1. Sobre cuatro sentidos de la historia

1.1. La historia se dice en varios sentidos. Retengamos cuatro, diversamente combinables. En primer lugar, se trata de la colección de lo que es digno de ser convertido en memoria. No necesariamente lo que ha sido y lo que los testigos atestiguan, sino lo que, por su magnitud, merece ser retenido, meditado, imitado. La leyenda lo propone tanto como la crónica y Homero más que Tucídides. Se haya dicho lo que se haya dicho, en el corazón de esta historia no se encuentra el acontecimiento sino el ejemplo. La pintura de historia no es el fragor de las batallas o el brillo de los cursos, sino el viejo soldado frente a Belisario y su escudilla, Mucius Scaevola tendiendo las manos hacia el fuego, Brutus meditativo en un rincón de la tela, mientras que aparecen a medias solamente, en un segundo plano, las camillas que llevan los cuerpos de sus hijos. Ejemplos de las fortunas y los infortunios, de las virtudes y los vicios. No tan lejos, en cierto sentido, del interés que la nueva historia manifiesta por los momentos y los gestos que significan una manera de ocupar un mundo. Solo que la historia/memorial no propone leer el sentido de un mundo a través de sus signos, propone ejemplos para imitar. Esto supone una continuidad entre la escena para imitar y el acto de imitar en su doble sentido: trabajo del pintor y lección que saca el espectador comprometido. Si esta cadena se ve interrumpida, la función memorial de la historia se anula. Aquellos que nos dicen que miremos bien la representación de las abominaciones de nuestro siglo y que meditemos bien sus causas profundas para evitar su retorno se olvidan de una sola cosa: los tiempos de la historia/memoria no son los de la historia/verdad. Lo que explica la extraña inversión que, en nuestra época, asimila cada vez más el memorial al templo vacío de lo que debe quedar sin representación.

1.2. Historia se dice en un segundo sentido. En el cuadro, un momento específico, significativo con respecto a la acción, retiene la atención. Los movimientos de los personajes convergen hacia ese centro o transmiten su efecto hasta los bordes de la escena. Hay miradas que lo fijan, manos extendidas que lo designan, rostros que transmiten su emoción, conversaciones representadas que comentan su significación. En resumen, el cuadro mismo es historia: disposición de acciones, fábula significativa dotada de medios de expresión apropiados. Aristóteles había opuesto la generalidad de la poesía y de sus disposiciones necesarias o verosímiles de causas y efectos a la contingencia del relato que nos dice con exactitud que a tal acontecimiento ha sucedido tal otro. Pero el relato de los acontecimientos, desde Polibio y Tito Livio, también se ha constituido como presentación de lo necesario y de lo ejemplar. La pintura ha probado, desde el Renacimiento, que era “como la poesía”. Y la “pintura de historia” es, por excelencia, la pintura dotada del poder de condensar en la representación de un instante privilegiado la potencia de generalidad y de ejemplo de la fábula poética. La historia que construyen la composición de las partes y la disposición de las formas en la tela afirma su exacta coincidencia con la función memorial y ejemplar de la historia.

Pero esta concordancia de dos “historias” es también la virtualidad de su disociación, cuando la composición expresiva de la tela se afirma en detrimento de la escala de las magnitudes de la representación. Diderot ha señalado esta disociación en su Salón de 1769. Greuze, el pintor que sabe convertir en ejemplo cualquier escena doméstica, tender los cuerpos y las miradas hacia el padre agonizante, el hijo pródigo o la casada formal, ya no sabe darle a Carcalla la magnitud que un emperador romano, por depravado que fuera, tiene que manifestar en su actitud. La historia como exposición ejemplar de los medios expresivos y la historia como colección de los grandes ejemplos se disocian, así, veinte años antes de que los revolucionarios se propusieran renovar los ejemplos gloriosos de la crónica romana. Pero también el fracaso del pintor de género para izarse hasta la pintura de historia anuncia la época en que es la pintura de género, la representación de vidas cualesquiera, la que constituirá la manifestación ejemplar de la historicidad. Y los mismos juegos de la junción y la disyunción del exemplum y de la historia autorizarán, en nuestro siglo, los juegos de la pintura con sus programas. A la incapacidad que Greuze manifiesta para representar la historia en su majestad responderá la capacidad de tal o cual pintor fascista o soviético para servir su causa sin preocuparse por otra cosa fuera de la composición de los volúmenes y la distribución de la luz. Esto es lo que hace Deineka con su Kolkhoziana de la bicicleta roja, que absorbe por su “vitalidad” toda simbólica del color, y sus Futuros aviadores representados de espaldas frente a la epopeya aeronáutica que designa el brazo del mayor, pero cuyas espaldas desnudas concentran todo el interés mientras que los hidroaviones se convierten, frente a ellos, en pájaros de un paisaje surrealista. “Lo que me gusta”, dice simplemente el pintor, “es el hombre haciendo gestos amplios”. Simétricamente, el valor político acordado a la monumentalidad de las formas y al estatismo mismo de la composición permite a Mario Sironi esas extrañas representaciones oficiales de trabajadores desprovistos de toda intensidad conquistadora, como en Trabajo en el campo, que no da más que un árbol seco como decorado al trabajo de un oscuro excavador.

