1. Delante del objetivo

Es una imagen de principios de siglo en San Petersburgo: ordinaria y extraordinaria al mismo tiempo. La familia imperial pasa, rodeada por una escolta de oficiales y dignatarios. Un oficial se dirige con gesto imperioso a la muchedumbre allí reunida: cuando el zar pasa, lo que corresponde es quitarse el sombrero. Quisiera que no se olvide esta imagen.

¿Qué quiere decirnos Chris Marker cuando la ubica en el inicio de La tumba de Alejandro? ¿Que el pueblo se encontraba realmente oprimido y humillado en Rusia a comienzos de este siglo y que no hay que olvidar, en esta hora de postreros ajustes de cuentas con la era comunista, lo que hubo antes de ella y justificó su advenimiento? A lo que el contradictor contestará de inmediato que los males de anteayer no justifican los de ayer, que, por lo demás, fueron peores. Nada puede concluirse de lo que ha sido, que justifique lo que es. O mejor dicho, esta conclusión pertenece únicamente al terreno de la retórica, que es el único en el que las imágenes bastan para probar algo. En otros ámbitos, se contentan con mostrar, con proporcionar memoria. La imagen del general Orlov y sus hombres imponiendo a la multitud el respeto no nos dice: los bolcheviques tenían, a pesar de todo, algunas razones y excusas. Nos dice menos y más: que esto ha sido, que pertenece a una historia, que es historia.

Esto ha sido. Nuestro presente no es presa del escepticismo, como se dice a veces con suficiencia, sino de la negación. Si la provocación que niega los campos de exterminio nazis resiste e incluso progresa es por su sincronía con este espíritu de la época, el espíritu del resentimiento: no solo el resentimiento para con los ideales del hombre nuevo en los que se ha creído, o hacia aquellos que han hecho que uno creyera en él, hacia aquellos que lo destruyeron y causaron la pérdida de la fe. El resentimiento, nos dice Nietzsche, tiene como objeto el tiempo mismo, el es war: esto ha sido. No quiere saber nada de ese pasado del futuro que también es un futuro del pasado. Nada de esos dos tiempos tan hábiles para conjugar su doble ausencia. No quiere conocer más que el tiempo sin engaños: el presente, su coyuntura, tal como se lo cuenta interminablemente, tal vez para comprobar que está tramado de real y solo de real: el tiempo de los índices cuya recuperación se espera para el próximo mes y el de los sondeos que deberían seguir, un mes después, la misma curva. Como detesta los tiempos de la ausencia detesta las imágenes, que siempre pertenecen al pasado y probablemente hayan sido trucadas ya por los malos profetas del futuro.

Pero al objetivo esto no le importa. No necesita querer el presente. No puede no estar en él. Carece de memoria y de cálculo. Y de resentimiento, entonces. Registra lo que se le ha dicho que registre: el paso de la familia imperial a principios de siglo; treinta o cuarenta años más tarde, en la Plaza Roja, esas pirámides humanas móviles enarbolando inmensas efigies de Stalin y pasando frente a Stalin, que aplaude ante su imagen (El violín de Rothschild). Un poder permitió que se tomaran las imágenes de estos desfiles, abrumadores para nosotros. Y es más, las encargó. Así como otro poder encargó, en Indonesia, aquellas imágenes de niños torciendo la boca para aprender correctamente la lengua del colonizador o, en 1953 en Praga, esos rostros bañados en llanto ante el retrato de Stalin. El objetivo las ha captado fielmente. Pero lo hizo, por supuesto, a la manera del agente doble que es, fiel a dos amos: el que está detrás y domina activamente la toma; el que está delante y domina pasivamente la pasividad del aparato. En Yakarta, ha registrado la maravillosa atención del niño, esmerándose más que el cameraman por hacer las cosas bien (Crónica colonial). En Praga, no se ha detenido solamente en los rostros desolados ante la muerte del Padre de los Pueblos. Advirtió también el pequeño nicho en el que se encontraba su foto detrás de un vidrio, semejante a aquellos en los que ayer se colocaban, y se volverán a colocar tal vez mañana las imágenes de las madonas (Las palabras y la muerte. Praga en tiempos de Stalin). Y con tanta fidelidad reprodujo a los acusados de los procesos de Praga confesando y explicando su culpabilidad que fue necesario guardar las películas en el armario, ocultándolas a la vista de los que habían asistido al proceso y habían quedado convencidos por lo que habían escuchado. El ojo maquínico de la cámara requiere un “artista honesto” (Epstein) y desenmascara al que solo ha aprendido un papel para un público de circunstancias.

Esto ha sido. Esto pertenece a una historia. Porque para negar lo que ha sido, como hasta hoy nos lo muestran los negacionistas, ni siquiera hace falta suprimir demasiados hechos. Basta con retirar el lazo que los vincula y los transforma en historia. Una historia es una disposición de acciones por la cual no solo ha habido primero esto y luego a su vez esto otro, sino también una configuración que une hechos y permite presentarlos como un todo: lo que Aristóteles llama un muthos; una trama, un argumento, en el sentido en el que se habla del argumento de una obra de teatro. Entre la imagen del general Orlov y las imágenes de la epopeya soviética y de su desastre, no existe ningún lazo de causalidad capaz de legitimar lo que sea. Simplemente hay una historia que puede legítimamente incluir a una y otras. Por ejemplo, esa historia que se llama La tumba de Alejandro y que liga a la imagen oficial del cortejo principesco toda clase de imágenes diversas: las imágenes recobradas de las películas de Alexander Medvedkine que han acompañado de diferentes maneras las fases de la epopeya soviética: imágenes surrealistas de La felicidad, cuya ligereza burlesca parece, a pesar de la conformidad del guión, examinar solapadamente las promesas de la felicidad oficial; imágenes militantes del cine-tren recorriendo la Rusia entera para captar en directo y retransmitir enseguida a los interesados los debates de quienes están asumiendo el control de fábricas, tierras o viviendas; imágenes oficiales surrealizadas –¿o imágenes surrealistas oficializadas?– para celebrar el trabajo de los arquitectos de la Nueva Moscú; entrevistas de los amigos y parientes o de los investigadores que reconstituyen la figura y la obra del cineasta; imágenes parlantes de la Rusia de hoy: fiestas de una juventud alegre –y dorada, según nos deja suponer el cineasta– derribando las estatuas, renovadas pompas de la religión, semejantes a aquellas que ponía en escena el autor de Iván el Terrible, para abarcar tal vez con una sola mirada la Rusia de los zares y de los popes y la del dictador soviético; imagen enigmática del rostro impenetrable de un anciano que asiste a la ceremonia: Iván Koslovsky, el tenor ruso por excelencia, el que habrá atravesado los tormentos del siglo cantando imperturbablemente la melodía velada del mercader indio de Sadko o los versos de adiós de Lenski en Eugenio Oneguin:

¿Pero dónde, dónde habéis huido

Oh días felices de mi primavera?

