El primer día de escuela. Toma dos.
Mi mamá me llevó a Tangerine esta mañana a las siete y media. Pasamos por las casas verde limón y la planta de embalaje de cítricos. También por el pequeño centro de la población y nos detuvimos frente a un edificio de concreto que parecía ser una oficina postal de una manzana de extensión. Estacionamos al otro lado de la calle.
—Estaré en el entrenamiento de fútbol hasta las cinco —le recordé—. Eso espero.
—Yo también lo espero —me respondió—. Mira, realmente debería acompañarte adentro hoy. Debe haber formularios de transferencia que tendré que llenar.
—No, no hay formularios para ti. Todo lo que necesito es una copia impresa de mi horario de la escuela media Lake Windsor. Nada de formularios. Nada de madres.
Mi mamá miró al otro lado de la calle y no le gustó lo que vio. Fuera del edificio había dos pequeños grupos de chicos tirándose patadas de karate. Había grupos más grandes, también. Pandillas de aspecto amenazador, dispersas, viendo a los karatecas.
—¡Mira eso! —dijo mi mamá—, ¿por qué no hay supervisión en esta área?
—Qué importa. Es lo que hacen algunos chicos, mamá.
—¿En la entrada de la escuela? ¿Qué clase de primera impresión es esa?
—Lo hacen en donde quiera que estén. Relájate. Te veo a las cinco.
—Sí, si sobrevives.
Rodeé a los karatecas y a los pandilleros y empujé una puerta pesada de madera. Vi que podía ir directo a las aulas de la planta baja, o subir por las escaleras de la izquierda, hacia lo que parecían ser las oficinas. Di vuelta a la izquierda y empecé a subir por los escalones gastados de mármol, pensando en lo poco común que era encontrar escaleras de este tipo en Florida. De hecho, todo el edificio era poco usual. No había estado en el segundo piso de nada desde que nos mudamos aquí.
Las oficinas de la escuela estaban arriba de la planta baja. La directora estaba de pie del otro lado de las puertas de vidrio. Caminó hacia mí.
—Soy la Dra. Johnson, ¿quién eres tú? —me dijo.
—Paul Fisher, Dra.
—Supongo que vienes de la escuela media Lake Windsor.
—Así es.
Tomó mi horario y lo leyó con detenimiento. Luego se dio vuelta y habló en dirección a una de las oficinas laterales.
—¡Theresa! Ven y hazte cargo de este alumno.
Una chica pequeña y delgada, de cabello café recogido en una cola de caballo, salió de la oficina lateral.
—Él es Paul Fisher —dijo la Dra. Johnson—. Paul, ella es Theresa Cruz. Te acompañará durante tu primer día en la escuela media Tangerine. También durante el segundo día, si lo deseas. Después de eso, serás responsable de ti mismo. En cualquier caso, Theresa seguirá siendo un enlace importante para ti, podrá responder a cualquier pregunta que puedas tener.
—Muy bien —dije—. Muchas gracias, Dra. —Hice una pausa. No sé por qué, pero sentí que tenía que decirlo. Y lo dije—: Me alegra estar aquí.
Una enorme sonrisa se dibujó en el rostro de la Dra. Johnson.
—Bien, nos alegra que estés aquí.
Después de eso, todo fue hacia abajo.
Theresa Cruz tenía muy poco o nada que decir. La seguí en silencio de una clase a otra. Ella me presentaba en voz baja a cada profesor y se sentaba a mi lado. Era inquietante, te lo digo. Parecía una historia de ciencia ficción. Como si hubiera entrado a una especie de universo paralelo. Las materias y los horarios son exactamente los mismos de la escuela media Lake Windsor, pero las aulas y la gente son completamente diferentes.
La escuela media Tangerine es más ruda, sin duda alguna. Me ponía muy nervioso cada vez que salíamos al corredor. Lo que te vaya a suceder en una escuela como esta, te sucederá en el corredor. Un tipo enorme me hizo a un lado dándome un empujón con su antebrazo, como si yo fuera una especie de mosquito. Pero no lo tomé personalmente. Simplemente continué caminando con la cabeza agachada, seguí a Theresa y fui adonde tuviera que ir.
Todas mis clases tenían lugar en el primer piso. Básicamente, el segundo piso es sólo para el sexto grado, el primero es para el séptimo grado y la planta baja es para el octavo grado, con algunas pocas excepciones. La planta baja también tiene el «cafetorio» que, obviamente, alterna entre cafetería y auditorio. Es asqueroso. El «cafetorio» tiene una cocina a la entrada y un escenario al fondo. En el medio hay filas de mesas de madera con sillas plegables hechas también de madera. Adentro hay mucho ruido, como en una de esas viejas películas de prisiones.
Theresa estuvo a mi lado en la fila para la comida en el «cafetorio». Incluso se sentó conmigo a comer. A comer, pero no a hablar. Quise obtener información sobre mis nuevos maestros, pero Theresa no cooperaba. Si yo decía algo como «¿Cómo es la profesora de ciencias, la Sra. Potter?», ella respondía: «Bastante buena».
«¿El Sr. Scott?».
«Bastante bueno».
Y así sucesivamente. Finalmente, me di por vencido y me dediqué a comer el almuerzo. Pero después, hice la pregunta que más me importaba.
—¿Sabes algo del equipo de fútbol?
Theresa se movió ligeramente hacia atrás e incluso volteó a verme, sorprendida. Asintió.
—Oh, claro. Sí. Mi hermano Tino juega en el equipo —dijo.
—¿Ah, sí? ¿Está en el octavo grado?
—No, es mi hermano mellizo. Está también en el séptimo grado.
—¿Eh? Bueno, estaba pensando ir al entrenamiento hoy para ver si puedo formar parte del equipo.
Theresa pensó un poco al respecto.
—Sí, puedes hacerlo. Comoquiera que sea, Tino no estará ahí hoy porque todavía está suspendido. Víctor, Hernando... ninguno de ellos estará ahí hoy. Pero supongo que de todas maneras habrá entrenamiento.
Sabía la respuesta a la siguiente pregunta, pero de todas maneras tenía que hacerla.
—¿Por qué no van a estar ahí?
—Pues se metieron en problemas en la feria. La Srta. Bright vino por todos ellos aquí a la hora del almuerzo. Los llevó a la Dra. Johnson y fueron suspendidos por tres días.
—Entonces, ¿van a venir mañana?
—Sí. Tino, Víctor, Hernando, todos ellos.
—¿Todos son titulares?
—¿Son qué?
—¿Son jugadores titulares? ¿Del equipo de fútbol?
—Oh, sí —respondió Theresa con orgullo—. Víctor es algo así como la estrella. Víctor y Maya, ellos son algo así como las estrellas del equipo, ¿sabes? Anotan casi todos los goles. Tino anotó dos goles el año pasado. Creo que Víctor anotó dieciséis y Maya anotó quince. Ambos formaron parte del equipo oficial del condado.
—¿Y quién es el portero?
—La portera es Shandra Thomas.
—¿Shandra? Una chica, ¿verdad?
—Sí, Shandra es mujer. Maya también.
—¿Cómo? ¿No tienen un equipo de hombres y otro de mujeres?
—No. Sólo hay un equipo. Chicos y chicas pueden jugar en él. Casi todos son chicos. Pero algunas de las chicas son buenas, han jugado en la liga juvenil toda su vida, y cosas así. Maya aprendió a jugar en Inglaterra. Por eso es tan buena.
Yo estaba tratando de procesar la información.
—Entonces, ¿Shandra es una chica? —dije de nuevo.
Parecía que Theresa lo estaba disfrutando.
—Oh, sí. Hay cuatro chicas: Shandra; Maya; Nita, quien es prima de Maya; y Dolly. Todas están en el equipo. Y luego están Tino, Víctor, Hernando y unos diez chicos más. ¡Son buenos! Quedaron en segundo lugar del condado el año pasado.
Después de almorzar, regresamos a nuestra rutina, con Theresa hablando únicamente cuando me presentaba a algún profesor. Pero al menos habíamos roto el hielo. Empezaba a formarme una idea de este nuevo lugar, y estaba contento de haber venido.
Diría que la diferencia más obvia entre mi nueva escuela y la vieja era la siguiente: en la escuela media Tangerine, las minorías eran la mayoría. No tengo problemas con eso. Siempre me he sentido una minoría a causa de mis anteojos. La siguiente diferencia más obvia es el edificio, que es viejo. Tampoco tengo problemas con eso, a excepción de que tiene un olor a desinfectante con el que medio te atragantas. Los libros de texto también son viejos. Muy viejos. Y tienen cosas escritas en ellos. Parece que los profesores lograron acostumbrarse a esta situación no usándolos mucho. Un par de profesores ha mencionado proyectos individuales y de grupo que deberán entregarse en breve. Supongo que pronto sabré más al respecto.
También entendí por qué pidieron a Theresa que fuera mi guía. Tenemos exactamente el mismo horario, principalmente clases avanzadas. Mi día estaba transcurriendo con bastante calma hasta la séptima clase, cuando recibí una sorpresa desagradable. Mi profesora de Artes y Letras es la Sra. Murrow. Imagínatelo: la Sra. Murrow está casada con el Sr. Murrow, el jefe de orientación en la escuela media Lake Windsor. Voy a hacer todo lo posible para no ser notado en esa clase. No quiero arriesgarme a que el Sr. Murrow un día escuche mi nombre y diga: «¡Ese chico tiene una discapacidad! Necesita un PEI».
Después de que sonó la campana, Theresa y yo bajamos las escaleras y salimos por la puerta trasera. A la izquierda, detrás de la barrera de contención del diamante de béisbol, había un marcador verde. En él estaba escrito ESCUELA MEDIA TANGERINE, HOGAR DE LAS ÁGUILAS GUERRERAS. Atravesamos los carriles para los autobuses y nos dirigimos a la cancha de fútbol, que estaba rodeada por una pista de asfalto para carreras.
Pude ver a un grupo mixto de chicos y chicas turnándose para patear el balón hacia una chica alta y robusta que estaba en la portería.
—Ella es Shandra, ¿verdad? —dije.
—Sí, la de la portería. Ella es Shandra.
—¿Quiénes son las otras?
—¿Cuáles? ¿Te refieres a las que están de pie juntas?
—Sí.
—Son Maya y Nita. Maya es la alta. Son primas y siempre están juntas.
—¿Y quién es la otra chica fuerte?
—Ella es Dolly. Dolly Elias. Su hermano Ignazio fue el capitán el año pasado. —Theresa le hizo una seña y le habló—: ¿Qué tal, Dolly?
Era la primera vez que la oía alzar la voz. Dolly la saludó con la mano.
—¿Son amigas?
—Sí. Luis, Tino, ella y yo regresamos juntos a casa.
—¿Luis también está en el equipo?
—No. No, Luis es más grande, es nuestro hermano mayor. Viene a recogernos después del entrenamiento. También recoge a Hernando y a Víctor.
Atravesamos la cancha y pasamos frente a Dolly justo en el momento en que hacía un tiro de esquina perfecto, levantando el balón cinco pies sobre el suelo. Theresa me llevó hacia una mujer alta, de aspecto fuerte, vestida con ropa deportiva de color rojo intenso.
—Srta. Bright, él es Paul Fisher, de la escuela media Lake Windsor. Quiere jugar en su equipo de fútbol —dijo Theresa.
La Srta. Bright tuvo que bajar la vista para verme a los ojos.
—¿Por cuánto tiempo vas a estar con nosotros, Paul? —dijo.
—Tres meses, Srta. Al menos hasta el final de la temporada de fútbol.
—Ajá. ¿Has jugado fútbol antes?
—Sí, Srta., toda mi vida. Era el portero titular en mi escuela anterior, en Houston.
—Ajá. Bien, déjame explicarte algo de una vez. Puedes jugar en mi equipo. Pero no vas a tomar el puesto de ninguno de mis jugadores titulares y después regresar a la escuela media Lake Windsor. Eso no va a suceder. Si quieres jugar como reserva de uno de mis jugadores titulares, entonces me dará gusto incluirte en el equipo.
—Sí, Srta. Eso es lo que quiero hacer.
—Muy bien. Necesito un refuerzo en la portería. Ponte esa camisa roja y ve al fondo de la cancha; estamos a punto de comenzar un partido de práctica.
—Sí, Srta.
Corrí hasta la portería, dejé mi maletín y me puse mis accesorios de protección. Con la mitad de los titulares ausentes, el partido de práctica era casi una broma. Sólo toqué el balón una vez. Ni siquiera necesito decir que nadie pudo meterme un gol. Lo mismo sucedía con Shandra, al otro lado de la cancha.
No puedo describir lo bien que se siente contar con una nueva oportunidad. Nada, absolutamente nada, me puede molestar ahora. Seré el refuerzo de Shandra Thomas y eso me hará feliz. Los porteros suelen lastimarse. Con frecuencia. Necesitan refuerzos más que nadie. Yo he estado lastimado —una vez me dieron un pisotón en la mano, otra vez me quedé ahogado— y alguien ha tenido que suplirme. Sucede todo el tiempo, por eso no tengo dudas de que me tocará jugar en algunos partidos.
Casi al final del entrenamiento, noté que se acercaba una camioneta que ya había visto antes. Era la misma camioneta grande que vi en la feria, vieja, de color verde, y al lado tenía escrito HUERTAS TOMAS CRUZ, TANGERINE, FLORIDA. Un tipo en jeans con una camisa de trabajo a cuadros se bajó y caminó hacia Theresa. Cojeaba al caminar. Tenía que ser su hermano Luis. Tenía el mismo cabello y ojos color café oscuro de Theresa. Su cabeza y sus manos eran muy grandes, incluso se veían así desde donde yo estaba. Después del entrenamiento, Theresa y Dolly se subieron con él a la cabina de la camioneta y se fueron.
Recogí mis cosas y regresé solo al edificio. Justo en el momento en que me disponía a abrir la gran puerta de madera de la entrada, oí a alguien decir: «Ahí estás, cariño».
Di la vuelta y vi a mi mamá bajando las escaleras que llevan a las oficinas en el primer piso. Me le quedé viendo hasta que llegó a donde yo estaba y rodeó mis hombros con su brazo, conduciéndome hacia afuera. Una sensación de pánico me asaltó y sentí como si se hubiera detenido mi corazón. De todas maneras, me las arreglé para preguntar:
—Mamá, ¿qué estabas haciendo allá arriba?
Cruzamos la calle y llegamos hasta el auto antes de que ella me respondiera algo.
—La secretaria de la Dra. Johnson me llamó hoy, Sr. Sabelotodo. Resulta que sí necesitas tus papeles de la escuela media Lake Windsor para transferirte aquí.
Empecé a sentir un dolor en el corazón.
—¿Mis papeles?
—Así es. Tuve que ir a Lake Windsor a recogerlos. ¡No te puedes imaginar el caos que hay en esas oficinas!
—Mamá, ¿con quién hablaste?
—Con el Sr. Murrow, por supuesto. Me dio tu expediente y lo traje acá. Ahora, ya estás, oficialmente. —Mi mamá desactivó los seguros de las puertas del auto y ambos subimos.
Volteé a verla, enojado.
—¿Estoy oficialmente qué?
—Inscrito en la escuela media Tangerine.
—¿Inscrito como estudiante con discapacidad visual? ¿Como estudiante PEI?
—No, nada de eso.
Cerré los ojos, desesperado.
—Entonces, ¿qué va a suceder cuando el jefe de orientación abra mi expediente y vea mi PEI?
—Nada, Paul. No hay ningún formulario PEI en tu expediente. —Mi mamá arrancó el auto y lo puso en marcha. Al dar una vuelta en U frente a la escuela, agregó, con mucho cuidado—: Tu formulario PEI desapareció en algún lugar entre Lake Windsor y aquí. Es algo de lo que probablemente no debamos volver a hablar jamás.
Condujimos en silencio por el centro, hacia la autopista.
—Quizá fue un águila pescadora —dije, finalmente.
—¿Qué?
—Quizá un águila pescadora lo tomó.
—¿De qué estás hablando?
—Ya sabes, de mi PEI. Quizá ahora es el relleno del nido de un águila pescadora.
Finalmente, mi mamá entendió la broma y sonrió.
—Ese sería un lindo detalle decorativo.
—Exacto.
—Inconsistente con la arquitectura de los demás nidos, pero un lindo detalle.
—Exacto, algo así.
Cuando nos dirigíamos al oeste por la Ruta 22, empecé a sentir me verdaderamente esperanzado con respecto a la escuela media Tangerine. Después de todo, había tenido mucha suerte de que asignaran a Theresa como mi guía. Que mi mamá se deshiciera de parte de mis papeles iba más allá de tener buena suerte. Era otro milagro.
De hecho, parece que las cosas están saliendo como las planeaba. Es el Sueño de Fútbol Paul Fisher. Me pregunto si Erik se siente igual con respecto a su vida aquí. Pero también me pregunto si Mike Costello estaba sintiendo lo mismo sobre su vida cuando se apoyó en el poste.
Toda la mañana estuve detrás de Theresa. Otro chico enorme, uno diferente, me arrojó contra un casillero. Theresa no le dio importancia, así que yo traté de hacer lo mismo. De nuevo la seguí a la cafetería y nos sentamos en la misma mesa de ayer. Todo parecía estar bien. Pero todo empezó a estar mal muy pronto.
Un grupo de chicos se acercó. Reconocí a algunos de ellos, del día de la feria. Su líder, un chico bajo y fornido de cabello rizado y piel muy grasosa, dijo a Theresa:
—¿Qué hace este aquí?