1.3. Mientras tanto, una tercera historia habrá consolidado su imperio, destruyendo la armonía entre la disposición expresiva de los cuerpos en una tela y el efecto de una magnitud ejemplar transmitida por la escena. Es la Historia como potencia ontológica en la cual toda “historia” –todo ejemplo representado y toda acción agenciada– se encuentra incluida. La Historia como modo específico del tiempo, manera en que el tiempo mismo se hace principio de la disposición de acontecimientos y de su significación. La historia como movimiento orientado hacia un cumplimiento, definiendo las condiciones y tareas del momento, promesas de futuro pero también amenazas para quien desconoce el encadenamiento de las condiciones y las promesas; como el destino común que los hombres hacen pero que solo hacen en la medida en que constantemente se les escapa, constantemente sus promesas se revierten en catástrofes. Si esta historia deshace los juegos ordenados de la figura ejemplar y la composición expresiva, esto no quiere decir que esté marcada por un signo originario de terror y de muerte. Es que por principio, de manera mucho más simple, ninguna acción o figura puede resultar adecuada al sentido de su movimiento. Lo propio de esta Historia es el no tener nunca escena y figura que se le igualen. Lo que prueba ese personaje con los brazos en cruz, en la tela de Goya, que hace frente solo pero que no grita para nadie, capturado como está entre dos masas de cuerpos anónimos que anulan todo alcance de su gesto y todo eco de su palabra: a sus pies, el montón de fusilados aplastados contra el suelo; frente a él, el grupo compacto de los ejecutores, representados de espaldas con los rostros borrados en la curva que va del morral al fusil. No es solamente la figuración de los “horrores de la guerra”, hasta entonces reservada al género menor del grabado, lo que se apodera del cuadro. Es sobre todo la tradición de la pintura de historia lo que se invierte: la disposición de los cuerpos solo adquiere sentido cuando deja de hacer historia, simulando la negación de toda dispositio que dependa de una potencia artística. La historia deja de ser la colección de los ejemplos. Es la potencia que sustrae los cuerpos a la virtud de la historia y el ejemplo. Se distingue a partir de ahora a través del exceso bruto de lo que ha sido por encima de toda significación. Pero no por eso es lo irrepresentable lo que impone su ley. La Historia ha dejado de atestiguarse a través de la composición de las actitudes y la ejemplaridad de la figura. Se atestigua a través de la analogía que componen esos personajes sin consistencia, como nacidos del trazado y de la materia pictórica y prontos a ser llevados de nuevo por la potencia que los ha hecho nacer del caos de las materias coloreadas. En toda masa coloreada existe a partir de este momento la virtualidad de un cuerpo y la de un sentido de la historia. Bastará, por ejemplo, con ese delgado hilo de rojo o de azul que hace emerger de la pasta espesa de Fautrier la figura del rehén[4].