Esto hace una historia. Pero también una historia de una época determinada: no solo ya una disposición de acciones a la manera aristotélica, sino una disposición de signos a la manera romántica; una disposición de signos de significancia variable: signos que hablan y se ordenan inmediatamente en una trama significante; signos que no hablan, que solo señalan que allí hay materia para la historia; signos que, como el rostro de Koslovsky, son indecibles: el silencio de un anciano, meditativo como se suele ser a esa edad, o bien el mutismo de una historia de dos siglos, la historia de la Rusia de Pushkin y de Tchaikovsky en la de la Rusia soviética. Una historia, entonces, de cierta época, una historia del tiempo de la historia. También esta expresión es sospechosa para el espíritu de la época. Este nos asegura que todas nuestras desgracias han provenido de la creencia maléfica en la historia como proceso de verdad y promesa de realización. Nos enseña a separar la tarea del historiador (hacer historia) del espejismo ideológico según el cual los hombres y las masas habrían tenido que hacer la historia. ¿Pero esta cómoda disociación no oculta acaso lo que constituye la particularidad de nuestra imagen? Y tal vez sea simplemente eso, en primer lugar, la “edad de la historia”. Antiguamente, en los tiempos de la pintura de historia se pintaba la imagen de los grandes y sus acciones. La multitud y los humildes podían sin duda estar detrás. Es difícil concebir un general sin tropas y un rey sin sujetos. A veces el héroe se dirigía a ellos. A veces incluso los roles se invertían y el antiguo soldado reconocía con una emoción afligida a su general, Belisario,[1] en el mendigo encogido a sus pies. Pero no por eso había comunidad de destino alguna entre el hombre de fama sometido a los reveses de la fama y el “hombre infame”, excluido de su orden; entre los generales que caían en desgracia y esos nacimientos que ya por anticipado estaban “sumergidos en el anonimato” (Mallarmé). La imagen del antiguo soldado podía compartir la escena con Belisario. Pero no compartía la historia de la grandeza y la decadencia del honesto Belisario. Esta historia solo pertenecía a los pares de Belisario, a quienes debía recordar dos cosas que únicamente para ellos tenían interés: que la fortuna es inconstante, pero que la virtud, en cambio, nunca abandona a quien la ha cultivado. Se llamaba “historia” al compendio de esos grandes ejemplos, dignos de ser aprendidos, representados, meditados, imitados. Cada uno de ellos se limitaba a enseñar su propia lección, igual a sí misma a lo largo del tiempo y dirigida solamente a aquellos cuyas acciones estaban previsiblemente destinadas a dejar memoria y que podían entonces tomar como ejemplo los hechos memorables de otros hombres dignos de memoria.

La imagen del general Orlov, en cambio, procura un tipo de enseñanza muy distinta. Precisamente, porque no ha sido hecha para servir como objeto de meditación o de imitación alguna. El que la ha tomado no pretendía recordar el respeto que se debe a los príncipes. La ha tomado porque fijar todo lo que los grandes hacen en situación de representación es lo normal y porque la máquina lo hace ahora automáticamente. Solo que la máquina no hace diferencias. No sabe que existen pinturas de género y pinturas de historia. Toma a grandes y a humildes por igual; los toma juntos. No los equipara en virtud de vaya uno a saber qué vocación de la ciencia y de la técnica para garantizar el acercamiento democrático de las condiciones nobles y bajas. Los vuelve simplemente susceptibles de compartir la misma imagen, una imagen de igual tenor ontológico. Porque, para que ella misma existiera, ya había hecho falta que tuvieran algo en común: la pertenencia a un mismo tiempo, ese que llamamos, precisamente, historia, un tiempo que ya no es un mero receptáculo indiferente de las acciones memorables, destinadas a los que a su vez deben ser memorables, sino el entramado mismo del actuar humano en general; un tiempo calificado y orientado, que es portador de promesas y amenazas; un tiempo que equipara a todos los que le pertenecen: a los que pertenecen al orden de la memoria y a los que no pertenecen a él. La historia solo ha sido siempre historia de aquellos que “hacen la historia”. Lo que cambia es la identidad de los “hacedores de historia”. Y la edad de la historia es aquella en la que cualquiera puede hacerla porque todos la están haciendo ya, porque todos están hechos por ella.

La historia es el tiempo en el que aquellos que no tienen derecho a ocupar el mismo lugar pueden ocupar la misma imagen: el tiempo de la existencia material de esa luz común de la que habla Heráclito, de ese sol juez del que no es posible escaparse. No se trata de “igualdad de condiciones” ante el objetivo. Se trata de las dos potestades a las que el objetivo obedece: la del operador y la de su “sujeto”. Se trata de un cierto reparto de la luz. El mismo cuyos términos Mallarmé fijara, unos años antes de nuestra imagen, en ese extraordinario texto llamado “Conflicto”: conflicto entre el poeta y esos importunos, esos obreros ferroviarios, aturdidos por sus libaciones dominicales, que le “cierran, por su abandono, el lejano vesperal”; conflicto interior también sobre el deber que incumbe al poeta de no pasar indecentemente por encima del “esparcimiento del azote” cuyo “misterio” tiene que comprender y cuyo “deber”, juzgar.

“Las constelaciones se inician a brillar: cómo querría yo que en medio de la oscuridad que corre sobre el ciego tropel, también puntos de claridad, tal pensamiento de hace un rato, se fijaran, a pesar de estos ojos sellados, que no los distinguen, por el hecho, por la exactitud, para que dicho sea”. El poeta francés quería sustraer al brillo de los astros la luz capaz no solo de iluminar los rostros obreros, sino de consagrar la estancia común. A este sueño, como a todo sueño, un filósofo alemán ya había respondido a su manera socarrona: “La humanidad no se plantea nunca más que los problemas que puede resolver”. Fijar puntos de luz en los nacimientos sumergidos en el anonimato es algo que ya se hace técnicamente, ordinariamente. Es algo que se llama fotografía: escritura de la luz, entrada de toda vida en la luz común de una escritura de lo memorable. Pero soñando con los “oficios” nuevos de la comunidad, tal vez el poeta idealista haya visto mejor que el filósofo materialista de la lucha de clases el punto central: la luz misma es objeto de reparto, no es común más que conflictivamente. En la misma placa fotográfica se inscriben la igualdad de todos ante la luz y la desigualdad de los humildes ante el paso de los grandes. Por eso puede leerse en ella lo que carecía de sentido buscar en el cuadro de Belisario mendigando: la comunidad de dos mundos en el gesto mismo de la exclusión; su separación en la comunidad de una misma imagen. Por eso se puede ver en ella también la comunidad de un presente y un porvenir, el que Mandelstam, en 1917, celebrará en dos versos deliberadamente equívocos:

Te levantas sobre oscuros años

Sol, juez, pueblo.

