortis y Credit Suisse, entre otras. 70
El problema era que nadie estaba seguro de si la fortuna que había amasado podía considerarse del todo suya. Kerímov siempre había actuado en un ámbito turbio estrechamente relacionado con los intereses del servicio de inteligencia exterior ruso. 71 Anteriormente era poco conocido, pero ahora que había aflorado a la luz pública a causa de los miles de millones de dólares recibidos en préstamos de un banco estatal, incluso los banqueros occidentales que trabajaban con él no estaban del todo seguros de con quién estaban tratando. «Había veces en que me preguntaba si era una tapadera del Kremlin», comentó uno de ellos. 72 «A nadie le extrañaría que lo fuera», declaró otro. 73 «Siempre se está especulando sobre si es un apoderado del dinero del Kremlin —dijo un tercero—. Pero ¿cómo se puede demostrar? No existe dinero de verdad, por lo que no hay nada que gestionar. Todo son influencias.» 74
Las fortunas que se amasaban bajo el ala de Putin eran mucho mayores que las de los años de Yeltsin, y la manera de crear riqueza de aquellos magnates era muy distinta. Todo lo dictaba el Kremlin. Las oportunidades de negocios dependían de Putin, a quien los magnates y sus subalternos se referían, en susurros, como «el papá» o «el número uno» mientras apuntaban al cielo. (En muchos de los encuentros a los que asistí se me pedía que dejara el teléfono sobre un escritorio, fuera del despacho de la persona a la que entrevistaba; había mucho miedo a que todo estuviera pinchado.) Temían y reverenciaban a Putin a partes iguales, y dependían de su favor para obtener acceso a préstamos de bancos estatales o para conseguir contratos estatales, que en esa época eran las principales vías para ganar dinero en Rusia. Se trataba de un sistema mafioso en el que los negocios se cerraban sobre «sobreentendidos» informales como los que se daban en la mafia. Cuando un sistema en su totalidad está construido sobre la corrupción, sobre sobornos y privilegios, todos los participantes pueden ser controlados. Putin y sus hombres tenían material comprometido de todo el mundo, desde empresarios hasta funcionarios del Estado que recibían sobornos. Era una manera de controlar a todos, muy conscientes de que en cualquier momento, si abandonaban la fila, podían ser encarcelados. La autoridad del Estado se había convertido en un gran negocio, y se esperaba que todos los cargos gubernamentales se aprovecharan de su posición para ganar dinero, según dos personas en otro tiempo próximas al Kremlin.
Oleg Deripaska, joven magnate de los metales que había llegado a lo más alto de la industria del aluminio del país tras las feroces batallas por su control libradas en los años noventa, fue el primero en aceptar públicamente el cambio de clima general. «Si el Estado dice que debemos renunciar a él, renunciaremos —me dijo en 2007 en referencia a Rusal, su gigante del aluminio—. Yo no me separo del Estado. No tengo otros intereses.» 75
La dependencia del Kremlin de Putin arraigó más aún cuando estalló la crisis financiera de 2008. El desplome de Lehman Brothers rebotó en todo el mercado de valores ruso, borrando 230.000 millones de los 300.000 millones de dólares que constituían su valor total solo entre septiembre y octubre de ese año. 76 Los multimillonarios de Rusia habían pedido importantísimos préstamos a los bancos occidentales para financiar la rápida expansión de sus imperios empresariales. Se había extendido una práctica conocida como margin lending , mediante la cual los magnates pignoraban acciones de sus empresas como garantía a cambio de miles de millones de dólares en préstamos. Ahora que el valor de aquellas acciones caía en picado, los bancos extranjeros reclamaban la devolución de sus préstamos. Importantes paquetes de acciones de la Rusal de Deripaska y de la Vimpelcom de Mijaíl Fridman, el segundo mayor operador de telefonía móvil del país, corrían el riesgo de pasar a manos de bancos occidentales. 77
Cuando el Gobierno de Putin acudió al rescate de los multimillonarios del país, no renacionalizó sus activos; se estaba preparando un juego más sutil. En lugar de apoderarse de las acciones para el Estado, algunos bancos estatales como Sberbank, VTB y Vneshekonombank, proporcionaron miles de millones de dólares en préstamos de rescate a aquellos magnates que tan mal lo estaban pasando, dejándolos aún más en manos del régimen. 78 Muchos otros habían sido salvados por los bancos estatales que habían aceptado reinvertir miles de millones de dólares en préstamos que los empresarios les debían. «Se trataba de una política muy pensada —comentó uno de los magnates salvado en uno de aquellos rescates del Estado—. Putin quería que la gente le estuviera agradecida. Salvó empresas enormes. Si el Gobierno te da 2.000 o 3.000 millones de dólares en préstamos y después recibes una llamada del Kremlin y te piden que por favor des mil millones para un proyecto, no puedes negarte sin más. Tienes que aceptar.» 79
Aquello se convirtió en una política fundamental del régimen de Putin. «Así es como lo ve Putin —añadió el magnate—. “Yo te concedo préstamos. Tú tienes que serme leal.” Se trata de un planteamiento muy oriental. Es un sistema feudal.» El círculo de los apoderados del Kremlin se iba expandiendo más allá de los aliados de Putin en San Petersburgo.