1.4. Pero esta inversión no agota el porvenir de la pintura de historia. Porque no agota el sentido de la palabra “historia”. La Historia no es solamente esta potencia de exceso del sentido sobre la acción que se vuelve demostración de la ausencia de sentido y remite la forma hacia la materia de donde emerge y el gesto que la extrae de allí. No es solamente la potencia saturnina que devora toda individualidad. Es también el nuevo entramado en el que están presas las percepciones y sensaciones de cada uno. El tiempo de la historia no es solamente el de los grandes destinos colectivos. Es aquel en el que cualquiera y cualquier cosa hacen historia y dan testimonio de la historia. A la máscara de cera de los fusilados del Tres de mayo responde el rosa de las mejillas de la Lechera de Bordeaux. El tiempo de la promesa de emancipación es también aquel en que toda piel resulta capaz de manifestar el brillo del sol, todo cuerpo autorizado a gozar de él cuando puede y a hacer sentir ese goce como testimonio de historia. Ya Hegel celebraba en la pintura de género holandesa la manera en que una escena de posada o la representación de un interior burgués se convertían en indicadores de historia. Pero en tiempos de la Historia, la pintura de género abandona los interiores, las tiendas y las posadas. Invade las praderas y los bosques, los ríos y los estanques reservados a los héroes mitológicos. Y en la conjunción del cuadro de género y el paisaje mitológico, en el sol de la Grenouillère o las sombras de la Grande Jatte[5], otra forma de pintura de historia se afirma. La historia se da a ver en ella ordinaria, maravillosamente, como la materia prima en la cual se recortan los juegos de luz sobre el agua como los juegos de seducción en las orillas, los botes o las terrazas soleadas, como el principio vivo de la igualdad de todo sujeto bajo el sol.

2. Historia y representación: sobre tres poéticas de la modernidad

Colección de ejemplos, arreglo de la fábula, potencia historial de destino necesario y común, entramado historizado de lo sensible. Cuatro “historias”, por lo menos, se unen o se desunen, se oponen o se entrelazan, volviendo a disponer de diferentes maneras las relaciones entre los géneros pictóricos y los poderes de la figuración. Resulta demasiado simple, en efecto, asimilar dos movimientos: el que aleja el arte de la representación y el que hace de la Historia la potencia devastadora cuya culminación serían los campos de concentración del siglo XX. Al amparo de una frase precipitada de Adorno, el horror irrepresentable de los campos y el rigor antirrepresentativo del arte moderno celebran con excesiva facilidad unas bodas retrospectivas. “Lo que no se puede ver” sería imposible o ilegítimo mostrarlo. Pero la consecuencia es falsa. “No se puede mirar”, escribe Goya sobre uno de sus dibujos. Pero no deja por eso de fijar la vista en él. Porque lo propio de la pintura es ver y hacer ver lo que no se deja ver. Un siglo y medio más tarde, Music también se consagrará a restituir los campos de cadáveres de Dachau, semejantes a “placas de nieve blanca” o a “reflejos de plata sobre las montañas”. Resistir al destino de desaparición y mutismo del campo no solo implica inscribir como testigo fiel las huellas del horror. Es también obedecer al deber de artista que ordena a la mirada y a la mano “no traicionar esas formas disminuidas”. Es permanecer fiel a la tarea general que el arte –figurativo o no– se ha prescrito desde que ha dejado de estar sujeto a las normas de la representación: hacer ver lo que no se ve, lo que hay bajo lo visible: un invisible que es simplemente lo que hace que haya algo visible.

Hay que complejizar la relación, entonces. Es verdad que la Historia, en su sentido de potencia de destino, adviene en los tiempos en que se desmorona el edificio representativo clásico, el que mantenía toda representación bajo la ley del ut poesis pictura, bajo la ley entonces de una poética que definía las relaciones entre dos “historias”, entre el valor ejemplar de los sujetos y las formas apropiadas de su dispositio. Pero lo contrario del sistema representativo no es lo irrepresentable. Lo fundamental de ese sistema no pasa, en efecto, por el único imperativo de que hay que imitar y hacer la imagen semejante al modelo. Cabe en dos proposiciones fundamentales que definen, una, las relaciones entre lo representado y las formas de su representación y la otra, la relación entre esas formas y la materia en que se realizan. La primera regla es de diferenciación: a un tema dado convienen una forma y un estilo específicos: estilo noble de la tragedia, epopeya o pintura de historia para los reyes, color familiar de la comedia o de la pintura de género para la gente del pueblo. La segunda, por el contrario, es la in-diferencia: las leyes generales de la representación se aplican igualmente, sea cual sea la materia de la representación, lengua, lienzo pintado o piedra esculpida.