Pero la sentencia de luz no es solo, como algunos quisieran, la historia de los nuevos mitos del sol rojo y de su catástrofe sangrienta. Puede ser, de manera más simple, esa “justicia” que las imágenes de Crónica colonial devuelven a los colonizados de ayer. Los colonizadores holandeses las habían tomado en Indonesia para celebrar su obra civilizadora. En la selva donde vivían seres salvajes, se elevaba ahora una ruidosa colmena industrial en la que sus hijos ganaban competencia, dignidad y salario por extraer y formar el metal. En la escuela, en los dispensarios, grandes y humildes se prestaban a la instrucción que los elevaba, a la higiene de las duchas, a la vacunación que salvaba sus cuerpos y a las señales de la cruz que salvaban sus almas. Esas imágenes de ayer, Vincent Monnikendam las ha ordenado de otro modo. Y el gran principio de ese reordenamiento no consiste en mostrar la cara negra de la opresión de ese desfile civilizador, en desplazar esa “felicidad” imaginada del colonizador hacia la desdicha y la revuelta del colonizado. Y, sin duda, la voz poética en off que acompaña las imágenes dice el dolor de la tierra y la de una vida que aspira a retomar “el curso de sus pensamientos”. Pero este acompañamiento mismo es menos el contrapunto de dolor que la manifestación de una capacidad para decir la situación, para ficcionalizarla. Y lo que ella acompaña entonces en la pantalla es una ínfima y decisiva modificación en la apariencia de los rostros y de las actitudes de los colonizados, en la “felicidad” que expresan: a la sorpresa de esos ejercicios impuestos, responden con atención, con un cierto orgullo de jugar el juego, lo más perfectamente posible, ante la pizarra de la escuela o el hierro de la forja. Afirman tranquilamente su igual aptitud para todos los aprendizajes, todas las reglas y todas las contorsiones, su igual inteligencia. Y ante el rostro de la niña pequeña que pone todo su esmero en deletrear bien la lengua del amo, vuelve el eco de un momento de sentimentalidad del ironista Karl Marx cuando evocaba las reuniones de la Liga de los Justos y celebraba la “nobleza de la humanidad” brillando en las frentes “endurecidas por el trabajo”. Una nobleza del mismo tipo es la que hace brillar el ojo de la cámara manejada por el colonizador. Consciente o inconscientemente. Voluntariamente y más allá de lo que se quería.

2. Detrás de la ventana

El cine, dice Oliveira retomado por Godard, es “una saturación de signos magníficos bañados en la luz de su ausencia de explicación”. La fórmula es bella, pero necesita ser completada. Porque la ausencia de explicación solo es magnífica en tanto defección o suspensión de la explicación: suspensión entre dos regímenes de la explicación. Explicar quiere decir, en efecto, dos cosas muy distintas. Puede ser proporcionar el sentido de una escena, la razón de una actitud o de una expresión. Pero puede ser también, según la etimología de la palabra, dejar que se despliegue la plenitud plegada en su simple presencia. Cortando el hilo de toda razón, se deja la escena, la actitud, el rostro al mutismo que les confiere un doble poder: detener la mirada en esa evidencia de existencia ligada a la ausencia misma de razón, desplegar dicha evidencia como virtualidad de otro mundo posible.

Una joven está asomada a la ventana, absorta en la contemplación de los tutores de legumbres que el viento ha hecho caer. Se da vuelta y le pregunta qué es lo que quiere al médico de visita, de quien ignorábamos que quisiera algo. Dos cuerpos se rozan para agarrar una fusta. Al día siguiente, el doctor está de vuelta. No se ha explicado nada. Simplemente, en el vacío de las explicaciones, Flaubert ha encontrado la manera de desplegar, en lugar de una sala de granja normanda, el gran vacío, el “gran hastío” del desierto de Oriente que lo fascina, esa infinidad de granos de arena, semejante ella misma a ese vacío que remueve con indiferencia los átomos. Y de ese vacío ha hecho el lugar mismo del amor de Charles por Emma. Principio romántico de la significancia indeterminada o de la insignificancia determinada. La potencia absoluta del arte para el cual “Yvetot equivale a Constantinopla” es posible en base de ese pacto con lo insignificante. A este precio, toda disposición de acciones va acompañada de un encadenamiento de imágenes que le quita su intencionalidad y la iguala a la gran pasividad de lo verdadero. A este precio, también, la desdicha de Charles y Emma constituye el reverso exacto de la capacidad que toda vida tiene de ser memorable.

El privilegio de la imagen cinematográfica es que depende “naturalmente” de esa significancia indeterminada que, en la edad de la historia y de la estética, en la edad romántica para decirlo con una sola palabra, convierte a cualquier vida sin importancia en materia del arte absoluto. Flaubert tenía que construir, por una incesante sustracción, ese régimen de significancia insignificante. Pero el cine, con su ojo sin conciencia, posee el instrumento que consuma exactamente el concepto romántico de la obra como igualdad entre un proceso consciente y un proceso inconsciente. El cine es, por consiguiente, el arte “inmediatamente” romántico. Aplica espontáneamente el principio de este doble recurso que carga todo signo con el esplendor de su insignificancia y con la infinitud de sus implicaciones. Prueba de esto es esa Emma Bovary urbana que filman en 1928, bajo la forma del cine verdad, los jóvenes cineastas de Menschen am Sonntag.[2] ¿Qué piensa en realidad esta joven vendedora que vino a la salida campestre para acompañar a su amiga y causar admiración gracias a su fonógrafo portátil de última moda del presumido que, como Rodolfo, la ha arrastrado a un lugar apartado bajo los grandes árboles del bosque? ¿Qué piensa la amiga al romper (¿por casualidad?) el disco que hemos visto girar, bajo el sol, al ras de los rostros, sin escuchar nada, por supuesto, porque la película es muda? ¿Qué piensan ellas de esos hombres a los que una se ha entregado y la otra negado, intercambiando una mirada de complicidad en el barco de vuelta? ¿Pero qué piensa una imagen?

¿Y la historia, en todo esto? ¿Qué relación exacta existe entre el gris cotidiano o las pequeñas dichas dominicales de los empleados de la gran ciudad y la vocación del cine por hacer obra de historia, en la forma llamada “documental”? La siguiente: la época en que el cine toma conciencia de sus poderes es también el tiempo en que una ciencia nueva de la historia se afirma frente a la historia-crónica, la historia “de los hechos” que construía la historia de los grandes personajes con la ayuda de los “documentos” de sus secretarios, archivistas y embajadores; con los documentos, en suma, de los propios funcionarios de esos grandes personajes. A esta historia, hecha con las huellas que los hombres dignos de memoria habían escogido dejar, le habían opuesto una historia hecha con las huellas que nadie había elegido como tales, con los testimonios mudos de la vida ordinaria. Habían opuesto al documento, al texto de papel intencionalmente redactado para oficializar una memoria, el monumento, entendido en el sentido primero del término: lo que conserva la memoria por su propio ser, lo que habla directamente, por el hecho de que no estaba destinado a hablar, la disposición del territorio que certifica la actividad pasada de los hombres mejor que toda crónica de sus empresas: un objeto de uso cotidiano, una tela, una pieza de alfarería, una estela, la pintura decorativa de un cofre o bien un contrato entre dos personajes de quienes nada sabemos, que revelan una manera de ser de la vida cotidiana, una práctica del trabajo o del comercio, un sentido del amor o de la muerte que allí quedó inscripto, por sí mismo, sin que nadie haya pensado en los historiadores del futuro. El monumento es lo que habla sin palabras, lo que nos instruye sin intención de instruirnos, lo que es portador de memoria por el hecho mismo de no haberse preocupado más que por su presente.

Pero, por supuesto, la clara oposición entre el monumento y el documento no se produce más que para ser inmediatamente abolida. El historiador tiene que hacer hablar a esos “testigos mudos”, declarar su sentido en la lengua de las palabras. Pero el historiador relee también eso mismo que ha sido escrito en la lengua de las palabras y con los instrumentos de la retórica; contra lo que dicen intencionalmente hace valer, por debajo de las palabras, lo que dicen sin pensarlo, lo que dicen en tanto monumentos. De este modo leía Michelet, en las actas de las Fiestas de la Federación de julio de 1790, los “monumentos de la fraternidad naciente”. Pero para leer y permitirnos leer esos “monumentos” de un pensamiento común, tenía que borrar la retórica de los escritores de pueblo, hacer hablar en su lugar lo que expresaban: el espíritu mismo del lugar, la potencia de la naturaleza en la época de las cosechas, la potencia de las edades y las generaciones reunidas, del anciano venerable al recién nacido, en torno al nacimiento de la nación. La historia nueva, la historia “del tiempo de la historia” no avala su discurso más que al precio de una incesante transformación del monumento en documento y del documento en monumento. Es decir, que no avala su discurso más que a través de la poética romántica que opera la constante conversión de lo significante en insignificante y de lo insignificante en significante.