—Es de él que te hablé. El que quiere jugar en tu equipo de fútbol —dijo ella.
El líder me miró de arriba abajo y resopló.
—¿Tú? ¿Piensas que puedes jugar en mi equipo? ¿Qué crees que es esto, Lake Windsor? ¿Crees que aceptamos a todos los bobos que aparecen? ¿Crees que porque tu mamá te compró un suspensorio, automáticamente vas a entrar en mi equipo?
Lo vi con calma. En realidad no sabía si estaba fingiendo o si hablaba en serio. Parecía estar a punto de arrojar su bandeja del almuerzo a mi cabeza.
—Cálmate, Víctor —dijo Theresa en voz alta—. Estoy tratando de comer.
Víctor se sentó justo enfrente de mí, pegado a mi cara.
—Lake Windsor —continuó—. Ese equipo es un chiste. Los vamos a hacer pedazos este año. Ustedes tienen a ese italiano grandulón, ¿no? ¿Crees que es duro? Es un chiste. Es nada. ¿Y el resto de ustedes?... Son menos que nada. Menos que cero. Eso eres tú, Chico de Lake Windsor. Menos que cero. Un número entero negativo. —Volteó hacia uno de los otros chicos y ambos chocaron las manos.
Víctor se concentró en su hamburguesa y le dio una mordida muy grande. Supuse que en realidad no hablaba en serio, que sólo estaba bromeando conmigo. Decidí tomar un riesgo.
—Bueno, ¿qué esperas?, jugamos en un hoyo —dije.
Víctor me dirigió una mirada de enojo, y luego empezó a reírse, parecía que se iba a ahogar con la hamburguesa. Al ver que se reía, los otros chicos también empezaron a reírse.
—Así es. Se arrastraron para salir de una especie de hoyo. Tal cual. —Tomó un trago de su refresco—. Eh, ¿cuál es el nombre del grandulón?
—Gino.
—Exacto, Gino. ¡Eh, Tino! Tienen a un Gino, y nosotros a un Tino. —Víctor chocó la mano con el hermano mellizo de Theresa, que estaba del otro lado de la mesa, y continuó—: He oído hablar de su Gino. ¿Ustedes habían oído hablar de mí? ¿Alguna vez han oído algo de Víctor Guzmán?
—Sí, he escuchado cosas de ti. Supe que metiste dieciséis goles la temporada pasada y que eres parte del equipo oficial del condado.
Víctor dio otra mordida a su hamburguesa y dijo:
—Así es.
Como todo el mundo se quedó en silencio, dije:
—Ayer entrené con el equipo.
—No seas bruto, ¡no entrenaste con el equipo ayer! El equipo no estaba ahí.
Vi a Theresa y decidí hacerme el tonto.
—Sí, es cierto. ¿Dónde estaban ustedes?
—Dile dónde, Tino —gruñó Víctor.
—Estábamos en la cárcel —respondió Tino sin dirigirse a nadie en particular—. Nos metieron a la cárcel por vandalismo.
Sentí un nudo en el estómago.
—¿Qué? ¿Los metieron a una celda, en la cárcel? —dije.
Tino volteó a verme como si yo hubiera dicho la cosa más estúpida que él hubiera escuchado y fuera el mayor fracasado que hubiera conocido.
—Sí, supe que los arrestaron —dijo otro chico que estaba sentado en la mesa—. ¿Cómo sucedió?
—Defensa propia —respondió Tino.
Víctor se carcajeó con la boca llena de hamburguesa. Tragó y dijo:
—Claro, claro, defensa propia. Hernando y yo vimos todo lo que pasó.
—Defensa propia. Totalmente —agregó Hernando.
—¿Fuiste al circo de monstruos en la feria? —continuó Víctor—. ¿Viste al tipo que tenía una cicatriz enorme en la mejilla y un hacha enorme en la mano? Su nombre era Hombre Hacha. Hernando y yo leímos todo lo que decía el rótulo sobre este tipo. Cortaba gente en pedazos, ¿eh?
—Despedazó a un montón de gente, hace mucho —completó Hernando.
—Sí. Bueno, estábamos leyendo sobre él y llegó Tino corriendo desde el otro lado y se asustó.
—¿Asustarme? ¡Claro que no! —protestó Tino.
—Y entonces gritó y saltó mucho y le dio unas patadas de karate a ese Hombre Hacha, justo en el estómago, ¿o no? ¡Y el Hombre Hacha se partió en dos!
—Justo por la mitad —dijo Hernando—. Ahí estaba, tirado en el suelo.
—Y empezamos a gritar «¡Mataste al Hombre Hacha! ¡Vámonos de aquí!». ¡Y salimos corriendo de ahí!
Víctor, Tino y Hernando comenzaron a reír a carcajadas, reviviendo el momento. De nuevo, se me hizo un nudo en el estómago.
—¿Y cómo los descubrieron? —dije. Víctor dejó de reírse.
—¿Cómo nos descubrieron? —Lanzó una mirada furiosa a Tino—. Gracias al estúpido de Tino.
—Cállate, tarado —respondió Tino de golpe.
—Tú cállate. Este siempre trae su balón de fútbol, presumiendo, ¿sabes? Como si tuviera algo de qué presumir.
—Te dije que te callaras.
—Sí, me dijiste. Pues llamaron a Betty Bright y le dijeron que unos jugadores de fútbol habían roto al Hombre Hacha. Supo de inmediato de quiénes se trataba y vino por nosotros.
La conversación pronto se dirigió a temas de los que yo no sabía nada. Me concentré en mi almuerzo, pensando: Quizá te saliste con la tuya después de haber denunciado a estos chicos. Al menos esperaba que así hubiera sido.
Tan pronto como llegué al entrenamiento en la tarde, noté que las cosas eran distintas.
Víctor Guzmán es el líder ahí. Todo el mundo acepta que así sea. Todo el tiempo está animando a los delanteros. Todo el tiempo está insultando a la defensa. Quiere tener el balón siempre.
La escuela media Lake Windsor tenía alrededor de treinta chicos en el equipo. La escuela media Tangerine tiene quince. Dieciséis conmigo. Ni siquiera tiene jugadores suficientes para dos equipos de entrenamiento. Los delanteros titulares juegan contra los defensas titulares. Los cuatro chicos restantes juegan detrás de los delanteros, pasándoles el balón.
Yo estaba de nuevo en la portería más alejada. Tan lejos, que habría dado lo mismo que estuviera en Houston. No toqué el balón hasta justo antes de que termináramos el entrenamiento, cuando la entrenadora llamó a Shandra para hablar con ella y gritó en mi dirección, al final de la cancha.
—¡Chico nuevo! ¡Paul Fisher! Ven acá. Ponte en la portería.
Corrí hacia allá y me coloqué en la línea de meta. Hasta ahora, los delanteros habían anotado cuatro goles. Pero Shandra había parado alrededor de quince tiros, algunos muy buenos. Ahora, era mi turno de enfrentar a los titulares. Víctor, Maya y Tino eran los goleadores principales. Juegan en el centro de la delantera. Nita y un chico al que llaman Henry D. juegan a los flancos.
Inmediatamente, Víctor comenzó a hacer tiros en mi contra.
—¿Paul Fisher? Eh, Hombre Pescador, ¿crees que aquí es temporada de truchas o algo así? ¿Crees que estás en una especie de torneo de captura de atún? —A algunos jugadores les dio risa—. Vas a terminar con tus anteojos del otro lado de la cabeza si eso crees. Esto no es ninguna escuela Lake Windsor, burro. ¡Ahora te enfrentas a las Águilas Guerreras!
Nita puso el balón en la esquina. Hizo un tiro de esquina para Maya, quien controló el balón y lo pasó a Víctor. Víctor lo atajó y disparó un tiro alto y potente hacia la portería. No lo perdí de vista en todo el camino. Salté hacia adelante inclinándome a la izquierda. El balón se detuvo en mis manos extendidas, como si fueran de velcro. Caí completamente extendido en el suelo, manteniendo firmemente el balón. Una parada espectacular.
Volteé a ver la reacción de Betty Bright, pero tenía la cabeza agachada y hablaba seriamente con Shandra. No había visto nada.
De pronto, ¡pum!, un pie atravesó enfrente de mi cara, quitándome el balón de las manos y mandándolo directamente dentro de la portería. Víctor levantó un puño en el aire y se inclinó hacia mí, gritando.
—¿Tomando una siesta, Hombre Pescador? ¿Es la hora de la siesta en la escuela media Lake Windsor? ¡Qué lástima, no viste mi gol!
Tino apareció detrás de él, sacudiendo la cabeza.
—Eso no fue gol, no cuenta.
—¿De qué hablas? —Víctor dirigió su enojo hacia Tino—. Ese gol sí cuenta.
—No hay manera. Ese balón ya estaba muerto.
—¿Ah, sí? Quien va a morir eres tú si no cierras la boca.
—¡Tú, cierra la boca, baboso!
—¡Ven acá y ciérramela!
Tino se lanzó contra Víctor y ambos rebotaron y se pusieron en guardia en una escena de patadas de karate y gruñidos, justo encima de mi cabeza. Hernando trató de ponerse en medio de los dos para detenerlos, y Maya y Nita se alejaron.
La entrenadora se dio cuenta e hizo sonar su silbato.
—¡Ustedes dos no aprendieron nada! —les gritó—. ¿Necesitan otros tres días de suspensión? ¿Necesitan perder el partido de apertura de la temporada? —Los combatientes dejaron de luchar y se miraron con furia—. Si vuelvo a ver un solo golpe, los dos se van de aquí, suspendidos. ¿Me escucharon? —Víctor y Tino continuaron intercambiando miradas furiosas, pero lo peor parecía haber quedado atrás. La entrenadora pitó de nuevo—. Es suficiente por hoy. Lleguen temprano mañana, todos. Les voy a dar sus uniformes.
Me levanté del suelo y seguí a todo el mundo fuera de la cancha. Cuando llegamos a los carriles de los autobuses, la vieja camioneta verde se detuvo. Theresa y Dolly se subieron al frente, en tanto que Tino, Hernando y Víctor se apilaron en la parte de atrás. Entre ellos, todo parecía haber sido perdonado. Incluso se estaban riendo de algo. Quizá era de mí.
Cuando salí del edificio, por la parte del frente, vi que Maya y Nita estaban esperando a que pasaran a recogerlas. Incliné la cabeza en señal de saludo al pasar frente a ellas.
—Qué buena parada —dijo Maya con voz musical.
—¿Eh? Gracias.
—El gol no contaba. Tenías el balón atrapado entre las manos.
—Uhm, sí.
—El silbato habría sonado.
—Gracias. Aunque puedo hacerlo mejor. No debería haber estado ahí recostado, posando para las cámaras. Debería haber protegido el balón.
Un Mercedes azul se detuvo frente a nosotros y las dos chicas se subieron. Mi mamá se detuvo justo detrás.
—Entonces, ¿ya formas parte del equipo? —dijo.
—Sí, creo que sí.
Apuntó su cabeza en dirección al Mercedes azul.
—¿Esas dos chicas también forman parte del equipo?
—Síp.
—¿En verdad? ¿Chicas? ¿Son las únicas?
—Nop. Hay dos más.
—Qué bien, tener chicas en el equipo. —Mi mamá parecía verdaderamente contenta—. Eso es bueno.
En el camino a casa recordé todo lo que había sucedido a la hora del almuerzo y en el entrenamiento. Cada palabra. Cada acción. Y pensé: Este no es mi equipo, mamá. Todavía no. No por mucho tiempo. Y definitivamente no es agradable. Pero es donde quiero estar.
Hoy me dieron mi uniforme. Joey vino a casa después de la cena y me mostró el suyo.
Salimos al jardín por la puerta del patio, lo que fue un error. Era un mal momento para estar afuera porque el fuego subterráneo era particularmente fuerte. Podía incluso verlo, sentirlo y olerlo mientras se revolvía alrededor y dentro del jardín. Y mezclado con él, podía escuchar un ruido, el ruido de un depredador. Era el ruido de la Land Cruiser de Arthur Bauer al otro lado del muro trasero. Era el ruido de Arthur y Erik acelerando, frenando y deslizándose en el lodo del camino perimetral. Debería haber pedido a Joey que regresáramos a la casa, pero no lo hice. Extendimos nuestros uniformes en la mesa, uno al lado del otro, para poder compararlos.
El uniforme de Joey es completamente nuevo. Tiene calcetines de color azul claro, pantalones cortos blancos y una camiseta azul. La camiseta tiene un número 10 blanco en la parte trasera y la palabra GAVIOTAS escrita en letras cursivas al frente. ¡Está genial!
Obviamente, mi uniforme ya tuvo otros dueños. Tiene calcetines y pantalones cortos de color rojo oscuro y una camiseta dorada con delgadas líneas rojo oscuro a los lados. La camiseta tiene un 5 negro en la parte trasera y una insignia redonda al frente, a la altura del corazón, cosida a mano y que muestra la figura de un águila de aspecto feroz con flechas en sus talones.
El humo empezaba a llegar a nosotros, por lo que recogimos nuestras cosas y entramos. No había notado que el rugido del depredador había cesado. Arthur y Erik habían dejado de correr por el lodo y habían conducido del camino perimetral a nuestro camino de entrada. Normalmente me doy cuenta de cosas así, especialmente cuando se trata de Erik, pero hoy no.
Justo en el momento en que Joey y yo nos retirábamos de la mesa, Erik y Arthur entraron al jardín pasando por la reja. Arthur no nos hizo caso y se dirigió a la puerta del patio.
Erik, llevando todos sus accesorios de fútbol americano, le dio un golpe a Arthur con el casco para llamar su atención.
—¡Eh!, mira nada más. Es el hermano del Hombre Mohawk —dijo. Arthur se detuvo y volteó a ver a Joey.
—No sabía que el Hombre Mohawk tenía un hermano —respondió con cruel lentitud.
—Sí lo sabías, idiota. ¡Los zapatos! ¡Estaba tratando de quitarle los zapatos al Hombre Mohawk! —Los dos empezaron a reírse. Erik continuó—: Te engañó el cabello. No tiene ese aire de familia.
—No, nada de aire de familia. —Arthur siguió la broma—. Nada.
—Me pregunto si le devolvieron el dinero de esos zapatos.
—Sí. Bueno, estaban en perfecto estado. Tuvieron que regresarle el dinero al chico.
Joey estaba claramente pasmado, no tenía idea de qué estaban hablando. Pero yo sí, y estaba furioso.
Erik y Arthur continuaron con lo mismo al entrar a la casa. Pero, al encontrarse con mi mamá, terminaron sus insanas bromas sobre Mike Costello y comenzaron a hablar de la National Honor Society, o de la sociedad de alumnos, o cualquier otra tontería para deleitar los oídos de mi mamá.
Joey volteó a verme, suplicante.
—¿De qué hablan? ¿Quién es el Hombre Mohawk? —dijo.
—Olvídalo, son unos idiotas.
—No, dime. Obviamente sabes.
Joey tenía razón. Respiré profundamente el aire lleno de humo y le expliqué.
—Joey, se están riendo de tu hermano. Se están riendo de Mike porque su cabello se chamuscó cuando lo golpeó el rayo. Y se están riendo de ti porque trataste de quitarle los zapatos en el estadio.
Joey se quedó pensativo unos momentos.
—Es lo que me imaginé que estaban haciendo —susurró. Luego se sentó en la banca de la mesa—. Debería haberlos golpeado. Lo debería haber intentado, al menos. —Volteó a verme—. Es lo que Mike habría hecho. Mike era valiente. Defendía a la gente cuando era necesario. —Su voz se hizo aún más débil—. No era un cobarde como yo.
—¡Ey! No eres un cobarde. Salvamos gente en el socavón, ¿lo recuerdas?
—Esto es distinto. Es personal. Se trata de mí. Sabían que podían hacerme eso porque sabían que yo no haría nada.
—Son unos idiotas, Joey. No valen la pena. ¿Me viste diciéndoles algo? Dime. Sólo los dejé que siguieran siendo idiotas.
Joey se quedó mirando la pared.
—Sé que muchos de los jugadores de fútbol americano se ríen de mí por lo que hice. Por lo de los zapatos. Pero yo nunca, ni en un millón de años, habría pensado que se podrían reír de Mike.
—Eh, nadie que valga la pena se está riendo de Mike. O de ti. ¿A quiénes me refiero? ¿A Erik? Erik se ríe de todo el mundo; para él, todo es una broma enorme. ¿Arthur Bauer? Es una nulidad. Pero ahora tiene una oportunidad ¿no es así? Va a sostener el balón a Erik. Pero no es Mike Costello, ni remotamente. No tiene talento, no tiene carácter. ¿Qué va a hacer, entonces? Se va a reír de Mike, lo va a rebajar. Nunca lo habría hecho en frente de él, pero lo hace así. Él es el cobarde, tú no.
No sé si Joey estaba escuchándome. Unas lágrimas se deslizaban por su rostro y trató de sobreponerse a ellas para hablar.
—Quería explicar al entrenador Warner lo de los zapatos. Él... supongo que pensó que me había dado un colapso nervioso o algo. —Joey dejó que la tristeza lo invadiera por completo—. Pero... pero vi a Mike extendido sobre el suelo. Quizá sabía que estaba muerto, no lo sé. Tenía que hacer algo por él, cualquier cosa. Mike siempre se sentía mejor cuando se quitaba los zapatos. Era lo primero que hacía al llegar a casa, se quitaba los zapatos. Y eso era lo que yo estaba tratando de hacer. —Suspiró y se sentó con la espalda recta—. Fue muy tonto. Y no le habría ayudado en nada. Pero tampoco sirvieron las cosas sin sentido que intentaron hacer con él, ¿o sí?