Las dos reglas son solidarias. La edad en que los arreglos entre el exemplum y la historia son perturbados por esa “historia” nueva que los hombres hacen sin hacerla pone en evidencia, con Burke, Diderot y Lessing, la irreductible heterogeneidad de los medios que cada materia ofrece a la expresión. Pero se concluye con demasiada facilidad que la edad de la Historia es la de la impresentación sublime, la del desvío infinitamente reiterado de la idea con respecto a toda materia. Invirtiendo las dos reglas de la representación, la poética de la edad histórica multiplica más bien los posibles de la figuración, las relaciones posibles entre el tema [sujet], su forma y su materia. Por un lado, el tema es indiferente, no prescribe ninguna forma. Todos los representados son iguales en dignidad, y la potencia de la obra se sostiene enteramente en el estilo como “manera absoluta de ver las cosas” (Flaubert), en la manera en que el artista, en todo tema, impone a la materia una manera, un aparecer de mundo. Por otra parte, la materia no es indiferente. La textura de la lengua o el pigmento pictórico pertenecen a una historia de la materia en que toda materia es una virtualidad de la forma.

A partir de aquí se definen las tres grandes poéticas que la edad de la Historia ha opuesto a los cánones de la representación y que han sido formuladas en la literatura y el pensamiento del siglo XX antes de cobrar cuerpo en las obras y los manifiestos pictóricos de nuestro siglo. Estas tres maneras de identificar la potencia de la obra con una potencia de historia cruzan de formas diversas las cuatro historias que hemos intentado aislar y son ellas mismas susceptibles de cruzar sus principios y sus efectos. Se tratará de calificarlas, aquí, independientemente de las “escuelas” específicas en las que han podido encarnarse y del monopolio sobre tal o cual concepto que estas han reivindicado.

2.1. La primera poética que podríamos llamar simbolista/abstracta es la que toma en cuenta de manera más radical el desmoronamiento del universo representativo en su globalidad y fija para el arte la tarea histórica de reemplazarlo por un orden equivalente: un orden que efectúe un sistema de acciones equivalente al de la vieja mimesis y desempeñe en la comunidad un papel análogo a las pompas abolidas de la representación. A la imitación de las cosas y los seres, opone la exacta expresión de las relaciones que las unen, el trazado de los “ritmos de la idea”, aptos para servir a la fundación de un nuevo ritual, sellando el deber que vincula la “acción múltiple” de los hombres. Se encuentra la expresión conceptual y plástica de estos términos de la poética y de la política propios a la “acción restringida” mallarmeana en el arte abstracto, de Kandinsky a Barnett Newman.

2.2. La segunda poética se consagra en particular a la revocación del principio de in-diferencia de la materia. Identifica la potencia de obra y de historia con la puesta en evidencia de la potencia de forma y de idea inmanente a toda materia. Esta poética de la naturaleza como “poema inconsciente” (Schelling) sitúa la obra en la continuidad del movimiento por el cual la materia ya se da forma, diseña su propia idea en los pliegues del mineral o la huella del fósil y asciende hacia formas cada vez más elevadas de expresión y de simbolización de sí. Convengamos en llamar simbolista/expresionista esta poética cuyos rasgos han fijado los textos teóricos de August Schlegel y las obras “naturalistas” de Michelet. Estos términos definen menos los rasgos de las escuelas homónimas que posibles pictóricos que atraviesan las escuelas y los géneros. Es tal vez la manera en que el “tema” propio de la obra emerge de la materia pictórica espesa en la pintura “política” de Homenaje a los Rosemberg de Asger Jorn, o la manera en que se desvanece en ella en las telas “apolíticas” del Action painting. Es posiblemente la des-figuración a través de la cual Otto Dix, para expresar la verdad de una guerra, inscribe en la continuidad barrosa de una misma descomposición los cuerpos vivos, los cadáveres amontonados y la materia inerte. Pero ante todo esta poética fija uno de los principales procedimientos a través de los cuales el arte de este siglo se pondrá en “la hora de la historia”, es decir, el juego de las metamorfosis, a través del cual lo representado, la materia y la forma cambian de lugar e intercambian sus potencias.