Pero entonces, si el cine en general depende de la poética romántica de la doble significancia, se entiende que el cine “documental” se inscriba en ella de un modo muy específico. Su propia vocación a la mostración de lo “real” en su significación autónoma le da la posibilidad, aún más que al cine de ficción, de jugar todas las combinaciones de lo intencional y lo no intencional, con todas las transformaciones del documento en monumento y del monumento en documento. Para captar ese juego y sus alcances, transportémonos entonces a aquella tarde soleada a orillas del canal de la Mancha, unos años más tarde. El sol se está poniendo entre las franjas de nubes y los reflejos sobre la grava. De espaldas, a contraluz, la cámara nos muestra dos hombres sentados en un banco mirando la puesta de sol y el movimiento incesante de las olas. Están ahí, como dominados por la inmovilidad ante ese movimiento perpetuamente semejante y esa luz siempre cambiante; como Bouvard, en la grava de la costa de Hachettes, cuando olvida a Pécuchet y la finalidad de su excursión de geólogos para mirar simplemente el movimiento incesante de las olas que es tal vez todo lo que hay que saber sobre “la naturaleza” y sus secretos. La cámara, sin embargo, se ha desplazado. Con el mismo fondo marino, nos presenta otra silueta a contraluz. Pero el casco que lleva nos permite entender que esos dos paseantes son dos guardacostas ingleses observando no lo infinito del mar sino la llegada siempre posible del enemigo alemán.

La película se llama Listen to Britain. Está dedicada a los canadienses en particular. Y su objeto es mostrar, del otro lado del Atlántico, cómo el pueblo inglés en su conjunto enfrenta no solamente a los alemanes, sino también su tarea histórica en nombre de la humanidad. Sin embargo, el autor, Humphrey Jennings, concibió de manera singular su obra de propaganda del país que resiste a las bombas del enemigo. La película no muestra ni bombardeos ni destrucciones. Apenas si algunos aviones-pájaro perturban el paisaje de un campo fértil que parece salido de una película de Dovjenko. En cuanto a los soldados, solamente los vemos en sus momentos de esparcimiento: en un compartimento de tren en el que están cantando, con acompañamiento de guitarra y acordeón, una canción melancólica que habla de una casa en el país de los gamos y los antílopes; en un salón de baile donde están bailando, en una sala de conciertos donde Myra Hess ejecuta un concierto de Mozart para ellos, en un desfile de pueblo semejante a los de nuestro 14 de Julio, en el que los civiles, en cierto sentido, actúan de soldados como solo es posible hacerlo en tiempos de paz. Así, el hilo va de escena en escena o de imagen furtiva en imagen furtiva; nos detiene un breve instante frente a una ventana, de noche, detrás de la cual un hombre sostiene una lámpara y corre una cortina, delante de unos niños haciendo una ronda que no evoca a ningún “hombre de la bolsa” en un patio de escuela o ante esos dos espectadores de la puesta de sol cuya función militar apenas si tenemos tiempo de descubrir puesto que al ruido de las olas ya le ha seguido una música alegre que anticipa la secuencia del baile.

¿Qué hace esta película militante para certificar la misión histórica de un pueblo resistente? Nos presenta lo extraordinario de su guerra como algo exactamente semejante a lo ordinario de su existencia pacífica. El equivalente en imágenes, si se quiere, de la oración fúnebre de Pericles, el eterno discurso de Atenas la civilizada frente a Esparta la guerrera: “Nuestra manera de prepararnos para la guerra es nuestra existencia sin coacción”. Pero lo que aquí nos interesa, más que el mensaje, es la manera en la que está construido y cómo esa construcción pone en práctica el principio romántico de la mezcla de los géneros. Para dar testimonio de un enfrentamiento de la historia, el cineasta encadena, como en una yuxtaposición de imágenes submotivadas, momentos de reposo o de sueño. Pero estos momentos –un rostro y una luz entrevistos detrás de una ventana, dos hombres discutiendo en el ocaso, una canción en un tren, un girar de bailarines– tienen una naturaleza “documental” muy particular. Son de hecho esos momentos a-significantes los que puntúan la ficción. Una ficción cinematográfica es un encadenamiento de secuencias con una finalidad narrativa –según el modo aristotélico de la disposición de acciones– y de secuencias sin una finalidad que son como estasis de la acción, momentos de reposo o de sueño. Solo que, por supuesto, esos momentos “a-significantes” tienen una función muy precisa: lo que se deja aprehender en ellos, en el suspenso de la ficción, es simplemente “la vida” de la que al mismo tiempo se benefician los personajes de la acción finalizada. La extrañeza del “documental histórico” de Jennings estriba en que está constituido por una yuxtaposición de esas estasis de la ficción, en que es una certificación de la realidad construida con lo real de la ficción, que certifica y que ella certifica a su vez. La fórmula según la cual “la realidad supera la ficción” cobra todo su sentido. Solo la ficción, por la necesidad de sus encadenamientos, tiene la capacidad de subrayar esa suspensión de las razones que impone la realidad. El documental no adquirirá su evidencia humana sino imitándola más allá incluso de su propia lógica. Lo que constituye la potencia documental de la imagen es el juego ficcional de lo significante y lo a-significante, es su aplicación cinematográfica al juego de la doble mirada. El cine habla de la historia haciendo el inventario de sus medios de fabricar una historia, en el doble juego de las razones y de su suspensión. El puro enigma de una sonrisa en el rostro de una joven vendedora berlinesa puede de este modo transformarse en la atención de los guardacostas ingleses, la análoga atención de los militares con permiso y de los voluntarios civiles, la manifestación colectiva de la participación en ese destino común que comienza por la igual capacidad que todos tienen de interesar, al mismo tiempo, al ojo de un artista y al de una máquina. La vida ordinaria, que es la materia del arte, absolutiza; el sujeto[3] indiferente que ordena pasivamente el registro de la máquina de luz y el agente histórico común que construye activamente la historia común quedan aquí identificados.

¿Quién le impide entonces a ese sujeto cualquiera pasar detrás de la cámara para hacer la historia con ella? Detrás de una ventana de un edificio de Bucarest, semejante a todos los demás, una mano ha puesto en marcha el objetivo que toma a lo lejos un cortejo de manifestantes marchando hacia el palacio presidencial (Videogramas de una revolución). Porque, desde hace unos años, el poder rumano viene alentando la difusión de esos aparatos que deberán permitir a sus compatriotas ocuparse apaciblemente en fijar sus pequeñas dichas cotidianas. Solo que esta cámara ha cambiado de destinación y sus imágenes van a cruzarse con otras imágenes tomadas detrás de otras ventanas para converger en ese punto central en el que las imágenes de la televisión oficial nos muestran al Conducator arengando a su público habitual e interrumpido por el espectáculo y los ruidos disonantes que vienen del fondo de la plaza. Aquel mes de diciembre de 1989, en Bucarest, nos dicen Harun Farocki y Andrej Ujica, sucedió algo inédito: el cine no se limita a registrar el acontecimiento histórico, sino que crea ese acontecimiento. Agreguemos que si lo crea es tal vez en virtud de su propio poder de volver histórica cualquier aparición detrás de una ventana.