Negué con la cabeza.
—No.
—Sé que la gente se ríe de mí. Lo odio. Odio esa escuela. Odio esa cancha de fútbol americano. Odio ese poste.
—¿Por qué no te inscribes en Tangerine, conmigo?
—Ya es muy tarde para hacerlo. Me inscribí en el programa de turno doble.
—Salte del programa. Lleva a tu papá a la escuela, le tienen miedo. Créeme, harán cualquier cosa que él diga.
Joey tomó su uniforme y se secó la cara con él.
—¿A qué te refieres? ¿Por qué le tienen miedo?
Abrí los ojos de par en par, sorprendido. Para mí era muy obvio por qué.
—Tu papá es abogado. Tu hermano murió en una propiedad que es de ellos, bajo su cuidado. Tienen miedo de que los demande.
Joey me miró sin decir nada, desconcertado; entonces me di cuenta de que los Costello no estaban considerando hacerlo, ni nada similar. Estaban sufriendo por la muerte de Mike, haciendo luto, y nada más.
—Lo siento —dije—. Fue una mala idea. Mejor me callo. Pero tu compañía me vendría bien en Tangerine.
—Apuesto a que sí. ¿Todavía no han intentado matarte?
—No.
—¿Nadie se mete contigo? ¿Nadie?
—Nadie que aún esté vivo.
—Ah, sí, claro. —Joey enrolló su uniforme hasta convertirlo en una bola azul con blanco—. ¿No hay problema si salto el muro de tu casa?
—Ninguno.
—Simplemente no quiero pasar al lado de... —Se detuvo y movió la cabeza para señalar la casa.
—No te culpo. ¿Cómo vas a llegar a tu casa?
—Rodeando la caseta de vigilancia —Joey se subió al borde del muro, que medía seis pies de alto. Se quedó sentado ahí por un minuto y luego dijo—: Así es que estar en Tangerine no es muy duro, ¿eh?
—No dije eso.
—¿Qué tal el equipo de fútbol?
—Tiene a unos chicos duros. También chicas.
—¿Chicas duras?
—No. Pero hay chicas. Y son titulares.
—Mira nada más. ¿Yo tendría posibilidades de ser titular?
—Ninguna. Estarías conmigo en la banca.
Joey volteó a ver hacia el otro lado del muro.
—Lo voy a pensar. Te veo luego. —Y saltó al lodo del camino perimetral.
Jugamos nuestro primer partido hoy, un partido fuera de casa contra la escuela media Palmetto.
Después de la séptima clase, Tino, Henry D. y yo fuimos al baño del primer piso para ponernos el uniforme. Salimos por la puerta trasera a los carriles de los autobuses, donde un viejo autobús verde caqui, de motor ruidoso y sin aire acondicionado, nos esperaba.
Subí por sus escalones y me deslicé en un asiento vacío. Henry D. se sentó al otro lado del pasillo. Nita y Maya se sentaron juntas, detrás de él. Víctor y sus chicos se sentaron en distintos lugares en la parte de atrás, pero ninguno hablaba. Shandra se subió, y luego la entrenadora Bright, quien se montó en el asiento del conductor. Miró por el espejo retrovisor y dijo:
—Cuéntalos, Víctor.
Víctor contó las cabezas que había.
—Dieciséis —gritó.
La entrenadora cerró la puerta del autobús, engranó la caja de velocidades y lo puso en marcha. Nos dirigimos hacia el este, pasamos por pequeñas granjas y huertas secas de cítricos, pasamos por bosques de pinos enanos, pasamos un anuncio que decía LA CAPITAL MUNDIAL DE LA TREMENTINA.
Después de treinta minutos, llegamos a una población y a su minúsculo centro, que ocupaba sólo una cuadra. Dimos vuelta en la esquina y nos detuvimos en una escuela que se parecía mucho a la nuestra. Debe haber sido construida en la misma época y por la misma gente. Nos dirigimos a la parte posterior y estacionamos en el carril de los autobuses, que era exactamente igual al de nosotros. Había un diamante de béisbol idéntico y un marcador exactamente igual. Pero este decía ESCUELA MEDIA PALMETTO, HOGAR DE LAS CHOTACABRAS.
Antes de abrir la puerta del autobús, la entrenadora nos dijo lo siguiente:
—Recuerden quiénes son ustedes. Recuerden a quiénes representan. Víctor, lleva al equipo a que conozca la cancha y luego, quiero que te reúnas conmigo en el centro de la misma. Muy bien, todos, actuemos como un equipo.
Víctor y su pandilla se amontonaron afuera del autobús y se fueron rápidamente hacia la cancha. Los demás tuvimos que apresurarnos para alcanzarlos.
No sé por qué —quizá les enojaba tener una mascota tan ridícula— pero estos tipos resultaron ser muy sucios. Al igual que sus seguidores.
La gradería del equipo local estaba cubierta de gente viendo a los jugadores de Palmetto calentando. Eran chicos de la escuela media, por supuesto, pero también había varios adultos, gente del lugar. Voltearon hacia nosotros y comenzaron a lanzar burlas mientras corríamos alrededor de la cancha. Juro que algunos nos lanzaron escupitajos antes de que llegáramos a la curva para dirigirnos hacia la otra gradería, la de los visitantes. Todavía puedo escucharlos gritando cosas asquerosas a nuestras espaldas.
Volteé a ver a Víctor, quien estaba completamente concentrado. Parecía que no estaba escuchando nada de lo que decían. Aumentó el paso para hacernos terminar la primera vuelta a toda velocidad. Luego dimos vuelta y pasamos entre los uniformes verdes de los jugadores de Palmetto, quienes también tenían groserías reservadas para nosotros, especialmente para las chicas. Formamos un círculo alrededor de la entrenadora, en el centro de la cancha.
Ahora podía ver los ojos de Víctor. Ardían de rabia, y los músculos de la cara estaban tensos como un puño. Betty Bright extendió uno de sus largos brazos hacia el centro del círculo. Todos pusimos nuestras manos encima de la suya.
—¿Quiénes somos? —gritó.
—¡Las Águilas Guerreras! —gritamos.
—¿Quiénes somos?
—¡Las Águilas Guerreras!
—¿Quiénes somos?
—¡Las Águilas Guerreras!
Betty Bright retiró su brazo y se retiró del círculo. Víctor retomó el coro, pero sólo gritaba «¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra!». Todos empezamos a gritar con él, bloqueando los abucheos de las Chotacabras y de sus fanáticos. «¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra!», con tal frenesí que logré alejar el miedo y la intimidación que sentí en nuestra carrera inicial.
Rompimos el círculo y el partido comenzó. Había sólo un árbitro y no parecía saber mucho sobre fútbol. Tenía aspecto de ser alguien que sabe de fútbol americano. Perdió el control del partido en el primer minuto, y nunca lo recuperó.
Por supuesto, no era un partido de verdad. Era una guerra. Los jugadores de Palmetto se rebajaron y comenzaron a jugar sucio de inmediato, al tiempo que sus fanáticos los alentaban. Nos metían zancadillas, jalaban nuestras camisetas, se paraban frente a nosotros mirándonos fijamente a los ojos y fingían dar puñetazos. A sus fanáticos les encantaba. Cada vez que el árbitro fallaba en marcar una falta con su silbato, se ponían más duros y sus seguidores incrementaban su sed de sangre.
Estaba de pie en la banca con Betty Bright y los otros cuatro chicos que no estaban jugando. Justo detrás de nosotros, a unas veinte yardas, había una fila de árboles. Algunos chicos de la escuela media recogían puños de bellotas y las lanzaban contra nosotros para después correr por más. ¿Qué más podíamos hacer que tratar de esquivarlas?
—Quédense aquí a mi lado, todos ustedes —nos dijo la entrenadora—. Y párense derechos. No permitan que cualquier tonto los haga agachar la cabeza.
El equipo de Palmetto tenía a dos defensas que eran incapaces de jugar fútbol pero que eliminaban a cualquiera que intentara acercarse a la portería. Metían zancadillas, daban codazos y se salían con la suya.
Volteé a ver a mis compañeros de equipo, las víctimas de todo eso, y me sorprendió mucho ver la expresión de tranquilidad en sus rostros. Yo era el único que estaba asustado. Los demás ya habían estado en una situación idéntica y actuaban como si lo que sucedía en la escuela media Palmetto, Hogar de las Chotacabras, fuera completamente normal.
Así fue como las Águilas Guerreras mantuvieron su concentración y jugaron como se debe. Controlaron el balón, lo pasaron al chico o chica sin marcaje. Pasaron el balón a las personas que sabían cómo anotar un gol. Maya conectó dos tiros buenísimos, uno golpeó el poste de la portería y el otro pasó por encima de esta, pero por muy poco. Fue sólo cuestión de tiempo hasta que encontró la posición correcta y anotó un gol, a pesar de los defensas amenazadores. Víctor aún no había intentado anotar. Quizá estaba muy ocupado estando a cargo de nuestro equipo, insultando a los defensas de las Chotacabras y amenazándolos de muerte. Debajo de todas estas porquerías yacía un hecho: nuestro equipo era mejor. A estos chicos los teníamos neutralizados. Jugábamos fútbol mucho mejor, y lo hacíamos como un equipo.
El equipo de Palmetto tenía unos cuantos jugadores buenos, pero no trabajaban juntos. Nuestros defensas, Dolly Elias y un tipo grande a quien llaman Mano, pudieron desviar todos los balones que se pusieron en su camino. Shandra sólo tocó el balón una vez, cuando Dolly se lo pasó.
Por supuesto, cuando piensas que las cosas no se pueden poner peor, se ponen peor. Una tormenta vespertina llegó estrepitosamente. En pocos minutos comenzó a hacer frío; luego oscureció; luego la lluvia empezó a caer sobre la cancha, convirtiéndola en un lodazal. Fueron buenas noticias para los defensas enormes de Palmetto. Pudieron deshacerse de nuestros jugadores haciéndolos resbalar: Maya, Tino, Henry D., Hernando, todos ellos se deslizaron por el lodo en algún momento. Y el silbato del árbitro seguía sin sonar.
La primera mitad terminó 0–0. Todos corrimos de vuelta al autobús para escapar del martilleo de la lluvia sobre nosotros. Betty Bright sacó una bolsa café y nos dio una tangerina a cada uno. Nos habló con tranquilidad, como si también ella ya hubiera estado en una situación idéntica.
—Maya, encuentra un lugar seco y quédate ahí. Los demás: pasen el balón a Maya. Quiero que en el segundo tiempo haya veinte tiros a gol. Víctor, te están tratando como si fueras tonto, olvídate de ser un chico malo y ponte a jugar. —Esperó hasta que Víctor respondió con un gruñido de disgusto y ella continuó hablando, aunque ya no estaba tan tranquila—: No hay manera de que este equipo los derrote. Sólo ustedes pueden derrotarse a ustedes mismos. Eso es todo lo que tengo que decir. Vámonos.
La entrenadora abrió la puerta del autobús. Esperamos a que Víctor se levantara y lo seguimos en silencio hacia el frente del autobús. Se detuvo en los escalones y volteó a vernos. Luego salió saltando en la lluvia y comenzó a correr hacia la cancha con el resto de nosotros detrás.
Afortunadamente, dejó de llover en el segundo tiempo. Un delantero de Palmetto derribó a Tino justo enfrente de nuestra portería. Tino se lanzó encima del chico y comenzó a darle de puñetazos en la cara. Betty Bright corrió hacia la cancha y lo sacó de ahí, mientras seguía soltando puñetazos al aire. Arrastró a Tino a la banca mientras los fanáticos de Palmetto pedían a gritos que se marcara una falta. De repente, la entrenadora volteó a verme.
—¡Paul Fisher! ¿Alguna vez has jugado en una posición distinta a la de portero?
Me le quedé viendo en silencio. Nunca, en los últimos dos años, había jugado, o incluso considerado jugar, en una posición distinta a la de portero.
—Sí, he jugado fútbol desde que tenía seis años. —Oí a mi propia voz decir eso.
Supongo que eso bastó, porque me respondió:
—Ve allá para reemplazar a Tino. Juega como centro delantero.
El árbitro hizo caso a los fanáticos y marcó un penalti a favor de Palmetto. Un tiro penal es como un tiro libre en básquetbol, pero mejor, porque el entrenador elige al jugador que lo cobrará. La verdad es que deberías anotar un gol el 100% de las veces. Tu mejor goleador tiene la oportunidad de disparar sin más obstáculos que el portero, desde 12 yardas de distancia.
Shandra se preparó, sus pies en la línea de meta. Estaba frente a quien cobraría el penal, el capitán de Palmetto, quien hizo un tiro bajo y potente hacia la izquierda. Shandra se lanzó y alcanzó a tocar el balón, pero este golpeó en la parte interna del poste de la portería y entró rodando. El goleador lanzó sus brazos al aire. Los jugadores de Palmetto se acercaron corriendo y brincaron encima de él. Ahora tenían la ventaja, 1–0.
Les tomó mucho tiempo regresar a sus posiciones. Cuando finalmente lo hicieron, uno de ellos derribó a Henry D. en el extremo de la cancha y pateó el balón lejos. Algunos chicos lo alcanzaron y lo patearon aún más lejos, hacia los árboles.
—¡Tiempo fuera! El cronómetro se detiene durante esta jugada, ¿de acuerdo?
El árbitro, él mismo, terminó buscando el balón.
—Quedan cinco minutos para que acabe el partido, entrenadora —gritó a su regreso.
Dolly le pasó el balón a Maya, quien lo gambeteó hasta llegar a la línea de banda. Corrí hacia la portería tan rápido como pude. El defensa cargó contra Maya, quien lanzó el balón por encima de la cabeza de aquel, directamente hacia mí, enfrente de la portería.
No sé qué sucedió después. Mi mente se quedó atorada en algún lugar entre dispara ahora y primero detenla y luego dispara. Comoquiera que sea, balanceé la pierna para patear, pero el balón pasó justo por debajo, entre las piernas, directo al otro defensa de Palmetto, quien la despejó.
Inmediatamente, tenía a Víctor en mi cara, casi apuñalándome en el pecho con su dedo.
—¡Si perdemos este partido, estás muerto! —gritaba.
Un minuto después, tuve una nueva oportunidad de patear el balón, pero uno de los defensas de Palmetto me derribó y el otro despejó el balón. Empecé a levantarme y, antes de estar de pie, el defensa me arrancó los anteojos de la cara, tomó un puño de lodo y me lo embarró en los ojos. ¡En los ojos! ¡Enloquecí de rabia!
Antes de que pudiera huir, me levanté de golpe y salté en su espalda. Lo derribé y comencé a golpearlo ciegamente, tal como había visto a Tino hacerlo. Un silbato empezó a sonar y en poco tiempo sentí las manotas de la entrenadora jalándome, separándome de él y arrastrándome lejos de ahí.
Estuve de pie al lado de la entrenadora el resto del partido, cubierto de lodo, con sangre saliendo de mi nariz y lágrimas saliendo de mis ojos. Escuché que mis compañeros estaban gritando, por eso me quité los anteojos, los limpié lo mejor que pude y me los puse de nuevo.
A través de los borrosos lentes, vi a Víctor atravesar con el balón la defensa de Palmetto, como si fuera un toro salvaje. Esquivó un sucio intento de entrada, y luego otro. Inclinó el hombro hacia uno de los defensas y chocó contra él. El portero de Palmetto se barrió para interceptarlo, pero Víctor fue más rápido. Pateó el balón hacia la derecha y se inclinó sobre él. Luego disparó a la portería vacía. Ahora estábamos 1–1.
Nuestros jugadores no lo celebraron. Con sólo un minuto restante, regresaron a sus puestos y comenzaron nuevamente. Varios de nuestros jugadores y los del equipo contrario estaban golpeándose abiertamente, pero el árbitro no hizo sonar su silbato. Sólo quería que el partido se acabara.
Víctor pidió el balón y Shandra se lo pasó con un tiro potente. Luego se abrió paso entre un grupo de jugadores en el medio campo y se dirigió rápidamente hacia la portería de Palmetto. Dos defensas lo cercaron como si fuera un sándwich y lo hicieron perder el equilibrio, pero la inercia lo sacó adelante. Un defensa más lo golpeó en el hombro con el antebrazo, derribándolo hacia el frente y haciéndolo deslizar sobre el lodo. Entonces, el mismo defensa pasó el balón a su propio portero, quien únicamente tenía que recibirlo, acunarlo en sus brazos y hacer tiempo para que el partido terminara.
Pero el balón nunca llegó a sus manos. De alguna manera, Víctor se levantó de golpe en medio de su deslizamiento por el lodo y arremetió contra el balón, cambiando su trayectoria de una patada. El balón salió volando en arco, al tiempo que Víctor y el portero se daban un cabezazo. El balón rebotó una vez y entró a la portería. El árbitro levantó sus brazos para marcar el gol y gritó:
—¡Eso es todo! ¡El partido se acabó!
Víctor se incorporó de nuevo, se paró en la línea de penalti, el capitán de las Águilas Guerreras, con lodo cubriéndolo por completo, sangre escurriendo de una herida encima del ojo. Levantó el puño derecho y todos corrimos hacia él. Pusimos nuestras manos encima de la suya y comenzamos a saltar una y otra vez, coreando «¡Águilas Guerreras! ¡Águilas Guerreras!», y «¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra!» frenéticamente. Corrimos todos juntos, gritando de alegría y dándonos golpes amistosos unos a otros hasta que llegamos al autobús.