2.3. La tercera poética pone el acento en la ruina de la relación de la forma al tema. No trabaja solamente sobre la igualdad de todos los representados, sino, más ampliamente, de las múltiples formas que puede tomar la des-subordinación de las figuras frente a la jerarquía de los temas y las disposiciones. El principio flaubertiano “Yvetot equivale a Constantinopla” no se limita a decir que un tema menor equivale a uno más grande, si la manera del artista es lo único que cuenta. Dice más profundamente que siempre es posible hacer aparecer Constantinopla en la representación de Yvetot y el vacío infinito del desierto de Oriente en la estrechez y la humedad de un salón de granja normanda. Convengamos en llamar a esta poética (sur)realista para indicar lo siguiente: el “realismo” no es la vuelta a la trivialidad de las cosas reales contra las convenciones representativas. Es el sistema total de las variaciones posibles de los indicios y valores de realidad, de las formas de vinculación y desvinculación entre las figuras y las historias cuya ruina vuelve posibles. Se ha llamado “realismo mágico” al devenir-fantástico de la frialdad “documental” de la nueva objetividad, trasplantada en tierra holandesa. Pero el realismo y la magia de entrada están asociados. Cuando Carel Willinck coloca sus figuras solitarias en traje de noche en ruinas de Pompeya hechas de cartón, lo que hace es invertir el gesto inicial de Flaubert cuando traspone en cuadros de costumbres contemporáneos el fresco antiguo y oriental del San Antonio. Y la supresión de la barrera entre el sueño y la realidad no es sino una transformación particular dentro del conjunto de las de-figuraciones y las re-figuraciones que definen al realismo como algo que siempre ha estado habitado por el (sur)realismo.

La edad de la Historia no es entonces la de una pintura llevada por su movimiento propio y por la catástrofe del mundo vivido hacia la rarefacción y la afasia. Es más bien la de la proliferación de los sentidos de historia y de las metamorfosis que permiten poner en escena su juego. Volvamos a recorrer el texto célebre en el que Kurt Schwitters describe la fundación del movimiento Merz al terminar la Gran Guerra. “Tenía que aclamar mi alegría por el mundo. Por razones de economía, tomé lo que iba encontrando para hacerlo, porque éramos un pueblo que había caído en la miseria. También se puede gritar utilizando basura y es lo que hice pegando y clavando [...]. De todas formas, todo estaba arruinado y se trataba de construir cosas nuevas a partir de los restos”.

La situación histórica de excepción, que no deja sino los restos del pasado y los desperdicios de lo cotidiano para forjar el himno al futuro, constituye también la oportunidad de reunir en una única radicalidad las tres poéticas de la modernidad: sustituir la reproducción de cosas por la construcción de sus relaciones; utilizar para lograrlo no solamente la igualdad de todos los representados, sino también la capacidad de toda materia para convertirse en forma y tema. El cambalache de los graneros y las basuras puede ocupar el lugar de los colores del pintor para concebir una pintura abstracta que inmediatamente es una pintura de historia y que lo es en tanto y en cuanto pintura de un género radicalizado: la vida diaria representada –es decir, suplantada– por sus materiales mismos, por los restos de lo que constituye su textura concreta. Pero el boleto de tranvía, la tapa de lata o el recorte de periódico pegados en la tela no son solamente “huellas de la historia”. Son elementos metamórficos, susceptibles de ser tanto temas como formas o materiales. Si todo objeto es inmediatamente potencia de tema, forma y materia, no es solamente, como lo planteará a veces demasiado rápidamente la era pop, por su valor “documental” que lo convierte en soporte de una función crítica. Es porque, en la edad de la historia, todo objeto posee una vida doble, detenta una potencia de historicidad en el corazón mismo de su naturaleza de objeto perceptivo y usual. La historia entramado sensible de las cosas duplica a la historia potencia de destino. Desligando la historia/ejemplo y la historia/composición de su sujeción a la representación, multiplica los posibles figurativos a los que pertenecen a partir de entonces todas las formas de la de-figuración. Y esta multiplicación sostiene las diversas formas de historización del arte, volviendo composibles dos “destinos del arte”: el proyecto constructivista/unanimista de “transformar el mundo entero en una gigantesca obra de arte” (Schwitters), pero también su aparente opuesto: el proyecto crítico de un arte que suprime su propia mentira para verificar la mentira y la violencia de la sociedad que lo produce. Realización y autosupresión del arte van juntas porque es lo propio mismo de la historia como potencia de destino que toda forma existente apunte en ella a una realización idéntica a su propia supresión. Y la edad de la Historia confiere también a toda materia informe tanto como a toda escritura instituida la posibilidad de metamorfosearse en elemento del juego de las formas. La edad de la antirrepresentación no es la edad de lo irrepresentable. Es la del gran realismo.