3. El umbral de lo visible

¿Pero esto no supone seguir con excesiva comodidad las ilusiones del cine-verdad y la historia a partir de la imagen que nos proponen los vencedores? El mismo Harum Farocki, que nos muestra el poder histórico de los cineastas amateurs de Bucarest, nos recuerda en sus otras películas que el ojo sincero de la cámara no ve a pesar de todo más que lo que se le ordena ver. Si los aliados no distinguieron los campos de concentración, que sin embargo eran muy “visibles” en las fotografías aéreas donde buscaban identificar instalaciones industriales para bombardear, también se debe a que la propia ventana de lo visible cinematográfico es originalmente un marco que excluye. O mejor dicho es el umbral de lo que es o no es interesante para ver (Los obreros se van de la fábrica). En resumen, la primera película, La salida de la fábrica Lumière, habría fijado en 45 segundos el destino del cine, el umbral de lo que este debía ver o no ver. No ha cesado de actuar una y otra vez el mismo guión. Ha esperado a sus personajes, como el enamorado de Marilyn en Cash by night, a la salida de la fábrica. Nunca se interesó por lo que se decía adentro. Y no entró mucho más que para filmar a falsos obreros, a gangsters que habían venido a robar el dinero de la paga. En este primer reparto entre lo visible y lo invisible, lo escuchado y lo no escuchado, se destacan las secuencias de historia en la frontera entre dos espacios y dos sentidos, como, por ejemplo, las escenas de la huelga de los dockers de Hamburgo filmadas por Pudovkin. En ellas se ve el rostro impasible de ese piquete de huelga mirando al rompehuelgas que se desploma bajo su carga y cuyo puesto ya están esperando otros rompehuelgas detrás de la reja: rostros demacrados y afiebrados pegados a los barrotes en los que se puede (¿se habría podido?) reconocer ya, nos dice Farocki, la figura de esos prisioneros encerrados en los campos que los militares aliados seguían sin distinguir en 1944.

¿El poder revelador de la imagen registra algo más, entonces, que el reparto ya dado de lo visible y lo invisible, lo audible y lo inaudible, el ser y el no ser? En 1829, al alba de los tiempos socialistas, Pierre-Simon Ballanche había reescrito, a la luz del presente, el viejo relato de la secesión de los plebeyos en el Aventino. Lo había transformado en un conflicto sobre la visibilidad de los plebeyos en tanto seres parlantes. Desarmado ante esos plebeyos que se obstinaban, contra toda evidencia perceptible, a atribuirse una palabra que no poseían, el patricio les asestaba el argumento último: “Su desgracia es la de no ser y esa desgracia es ineluctable”. Tras un siglo y medio de combates destinados a probar esa existencia contestada, cómo no quedar impresionado ante las fórmulas que el marxista Franco Fortini lee en su propio libro, en la terraza soleada en la que otros dos marxistas, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, han instalado su cámara. “En el fondo, no hay más que una dura y feroz novedad: ustedes no están en el lugar donde sucede lo que decide su destino. Ustedes no tienen destino. Ustedes no tienen y no son. A cambio de la realidad, se les ha dado una apariencia perfecta, una vida bien imitada”.

¿Cómo entender estas palabras terribles que no solo se dirigen a las víctimas de las masacres nazis, sino también a todos los que, como ellos, han estado sometidos a una vida decidida por otros, desposeída de toda capacidad propia de hacer historia (Fortini/Cani)? En 1992, Jossif Pasternak fue a aquella ciudad de Efremov que para Chéjov, Turgueniev o Tolstoi simbolizaba la somnolencia indefinida de la Rusia profunda (El fantasma Efremov). Al salir de la estación se encontró con el mismo barro que el joven Constantin Pautovski, enviado especial de su diario, había encontrado en febrero de 1917. “Qué extraña ciudad, había dicho el joven a su cochero, no hay nada para ver”. A esta respuesta-pregunta de ayer le hace eco, hoy, la respuesta-pregunta de los jóvenes periodistas locales, interrogados en el momento del desmoronamiento del comunismo: “¿Para qué explicarle Efremov a gente que nunca ha estado aquí y nunca vendrá?”. ¿Y qué mostrar que no se asemeje a ese trabajo y a esa somnolencia, a esa brutalidad y a esa cordialidad, a esa pereza y a esa resistencia que los escritores de ayer ya han descripto mil veces? En el número diez de la calle Chéjov, un hombre abre y cuartea el cerdo que ha matado. “¿Por qué dan vuelta el sentido de las palabras?”, pregunta hablando de los de Moscú, “yo nunca doy vuelta nada”. Estuvo en Hungría, en 1956, en un tanque. “Nunca lo voy a olvidar”. ¿Pero qué es lo que no va a olvidar? ¿El hecho de haber ido a jugarse el pellejo a un país hostil o la opresión que fue a ejercer allí? ¿O bien, simplemente, la equivalencia de ambos, el hecho de que no ha tenido mayor control sobre su destino que los húngaros? El viejo estribillo de que el destino de los de aquí se decide siempre en un lugar lejano, allí donde nunca nadie es culpable. ¿Pero no enuncia él mismo la réplica que lo remite a la responsabilidad de su suerte: “¿Quién de todos nosotros está libre de pecado?”?

¿Un país sin historia, hombres sin destino, desiguales ante su destino? ¿Es esto lo que deja ver la sonrisa del viejo campesino que entró al kolkhoz el primer día, pasó diez años de campo aserrando troncos de árbol y dice solamente: “Acá vivo y eso es todo”? ¿O tenemos que entender que, precisamente, al mismo tiempo la vida es y no es todo? ¿No es necesario entonces complicar la fórmula de Fortini y el marxismo de los Straub? Lo que nos revelan estos rostros marcados por el frío, el trabajo o los sufrimientos, esas palabras que entre los recuerdos del pasado y la irrisión del presente siguen centrándose siempre en la simple afirmación de la vida, no es solo “una vida bien imitada”. Es más bien la exacta equivalencia entre historia y ausencia de historia. ¿Cómo es posible decir que quienes han conocido el kolkhoz y las fábricas químicas de Efremov, los campos en Siberia o las intervenciones en los países hermanos han padecido su destino como ciegos o retrasados? Y habrá que terminar algún día con el viejo estribillo que afirma que los “vencidos” de la historia lo han sido porque no entienden, razonan mal o no saben hablar. Porque están demasiado lejos, demasiado encerrados en su rincón y en su tarea como para entender las razones del progreso o las de la opresión. Escuchemos, por ejemplo, a esos mineros sardos filmados por Daniele Segre (Dinamita). En las categorías oficiales, figuran como representantes de una clase obrera arcaica y un aislamiento insular. ¿Cómo no quedar impresionados por su dominio de la lengua y la implacable lucidez con la que analizan la situación, argumentan su combate y destruyen los sofismas oficiales, pero también retroceden ante la capacidad misma que manifiestan y se condenan a padecer esa falsa necesidad cuyos mecanismos saben no obstante desmontar?