Vi por la ventana que los chicos quienes nos habían arrojado bellotas habían fijado su atención en el árbitro, quien intentaba desesperadamente abrir la puerta de su auto. Oímos algunas bellotas golpeando el techo del autobús al tiempo que la entrenadora decía:
—¿Cuántas cabezas, Víctor?
Víctor se quitó la camiseta para anudarla alrededor de la frente, que seguía sangrando. Echó un vistazo rápido.
—¡Dieciséis! —gritó.
Y salimos de ahí, a más velocidad de las 5 M.P.H. permitidas que estaban señaladas en un letrero.
De camino a casa, Víctor me dio un golpe en la nuca con su palma.
—¡Ey! Hombre Pescador. Siento haberme metido contigo de esa manera.
—No hay problema, Víctor. Tenías razón, debería haber pateado ese balón.
—Sí, sí, bueno, ya cállate. Sólo estoy diciendo que lo siento. Sé que lo tuyo es ser portero. Me alteré, ¿sabes?
—Sí, lo sé. Estuviste fantástico en el campo.
—Por supuesto que sí. Pero también vi que jugabas con fuerza. Y te vi poniéndole una paliza al defensa. —Víctor hizo una pausa y, cuando continuó, ya no estaba alardeando. Estaba muy serio—: Mira, Hombre Pescador, las cosas son así: si vas a jugar con nosotros, entonces vas a jugar con nosotros. ¿Entiendes? —Asentí—. Si eres un Águila Guerrera, entonces eres un Águila Guerrera. Cuentas con hermanos que te van a cuidar las espaldas. Nadie se va a meter contigo, en ningún lado y en ningún momento. ¿Sabes de lo que estoy hablando?
Miré sus feroces ojos oscuros y asentí de nuevo.
Víctor regresó a la parte posterior del autobús, dejándome aturdido en el asiento. ¿Lo escuché bien? Oh, sí, lo escuché perfectamente. Escuché sus palabras con una claridad que nunca antes había experimentado. Y verdaderamente creo que sé de lo que está hablando.
Joey me llamó después de la cena.
—El lunes voy a ir a la escuela contigo —anunció.
—¡Caramba! ¿Qué pasó?
—Decidí seguir tu consejo y fui a las oficinas de la escuela con mi papá. Tenías razón, la Sra. Gates salió toda sonriente, ¿sabes? Le dio la mano a mi papá y dijo: «Díganme, ¿qué puedo hacer por ustedes?».
—¿Y qué dijiste?
—Nada. Mi abogado se encargó de la conversación. Básicamente, ella hizo todo lo que le pedimos.
—Ustedes decían «salta» y ella decía «¿qué tan alto?».
—Exacto. Ella misma fue al archivero a buscar mi expediente. Mi papá le pidió que pusiera una nota adentro en la que se indicara que yo debería tomar las mismas clases que tú.
—¿Lo hizo?
—Dijo que «estaría más que feliz de hacerlo». Luego fuimos a ver al entrenador Walski para devolverle mi uniforme.
—¿Cómo lo tomó?
—No muy bien. Empezó a decirme que no debería irme, que no me dejarían jugar en Tangerine porque vivo en el distrito de Lake Windsor. Pero mi papá estaba preparado. Lo interrumpió en seco y le dijo: «Bueno, eso está por verse. Espere un poco y lo sabrá».
—¿Eso dijo?
—Luego regresamos a las oficinas. Mi papá hizo que Gates escribiera una nota dándome un permiso especial para jugar en la escuela media Tangerine.
—¡Bien!
—Luego se lo llevó a Walski. Mi papá se lo puso en la cara e hizo que lo firmara.
—¡Genial! ¿Qué dijo el entrenador?
—Ni una sola palabra. Ni una. —Joey hizo una pausa. Luego continuó, un poco incómodo—: Bien, eh, ¿crees que podrás estar conmigo en la escuela el lunes?
Abrí la boca para responderle, pero no pude. No podía verme guiando a Joey por los pasillos de la escuela media Tangerine. Eso debería hacerlo otra persona.
—Tengo una mejor opción. Cuando llegues a las oficinas, pregunta por la Dra. Johnson, ¿de acuerdo? Luego pídele que sea Theresa Cruz quien te guíe.
Joey repitió el nombre, como si estuviera anotándolo en algún lado.
—Theresa Cruz. ¿Por qué? ¿Es bonita o algo así?
Me detuve un poco.
—Sí, supongo que es algo linda. Pero eso no es lo importante. Tiene conexiones. En Tangerine lo más importante es tener buenas conexiones.
—Ajá —dijo Joey. Aunque creo que no entendió a qué me refería. Luego dijo—: ¿Qué hay del equipo de fútbol? ¿Cómo son esos chicos?
Esa era una buena pregunta y no tenía una respuesta. No todavía.
—Se concentran muchísimo en el juego, ¿sabes? —dije finalmente—. Se concentran en ganar. Es como si fuera un asunto de vida o muerte para ellos.
—Vida o muerte —Joey repitió una vez más mis palabras—. Muy bien, puedo con eso. Te veo el lunes.
Hoy fue el primer partido de la temporada de fútbol americano para las Gaviotas de la escuela secundaria Lake Windsor. Jugaron en casa contra los Cardenales de la escuela secundaria Cypress Bay.
Mi papá tenía demasiada energía, como si este fuera el día más importante de su vida, o algo así. Llegamos a la una de la tarde en punto y el partido empezaba a las dos, pero yo estaba contento de que hubiera sido así. Apenas logramos encontrar un lugar en la gradería del lado del equipo de casa. Nos sentamos con el resto de los seguidores de Lake Windsor y con unos cuantos fanáticos de Cypress Bay, los que habían recordado que la mitad de nuestras graderías había sido clausurada.
No había visto esa gradería desde el día del socavón. Ahí estaba, una estructura grande, bordeada ahora con cintas amarillas de la policía que tenían escrito NO TRASPASAR. Como si fuera una gran sección VIP reservada para personas que nunca iban a aparecer.
A la una y media, el resto de los seguidores de Cypress Bay habían entendido el mensaje: no había ningún lugar para que se sentaran. Vagaban entre ambas zonas, tratando de encontrar lugares despejados donde pudieran estar de pie y ver el partido.
—Esto no está bien. ¿Nadie lo previó? —Mi mamá no paraba de repetirlo.
Finalmente, un grupo de adolescentes vestidos con camisetas rojas con blanco de los Cardenales, decidió hacer algo al respecto. Caminaron hacia el lado de los seguidores del equipo visitante, pasaron por debajo de la cinta amarilla y se sentaron en la primera fila. Luego hicieron gestos al resto de los fanáticos de Cypress Bay, como para decirles: ¿Vieron? Lo hicimos y no colapsó.
Unos fanáticos más empezaron a caminar hacia allá. Entonces, de un momento a otro, vimos a un tipo gordo en un traje gris corriendo por el medio del estadio.
—¡Miren! ¡Es el Sr. Bridges! —nos dijo mi mamá en voz alta.
Así era, el Sr. Bridges estaba gritando y agitando las manos en dirección de los seguidores de Cypress Bay, indicándoles que salieran de ahí, que regresaran a donde estaban, pero no le hacían caso. De hecho, parecía que más y más camisetas rojas con blanco estaban dispuestas a tomar el riesgo de acomodarse en la gradería clausurada.
Un fotógrafo con una gorra del Tangerine Times comenzó a moverse de arriba abajo frente al Sr. Bridges, para tomar fotografías de él tratando de sacar a la multitud de ahí. Finalmente, se cansó de gritar y regresó caminando pesadamente por el césped, con la cara encendida, como si estuviera a punto de sufrir un infarto.
Ya había pasado la hora de empezar el partido y no sucedía nada en el estadio. Mi mamá distinguió a Erik, vestido con su uniforme —casco de color azul claro, pantalones blancos, jersey azul con la palabra GAVIOTAS escrita al frente—. Tenía un número 1 blanco en la espalda. Arthur Bauer estaba de pie junto a él, por supuesto. Él tenía el número 4.
Continuamos sentados, cociéndonos bajo el sol, por cerca de treinta minutos y nada sucedía. Finalmente, un escuadrón de patrullas de policía apareció por Seagull Way. Tenían las sirenas y luces encendidas. Justo detrás de ellos venía una furgoneta blanca con una antena de satélite en el techo y la leyenda NOTICIERO CANAL 2 por un lado.
Todos los vehículos se detuvieron detrás de la gradería del equipo de casa. En tanto el resto de los policías se desplegaba, dos ayudantes del sheriff atravesaron el estadio para confrontar a los fanáticos de Cypress Bay. El problema se acabó en un minuto. Los seguidores no iban a pelear, así que se dieron por vencidos de inmediato, pasando de nuevo por debajo de los cordones para buscar algún lugar a lo largo de la línea de banda y ver el partido de pie. Finalmente, los árbitros y jugadores entraron al estadio para que el partido pudiera comenzar.
Resultó ser un partido sin gracia, especialmente si consideramos que el Tangerine Times había escogido a ambos equipos, las Gaviotas de Lake Windsor y los Cardenales de Cypress Bay, como «Equipos para tener en cuenta» en esta pretemporada.
Erik hizo la patada inicial por parte de nuestro equipo, mandando el balón muy adentro en la zona de anotación de Cypress Bay. Pero después estuvo de pie en la lateral por el resto del primer tiempo. Ninguna de las ofensivas lograba hacer algo. Ninguno de los equipos lograba hacer más de tres jugadas antes de patear el balón. Erik era el pateador, pero Antoine Thomas, además de todo, hacía los despejes. Para el final del primer tiempo, Antoine había avanzado cerca de cincuenta yardas, pero casi todos sus pases habían sido bloqueados. Las Gaviotas no habían logrado acercar el balón a Erik lo suficiente como para que pudiera intentar anotar un gol de campo.
La ofensiva de Cypress Bay no jugaba mejor. Tenía a un corredor de poder enorme que podría avanzar tres yardas por el medio, pero nada más. El marcador era 0–0 al terminar el primer tiempo.
Tina, Paige y el resto de las animadoras de Lake Windsor (las Chicas del Mar) entraron al campo para el espectáculo de baile del intermedio.
El tercer cuarto fue tan aburrido como los dos primeros, pero la ofensiva de Cypress Bay logró hacer algo en el último cuarto. Avanzaron ochenta y cinco yardas para hacer una anotación, la mayoría de las cuales eran obra de aquel corredor de poder enorme. La patada para el punto extra fue buena, y Cypress se colocó a la delantera por 7–0.
Antoine respondió con dos corridas cortas seguidas de un bellísimo pase de cuarenta y cuatro yardas para Terry Donnelly, quien estaba completamente solo en la lateral izquierda. Yo podría haber atrapado ese pase. Hasta mi abuela podría haberlo atrapado, pero Terry Donnelly no lo hizo. Antoine tuvo que despejar de nuevo.
Fue entonces que noté que las nubes negras se acercaban. Todo ese asunto de la gradería de los visitantes y del Sr. Bridges y de la policía había hecho que el partido cruzara la barrera de las cuatro de la tarde. En cuestión de minutos, pasamos de cielos despejados a ¡bum! Y empezó a caer una lluvia fuerte y fría.
La mayoría de los fanáticos bajó de la gradería y corrió hacia sus autos.
—¡Vengan, ustedes dos! —gritó mi mamá.
—No, ve tú. Yo me quedo —respondió mi papá.
—Yo también me quedo —dije yo. Mi mamá ya estaba abajo.
—Muy bien, quédense. Espero que ninguno muera —gritó.
Corrió hacia el Volvo, dejando que nos empapáramos. O algo peor.
La lluvia resultó ser una bendición para Lake Windsor. La línea ofensiva empezó a hacer presión sobre Cypress Bay, permitiendo que Antoine moviera el balón firmemente por el campo: cinco yardas, seis yardas, cinco yardas, siete yardas. Con sólo dos minutos restantes de juego, las Gaviotas estaban ya en la quinta yarda de Cypress Bay. Antoine fingió una corrida hacia la derecha e hizo un pase desván hacia la esquina izquierda de la zona de anotación, donde un jugador de las Gaviotas cubierto de lodo atrapó el balón para hacer una anotación. Los pocos seguidores que quedaban en la gradería gritaron una empapada aclamación. El marcador era 7–6 y el gran momento de Erik había llegado.
Entró corriendo al campo con su uniforme impecable, libre de lodo, listo para patear por el punto extra que empataría el partido. Erik nunca había fallado una patada de punto extra. Nunca. Esperaba ver a Arthur Bauer trotando con él, pero el número 4 seguía de pie en la línea de banda con los demás uniformes limpios.
Los dos equipos lodosos se alinearon. Erik se acomodó en su posición de pateo y Antoine Thomas se acuclilló delante de él para sostener el balón.
—Mira, papá —dije—. Antoine es el holder.
—Ya veo —dijo él, gravemente—. Erik me dijo que Arthur sería su holder. No creo que sea muy buena idea darle una sorpresa así a tu pateador.
Mi papá, Erik, yo y todos los demás supusimos que Arthur se había quedado en el lugar de Mike Costello. Pero no era así. Ahí estaba Antoine, de cuclillas, preparándose para girar las agujetas del balón y acomodarlo para Erik.
El árbitro silbó, el reloj empezó a correr y el gran centro pasó el balón. Erik, con la cabeza agachada, completamente concentrado, dio dos pasos adelante, tal como lo había ensayado un millón de veces. Su pie se dirigió al balón dibujando un potente arco y, entonces... sucedió la cosa más increíble. Antoine tomó el balón en el último segundo, como hace Lucy con Charlie Brown, corrió por el lado derecho y cruzó la línea de gol, intacto, para lograr un cambio en el marcador de dos puntos. Las Gaviotas llevaban ahora la delantera 8–7.
Al mismo tiempo, Erik, quien claramente no esperaba que Antoine se llevara el balón, pateó nada menos que el aire. Su pie izquierdo salió disparado en una dirección; su pie derecho, en otra. Por una fracción de segundo se convirtió en una línea paralela tres pies arriba del suelo. Luego, aterrizó perfectamente en el lodo, como si fuera una cáscara de plátano en caída libre. Quienes estaban cerca de nosotros empezaron a reírse, soltando carcajadas y aclamando al equipo al mismo tiempo. Antoine clavó el balón en la zona de anotación y todos los jugadores de Lake Windsor, excepto Erik, corrieron a él y le saltaron encima. Todos los jugadores de Lake Windsor que estaban en la línea de banda, excepto Arthur, comenzaron a brincar.
Finalmente, Erik se puso de pie y caminó hacia la lateral para recoger el apoyo del balón. Por adelante, aún estaba limpio y blanco, pero por detrás estaba sucio. Pateó el balón hacia los Cardenales, pero estos lo dejaron caer y así fue como terminó. Lake Windsor 8, Cypress Bay 7.
—El ruido que escuché me hace pensar que ganamos —dijo mi mamá cuando regresamos al auto.
Quería contarle con detalle cómo Erik se había desplomado de una manera especial, como cáscara de plátano en caída libre, pero mi papá le respondió de inmediato.
—Sí. Ganamos con una patada falsa. Pidieron a Erik que fingiera la patada para el punto extra. Así, atrajo la ofensiva despejando el camino a Antoine, quien corrió con el balón para anotar dos puntos.
Mi mamá reflexionó un instante.
—Entonces Erik hizo algo para ganar el partido.
—Sin lugar a dudas —dijo mi papá—. No hizo algo que vaya a aparecer en las estadísticas del periódico, ni que la gente vaya a recordar. Pero ayudó a ganar el partido.
¿No lo van a recordar? —pensé—. Seguramente estás bromeando. El desplome de Erik en el lodo como si fuera una cáscara de plátano en caída libre es lo único que todo el mundo va a recordar de este partido.
Mi papá continuó diciendo lo mismo hasta la hora de la cena, martilleando con su oda a Erik: que Erik había contribuido enormemente a la victoria; que Erik, de hecho, había hecho posible la victoria funcionando como carnada. No creo que Erik estuviera siquiera oyendo. Simplemente estaba sentado ahí, viendo hacia abajo, haciendo girar en el dedo, una y otra vez, su anillo del campeonato.
Después de cenar, mi papá encendió el televisor y sintonizó las noticias locales para que todos pudiéramos verlas. La noticia principal era la de la rebelión de los seguidores de Cypress Bay y su breve toma de la gradería de visitantes clausurada.
Dos tercios de programa más adelante apareció el «Resumen deportivo del sábado». El presentador habló de cosas que tenían que ver con el béisbol y el fútbol americano profesionales, luego dio los marcadores del fútbol americano universitario, y luego los del fútbol americano de escuela secundaria. «Lake Windsor 8, Cypress Bay 7».
La transmisión terminó con una sección llamada «Lo loco del deporte». Era una colección de equivocaciones y traspiés, y adivinen a quién dejaron para el cierre.
El presentador dijo algo así: «Finalmente, una jugada que parece haber sido diseñada por Los tres chiflados. Véanla con atención». Y ahí estaba. Una toma, a nivel de campo, del balón siendo arrebatado por Antoine, de Erik impulsándose hacia adelante con confianza y ¡cataplum!, ¡arriba en el aire fue a dar! Fue incluso más cómico de cuanto lo recordaba. Erik aterrizó violentamente en el lodo, salpicando. Pero el video no se detuvo ahí. Rebobinaron la cinta de manera que Erik volvió a levantarse, volvió a desplomarse, volvió a levantarse y volvió a desplomarse. Finalmente, la cámara giró hacia la zona de anotación para mostrar a Antoine clavando el balón. Acercaron la toma a su rostro. Antoine estaba riendo y apuntando con su dedo al centro enorme, quien apuntaba a él.