3. Sobre tres formas de pintura de historia

3.1. A partir de aquí se podría, sin pretender ser exhaustivos, definir tres grandes maneras en que el arte de nuestro siglo ha podido enfrentar la historia, es decir, combinar los sentidos de historia y sus posibles pictóricos o plásticos. La primera sería la manera analógica. Esta hace coincidir un cierto sentido de la historia, de la tarea que impone al artista y de los temas que le propone, con el movimiento propio a la disposición de los elementos pictóricos. Arte simbólico entonces en tanto propone un analogon de la historia y lo identifica con la presentación del arte por sí mismo, del movimiento que traduce la idea en formas coloreadas o hace emerger la figura de la materia pictórica.

Pero el propio simbolismo tiene dos figuras diferentes: una en la que el símbolo es signo que toma sentido y cuerpo a través de un ritual, otra en la que el símbolo es parte separada de un todo, estado de un movimiento que presenta y significa al mismo tiempo ese movimiento. Simbolismo abstracto o expresionista, hemos dicho. Del primer lado se hallaría la lógica “mallarmeana” de un Barnett Newman. La pintura posterior a las dos guerras mundiales ya no puede, nos dice, pintar como si no pasara nada flores, desnudos recostados o violoncelistas. Pero tampoco puede entregarse al puro juego de las formas sin significación que supondría consentir al desorden americano del mundo. Queda entonces la posibilidad de concebir la tela como la organización de la idea en elementos plásticos que son también los elementos de un ritual religioso. La banda negra sobre fondo gris de Abraham o la banda roja sobre fondo marrón de Aquiles, esos “canales de tensión espiritual”, enfrentan el caos de las guerras mundiales o la simple anarquía americana creando en la tela un espaciamiento de la idea análogo al de la página mallarmeana.

El simbolismo, en cambio, adquiere su figura expresionista en la serie de los Rehenes de Fautrier, en la que el rehén figurado es también el rehén de la potencia de presentación pictórica: línea de color indecisa dibujando la curva de una nariz a una boca, multiplicando o sustrayendo ojos en torno a la línea central, yendo del óvalo regular del huevo a la línea destrozada que cierne el empastamiento enyesado del Fusilado, que no recuerda ninguna forma humana sino más bien algún Paisaje de 1944. Esos juegos de la de-figuración inscriben la pintura de un “tema histórico” en la gran mimesis a través de la cual el movimiento de la materia pictórica hacia la expresión imita el movimiento de la materia viva que toma forma, la huella del helecho fosilizado en la piedra o el retorno del animal mortal al mineral. Entre estos dos simbolismos se ubicarían sin duda esas pinturas “políticas” de Alfred Manessier en las que la multiplicidad regular de las manchitas luminosas escalonadas en un fondo oscuro, incontables, figura la tensión espiritual de un homenaje abstracto al sacerdote combatiente Hélder Câmara o dibuja el hormigueo de las favelas de su país.

3.2. A esta construcción de símbolos o analoga de la historia se opone una segunda manera. Esta opera con otro tipo de metamorfosis, que, en la vida diaria de nuestro mundo, transforma incesantemente las imágenes en signos y los signos en imágenes. Pintura mitológica, podría decirse, entendiendo la palabra en el sentido de Barthes. Esta manera juega con el carácter fingido de toda imagen de Historia y sobre el carácter histórico de toda reproducción de un estado de cosas cualquiera. Juega, en suma, con la permanente remisión de la gran historia, con sus retratos, sus emblemas y sus discursos, a la pequeña con sus puestos de mercancías o de desechos, sus retratos de familia o la exhibición de sus fantasmas y fetiches; con la equivalencia, en última instancia, entre la historización generalizada y el “fin de la historia”. La proliferación estatal y mercante de imágenes/signos le procura un repertorio infinito de exempla cuya duplicidad debe ser revelada por una disposición –una puesta en escena– específica: la imagen que es signo o el signo que es imagen, la majestad política que es mentira comercial o el anuncio comercial que es mentira política, lo extraordinario que es ordinario y lo banal que es fabuloso. Su repertorio son las imágenes oficiales de los grandes de este mundo o los retratos auráticos de sus ídolos, las instantáneas de la vida cotidiana semejantes a afiches y fantasmas de la mercancía, los emblemas del poder o las imágenes de historia que se han vuelto signos indiferentes u objetos de recuperación.