También en Efremov, como en todas partes, uno analiza el propio destino, su justicia o su injusticia, la parte que se ha tenido en él y la que no se ha tenido. Se encuentra placer en formular frases, se sabe responder a las preguntas del entrevistador, desviarlas y devolvérselas. Se participa en la misma potencia del lenguaje que separa a la vida de sí misma, sobrepasa su “todo” y la destina a cumplir el anuncio o la promesa de algunas palabras. Se cree y no se cree en las palabras de la promesa, no sucesiva sino simultáneamente. Y si se presta el cuerpo a la verificación de las amargas palabras de Chéjov o de Turgueniev, es porque se las conoce y se quiere mostrar que se las conoce. De modo que ya no se sabe si Chéjov o Turgueniev o Goncharov tuvieron razón en cuanto a la eternidad de una vida rusa destinada a ser siempre semejante a sí misma, siempre semejante a una “vida bien imitada”, o si el movimiento mismo de esta vida, su manera de ser igual en el hacer y en el padecer la historia, es lo que imita a estos escritores y se vuelve semejante a las palabras de los maestros de la lengua.

El sufrimiento de estas vidas, entonces, no reside en la vanidad de las palabras, que nadie ignora equivalente a su esplendor. Su sufrimiento radica en ver que se desconoce el pacto que hablar impone. Ante el entrevistador que quiere escuchar a ancianos y a ancianas evocar los tiempos soviéticos, la vieja campesina repite obstinadamente lo que nadie le pide que diga, lo que no cesa de decir sin nunca obtener respuesta, lo único que ella quiere: una habitación con una ventana. “¿Por qué no me responde? ¿Por qué usted siempre pregunta y nunca responde?”. El ojo del campesino es certero, se decía en épocas maoístas. Lo que el ojo de la campesina de Efremov ve es esa extraña democracia del ojo y de la oreja mecánicos que van por todas partes, tratan con la misma luz a grandes y a humildes, dan un rostro, voz y palabra a los anónimos pero nunca tienen que responder a sus preguntas. Es el pacto de opresión entre los que siempre interrogan y los que nunca responden, nunca consideran en su igualdad a los seres parlantes a los que ellos son los primeros en “dar” la palabra.

Aquí recobra sus derechos el marxismo de las palabras de Fortini y de la cámara de los Straub. Con la condición de que se lo separe del sociologicismo científico que cree que la vida sufre por ignorancia y que la relegación conlleva naturalmente esa ignorancia. Saber entonces “que el conflicto de las clases es el último de los conflictos visibles porque es el primero en importancia” (Fortini) no es medir la ignorancia y el saber, es medir el ser y el no ser. Es interrogar lo visible sobre su repartición. En el momento mismo en que manifiesta su dignidad histórica, la palabra que la cámara da a los campesinos de Efremov los remite a su no-ser. Inscribe su palabra en la semejanza que un paisaje de planicie, de nieve y de isbas tiene consigo mismo. La igualdad romántica de lo significante y de lo insignificante, de lo mudo y de lo elocuente es la de ese incesante intercambio de suma cero que hace hablar a los pliegues del rostro o a los plegamientos del suelo para volver sordas las voces y mudas las palabras. El brillo que la máquina de hacer ver y hacer oír le da a toda vida lo retoma de inmediato para sí misma. Hacer obra de historia remite entonces a un arte consciente de su distancia radical con lo que lo imita: la máquina de mundo que vuelve todo igualmente significante e insignificante, interesante e ininteresante; esa máquina de información que realiza, en resumidas cuentas, la vieja equivalencia sofística del ser y el no-ser. ¿Dónde se alojaría el no-ser puesto que todo es visible? A lo que hay que responder que es precisamente esa visibilidad indiferente la que reenvía a la casi totalidad de la humanidad al no-ser o a la ausencia de historia: “Todo esto quiere persuadirnos de una sola cosa: no existe ninguna perspectiva, ninguna escala de prioridades. Debes participar en esta pasión ficticia como lo has hecho con otras pasiones ilusorias. No debes tener tiempo de respirar. Tienes que prepararte para olvidar todo y rápido. Tienes que disponerte a no ser y a no querer nada” (Fortini).

Combatir la anestesia nihilista sostenida por el doble juego de la imagen elocuente y de la palabra dada obliga entonces a suspender ese doble poder de la imagen que habla por su sentido y por su insignificancia. Obliga a apartarse de la evidencia de esos cuerpos que hacen brillar al mismo tiempo sus sufrimientos y sus palabras, a separar las palabras de lo que permiten ver, las imágenes de lo que ellas dicen. Sobre el argumento de Franco Fortini (el entusiasmo de la intelligentzia italiana por la causa israelí en 1967 vive del ocultamiento del pasado fascista, del ocultamiento de la complicidad fascista con la empresa de exterminio y de las víctimas enterradas en suelo italiano), la cámara de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet no pone ninguna imagen documental de la Guerra de los Seis Días, ninguna imagen de archivo de las masacres de Marzabotto y de De Vinca en el otoño de 1944. Frente a las palabras del escritor, ningún cuerpo supliciado sino, por el contrario, su ausencia, su invisibilidad. La cámara se va muy lejos de la terraza donde Fortini relee su texto sacándolo nuevamente del silencio de las páginas escritas a explorar los lugares de las masacres, de las colinas mudas aplastadas por el sol y de los pueblos desiertos donde solamente las palabras de las placas conmemorativas recuerdan, dicen sin mostrarla, la sangre que hace tiempo manchó esas tierras indiferentes. A lo todo-elocuente de la poética romántica y a lo todo-visible de la máquina de información-mundo, hay que oponerle la soledad de la palabra, su sola resonancia afrontando el mutismo de la tierra que no dice ni muestra nada. Gilles Deleuze: “Hay que mantener a la vez que la palabra crea el acontecimiento, lo hace crecer, y que el acontecimiento silencioso es recubierto por la tierra. El acontecimiento es siempre la resistencia entre lo que el acto de palabra arranca y lo que la tierra esconde. Es un ciclo del cielo y de la tierra, de la luz exterior y del fuego subterráneo, y más aún de lo sonoro y de lo visual, que nunca vuelve a conformar un todo, pero que constituye cada vez la disyunción de las dos imágenes, al mismo tiempo que el nuevo tipo de relación que entablan, una relación de inconmensurabilidad muy precisa, no una ausencia de relación” (La Imagen-Tiempo).

Sin duda podríamos interrogar a los cineastas y ponerle peros a su intérprete en cuanto a la medida exacta de esa “relación muy precisa”. Lo que podemos ver, más que esa pantalla-cerebro o tabla de información conceptualizada por Deleuze, es un juego entre la búsqueda de la relación y su anticipación. Algo, en suma, que recuerda aquel eco, aquel Anklag musical que caracteriza para Hegel el arte simbólico, es decir, el comienzo del arte en el que la significación está buscando aún su forma sensible y ese fin en el que sabe que ninguna forma sensible le corresponderá, que todas son igualmente disponibles e inesenciales. Como se recordará, es la pura resonancia de la música lo que sucede para Hegel a la capacidad pictórica de mostrarlo todo. Y el destino del cine, como el de su relación con el destino histórico común, podría encontrarse entre dos ideas de la música: la sinfonía bien orquestada de las imágenes que para Canudo, Epstein o Vertov debía sustituirse al viejo lenguaje de las palabras y la llamada distante de las palabras a las imágenes que caracteriza sus formas actualmente más agudas. Si la gran utopía del cine en los años del Octubre ruso y los modernismos europeos había sido cambiar las historias y los personajes del viejo mundo por la captura verídica del hombre nuevo por medio del ojo sin trampas de la cámara, si la banalidad del cine sonoro había matado ese sueño, ¿no sería entonces la tercera etapa de su voluntad de arte y de su sentido de historia aquella que invirtiera la relación inicial, haciendo de las imágenes el medio propio para hacer escuchar palabras, arrancándolas a la vez al silencio de los textos y al engaño de los cuerpos que pretenden encarnarlas? Si lo visible se esconde bajo lo invisible, no será el arco eléctrico el que lo revele, el que lo sustraiga al no-ser, sino la puesta en escena de las palabras, el momento de diálogo entre la voz que las hace resonar y el silencio de las imágenes que muestran la ausencia de lo que las palabras dicen.