Cuando el presentador volvió a aparecer en cámara, estaba doblado de la risa. También lo estaba el resto del equipo de noticias. Los créditos comenzaron a subir por la pantalla en medio de comentarios como: «¿Esa escuela tiene un equipo de clavado?», y «Dicen que el lodo es bueno para las arrugas».
Mi papá se puso de pie y apagó de golpe el televisor. Los cuatro nos quedamos petrificados.
Me imaginé que si estuviera en casa de otros, estaría retorciéndome en el suelo, riéndome de lo que acababa de ver. Imaginé que todos los chicos en Florida estarían retorciéndose en el suelo, riéndose de lo que acababan de ver: Erik Fisher, el Pateador que Vuela. Pero esta no era la casa de otros. Esta era la casa construida sobre el Sueño de Fútbol Americano Erik Fisher.
—¡Eh! No hay nada más que puedas hacer que reírte de esto —dijo finalmente mi papá.
—Así es —secundó mi mamá—. Déjalo en el pasado. Es todo lo que puedes hacer. Dejarlo en el pasado es la solución para darlo por terminado.
Los cuatro nos levantamos y cada quien se fue por su lado. Yo, a mi cuarto.
Miré por la ventana hacia el muro trasero. Olvídalo, papá. Olvídalo, mamá. Erik no puede reírse de esto. Erik no puede dejar esta humillación en el pasado. Alguien tiene que pagar por esto. No estoy seguro de por qué estoy seguro. Pero lo estoy. Alguien tiene que pagar por esto.
Hoy jugamos el segundo partido de la temporada y el primero en casa. Los oponentes eran de la escuela media Kinnow. Sus uniformes eran negros con letras plateadas. Muy elegante. Henry D. me dijo que nos vencieron el año pasado.
Teníamos un gran número de fanáticos. De hecho, nunca había visto tantos fanáticos en un partido de fútbol juvenil. Algunos de ellos claramente asisten siempre porque trajeron agua y tangerinas para el equipo. Reconocí a Theresa y a Luis Cruz. Estaban de pie con un hombre que parecía ser su padre. ¿Era él el Tomas cuyo nombre aparecía en la camioneta? Había muchas mamás con niños pequeños. Un par de señoras estaban sentadas en sillas de jardín, pero todos los demás —y debe haber habido unos cien niños y adultos— estuvieron de pie durante todo el partido.
Vi a Shandra hablando con una señora.
—Es la mamá de Shandra quien está hablando con ella —oí a alguien decir.
Eso me puso a pensar. ¿Por qué mi mamá no está aquí? ¿O mi papá? Podrían estar viendo el partido. También los papás de Joey. Si estuviéramos jugando fútbol americano, estarían aquí.
Todos estábamos más relajados antes de que empezara el partido, excepto Víctor, quien estaba insultando a algunos de los jugadores de Kinnow, recordándoles algo que había sucedido el año pasado. Ellos le respondían inmediatamente, diciendo cosas como: «Eh, Guzmán, ¿por qué estás en el equipo de las niñas? ¿No te dejaron entrar al de los niños?».
Comenzamos con la misma alineación, conmigo de refuerzo. Esta vez, sin embargo, estaba de pie junto a Joey, quien ahora lleva el número 19 de las Águilas Guerreras.
El nivel del árbitro estaba claramente por encima del último que habíamos tenido. Un defensa de Kinnow derribó a Maya en el área de meta y marcó la falta inmediatamente. Maya cobró el penalti, mandando el balón por el lado superior derecho, directamente a la portería, por lo que estuvimos 1–0 en el primer minuto. Pero estos no eran las Chotacabras de Palmetto. Tenían una buena ofensiva. Eran rápidos y sabían mover el balón.
Shandra se mantenía ocupada en la portería. Estaba haciendo un buen trabajo, muy concentrada en el juego. Eso es lo que pienso cuando veo a Shandra en la portería: lo concentrada que se ve, lo grande que parece, como una de esas Gladiadoras Estadounidenses. ¿Qué pensará la gente cuando me vea en la portería? ¿Lo ridículo que me veo con mis anteojos?
Dolly y Mano hicieron sándwich a un chico enfrente de nuestra portería y la falta fue marcada. Tiro penal. Shandra no llegó ni siquiera tocar el balón y, en un instante, el marcador cambió a 1–1. Yo tampoco habría podido tocarlo. Al menos eso creo.
Estar en la banca durante este partido fue un placer comparado con la desagradable experiencia que tuvimos en Palmetto. Esta vez hay dos equipos que saben jugar fútbol. Algunos momentos destacados: Maya se detuvo súbitamente y pasó el balón a Tino, quien lo llevó directamente adentro de la portería. Luego, los de Palmetto contraatacaron y anotaron un gol. Henry D. conectó un bellísimo tiro de esquina para Víctor, quien con un salto anotó un gol. Luego, volvieron a contraatacar y anotaron otro. Para el intermedio estábamos 3–3, y no había habido una sola pelea.
Nos reunimos en un círculo en la banca para comer nuestras tangerinas. La entrenadora dijo «Buen partido» a un par de jugadores, y luego dedicó el resto del tiempo a hablar con Shandra de los tres goles: que no debería pensar más en ellos y que debería prepararse para el segundo tiempo. Finalmente, volteó a ver a Víctor.
—¿Capitán?, ¿tiene algo que decir?
Todos volteamos a ver a Víctor y nos dimos cuenta de por qué no había hablado ni llamado la atención a él. Con la mano presionaba su frente, tratando de detener un hilo de sangre e impedir que esta escurriera por su cara. Era el mismo lugar en la cabeza en el que se había golpeado contra el portero de Palmetto. El cabezazo con el que anotó el gol seguramente había reabierto la herida porque vaya que estaba sangrando.
—No, no tengo nada que decir. Todo lo que tenga que decir, lo diré en la cancha —dijo.
Betty Bright se acercó a él y le quitó la mano de la herida. Sacudió la cabeza.
—¿Está tu mamá por aquí? —le dijo.
—¿Mi mamá? —gruñó—. No, mi mamá no está por aquí. ¿De qué está hablando?
—Tino, por favor, pregunta a tu papá si puede llevar a Víctor a la sala de emergencias. —Volteó a ver a Víctor—. Lo siento, debí haber pedido que cosieran la herida la vez pasada. Así nunca va a sanar. Espero que el Sr. Cruz te pueda llevar ahora.
—¡De ninguna manera! No voy a ir a ninguna sala de emergencias. ¡Tengo un partido que jugar!
—No será este partido, Víctor —dijo la entrenadora—. Tienes que curarte para el próximo partido. —Luego, sin siquiera pensarlo, volteó a verme y dijo—: Paul Fisher, vas a sustituir a Víctor.
—Ya no está sangrando —continuó Víctor con su protesta.
—Sí, está sangrando. Deberías ver tu camisa.
—Puedo jugar el segundo tiempo y luego me voy.
—Ya te fuiste, Víctor. Entiéndelo.
Víctor volteó a verme por un instante. Luego se dirigió a todos nosotros.
—¿Quién quiere ganar este partido?
Todos en el círculo volteamos a verlo, sin saber qué hacer.
—¿Quieren ganar este partido? —gritó Víctor.
—¡Sí! ¡Sí! —comenzamos a gritar los demás.
—¿Quieren ganar este partido?
—¡Sí! ¡Sí!
Víctor se acercó más y puso su puño apretado en el centro del círculo. Todos saltamos y pusimos nuestras manos sobre la suya al tiempo que coreábamos: «¡Águilas Guerreras! ¡Águilas Guerreras!». Comenzamos a mover nuestras manos al mismo tiempo, hacia arriba y hacia abajo, modificando el coro hasta entonar el frenético grito de «¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra!».
Comenzamos el segundo tiempo con fuego en los ojos, a pesar de que yo estaba en el lugar de Víctor. Esta vez fue la defensa la que se llevó el juego. No dejaban que los jugadores de Kinnow pasaran del medio campo con el balón. Mano, Dolly y Hernando no pararon de mandar el balón de regreso hacia los delanteros.
Maya estaba recibiendo el balón con mucha frecuencia, más que en el primer tiempo, y estaba haciendo que sucedieran cosas. Se deshizo del defensa y pasó el balón a Tino, quien anotó el primer gol del segundo tiempo. No lo celebramos. De inmediato volvimos al ataque. Maya hizo un tiro curvo, bellísimo, que entró por la esquina superior derecha de la portería. El portero de Kinnow ni siquiera lo vio venir.
La defensa comenzó a mover el balón de inmediato hacia el otro lado de la cancha. Maya controló el balón y tres defensas fueron tras ella. Pateó el balón por encima de sus cabezas y ¿quién crees que estaba ahí, completamente solo, frente a la portería? Esta vez no me detuve a pensarlo. Pateé el balón tan fuerte como pude. Se escapó de la mano izquierda del portero y se dirigió hacia la red de la portería.
¡Había anotado un gol! ¿Me había pasado alguna vez? Simplemente me quedé de pie, ahí, mirando la red, hasta que me di cuenta de que mis compañeros se estaban dando prisa para alinearse de nuevo.
Todavía trataba de recordar alguna vez en que hubiera anotado un gol cuando Maya recibió un pase largo de Nita. Levantó su pie a la altura de las rodillas y golpeó el balón arrojándolo directamente a la portería. De repente, el partido apretado se había convertido en una paliza por 7–3.
La entrenadora comenzó a hacer más cambios. Mandó a Joey a sustituir a Hernando. Para tomar el lugar de Maya, mandó a uno de los chicos de sexto grado, quien recibió una ovación enorme.
Los jugadores de Kinnow nunca se recuperaron de la paliza, aunque se las arreglaron para llevar el balón hasta nuestro lado. Resulta que Joey es un terrible jugador de fútbol. No tuvieron problema en deshacerse de él una y otra vez. Shandra tuvo que salvar el balón en el último minuto varias veces, pero eso es probablemente lo que Betty Bright quería. El marcador final fue Tangerine 7, Kinnow 3.
El Sr. Cruz y Víctor regresaron justo al final. Víctor tenía una línea ascendente de puntadas negras en la frente, como si fuera Franken-stein. Agradecido, cayó de rodillas al saber cuál era el marcador. Luego, empezó a chocar las manos de los titulares.
—¡Ey, Hombre Pescador! —me llamó—. Fuiste yo en el juego, ¿verdad? ¿Cuántos goles anoté?
—Lo siento, Víctor. —Me encogí de hombros—. Sólo pude anotar uno.
Víctor volteó a ver a Tino en busca de confirmación, y Tino asintió. Víctor se acercó a mí y alzó la mano. La choqué con todas mis fuerzas.
El teléfono inalámbrico sonó justo cuando caminaba enfrente de él en el gran salón. Oí la voz franca de mi abuela.
—Hola, Paul, ¿cómo estás?
—Estoy bien, abuela.
—¿No te lastimaste cuando sucedió eso del socavón?
—Eh, no. No. Me ensucié mucho, pero no me lastimé.
—Y fuera de eso, ¿cómo estás?
Mi mamá entró y movió los labios diciendo en silencio: «¿Quién es?».
—Mi abuela —dije en voz alta, y se acercó al teléfono.
—Estoy bien, abuela. —Terminé la conversación—. Te paso a mi mamá.
Parece que mi mamá siempre tiene urgencia de hablar por teléfono con mi abuela y con mi abuelo. Mi papá y Erik ciertamente no parecen tenerla. Desaparecen. Mi mamá empezó a contar a su mamá del socavón y del plan de reubicación de emergencia, así que decidí subir las escaleras. Parecía que mi mamá seguiría hablando por largo rato, por eso me sorprendió que pocos minutos después abriera la puerta de mi cuarto y me entregara el teléfono inalámbrico.
—¿Es mi abuela? —abrí la boca.
—No, una chica —susurró, y luego se fue.
—¿Hola? —dije desconcertado.
—¿Paul? Hola, soy Cara Clifton. De la escuela media Lake Windsor, ¿te acuerdas de mí?
—Sí.
—¿Cómo te va?
No pude pensar en nada para responder, así que ella continuó hablando.
—Sólo quería saber si te gusta la escuela media Tangerine. Joey dice que es muy diferente. No sé qué quiere decir con eso.
—Yo tampoco. Eh, quizá sólo se refiere a que es un lugar más rudo.
—¿Sí? ¿Cómo son los chicos?
—Algunos son muy rudos. Tienen pandillas y cosas así. Pero los chicos con los que me junto son tranquilos.
—¿Sí? Entonces... ¿estás saliendo con alguien en esa escuela?
Me quedé frío. Nadie nunca me había hecho una pregunta similar.
—¿A qué te refieres? —dije.
—Joey dijo que pensaba que quizá estabas saliendo con una de las chicas de ahí.
—¿Eso dijo? No. No, no estoy saliendo con nadie.
—Ajá. Ah, ¿te acuerdas de Kerri? ¿De mi amiga Kerri Gardner?
—Sí, por supuesto.
—Casi se me olvidó. Le dije que te llamaría y me pidió que te saludara de su parte.
—Ah. OK. Bueno, dile que le mando saludos.
—¿Sí? ¿Quieres que le dé tus saludos?
—Por supuesto, sí.
—Entonces, ¿te gusta un poco?
Me quedé inmóvil. De repente sentí como si alguien me estuviera viendo a través de un vidrio polarizado. No dije nada más hasta que Cara habló.
—Muy bien, entonces —dijo—. Es que es una amiga mía y me pidió que te diera sus saludos, y no quería que se me olvidara.
—Muy bien.
—Bueno, me despido. Quizá te veré uno de estos días con Joey.
—Sí, adiós.
—Adiós.
Me quedé sentado un rato, estupefacto. Luego volví a descolgar el teléfono y llamé a Joey.
—Eh, tu novia acaba de llamarme.
—¿Sí? ¿Qué quiere contigo?
—Me preguntó si me gusta Kerri Gardner.
—Ah, OK. No digas nada más. Sabes lo que estaban buscando, ¿verdad?
—¿Qué?
—Te estaban engañando. Las mujeres engañan a los hombres así. Kerri estaba escuchando en otro teléfono.
—¡No!
—Sí. Así es como funciona. Una chica le pide a una amiga que te llame y averigüe lo que piensas de ella. Es como una de esas entrevistas en las que la cámara está escondida.
—¡Sí! Sí, exactamente así parecía. Entonces, ¿Kerri estaba escuchando?
—Síp.
—Entonces, ¿qué debo hacer?
—¿De qué?
—Pues con Kerri.
—Bueno, si quieres hablar con ella, llámala.
—De acuerdo. Pero, ¿qué pasa si no la llamo? ¿Voy a herir sus sentimientos o algo así?
—¡Ni en broma! Te lo estás tomando muy en serio. Probablemente va a llamar a una docena de chicos hoy mismo para preguntarles lo mismo. Es una especie de encuesta telefónica.
—Ajá. ¿Y qué hay del tipo ese, Adam? El de la feria. ¿Todavía sale con ella?
—¡Ey!, ¿qué crees que soy? ¿La revista People? No lo sé, ya ni siquiera los veo.
—Ajá. Bueno, quizá, si te enteras de algo, me puedes decir.
—Sí, sí. OK, tengo que comer.
—Muy bien, te veo mañana.
—Así es.
Colgó y yo respiré profundamente. Tuve el teléfono en la mano por un tiempo largo. Pensé en la situación desde diferentes ángulos y de todas las maneras. No importaba cómo lo viera, mi conclusión era siempre la misma. Una inevitable: Kerri Gardner sabe que uso anteojos, pero no cree que haya nada malo conmigo.
La entrenadora no dejó a Víctor entrenar hoy a causa de las puntadas que tiene en la frente. Víctor se alejó dando zapatazos y amenazando con irse a casa y arrancarse él mismo las puntadas. De nuevo, me pusieron en su lugar. Tuve un par de oportunidades para anotar un gol a Shandra, pero no lo logré.
Víctor regresó casi al final del entrenamiento con un Super Big Gulp del 7-Eleven en la mano. Se paró en la portería lejana, donde normalmente estoy yo, y, como siempre, el balón no llegó hasta allá. Empezó a sermonear a Joey, diciéndole que dejara de estar dando vueltas sin hacer nada. Pero la entrenadora pronto se dio cuenta de la presencia de Víctor y le pidió que se fuera de ahí.
Después del entrenamiento, tomé mi mochila y comencé a caminar con Joey cuando Víctor se acercó a nosotros por detrás. Sus chicos, por supuesto, estaban detrás de él.
—Ey, Hombre Pescador. Dado que ahora eres yo, ¿quieres beber de mi Big Gulp?
—No, gracias, Víctor.
—¿Qué? ¿Eres demasiado bueno para beber de mi Big Gulp?
—Sí, lo soy.
Tino, Hernando y Mano empezaron a reír. Víctor sonrió y siguió hablando.
—Ey, Hombre Pescador, ¿por qué este chico siempre está siguiéndote?
Miré a Joey, quien veía al frente.
—No sé, Víctor. ¿Por qué no le preguntas?
Víctor tocó el hombro de Joey con la bebida.
—¡Ey! ¡Tú! ¿Por qué sigues al Hombre Pescador todo el tiempo?
Joey se veía molesto. No sabía cómo manejar lo que estaba pasando. Sonreí para mostrarle que Víctor sólo estaba jugando, pero ni siquiera volteó a verme. Y tampoco respondía. Supe que las cosas se iban a poner peor muy pronto.
Víctor lo tocó en el hombro de nuevo, con un poco más de fuerza. Su voz se hizo más alta.