Volver todo exemplum a su banalidad de imagen y de objeto usual, elevar toda imagen banal a la potencia del ejemplo. Duplicar la imagen para que confiese su duplicidad, desviarla para ver su otra cara son las armas esenciales de esta manera que encuentra en el collage dadaísta su motor primero y en las múltiples formas y derivaciones del pop art su realización como crítica de la imagen/signo coextensiva a su reino. Es el trabajo sobre las variaciones y combinaciones de la imagen: reproducción, ícono, ídolo: multiplicación banalizante de la imagen del gobernante o de la star (Warhol), desplazamiento de la imagen oficial del joven Mao a la Plaza San Marco (Erró), combinación del retrato de Miss America 68 y la instantánea del prisionero vietnamita ejecutado (Wolf Vostell), momificación suplementaria del retrato momificado de Brejnev (Boulatov). Es también el trabajo sobre los emblemas de historia: horizonte rojo/alfombra roja del mismo Boulatov, bandera americana pintada/despintada de Jaspers Johns, emblemas de la Revolución francesa reducidos por Polke a los artículos publicitarios del bicentenario; cuadro de historia pervertido por Larry Rivers, que acusa la extrañeza icónica del George Washington cruzando el Delaware[6] a través del juego de las perspectivas contrariadas. El mismo Larry Rivers invierte la banalización fotográfica del Último veterano de la guerra de Secesión volviéndola a pintar con la crudeza de sus colores y la extrañeza de sus perspectivas y resucita el valor de historia olvidado en el ícono de un Napoleón de billete de banco o la edad de oro holandesa en la imagen de Los síndicos del gremio de pañeros[7] que sirve de emblema a una marca de cigarros. A esto siguen los diversos tratamientos del afiche publicitario o político: el rasguño ligero con el que Mimmo Rotella vuelve a poner en escena las imágenes de la mercancía soberana o de las stars legendarias; el juego de superposiciones a través de las cuales Jacques Villéglé vacía las imágenes y los mensajes de una campaña electoral; la dilaceración que remite imagen y signo a la dispersión de fragmentos coloridos que revelan el soporte de chapa en Raymond Hains; páginas de diarios casi borradas de Morris o saturadas de cabezas de negros en los Vanilla Nightmares de Adrian Piper; letras agrandadas de Polke o monumentalizadas por Boulatov recargando las imágenes oficiales de comité central unánime o de cosmos soviético. Es, por fin, la reexposición que la pintura hace de sí misma. Así el cuadro de Equipo Crónica pone en escena la Visita a Guernica en el espacio surrealista de un museo donde las figuras salen nuevamente del cuadro: brazo llevando una lámpara que atraviesa la tela, fragmentos caídos en el suelo de la sala, cuerpo que se pone de pie. Jugando a la metamorfosis incesante de las imágenes de arte y de las imágenes de mundo, vuelve a actuar así su propia historia.

3.3. El arte de nuestro siglo ha enfrentado la historia de un modo más discreto tal vez en la tercera manera, que ya no juega con la construcción de los símbolos o el comentario de las imágenes/signos, sino con los posibles de la pintura. Esta manera se inspira de la poética que he denominado (sur)realista. Esta utiliza todas las transformaciones de la figura y de las relaciones entre las figuras que caracterizan una figuración desligada de las reglas de la representación. Se recordará el dilema de la figuración antiguamente planteado por Sartre. Por un lado, el pintor auténtico de los horrores del siglo haría huir a la Belleza y al espectador. Por otro, el “traidor” capaz de pintar un campo de concentración como se pinta una frutera también sería infiel a la exigencia del arte y a la de la historia. La tradición (sur)realista ha encontrado rápidamente una salida para este dilema. No pinta los horrores de la guerra o de las dictaduras, no las olvida en provecho de las fruteras o de las meras formas coloridas. Pinta lo que no provoca ni horror ni indiferencia: el devenir-inhumano del sujeto humano. “Ausencia humana en el hombre”. La fórmula de De Chirico cuando evoca la imagen, vista en un libro antiguo, de lo que ningún hombre ha visto: un paisaje de la era terciaria. Este paisaje anterior al hombre, De Chirico dice haberlo encontrado en los paisajes historiados de Böcklin, de Poussin o de Lorrain. Pero a él vuelven también, a través de su devenir vegetal y mineral, los combatientes de la Gran Guerra bajo el pincel de Otto Dix. Al igual que los maniquíes y las perspectivas urbanas “metafísicas” del propio De Chirico, cobran vida en la Calle de Praga o en muchos otros cuadros, aliando el furor expresionista y la frialdad de la “nueva objetividad” para marcar la monstruosidad de una sociedad. Al igual que van a fijarse nuevamente en el realismo mágico o el surrealismo para producir esas pinturas de historia de un nuevo tipo que marcan una edad de la historia y auscultan una civilización ubicando a personajes modernos en un decorado antiguo o vestales antiguas ante las estaciones de tren o en las plazas flamencas. Ilustradores de Spengler como Carel Willinck, lectores de los clásicos del sueño, de Dalí a Masson o Bellmer, testigos de cargo del desmoronamiento de la democracia en Alemania, de Dix o Grosz a Nussbaum o Hofer, pintan lo que podría llamarse, desviando una vez más una frase de De Chirico, el espectro de la historia.