4. Frente a la desaparición

De este modo hemos vuelto a nuestra preocupación inicial: ¿qué puede hacer la historia, qué puede hacer la imagen cinematográfica, qué pueden hacer ambas reunidas frente a la voluntad de que lo que fue no haya sido? El punto extremo de esta voluntad, como se sabe, se llama Vernichtung en alemán: reducción a nada, es decir, aniquilación, pero también aniquilación de esa aniquilación, desaparición de sus huellas, desaparición de su nombre mismo. Lo que singulariza al exterminio nazi de los judíos de Europa es la planificación rigurosa tanto del exterminio como la de su invisibilidad. La historia y el arte deben aceptar el desafío de esa nada: presentar el proceso de la producción de la desaparición a la luz misma de su desaparición. Y se sabe que el negacionismo tiene dos recursos, uno de los cuales consiste en no ver lo que de hecho ya ha dejado de ser visible y el otro, en desplegar el contexto del acontecimiento hasta el punto en que la especificidad de esa desaparición haya desaparecido. Hay un negacionismo vergonzoso que se limita a decir que todo eso no ha ocurrido. Y un negacionismo “honesto” que reivindica la vocación de la ciencia, que no es la de constatar, sino únicamente la de explicar. ¿Qué razones tenían los nazis –pregunta– para exterminar a los judíos? Ante esta pregunta se presenta toda clase de respuestas: la primera es que no tenían razones objetivas, de lo que se infiere tácitamente que un acontecimiento sin razón de ser tal vez no haya sido; la segunda es que habían perdido la razón porque estaban fanatizados, lo que, se nos deja entender, sucede con frecuencia a las multitudes, sobre todo cuando tienen hambre y han sido humilladas, porque a las multitudes les gustan los jefes y son primarias, y que la condición de los humanos en general es la de haber sido arrojados demasiado pronto al mundo, en un estado de dependencia y miedo que los libra a cualquier clase de fantasma mortífero, a aquel, por ejemplo, de un artista fracasado cuya madre habría sido mal atentida por un médico judío; la tercera es que la Alemania de aquellos años enfrentaba una verdadera amenaza, la del comunismo, muchos de cuyos representantes eran judíos, lo que explica la construcción del enemigo “judeo-bolchevique” en la cual el adversario real era el bolchevique y el judío aniquilado un mero sustituto que estaba a mano. De lo que se deduce que la víctima, en resumidas cuentas, no ha pagado sino por mala suerte, en lugar de otro. De lo que puede deducirse aun que el precio pagado ha sido sin duda muy alto, pero que de todas formas el verdadero culpable fue la Revolución soviética, que obligó a los nazis a cometer esos horrores porque ella misma no era más que horror contagioso.

Mostrar la aniquilación, como Claude Lanzmann lo hace en Shoah, implica entonces que se conjugue una tesis sobre la historia con una tesis sobre el arte. La tesis sobre la historia tomada de Raul Hilberg es simple: la historia de la destrucción de los judíos de Europa es una historia autónoma que depende de su propia lógica y no necesita ser explicada por ningún contexto: “Los misioneros de la cristiandad habían dicho en efecto: no tienen derecho a vivir entre nosotros en tanto judíos. Los jefes seculares que siguieron habían proclamado: no tienen derecho a vivir entre nosotros. Los nazis alemanes decretaron finalmente: no tienen derecho a vivir”. De lo que se deduce la vanidad de las sempiternas imágenes de archivo que muestran desempleados hambrientos que se pelean en la cola de una olla popular, fogatas que se convierten en autos de fe o desfiles de rubios niños fanatizados. Entre estas imágenes y el hecho de la aniquilación, nunca se podrá construir otra trama que no sea la de una historia de un tiempo pasado, una historia de los tiempos en que el capitalismo temía al comunismo y no controlaba sus crisis, de los tiempos también en que los jóvenes creían en ideales hasta el punto de sacrificar su vida por ellos y, más aún, la de los demás. Una historia de preguerra.

De todo esto se concluye, a veces con demasiada facilidad, que el exterminio es “irrepresentable” o “infigurable”, dos nociones en las que se mezclan cómodamente razones heteróclitas: la incapacidad conjunta de los documentos verdaderos y de las imitaciones de la ficción para dar cuenta del horror vivido; la indecencia ética de la representación del horror; la dignidad moderna del arte que está más allá de la representación y la indignidad de la ocupación artística después de Auschwitz. Pero hay escritores-testigos que ya han sabido encontrar palabras a la medida del horror. Y ciertamente ninguna imagen mimética estará a la altura de lo que las palabras producen. Desde hace mucho tiempo la estética sabe, sin embargo, que contrariamente a lo que cree y hace creer la máquina de información, las palabras siempre mostrarán mejor que la imagen toda magnitud que sobrepase la medida: horror, gloria, sublimidad, éxtasis. No se trata, por consiguiente, de poner el horror en imágenes, sino de mostrar lo que justamente carece de imagen “natural”, la inhumanidad, el proceso de una negación de humanidad. Este es el punto en que las imágenes pueden “ayudar” a las palabras, hacer entender, en el presente, el sentido presente e intemporal de lo que dicen, construir la visibilidad del espacio donde este sentido resulta audible.

Hay que invertir, entonces, la por demás célebre frase de Adorno que decretaba la imposibilidad del arte después de Auschwitz. Es lo contrario lo que es verdadero: después de Auschwitz, para mostrar Auschwitz, solo el arte es posible, porque siempre es lo presente de una ausencia, porque su trabajo mismo es el de dar a ver algo invisible, a través de la potencia regulada de las palabras y de las imágenes, juntas o disjuntas, porque es, entonces, lo único capaz de volver sensible lo inhumano. Y ya Alain Resnais confrontaba las fotografías de los sobrevivientes y los cadáveres, tomadas en el momento de la apertura de los campos, con el mutismo de los lugares y la indiferencia de la naturaleza que los circundaba. Claude Lanzmann radicaliza el propósito excluyendo todo archivo y confrontando los testimonios minuciosos sobre el detalle de la aniquilación –que no se puede más que contar pero también que hay que contar con ese detalle sobre el que pesa la voluntad de olvido– con paisajes que borraron todas sus huellas, es decir, con la simple inhumanidad de la tierra y las piedras. Y puesto que se trata antes que nada de arte, el problema no radica en desterrar toda representación, sino en saber qué modos de figuración son posibles y, entre ellos, qué lugar puede ocupar la mímesis directa. Por eso Claude Lanzmann, que no representó ningún espectáculo de horror, hizo que los testigos directos reprodujeran ciertos gestos que marcan, precisamente, el devenir inhumano de lo humano: le pidió al peluquero que mimara el último rapado, al antiguo adolescente “judío de trabajo” que cantara una vez más, en una barca semejante a la de ayer, la canción nostálgica que les gustaba a los verdugos, al conductor que condujera una locomotora semejante a la que desembarcaba cargamentos de hombres y de mujeres listos para las cámaras de gas. Y el antiguo SS, guardián del campo, encontró por sí solo el canto de trabajo que se les hacía cantar a los condenados de Treblinka. Se trata, precisamente, de reproducir esos gestos o esas canciones como tales, dichos por hombres que son los mismos pero no exactamente los que eran. Se trata de arrancarlos a todo simulacro de cuerpo, de lugar y de tiempo “propios”, que los sepultaría, para ubicarlos en la intemporalidad de su presente. Se trata de reservar para el rigor del arte la potencia de la representación, que es la del muthos capaz de inscribir la aniquilación en nuestro presente.