—¡Tú!, pregunté: «¿Por qué sigues al Hombre Pescador todo el tiempo?». ¿Eres su novio o algo parecido?
Joey volteó a verlo, enojado.
—No. No lo soy.
Víctor lo ignoró y se dirigió a mí.
—Hombre Pescador, no puedes dar dos pasos sin que este chico te siga. ¿Qué pasa con eso? ¿Quizá es algún tipo de pez? ¿Espera que lo pesques en algún momento?
Los chicos que seguían a Víctor se estaban animando. Víctor volteó hacia Tino.
—¿Quién es ese pez del que tu papi tiene una foto? —le dijo—. Ya sabes, la foto que tiene colgada en la cabaña, donde aparece un pez.
Tino negó con la cabeza.
—¿De qué estás hablando?
—Tu papi tiene ese anuncio viejo de una revista colgado en la pared, una burla del tío Carlos.
Tino lo pensó un momento y luego gritó.
—¡Lo siento, Charlie!
—¡Sí! Sí, ese tipo. ¡Lo siento, Charlie! Charlie el Atún. Siempre quiere que lo atrapen. Está siempre cerca, tratando de ensartarse en ese gancho, ¿o no? —Volvió a tocar a Joey—. ¿Ese eres tú? ¿Eres Charlie el Atún?
Ahora, los chicos se reían ruidosamente.
—Simplemente, mantén la calma —dije con voz tranquila a Joey. Pero no lo hizo. Estaba tomándolo en serio.
Víctor no lo dejó tranquilo.
—Starkist no quiere atunes con buen gusto, Charlie. Quiere atunes que sepan rico. —Los chicos se reían a carcajadas y batían las palmas—. ¿Entiendes la diferencia, mi amigo?
Joey seguía mirando hacia el frente, con la cara enrojecida, su mandíbula trabada. Llegamos hasta donde estaba la camioneta verde, y los chicos se amontonaron en la parte trasera mientras seguían riéndose de Joey. Nosotros continuamos nuestro camino para cruzar la escuela. Joey no dijo una sola palabra hasta que estuvimos en la acera.
—¿Qué crees que era eso? ¿Algún rito de iniciación o algo así?
—Sí. Sí, no te lo tomes tan en serio. Así es Víctor.
—¿Alguna vez te ha molestado de esa manera?
—Por supuesto: el primer día que jugué con el equipo.
—¿Y luego dejó de hacerlo?
—Sí. Sí, seguro. Dejó de hacerlo.
Joey miró a la calle, buscando el auto de mi mamá. No tuve corazón para contarle el resto de la historia: Víctor quizá dejaría de molestarlo, pero su nombre sería Charlie el Atún de ahora en adelante.
Mi mamá paró el auto y Joey se subió al asiento trasero sin decir palabra alguna. Yo me subí al asiento del copiloto y noté que mi mamá miraba fijamente a algo que estaba enfrente de nosotros. Avanzó otras diez yardas, hasta donde estaban de pie Maya y Nita. Bajó el vidrio de la ventana, sonrió y se dirigió a ellas.
—Hola, chicas —les dijo.
—Hola, ¿cómo está usted? —le respondió Maya, sonriendo.
Se hizo un silencio incómodo hasta que mi mamá habló.
—Entonces... ¿cómo es jugar contra estos chicos?
No creo que Maya haya entendido la pregunta.
—Ah, sí, algunos de ellos son muy buenos jugadores —respondió.
—Me parece fantástico que tengan un equipo mixto. En verdad.
—Gracias.
Mi mamá subió el vidrio y se alejó de ellas.
—¿Qué fue eso?
—Quería animar a las chicas un poco.
No me extraña que Maya pareciera confundida.
—Mamá, Maya no necesita que la animen. Es la goleadora número uno del condado. Número uno. Va a formar parte del equipo oficial del condado.
Mi mamá se quedó con la boca abierta.
—¿En serio? ¿Esa chica alta? ¿Ella va a formar parte del equipo masculino oficial del condado?
—Sí. Shandra también, si no se lastima.
—¡Fantástico! ¿El Sr. Donnelly lo sabe?
—¿El Sr. Donnelly?
—El Sr. Donnelly, del Tangerine Times. Esto debería aparecer en el periódico, ¿no lo crees, Joey?
Joey estaba enojado, sentado en el asiento de atrás. No creo que siquiera la haya oído. Continuamos el resto del camino en silencio. Dimos vuelta en la entrada de Lake Windsor Downs y luego en la calle de Joey. Lo que vimos fue muy extraño. Las casas a ambos lados de la suya estaban cubiertas por completo de carpas enormes de color azul brillante. Había letreros alrededor de ellas: PELIGRO, GAS VENENOSO.
Mi mamá trató de hacer contacto visual con Joey a través del espejo retrovisor.
—Joey, ¿por qué tus vecinos están cubriendo sus casas?
—Tienen que fumigar —dijo—. Fumigar contra insectos. Todos tenemos insectos.
—¿Todos tienen insectos? ¿Tu casa también?
—Sí. Toda la calle, me parece.
—¿Qué tipo de insectos?
—No sé. Cucarachas. Termitas.
—¿Entonces también van a colocar una de estas carpas sobre su casa?
—Sí, me parece que la próxima semana.
Nos detuvimos en el camino de entrada de la casa de Joey. Ahora tenía una mejor perspectiva de las carpas. Eran pedazos enormes de lona azul, atadas juntas con sogas, para retener los gases venenosos.
—¿Por cuánto tiempo tienes que estar fuera de casa cuando fumigan? —preguntó mi mamá.
—Dos días.
—Bueno, eres bienvenido en casa, puedes quedarte con nosotros. Tú y Paul hacen todo juntos. También podrían dormir juntos, ¿no es así, Paul?
Pensé: Perfecto, mamá. Es justo lo que había que decir en estas circunstancias.
De nuevo, Joey se molestó.
—No lo creo —murmuró y se metió a su casa.
Mi mamá volteó a verme.
—¿Qué le sucede? ¿Por qué no querría quedarse en nuestra casa?
—No lo sé —dije, encogiéndome de hombros.
Pero claro que lo sabía. Joey no ha puesto un pie en nuestra casa desde aquel día en que se encontró con Erik y Arthur. Probablemente nunca vuelva a poner un pie en ella. Pero mi mamá no lo entendería. A Joey le daría lo mismo que nuestra casa estuviera cubierta de lonas sujetas con una soga porque, de cualquier modo, está envenenada.
Joey no fue al entrenamiento ayer, pero otra persona sí fue.
Habíamos estado calentándonos por unos diez minutos. Los titulares, incluyendo a Víctor, estaban disparando contra la portería, donde estaba Shandra. Los suplentes, incluyéndome a mí, estábamos pateando el balón dentro de un círculo.
Miré los carriles de los autobuses y noté una furgoneta blanca acercándose. Tenía dos antenas de última tecnología en el techo: una que parecía sacacorchos en la parte de atrás y otra en medio que daba vueltas.
En fin, la furgoneta siguió avanzando, saliéndose del asfalto y circulando sobre el césped hacia nuestra cancha. Cuando estuvo más cerca, pude ver que de un lado tenía impreso TANGERINE TIMES. De repente tuve un mal presentimiento. Mi mamá lo había hecho, había llamado al Sr. Donnelly para hablarle de nuestro equipo. O, al menos, de las chicas de nuestro equipo.
La furgoneta se detuvo al lado del auto de Betty Bright, un Mustang amarillo con blanco del año 1967. Un tipo joven de cabello largo con una cámara grande colgada al cuello se bajó del lado del conductor. Colocó un maletín de cuero sobre el maletero del Mustang. El Sr. Donnelly se bajó por el otro lado. Vestía un traje azul y traía una pequeña libreta de apuntes. Caminó hacia la entrenadora, quien estaba en la lateral hablando con Dolly. Me acerqué a ellos para escuchar lo que decían.
Era evidente que el Sr. Donnelly y Betty Bright se conocían. Ella le estrechó la mano y le sonrió ampliamente. Sin embargo, dejó de sonreír rápidamente cuando vio el maletín del tipo de cabello largo sobre su auto. Se dirigió hacia allá al mismo tiempo que el fotógrafo se acercaba a Nita y Maya y comenzaba a tomarles fotografías.
El Sr. Donnelly caminó con ella, abriendo su cuaderno de notas.
—Tengo entendido que tiene un par de jugadoras especiales en su equipo este año —dijo.
La entrenadora tomó la bolsa del fotógrafo y la tiró al suelo.
—Ajá, ¿y quiénes serían?
El Sr. Donnelly buscó en su libreta.
—¿Una chica de nombre Maya y otra chica de nombre Shandra? ¿Supuestamente ambas formarán parte del equipo masculino oficial del condado?
Cuando Dolly escuchó esto, gritó:
—¡Ey, Shandra! ¡Quieren hablar contigo!
Shandra había estado concentrada en detener los tiros contra la portería mientras todo esto sucedía. Cuando escuchó a Dolly volteó, desconcertada. Entonces vio la furgoneta del Tangerine Times y al tipo del cabello largo con la cámara. Su rostro se llenó de terror. Dio vuelta y salió corriendo, lejos de la portería, a través de la cancha, pasando los carriles de los autobuses, hacia la escuela. Todo el mundo dejó de hacer lo que estaba haciendo y la vieron alejarse.
Ahora que no había nadie en la portería, Víctor fue a donde estaba el fotógrafo.
—Usted debe estar aquí para entrevistarme —le anunció—. Yo soy Víctor Guzmán, el capitán del equipo campeón, Las Águilas Guerreras de la escuela media Tangerine. ¿Cómo está usted?
El tipo volteó a ver al Sr. Donnelly.
—Con permiso —le respondió. Después trató de desviarlo, pero Víctor se lo impidió.
—Probablemente, desee tomar unas fotografías de mí en acción antes de hacer cualquier otra cosa —agregó Víctor.
El fotógrafo se le quedó mirando, sin saber qué decir. Luego, dio un paso atrás y se acomodó para tomar una fotografía de Víctor, quien posó para él con una sonrisa. El flash de la cámara se disparó.
—Es Víctor Guzmán —agregó Víctor—. ¿Sabe cómo escribirlo? G-U-Z-M-Á-N. No vaya a escribir mal mi nombre, o se las verá conmigo.
Entonces, Hernando, Tino y Mano se amontonaron junto al fotógrafo, dándole sus nombres y exigiéndole que también tomara fotografías de ellos. El tipo volteó a ver al Sr. Donnelly, quien le indicó que procediera.
—Mira, Betty, siento interrumpir tu entrenamiento —dijo el Sr. Donnelly—. ¿Podrías al menos darme los apellidos de las chicas?
La entrenadora seguía sin voltear a verlo. Y tampoco se veía contenta.
—Esto es más que una interrupción, Sr. Donnelly. Si quiere publicar una fotografía de nuestro equipo, debería ser una de Víctor. Él es el capitán.
—Pero él no es noticia, entrenadora —respondió el Sr. Donnelly—. Que hay chicas en el equipo sí es noticia.
—En realidad no. He tenido chicas en el equipo durante cinco años. ¿Por qué de repente se volvió noticia?
El Sr. Donnelly levantó las manos para explicarle y la entrenadora volteó hacia ellas.
—Ustedes son el equipo que va en primer lugar en el condado. Tienen al mejor goleador del condado. Y es una chica.
La entrenadora asintió.
—Muy bien, eso es verdad. Su nombre es Maya Pandhi. P-A-N-D-H-I.
El Sr. Donnelly asintió.
—Perfecto. Prometo hacer lo que ella desee.
Estrecharon de nuevo las manos. Al ver esto, el tipo de cabello largo se alejó de los chicos. Tomó su bolsa, se subió al asiento del conductor en la furgoneta, y él y el Sr. Donnelly regresaron por donde habían venido.
Betty Bright los vio alejarse, luego atravesó la cancha lentamente y entró a la escuela. Víctor se sentó, así que el resto de nosotros también tomó asiento. Finalmente, la entrenadora y Shandra salieron de la escuela. Para cuando Shandra había regresado a la portería para comenzar el entrenamiento, ya habíamos perdido veinte minutos.
Como dije, todo eso sucedió ayer. Esta mañana miré la parte posterior de la sección deportiva del Tangerine Times. No había ningún artículo sobre nuestro equipo, pero sí habían publicado una foto. Era de Nita Shirali y en el pie de foto se podía leer: «Maya Pandhi es la goleadora número uno del Condado de Tangerine».
Bien hecho, mamá.
Tengo clases con Theresa, Tino, Maya y Henry D. todo el día. Ahora Joey también forma parte del grupo.
La primera y la última clases del día —Ciencias, y Artes y Letras— hacen proyectos transcurriculares en conjunto. Eso significa que desarrollamos un proyecto científico para la clase de Ciencias y escribimos al respecto en la clase de Artes y Letras. Yo empecé las clases al final de uno de los proyectos, por eso lo único que pude hacer fue sentarme y escuchar a los chicos leyendo sus reportes, que eran muy buenos.
Ahora estamos comenzando un nuevo proyecto transcurricular. La Sra. Potter nos dio una hoja con el plan del proyecto, donde se describe lo que tenemos que hacer, cómo debemos hacerlo y cómo debemos presentarlo ante la clase. En el encabezado de la hoja del proyecto se lee:
Ciencias / Artes y Letras. Proyecto transcurricular
Tema general: la agricultura en Florida
Tema específico: un producto agrícola que sea original de esta
parte de Florida
Tema elegido por ti: ¿¿¿¿????
La Sra. Potter nos dio veinticuatro horas para formar nuestros propios grupos, que deberían tener de cuatro a seis chicos. Después de eso, formaría nuevos grupos con lo que denominó «las sobras».
Estaba leyendo la hoja del proyecto con Joey cuando vi que Tino se acercaba a nosotros. Se detuvo en el escritorio de Henry D.
—Oye, Henry, ¿quieres estar en un grupo con Theresa y conmigo? Tenemos una buena idea —dijo Tino.
Henry D., cuyo verdadero nombre es Henry Dilkes, es un chico tranquilo del campo, quien siempre se comporta educadamente.
—Gracias. Me encantaría formar parte de su equipo —le respondió.
Tino chocó su puño con el de Henry y empezó a caminar a su escritorio.
—¡Eh, Tino! —dije en voz alta— ¿Qué dices de Joey y de mí? ¿Podemos también estar en su grupo?
Tino se detuvo y volteó a verme, sorprendido. Lo pensó por un instante.
—Sí, ¿por qué no? —dijo—. Pero el grupo es nuestro grupo, ¿entendido?
—Sí. Sí, por supuesto.
Regresó a su asiento.
—¿Para qué hiciste eso? —me dijo Joey.
—¿Qué cosa? Necesitamos formar parte de un grupo, ¿no es así? No quiero ser una sobra.
—¿Por qué no formamos nuestro propio grupo?
—¿Con quién? Necesitamos de cuatro a seis personas.
—Con quien sea. Con quien sea menos con él. —Volteó a ver con enojo a Tino.
—¡Qué dices! Henry es un muy buen tipo. Muy, muy buen tipo. También Theresa. Y Tino es tranquilo cuando está solo.
Joey negó con la cabeza. No me creía.
—Ese tipo es un problema. No necesito problemas, por ningún motivo.
—Eh, esto no es el entrenamiento de fútbol, es la clase de Ciencias. Eres un genio en Ciencias, ¿no es así?
Joey me miró enfurecido.
—¿Qué quieres decir?, ¿que soy pésimo para el fútbol?
—No, no estoy diciendo eso. Sólo estoy diciendo que esto es diferente. Esto es algo para lo que realmente eres muy bueno.
Finalmente, Joey aceptó lo que le estaba diciendo, aunque no estaba muy convencido.
—De acuerdo, de acuerdo.
—Bien. Esto te dará una nueva oportunidad con la gente, ¿sabes? Una oportunidad para hacer amistad con la gente del equipo.
Hubo un silencio extraño.
—Ya no estoy en el equipo —dijo Joey finalmente.
No podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Desde cuándo?
—Devolví mi uniforme esta mañana.
Me le quedé viendo, pero no me regresó la mirada.
—¿Así nada más? —dije, finalmente—. ¿Simplemente ya no estás en el equipo y eso es todo?
Joey se puso tenso.
—Sí, así nada más. ¿Y qué? ¿A ti qué te preocupa?
—No me preocupa nada. Simplemente no entiendo. Pensé que querías jugar fútbol.
—Bueno, pues no quiero. No aquí, en cualquier caso. —Finalmente volteó a verme—. Ni en ningún otro lado. Voy a jugar fútbol americano cuando entre a la escuela secundaria, ¿entendido?
Entendí.
—OK —dije. Y estaba dispuesto a dejarlo ahí.
Pero Joey no. Estaba prácticamente gruñendo.
—No puedo creer que te haya permitido convencerme de esto. —Hizo un gesto abarcando el salón—. Permití que me convencieras de venir a este basurero. —Repentinamente, mientras Joey seguía hablando, tomé conciencia de los chicos que estaban alrededor de nosotros—. Este lugar es como el África más profunda. Como la selva del Amazonas. Como si estuviéramos aprendiendo a vivir entre los nativos.
Asimilé la brutalidad de las palabras de Joey y vi, por primera vez, cuán diferente era de mí: padres diferentes, amigos diferentes, hermano diferente. El altavoz se activó y el gong sonó. Tenía que decir algo.
—Lamento que te sientas así —murmuré.
Y salí del salón, sin él, hacia el corredor congestionado.