La ausencia de lo humano en el hombre se señala de mil maneras: por las deformaciones de la caricatura y del montaje que hacen aparecer la ferocidad del animal o la estupidez del vegetal en la figura del dirigente (fotomontaje de Berman o de Heartfield); por las metamorfosis y simulacros de la figura humana: máscaras antigás de Dix que se transforman en máscaras de comedia o de muerte; por la manera de retomar la iconografía de las vanidades, de los grotescos o las danzas de la muerte, de Mafai a Nussbaum; por las equivalencias plásticas entre las muecas del poder y los juegos pictóricos. André Bazin explicó hace tiempo cómo El dictador resolvía un caso de robo de bigote entre Chaplin y Hitler. Del mismo modo un caso de rasgos pictóricos robados y por retomar anima la silueta caricaturesca de Kokoschka (El huevo rojo), el rasgo esquemático de los dibujos de Klee (Heil o Närrische Jugend), la máscara de Pierrot de Hitler en Dix (Máscaras en las ruinas) o su figuración anónima y fundida en la multitud en Nussbaum (La tormenta).

Una vez más es el “apolítico” De Chirico quien ha nombrado uno de los grandes procedimientos de la pintura “(sur)realista” de historia: la “soledad plástica” de las figuras, es decir la disociación construida de su disposición y de su valor ejemplar. Pintar lo “inhumano” es disponer los lugares y las figuras de una pintura de historia que se recusa a sí misma. En el Campo de San Cipriano de Nussbaum, todos los elementos parecen reunidos para una escena significativa. El autor describe su experiencia, tomada del natural. Distribuye sus grupos de figuras según las leyes de la composición. Y en primer plano dispone la escena “concreta” de una lección de geografía que reúne a cuatro figuras alegóricas sacadas de la Haggadah, el malo, el sabio, el indiferente y el ingenuo. Solo que las figuras no guardan entre sí ninguna de las relaciones que su disposición supone: la expresión real/alegórica se fija como mueca de máscara, las miradas no se cruzan, van a perderse a otra parte, a ninguna parte. La disposición anula la historia que contaba y la fábula que suscitaba en ella para aclararla. La humanidad realistamente representada en una humanidad que se retira; tal como el rostro del Judío en la ventana, que es menos un rostro de víctima, asustada o resignada, que de vidente, sustraído ya a la humanidad, testigo de un cataclismo aún más sorprendente que horrible. Mirada que renuncia a comprender y, al mismo tiempo, deja expuesto lo in-humano, más allá de toda banalización.

Así la desmesura de la historia que ha sido soportada no cesa de encontrar su expresión pictórica. Al término de la Gran Guerra, De Chirico renueva la pintura de historia volviendo a pintar la más conmovedora de las partidas al combate: los adioses de Héctor y Andrómaca, simplemente reemplazados por maniquíes. En los años 1940, el exilado judío Felix Nussbaum, en su escondite de Ámsterdam, pinta con sus figuras de un expresionismo fijado la alegoría de los campos y de la muerte que lo esperan, mientras que, en las orillas del lago de Constanza, Karl Hofer los espectraliza a su manera, en la disposición serenamente inhumana de los paneles perpendiculares y de los personajes desnudos y solitarios de La cámara negra. En 1990, el hijo de emigrantes judíos Larry Rivers, el mismo que había desmitificado la iconografía de Washington, pinta dos retratos tranquilamente simbólicos del testigo de los campos, Primo Levi. En uno de ellos, la figura del escritor se desdobla para dejar aparecer el rostro del internado. En el otro, el movimiento de la mano despliega el paisaje de los muros y las siluetas de las víctimas. Sobreimpresión tomada al cine, descomposición del movimiento tomada a su ancestro, la cronofotografía de Marcy. La historia no ha terminado de contarse en historias.