Arnaud de Pallières nació mucho tiempo después de la redada de Vél d’Hiv y el campo de Drancy que conoció bajo su “actual” figura: esa “Cité de la Muette” que recobró en la posguerra su función inicial de procurar alojamientos baratos. Ningún sobreviviente viene a testimoniar ante la cámara de Drancy Avenir (nombre conjunto de una estación de tranvía y de otra idea del tiempo, que va del porvenir hacia el pasado). Los testimonios de la redada, del campo de Drancy y de los campos que eran su destinación final son en la película lo que son para nosotros: textos. Por eso se plantea con más fuerza aún la pregunta por su ficcionalización. Entendamos con esto el dispositivo de su disposición, de la voz que los pronuncia, del cuerpo de esa voz, de las imágenes que le corresponden. La ficción de Drancy Avenir se construye ejemplarmente como la construcción misma del lugar entre una idea de la historia y una potencia del arte. Lo que supone el encadenamiento de al menos tres niveles de ficción. En un primer nivel se sitúa la ficción “realista” de una lección de historia en la que un historiador les hace leer a sus alumnos los testimonios de los deportados e inscribe la palabra leída en un combate benjaminiano entre dos historias: la historia acumulativa de los vencedores que en un mismo movimiento prosigue sus “triunfos” y deja el recuerdo en el pasado, y la potencia mesiánica capaz de hacer brillar en el instante presente la imagen auténtica del pasado para atizar, en el corazón mismo de los acontecimientos acabados, la chispa de una esperanza. Sobre esta ficción “realista” del profesor, único momento en que se da un cuerpo a la voz recitante, se encabalga la cuasi ficción de la estudiante en busca de memoria. Cuasi ficción, puesto que la estudiante no hace más que prestar su voz (en off) a la palabra de los textos, y su cuerpo de paseante al movimiento que guía las palabras de la inhumanidad vivida hacia imágenes de humanidad susceptibles de inscribir su huella. Así, el relato de la “niña de Vél d’Hiv” es acompañado por la joven investigadora en los lugares del arresto, conducido hacia las imágenes muy simples de un departamento donde no hay ninguna señal de vida, a los acordes de una canción de cuna romántica alemana que ordena a los niños que duerman en paz, refrendado en el presente por la mirada implacable de una niña en la terraza de un café. El relato de la organización del campo va acompañado de largas tomas panorámicas de los muros del barrio y planos de empleados sentados frente a sus computadoras; la llamada nocturna de los niños, de planos en picado de los chicos del barrio jugando en una nieve semejante a la de la Matanza de los inocentes de Brueghel. Las imágenes dan a las palabras el espacio analógico en el que se impone su presencia, confieren a la inhumanidad del exterminio su único equivalente aceptable, la inhumanidad de la belleza.

Así, la cuasi ficción de la estudiante se inscribe a su vez en una ficción de la obra de memoria que se despliega entre tres obras. La primera, la ficción de la víctima, está representada por un fragmento salvado de El mercader de Venecia de Orson Welles: único cuerpo que esta película confiere a los judíos, pero también, tal vez, eco de esa historia del cine y del siglo evocada por Godard: la historia de “todas las películas que habría habido”, todas las películas a las que, como a los prisioneros de Drancy, les ha sido negada la oportunidad de vivir. La segunda, la ficción de la deshumanización, está tomada del Conrad de En el corazón de las tinieblas y sigue el camino de ese barco que remonta el río hasta el punto en que la civilización conquistadora y los salvajes a los que venía a instruir se han vuelto indiscernibles. La tercera, la ficción de la constancia, está encarnada por un aria de Mozart, Come scoglio (Como una roca) de Cosi fan tutte, que ensaya en Berlín el personaje enteramente ficcional de una hija de deportados, habitada por una fidelidad indestructible, más allá de toda desdicha y de toda rememoración, al deber del canto y a la pasión del canto alemán. La constancia de Fiordiligi, como sabemos, no se sostendrá ni hasta el anochecer. Pero la constancia del canto, esa sí se sostendrá. Y la obra afirma, frente al silencio, frente a la banalización o a la tentación de lo indecible, su poder único de memoria.

La constancia del arte vendría entonces a oponerse a aquella máxima de filósofo que aseguraba que acerca de lo que no se puede hablar, mejor callar. Máxima cuya virtud pretendía ser crítica pero que, hoy, concuerda un poco excesivamente bien con la máxima de los gobiernos “realistas”, que identifican la fórmula de su conservación con la dura ley de un real sometido a la sola necesidad de lo posible y con el nihilismo intelectual del fin de la historia o de las ideologías. Lo que puede atestiguar lo real de nuestro siglo en su dureza más radical es la ficción. A condición, por supuesto, de separar su potencia de la simple construcción del cuentito que pone en escena amores y desdichas individuales con fondo de grandes pasiones y grandes catástrofes colectivas. Contra la escena irrisoria que proponía simplemente su falsificación a los Señores y Señoras de la sala, Mallarmé había querido pensar, a finales del siglo XIX, la potencia nueva de una ficción que ya no estuviera ligada a la creencia en la potencia de algún personaje, sino a la “potencia especial de ilusión” propia de cada arte. Hubo una época, en los años veinte, en que la “potencia de ilusión” del cine, la conjunción del ojo que registra y el ojo que diseña, de la fotografía maquínica y el montaje sinfónico, fue concebida como la de un arte supremo que enterraba las antiguallas del hombre psicológico y la ficción representativa para situarse en los tiempos del hombre constructor y colectivo nuevo.

Hoy en día, la capacidad del cine para hacer historia aparece ligada a otra manera de ficcionalizar: la que interroga la historia del siglo a través de la historia del cine y esta historia misma a través de la cuestión de la historia que organizan los signos del arte. Así Jean-Luc Godard en Alemania nueve cero o en Historia(s) del cine interroga el siglo a través del diálogo entre la fábrica de sueños leninista y la fábrica de sueños hollywoodense; las imágenes de la Alemania socialista desheredada y de la Alemania capitalista a través de una frase de Rilke, el recuerdo de Goethe, la música de Bach o de Beethoven, pero también la música muda del fonógrafo de Menschen am Sonntag o de la muerte de Sigfried en los Nibelungos de Lang, la estatua y los versos del sovietizado Pushkin o la imagen de don Quijote superando, en su cabalgata “utópica”, el Trabant averiado del “socialismo real”. O bien interroga, a la sombra de un ángel de Giotto, la relación que puede vincular el “lugar al sol” de Elisabeth Taylor actuando una versión filmada de American Tragedy de Dreiser, con lo que el director George Stevens pudo ver al abrirse los campos nazis. Si la historia no atestigua sin la construcción de una ficción heterogénea, es que ella misma está hecha de tiempos heterogéneos, hecha de anacronismos.