Hay algo que olvidé mencionar sobre el primer día de Joey en la escuela media Tangerine. O quizá no lo olvidé. Quizá sólo quería bloquearlo. Pero, después de lo que dijo ayer, ya no puedo hacerlo. La escena regresó a mi mente de camino a casa.
Sucedió el lunes pasado. Estaba sentado en el aula principal. De repente, Joey entró y entregó a la Srta. Pollard un pase. Estaba solo, sin Theresa guiándolo, como yo esperaba. La Srta. Pollard le pidió que tomara asiento, así que se dirigió al fondo del aula y se sentó junto a mí. Sonreía ampliamente y dijo algo como:
—Todo bien hasta ahora.
—¿Dónde está Theresa? —le pregunté.
—¿Quién?
—Theresa. Theresa Cruz. Te dije que pidieras que ella te guiara.
—Ah, sí. Está en las oficinas. Ahí la vi.
—¿Qué? ¿Está guiando a otra persona, hoy?
—No, simplemente dije que no la necesitaba. ¿Para qué necesito un perro guía?
—¿Un perro guía? ¿Quieres decir que Theresa es un perro guía?
Joey se rio.
—Calma. Tranquilízate. ¿En verdad crees que es linda?
Lo pensé un poco.
—Sí, supongo que así es.
Joey todavía tenía aquella sonrisa de arrogancia pegada en la cara.
—Entonces, has estado aquí por mucho tiempo.
No podía creer lo que estaba escuchando. Simplemente negué con la cabeza.
—Tengo que decirte que vienes con la actitud equivocada —dije, finalmente.
—Eh, ¿cuál es el problema? Llegué aquí tranquilamente sin nadie guiándome, ¿no es así? Tendrías que estar ciego para perderte en este lugar.
—¿En serio? Entonces, ¿ahora estás diciendo que estoy ciego?
—No, no estoy diciendo que estés ciego...
—¿Estás diciendo que Theresa es un perro?
—No, simplemente estoy señalando que no es mi tipo.
Sonó la campana del primer periodo.
—No lo hagas. No vengas a esta escuela con esa actitud. —Fue todo lo que alcancé a decir.
Como dije, esa escena vino a mi mente hoy. Tuvimos nuestra primera reunión para el proyecto de Ciencias. Los chicos de cada grupo pusieron sus escritorios juntos; los chicos sobrantes fueron acomodados en sus propios grupos. Joey y yo colocamos nuestros escritorios en un círculo con Henry D., Theresa y Tino. Me sorprendió que fuera Theresa y no Tino quien encabezara la reunión. Y era obvio que no era la primera vez que lo hacía.
Theresa comenzó por leer las directrices del proyecto en voz alta.
—Investigación y presentación de información sobre un producto agrícola nativo de esta región de Florida. —Luego nos pasó una página brillante de un anuncio con un árbol de cítricos cargado de fruta. Cuando escuchamos de qué se trataba el proyecto, Tino y yo supimos de inmediato sobre qué escribiríamos—. Les acabo de pasar un anuncio para un producto agrícola que fue desarrollado por nuestro hermano, Luis. Es una nueva variedad de cítrico, una tangerina de nombre Amanecer Dorado.
»Esta tangerina no tiene semillas, es muy jugosa y muy resistente al frío, lo que la hace perfecta para esta zona. Luis piensa que incluso podría lograr que la zona retomara su antigua relevancia como capital mundial de las tangerinas. Apenas este año acaba de registrar el producto ante el estado como una nueva variedad. Ahora está comenzando a comercializarlo entre agricultores de cítricos de Florida, California y México. Por lo tanto, nuestro reporte se va a llamar «La tangerina Amanecer Dorado».
Theresa distribuyó hojas de papel con el título de nuestro reporte mecanografiado en la parte superior.
—Lo que queremos hacer hoy es repartir las partes de la investigación del proyecto —dijo Theresa—. Tino y yo nos concentraremos en el invento de Luis y en lo que tuvo que hacer para registrarlo ante el estado. Alguien más podría encargarse de la historia de la industria de los cítricos en esta región. Pensamos que tú te podrías encargar de esa parte, Henry. Ya sabes, cuándo inició el cultivo de cítricos aquí, qué tipos de árboles crecen con más facilidad aquí. Ese tipo de cosas. —Henry D. asintió con la cabeza y tomó nota. Luego, Theresa volteó a verme—: Alguien más podría hacer una investigación básica sobre la tangerina y cómo es cultivada. Pensamos que tú y tu amigo podrían encargarse de eso. —Asentí con la cabeza y Theresa agregó—: ¿Tienen preguntas?
—Disculpen, ¿cuánto tiempo le tomó a tu hermano inventar esta tangerina? —preguntó Henry D.
—Toda su vida —respondió Tino—. No puedo recordar ni un solo día en que Luis no estuviera trabajando en ello. Y no sé si Theresa lo aclaró, pero se trata de algo muy importante. Es como inventar un nuevo tipo de medicina o algo así. Luis se va a volver famoso por este invento.
—Luis también está realmente interesado en ayudarnos —dijo Theresa—. Puede responder a nuestras preguntas y nos mostrará qué se tiene que hacer para crear esta tangerina. Pensamos que debemos hacer toda la investigación y luego tener una reunión para organizarnos, a la que probablemente asista también Luis. Después, cada grupo puede escribir la sección que le toca y dármela para que yo la escriba a máquina.
—Pónganlo todo en un disco y dénmelo a mí —interrumpió Joey—. Yo puedo imprimirlo en la impresora láser de mi casa.
Theresa se volteó. Se veía nerviosa.
—No tenemos computadora —dijo—. Tenemos una máquina de escribir.
—¿Algún problema con eso, Atún? —le dijo Tino, bruscamente.
Joey lo vio fijamente a los ojos.
—No, no tengo problema con eso. Supongo que el problema lo tengo contigo.
—¿Ah, sí? ¡Pues vas a tener un gran problema conmigo! Más grande de lo que te imaginas, imbécil.
Sentí que era mi obligación calmarlos.
—Eh, chicos, olvidémonos de esto —dije.
—Cállate —rugió Tino, quien seguía mirando fijamente a Joey.
—Joey —dije—, es el grupo de Tino, ¿no es así? Estuvimos de acuerdo en eso cuando decidimos unirnos.
Joey se levantó y movió su escritorio hacia atrás. Volteó a verme, molesto.
—Tú estuviste de acuerdo. Tú estarías de acuerdo con cualquier cosa. Yo no. Mejor me voy a unir a otro grupo.
Comenzó a arrastrar su escritorio, pero se detuvo y volteó a ver a Tino, agregando con sarcasmo:
—No es precisamente que tu hermano y su nuevo tipo de plátano no sean fascinantes.
Tino dio un salto y se lanzó contra él, pero Joey fue más rápido. Se hizo hacia atrás y Tino pasó de largo, cayendo sobre los escritorios del grupo más cercano. La Sra. Potter llegó antes de que Tino pudiera levantarse. Lo tomó del brazo y lo sacó rápidamente al pasillo.
Joey se volvió contra mí.
—Así es cómo debe uno arreglárselas aquí, ¿verdad? ¿Les lames las botas a estos tipos? ¿Les tienes miedo?
—¿De qué estás hablando? No tengo miedo.
—Eres un gigantesco cobarde, Fisher. Tienes miedo de las chicas. Tienes miedo de tu propio hermano. Ahora también tienes miedo de estas escorias. ¡Te tratan como perro y lo soportas! ¿Lo soportas? ¡Te gusta! ¡Crees que son tus amigos! —Las miradas de todos estaban centradas en Joey. Tenía la cara roja y estaba enojado—. Te voy a decir algo: eres más alto que este vandalito, ¿lo sabes? Y yo soy más alto que tú. Si se vuelve a meter conmigo, no me importa dónde sea, ¡lo voy a moler a puñetazos!
La Sra. Potter regresó al aula y pidió a Joey que la acompañara al pasillo. Joey salió y los ojos de todo el mundo voltearon hacia mí. No tenía la menor idea de qué hacer. Simplemente me quedé ahí, de pie.
Finalmente, Theresa rompió la tensión.
—Entonces, ¿te vas a ir a otro grupo? ¿O qué?
—No —respondí de inmediato—. Quiero quedarme en este grupo.
Pasé el resto de la clase viendo un pedazo de papel en blanco, tratando de entender lo que había sucedido. Joey regresó al final de la clase y se sentó con el grupo sobrante que estaba detrás de mí. Tino no regresó. Durante el entrenamiento se rumoreaba que había sido suspendido por tres días.
Escribo estas notas en mi diario y mis tareas en la pequeña computadora compatible con IBM que está en mi cuarto. Para cualquier cosa más grande, uso la IBM grande de mi papá, que está abajo en un rincón al lado del gran salón. Mi papá tiene una enciclopedia en CD-ROM, un módem para fax, un navegador para Internet que encuentra cientos de servicios de información. Puedo encontrar lo que quiera sobre lo que sea sin tener que levantarme del asiento.
Hoy en la noche estaba abajo en el rincón buscando información sobre las tangerinas cuando mi mamá me anunció:
—Tengo invitados esta noche, Paul. Quizá deberías trabajar arriba.
—¿Quién viene?
—Es una reunión de la Asociación de Propietarios. Creo que va a ser intensa.
—¿Por qué?
—El Sr. Costello ha estado recibiendo muchas llamadas sobre muchos asuntos distintos. Hay un problema de termitas. Y ha habido allanamientos en las casas de la zona donde vive en la urbanización.
—¿Han robado cosas?
—Sí, la gente está pensando organizar una patrulla de vigilancia con los vecinos o incluso contratar a un guardia para la caseta de seguridad. —Se detuvo y volteó a verme—. ¿No has oído nada acerca de los allanamientos, verdad? ¿Los chicos están al tanto?
—No he oído nada.
—¿Joey no te ha dicho nada al respecto?
—No.
Sonó el timbre. Seguí con las búsquedas que estaba haciendo en tanto los propietarios de casas llegaban. Podía escucharlos entrar: el Tudor amarillo, el York con el garaje para tres autos y un grupo ruidoso de la calle donde vive Joey, la calle donde se están cubriendo todas las casas con carpas azules.
Dejé de trabajar cuando el Sr. Costello entró. Hice rodar la silla hasta la entrada del rincón, para que pudiera verme.
—Hola, Paul, ¿cómo te va?
—Bien, Sr. Costello.
La cara del Sr. Costello se ve arrugada y cansada desde que murió Mike. Traía consigo una gran agenda negra en la mano. Caminó al lado del gran salón que da a la cocina.
—Muy bien, comencemos —dijo con tranquilidad.
La reunión comenzó como las reuniones municipales que organizábamos en la clase de Estudios Sociales: reporte del tesorero, asuntos pendientes, asuntos nuevos; «Propongo que...»; «Apoyo la moción». Había regresado mi atención a la pantalla de la computadora cuando oí a un hombre decir con fuerza:
—¿Qué está pasando con la casa del Sr. Donnelly? ¡Parece una nave espacial!
Volví a hacer rodar la silla y vi al Sr. Costello revisando sus notas.
—Muy bien —dijo—. El Sr. Donnelly solicitó permiso para instalar un pararrayos en el techo de su casa. El Comité de Arquitectura, a causa del problema específico de esa casa, aprobó la instalación. Pero, por alguna razón, el Sr. Donnelly instaló una serie de diez pararrayos a lo largo del techo de su casa. Se ve raro.
—Es espantoso.
—El Comité de Arquitectura envió ya al Sr. Donnelly una carta en términos muy fuertes al respecto. Me parece que, claramente, abusó del permiso —dijo mi mamá.
—¿Y qué va a hacer al respecto?
—Tal como dije, le enviamos una carta. Esperaba que se presentara hoy para que pudiéramos resolver el asunto. Si no hay una respuesta, actuaremos en consecuencia.
Otro propietario se levantó.
—He estado llevando un registro de la población de peces, de los pocos que quedaban, y quisiera hacer de su conocimiento que ahora ya no hay ni uno solo. Hasta donde sé, quedan cero peces en el estanque.
El Sr. Costello asintió gravemente con la cabeza y cambió de página en su agenda.
—Probablemente tengas razón, Ralph. Parece ser que todos los koi desaparecieron. No sabemos cómo, pero pensamos que alguien podría haberlos robado.
Pensé: Piénselo de nuevo, Sr. Costello. Sus koi son una comida gourmet para las águilas pescadoras de la Ruta 89.
—¿Y qué hay del fuego subterráneo? —dijo otra voz, airadamente.
El Sr. Costello supo de inmediato cómo responder.
—Muy bien, ciertamente hemos recibido sus quejas sobre el fuego subterráneo y ciertamente compartimos su... disgusto con él. Desde nuestra última reunión, el Sr. Potter y yo hemos contactado al Departamento de Bomberos de Tangerine en tres ocasiones distintas. —El Sr. Costello comenzó a leer sus notas en voz alta—: Su capitán, básicamente, nos dijo que no puede hacer nada al respecto, a lo que respondimos: «¿Por qué no lo llena de agua, hasta que se apague?», y nos respondió: «¿Por qué no lo hacen ustedes?», y así lo hicimos. —El Sr. Costello cerró su agenda de golpe, con una mano—. Contratamos a una compañía para cavar cuatro pozos en el campo alrededor del fuego subterráneo. Rentamos cuatro bombas de agua y equipamiento para el bombeo y empezamos a saturar el área el mes pasado. Para no hacer la historia demasiado larga, el fuego subterráneo sigue encendido. Y ahora tenemos enjambres de mosquitos reproduciéndose en el pantano que creamos.
Escuché a mi mamá hablar de nuevo.
—Estos mosquitos son transmisores de encefalitis. Dos niños murieron el año pasado en Tangerine después de haber sido picados por mosquitos.
El Sr. Costello asintió gravemente con la cabeza.
—Así es. Ya contactamos al condado al respecto. Tienen un camión con rociador que podemos rentar. A partir de mañana por la noche estarán en nuestra urbanización rociando insecticida cada dos días hasta que el problema de los mosquitos esté bajo control. No permitan, repito, no permitan que sus hijos pedaleen en sus bicicletas detrás del camión porque estarían inhalando un pesticida poderoso. De la misma manera, deberán mantener a sus mascotas dentro de casa y deberán meter cualquier planta delicada que esté en sus porches, patios, etc.
Todo el mundo se quedó en silencio pensando en el camión con rociador que estaría arrojando insecticida cada dos noches. Finalmente, el hombre que había hecho la pregunta sobre la casa del Sr. Donnelly habló.
—De acuerdo. ¿Qué nos puede decir acerca de todos los robos?
El Sr. Costello abrió su agenda nuevamente y se dirigió al hombre.
—El Departamento del Sheriff asignó a alguien a este caso, el Sargento Edwards. —Volteó a ver al resto de los propietarios—. Para todos aquellos que no lo sepan, cinco de las casas cubiertas con carpas para eliminar a los insectos, fueron despojadas de joyas, relojes y otros objetos valiosos.
—Mi abogado dice que el exterminador tiene la obligación legal de o colocar un guardia de planta o hacer los arreglos necesarios para que un guardia patrulle alrededor de las casas que están cubiertas —interrumpió el hombre.
—Probablemente eso sea cierto, Dan. Pero nuestro fumigador dice que no estaba al tanto de esa obligación.
—Debería estarlo, es su negocio.
—Quizá sea cierto, pero hablé con el tipo y su postura al respecto es que tienes que estar loco para entrar a una casa llena de veneno mortífero. Por lo tanto, no hay un peligro real de que alguien lo haga.
—Pero alguien lo está haciendo. Alguien, además, rompió las puertas de mi patio con un bate de béisbol. Y le guste o no, el tipo es responsable de eso y mis pertenencias desaparecidas.
El Sr. Costello volteó sus palmas hacia arriba y respondió pacientemente.
—Si consideras que tienes elementos suficientes para demandarlo, por favor, hazlo. Pero, ¿realmente vale la pena? Todo el tiempo y el costo necesarios para contratar un abogado e iniciar un juicio para, al final, sólo poder quitarle al pobre tipo su destartalada camioneta. Porque en eso va a acabar el asunto. Así es como son las cosas por estos lugares.
Los propietarios permanecieron en sus asientos, con aire sombrío, hasta que el Sr. Costello retomó la palabra.
—Bien, que alguien haga una moción para diferir el asunto.
Regresé a la computadora cuando la reunión terminó. Saqué el disco y busqué en los archivos de mi papá para encontrar otro servicio de información.
Noté una carpeta nueva que no estaba antes. Nunca habría podido pasarla por alto: «Erik, ofertas de becas».
Miré alrededor para asegurarme de que mi papá no estuviera cerca. Él y mi mamá se estaban despidiendo de la gente en el vestíbulo de entrada, así que presioné en «Erik, ofertas de becas».
El archivo medía dos páginas. Había sido diseñado con cuidado, como si alguien hubiera invertido mucho tiempo pensando al respecto. Cada página estaba llena de espacios rectangulares apilados uno encima del otro. Pero presta atención a esto: los recuadros eran campos de fútbol americano de color verde claro, con cuadrículas cada diez yardas. Sobre los campos verdes con blanco, había estadísticas esenciales escritas en rojo. Cada rectángulo contenía el nombre de una universidad, su dirección y número de teléfono, y el nombre del entrenador en jefe. Los primeros tres rectángulos de la página uno eran para la Universidad de Florida, la Universidad del Estado de Florida y la Universidad de Miami. La Universidad del Estado de Ohio tenía un rectángulo en la página uno. También Notre Dame, Penn State y la Universidad de Nebraska.