*
Para los banqueros occidentales que habían trabajado tan intensamente para integrar a los multimillonarios rusos en la economía global, aquella dependencia del Kremlin siempre les pareció una cuestión secundaria. Los cegaba la lluvia de dinero que caía sobre la City londinense procedente de la antigua Unión Soviética, y con el tiempo habían llegado a depender de él, sobre todo a medida que la banca occidental se precipitaba hacia la crisis financiera de 2008. En ese periodo, el alto cargo de un banco occidental me contó que sus colegas encargaban informes de diligencia debida sobre nuevos clientes, que después de ser leídos eran convenientemente destruidos en sus ordenadores, borrando cualquier dato que pudiera activar alguna alarma. 80
Por si fuera poco, proliferaba toda industria formada por compañías de auditorías empresariales dedicadas a redactar informes de antecedentes en los que blanqueaban convenientemente las vistosas historias de los magnates rusos.
Son escasos los datos disponibles sobre la entrada total de dinero ruso en Londres. En su mayoría llega a la City a través de empresas pantalla offshore de lugares como Chipre, las Islas Vírgenes Británicas y Panamá, o a través de las dependencias de la corona británica de Jersey, Guernsey y la isla de Man, todos ellos conocidos por ocultar a los titulares últimos tras capas inescrutables. Uno de los financieros de Ginebra me explicó que la mayoría de los clientes rusos, primero, llevaban sus fondos a Chipre o a Austria, países ambos que habían firmado tratados con Rusia que impedían la doble imposición fiscal. 81 Desde ahí los trasladaban al Reino Unido y, después, a alguna fundación anónima en Panamá. Dicho sistema se aprovechaba de un vacío legal existente entre los sistemas fiscales continental y anglosajón que prácticamente llevaba a la supresión de cualquier pago de impuestos. Gran parte del dinero que, durante los últimos diez años o algo más, ha entrado a raudales en Londres es de origen desconocido. A modo de ejemplo, solo en el segundo cuatrimestre de 2009, las tres dependencias de la corona británica llevaron 332.500 millones de dólares en financiación neta a la City de Londres. 82 Se creía que, en su mayoría, era dinero extranjero, cuyo origen inicial resultaba imposible de identificar. Pero los agentes inmobiliarios de Londres eran muy conscientes de que sus mejores clientes, los que se desprendían de millones para adquirir las mejores propiedades de la capital británica, eran de la antigua Unión Soviética, y los abogados y banqueros hacían cola para gestionar los miles de millones de dólares en manos de magnates rusos. Conocer la procedencia de ese dinero y quién lo controlaba en realidad apenas importaba.
Existía poca conciencia de que a los lores británicos a quienes pagaban generosas remuneraciones por sentarse en los consejos de administración de empresas rusas les facilitaban escasa información sobre las actividades empresariales. «En Londres, el dinero manda en todo —comentó un magnate ruso—. Todo se puede comprar, y se compra a cualquiera. Los rusos han llegado a Londres para corromper a la élite política británica.» 83 «Los rusos saben jugar muy bien su juego —comentó un ex alto cargo de una entidad bancaria londinense con vínculos con la cúpula de poder del Kremlin—. Manipulan a mucha gente con dinero. Podría nombrar a cincuenta. ¿Qué cree usted que hacen todos esos lores en los consejos de administración de empresas rusas? Les pagan medio millón de libras esterlinas al año.» 84
Cada vez más, Londres era conocida como Londongrado, o Moskva-na-Thames [La Moscú del Támesis], y dos de los multimillonarios más ricos de Rusia, Román Abramóvich y Alisher Usmánov, magnate uzbeko de los metales cuyo negocio siempre había ido de la mano del Estado ruso, se instalaron en la ciudad y pasaron a ocupar los primeros puestos en las listas de personas más acaudaladas del Sunday Times . En representación de los dos magnates, se negó categóricamente que ninguno de los dos hubiera buscado corromper a la élite política británica ni infiltrarse en ella en modo alguno. 85 A un magnate ruso ese proceso le recordaba a una vieja anécdota soviética que circulaba muchos años atrás. 86 En aquella época, cuando la Unión Soviética se precipitaba hacia la quiebra, el KGB se disponía a enviar a un agente a Estados Unidos. Ese agente se había inventado una historia muy atractiva para pasar desapercibido: a su llegada a América se haría pasar por un hombre rico, dueño de una flota de yates y de una imponente mansión. La alta sociedad estadounidense le rendiría pleitesía. Le contó a su jefe del KGB lo bien que funcionaría ese plan, y el jefe lo apoyó con absoluta convicción. Pero cuando llegó el momento de buscar la aprobación del Departamento de Finanzas del KGB, la idea hubo de modificarse. Al agente le informaron de que no había dinero para semejante plan. Así pues, lo que tendría que hacer sería llegar a Estados Unidos como persona sin techo y sin dinero. «Esa era la situación —contó el magnate—. Y ahora el sueño se ha hecho realidad. Ahora tienen grandes yates y aviones privados. Y aquí poseen sus grandes casas. Es todo un grupo el que ha desembarcado en Occidente. La infiltración en el Reino Unido ha funcionado.»