Parecía que ninguna de estas universidades había mostrado interés en Erik. Aún no. Pasé a la página dos y me encontré con algunas que sí habían mostrado interés: la Universidad Rice, la Universidad Baylor y la Universidad de Houston habían enviado cartas a Erik. Por las fechas de las cartas, deben haberlo contactado al mismo tiempo: justo después de su temporada como júnior en Houston. Mi papá, aparentemente, no había respondido a ninguna de ellas.
Escuché el sonido de la puerta principal cerrándose, así que rápidamente hice lo mismo con el archivo.
Pero voy a regresar.
Joey no vino a la escuela hoy. No me sorprendió. Sé exactamente dónde estaba: en las oficinas de la escuela media Lake Windsor, inscribiéndose de nuevo. Es lo mejor que puede hacer.
Nunca debí haberle propuesto que se mudara a Tangerine. No encaja aquí, debí haberlo previsto. Joey no es yo. Joey encaja con su familia; encaja con sus amigos; encaja en Lake Windsor Downs. Es ahí a donde pertenece. Ahí es donde está ahora. Y no hay nada más que decir.
Justo antes de que comenzara la clase de Ciencias, me acerqué a Theresa y le entregué seis páginas de investigación. Pareció positivamente sorprendida.
—Y... ¿qué hay de Tino? —pregunté.
—No mucho —dijo, y volteó a ver los papeles que le di.
—¿La entrenadora sabe que lo suspendieron?
—Sí, supongo que lo sabe. Todo el mundo lo sabe.
—¿Se va a perder el partido de mañana?
—No. Regresa mañana.
—¿Ah, sí? Había entendido que lo habían suspendido por tres días.
—Luis vino a hablar con la Dra. Johnson, quien dijo que, dado que Tino no había golpeado a nadie, reduciría la suspensión a un solo día.
—Ah, qué bien.
Theresa dejó de hojear mi reporte. Me miró directamente a los ojos, de una forma totalmente distinta a todas las anteriores.
—Sí. Mira, eh, Paul Fisher: tienes que entender una cosa. No puedes venir aquí y empezar a decir cualquier cosa de Luis. Luis es muy importante para nosotros.
Asentí rápidamente con la cabeza.
—Sí, Sí, lo entiendo.
—Tino y Víctor no lo toman muy a la ligera. Anoche les pedí que no te hicieran nada, pero es mejor que le digas a tu amigo que se cuide de ellos.
Reflexioné al respecto.
—No creo que continúe inscrito en esta escuela. Y no creo que me cuente entre sus amigos. Ya no, al menos.
—Bueno, como sea. Sólo te estoy diciendo lo que te estoy diciendo. —Sacó un pedazo de papel blanco de uno de los bolsillos posteriores de su pantalón—. Toma, es el mapa para llegar a nuestra casa. Henry va a venir después del entrenamiento para conocer a Luis. Si tú también quieres conocerlo, puedes venir.
Vi el mapa y la gran X que señalaba su casa.
—Bueno, ¿y qué hay de Tino? —dije, con toda la tranquilidad posible.
—¿A qué te refieres?
—¿No le molestará que venga?
—No, ¿por qué debería molestarle?
Me encogí de hombros.
—Ya sabes, por el problema con Joey...
—Tú no eres Joey, ¿o sí?
—No. Pero, ¿está enojado porque lo suspendieron?
—Tú no eres culpable de que lo hayan suspendido, ¿o sí?
Negué con la cabeza.
—No —dije. Pero pensé: Al menos no esta vez.
Fui a hablar con Henry D. y terminamos acordando un muy buen plan. Su hermano lo llevaría de la escuela media Tangerine a la casa de Theresa, regresaría por él y luego iría a Lake Windsor Downs para hacer un trabajo. Henry me dijo que su hermano y él «estarían encantados» de dejarme justo en la puerta de mi casa. Llamé a mi mamá y le expliqué el plan. Lo dudó un poco, pero al final estuvo de acuerdo.
La entrenadora me puso a jugar en el lugar de Tino durante el entrenamiento. Lo hice bastante mal, pero a nadie pareció importarle. Era sólo temporal. Tino estaría de regreso al día siguiente. Después del entrenamiento, seguí a Henry D. al estacionamiento. Caminamos hasta una camioneta y nos subimos en ella.
—Él es Paul —dijo Henry—. Él es mi hermano Wayne.
¡Wayne Dilkes! Lo supe de inmediato: ¡era el bombero! El chico que había venido a la casa por lo del fuego subterráneo. Me saludó amablemente, pero no creo que me haya reconocido. En cualquier caso, no dijo nada mientras nos dirigíamos al este, hacia las huertas, y escuchábamos una estación de música country.
En poco tiempo comenzamos a pasar rápidamente frente a filas perfectas de árboles de cítricos y a percibir su maravilloso aroma en el aire.
Vi un gran letrero de madera que decía HUERTAS TOMAS CRUZ / VIVERO. Wayne disminuyó la velocidad a cinco millas por hora y dio vuelta en un camino sin pavimentar. Avanzamos entre brincos en frente de un estanque oblongo de cincuenta yardas de largo, rodeado de juncos largos. Detrás del estanque, en un lugar más alto, había una pequeña huerta de árboles, cientos de ellos, todos de alrededor de diez pies de alto y seis de ancho. Aspersores de agua se alzaban a la altura de los árboles, como si fueran delgadas hierbas de metal. Dimos vuelta a la izquierda, en dirección de varios edificios: una casa, un garaje independiente, un pequeño cobertizo y un edificio de aspecto extraño.
La casa era grande: de dos pisos, con viejos árboles de sombra rodeándola. Parecía haber sido construida con bloques de cemento cubiertos con una especie de estuco de color mostaza. Entramos en una nube de polvo cerca de la casa, pasamos cerca de la vieja Ford verde y subimos al frente de aquel edificio.
—Los veo en una hora —dijo Wayne, y se retiró dejándonos de pie frente a una de las estructuras más extrañas que haya visto. Parecía una gigantesca lata cortada por la mitad, a lo largo, que luego había sido presionada contra el suelo.
—¿Qué es esto? —pregunté a Henry.
—Es un tipo de refugio militar. Sobraron muchos después de la Segunda Guerra Mundial. Algunos granjeros de cítricos los compraron muy baratos, como excedentes de guerra.
—¿En verdad? ¿Lo encontraste haciendo la investigación?
—Así es.
Henry tocó a la puerta de madera del refugio militar. Miré hacia arriba y calculé que la puerta medía seis pies de alto, y que el refugio tenía doce pies de altura en su punto más alto. En la parte inferior, las orillas estaban enterradas en el suelo.
Tino abrió la puerta.
—Eh, Henry —dijo. Luego se dio la vuelta sin siquiera voltear a verme.
Seguí a Henry y a Tino hasta el fondo del refugio, que estaba a alrededor de veinte yardas de la entrada, atravesando aquel edificio frío, oscuro y sin ventanas. Los costados, donde el techo se curvaba hasta llegar al suelo de cemento, estaban abarrotados de cajas de madera, cabezas de aspersores, carretillas y todo tipo de equipamiento.
Nos unimos a Theresa y a Luis en la puerta posterior. Theresa nos señaló.
—Ese de ahí es Henry D. —dijo a Luis—, el otro es Paul Fisher.
Luis sonrió. Tenía dientes largos dentro de una larga cabeza. Su complexión era también extraña: huesuda y musculosa al mismo tiempo. Sus brazos, piernas y su cuerpo entero parecían una soga gruesa.
—Me alegra verlos, chicos —dijo Luis. Su voz era suave y su acento más fuerte que el de Tino o el de Theresa. Caminó delante de nosotros, cojeando debido a que no podía mover la rodilla izquierda. Nos llevó fuera del refugio militar, rumbo a una colina al norte de la casa, donde había unos árboles deteriorados.
Luis se detuvo en la quinta hilera de árboles, señaló a su alrededor y habló.
—Esto es una huerta. En ella cultivamos una tangerina de nombre Cleopatra que vendemos a embaladores de cítricos y compañías de jugos. Nuestra familia lo ha estado haciendo durante cuarenta y cinco años.
Luis regresó sobre sus pasos y lo seguimos. Al llegar al refugio militar dimos vuelta a la izquierda y pocos pasos más adelante nos encontramos en un espacio abierto, tan grande como una cancha de fútbol, pero de forma cuadrada. Aquí, los árboles eran pequeños como bebés —de no más de un pie y medio de altura— y con espacio entre ellos de poco más de un pie. Debe haber habido alrededor de mil.
Luis se sentó al lado de uno de los árboles bebé y todos hicimos lo mismo.
—Vean a su alrededor —dijo—. Esto es un vivero. El propósito de un vivero no es cultivar fruta sino árboles. Estos árboles los vendemos a agricultores de fruta. —Luis colocó un dedo en la base de uno de los árboles bebé—. Esta parte del árbol es conocida como rizoma. Es la raíz y el tronco de un árbol de limones amarillos salvaje. Lo crean o no, cada tipo de árbol que producimos aquí comienza su existencia como un limón amarillo salvaje. —Su dedo subió seis pulgadas hasta el protuberante nacimiento de una rama—. Aquí hacemos un corte en el árbol de limón amarillo, colocamos dentro un brote diferente y lo unimos con cinta. Para ese momento ya convertimos el árbol en algo diferente: quizá uno de naranjas Valencia o uno de toronjas Red Ruby. El nuevo brote injertado en el rizoma es conocido como vástago. La palabra vástago quiere decir algo así como hijo o descendiente del árbol.
Luis apuntó hacia atrás con su brazo, donde se encontraban los árboles altos.
—Consideren esto: un vástago puede ser de cualquier tipo de cítrico que ustedes quieran (naranja, toronja, limón amarillo, limón) ¡y pueden crecer en el mismo árbol al mismo tiempo! Eso significa que en un pequeño árbol podría tener una rama de toronjas blancas, una rama de quinotos rojos, una rama de limones, como si fuera una especie de Frankenstein frutal con todas sus partes unidas con puntadas. —Acarició el tronco del árbol bebé—. El limón amarillo salvaje es completamente inútil en el supermercado y, sin embargo, no hay otro árbol con mayor valor aquí en el vivero.
Luis se puso de pie nuevamente, lleno de emoción. Señaló los mil árboles bebé que teníamos enfrente.
—Si miran hacia allá, se darán cuenta de que todos estos árboles son iguales. En cada uno hay un vástago injertado en un rizoma de limón amarillo salvaje. Ese vástago conforma un nuevo tipo de tangerina llamada Amanecer Dorado.
Luis y todos nosotros miramos por un tiempo el cultivo que había creado. Luego, Luis dio la vuelta y nos llevó de regreso a las hileras de árboles adultos. Señaló diferentes tipos de cítricos, incluyendo algunos experimentos tipo Frankenstein de su autoría. Respondió a muchas preguntas para nuestro reporte.
En poco tiempo estuvimos de vuelta en el refugio militar. Henry D. miró por la puerta.
—Wayne está esperando —anunció.
Me acerqué a Luis y le extendí la mano. Él la tomó y la estrechó fuertemente.
—Gracias. Me interesa mucho todo esto —dije.
—Entonces deberías regresar —me respondió.
—Me encantaría —dije. Luego volteé hacia Theresa y Tino—: Los veo luego.
Theresa se despidió con la mano. Tino fingió no haberme escuchado. Seguí a Henry D. hacia afuera y luego me detuve en seco. Ahí, unido a la parte posterior de la camioneta de Wayne, había un pequeño remolque que tenía encima un generador grande y pesado con un gran ventilador y boquillas rociadoras a cada lado.
—¿Qué diablos es eso? —dije.
—Es un rociador para todos los mosquitos de ustedes —respondió Wayne alegremente.
Nos dirigimos con calma, con el rociador detrás de nosotros, hasta llegar a Lake Windsor Downs. Tan pronto como dimos vuelta en la entrada, Wayne notó las carpas azules en la calle de Joey.
—Mira eso —dijo—, a ustedes les cayeron las diez plagas de Egipto, ¿verdad?
—Sí —dije—. Diez por el momento.
—¿A cuántas casas les cayeron termitas?
—Parece que toda la calle tiene, todo el lado oeste.
—Entonces fue ahí donde enterraron los árboles de cítricos —dijo—. Esto era una huerta, ¿sabes?
—Sí, me han dicho.
—Esto estaba lleno de huertas. Cuando limpiaron el terreno para poner casas, simplemente quemaron todos los árboles y los enterraron. ¿Ves cómo toda esa calle con carpas azules parece estar en una colina?
—Sí.
—Esa colina está hecha de árboles muertos: árboles de tangerinas muertos. Las termitas viven en toda esa madera que está bajo tierra, pero tienen que salir a la superficie para tomar agua. Así es como empiezan los problemas. Si la madera de tu casa se interpone en su camino, empiezan a comerla.
—Pero puedes detenerlas, ¿no es así? —dije—. ¿Puedes matarlas? ¿Puedes llamar al ejército de Orkin, o algo así?
Wayne negó con la cabeza.
—No las puedes detener. Puedes poner una barrera alrededor de tu casa. Y nada más. Pero no puedes evitar que coman madera, tanto como no puedes evitar que ese fuego subterráneo siga ardiendo o hacer que los mosquitos dejen de chupar sangre.
Llegamos a la casa.
—Aquí es —dije. Me bajé y volteé a ver el equipo rociador—. ¿Van a encender esto ahora?
Wayne sonrió.
—Sí, vamos a dejar que arranque. Tenemos que matarles algunos mosquitos, de todas maneras.
—Gracias por traerme, Wayne —dije—. Hasta luego, Henry.
Wayne se despidió con la mano. Buscó debajo del asiento y entregó algo a Henry. Luego, al mismo tiempo, los dos se colocaron en la cara máscaras de gas de caucho negro. Siguieron sentados por un minuto, parecían un par de hombres-hormiga en una camioneta robada. Luego, Wayne se bajó, caminó hacia atrás y jaló del cordón de arranque del generador. El equipo rociador tosía y escupía, regresando a la vida. Luego, me alejé y fui rápidamente hacia adentro de la casa.
Dejé mis cosas en el rincón y fui a la cocina por un vaso de agua. De reojo alcancé a ver a dos personas en movimiento y escuché un pum, pum, pum. Supe que Erik y Arthur estaban entrenando en la parte de atrás. ¿Dejarían de hacerlo al percibir el olor a insecticida?
Tomé un refresco y me quedé de pie junto a la barra de la cocina, esperando su reacción. Vi una nube blanca, creciente, entrar al jardín como si fuera un ángel de la muerte. Se movía de derecha a izquierda, describiendo ondas blancas, y rápidamente llenó todo el jardín. Pero mientras veía la escena, sucedió de nuevo. Igual que en Houston. Igual que al lado del muro gris. Una sensación me invadió, abrumándome, como si tuviera que recordar algo, lo quisiera o no.
Miré fijamente hacia el jardín. Al principio veía a Erik y a Arthur. Después ya no pude. Luego pude verlos de nuevo. Después, nuevamente, ya no. Y recordé:
Nuestro jardín en Huntsville. Mi mamá y mi papá de pie frente a mí. Mi papá daba instrucciones a Erik para que se moviera en círculos, alrededor y detrás de mí. Mi papá le decía:
—Muy bien, Erik. Imagina que Paul está en el centro de un reloj imaginario y que yo estoy de pie aquí, en el lugar de las seis de la tarde. Quiero que te detengas en el lugar de las doce, justo detrás de él. Bien. Ahora, muévete a las once. —Luego, se dirigió a mí—: ¿Paul, puedes ver a Erik?
—No, no puedo verlo —dije.
—Muy bien. Erik, muévete a las diez. ¿Paul, puedes verlo?
—No, no puedo.
—Muévete a las nueve.
—¡No puedo verlo! ¡No puedo verlo!
—Está bien, cariño. Está bien —interrumpió mi mamá. Luego, dijo a mi papá—: Te lo dije, el problema está en su visión periférica.
De pronto, sentí en mi cuello el aliento de un depredador. Grité aterrorizado. Erik se rio y corrió hacia mi mamá y mi papá. Se había acercado furtivamente hacia mí por la espalda, desde algún lugar cercano al de las diez.
—¡Erik —le dijo mi papá fuertemente— ¡Ya basta! ¿Estás aquí para ayudarnos o no?
Recuerdo haber comenzado a llorar, en medio de ese reloj imaginario, y que mis papás no se dieron cuenta. Estaban discutiendo acerca de mis ojos o de mis anteojos. Finalmente, mi mamá dijo:
—Bueno, a nadie le hará daño que lo intentemos, ¿o sí? Mañana voy a llevarlo de nuevo para allá, veamos qué pueden hacer.
Y así lo hizo. Así fue como obtuve mis nuevos anteojos. Así fue como empecé a ver mejor. A partir de ese día, pude ver cosas que ellos no podían ver. Pude ver a Erik fingiendo delante de ellos, bajo la luz brillante del Sueño de Fútbol Americano. Y pude ver a Erik al acecho detrás de mí, en las sombras del reloj.
Solía estar al tanto de cada hora cada día. Pero ahora, con los partidos de fútbol y los partidos de fútbol americano y la escuela y los proyectos transcurriculares, trozos enteros del día pasan volando y me maravillo de descubrir la hora. A veces me maravilla descubrir qué día es.
Así han sido las últimas cuatro semanas. Han pasado en un abrir y cerrar de ojos. Y no sólo para mí. Cada uno de los miembros de la familia está tan ocupado que no podemos ni siquiera encontrarnos para desayunar, comer o cenar juntos. No me estoy quejando. Supongo que ninguno de nosotros lo está haciendo. Todos estamos haciendo lo que se espera que hagamos en Tangerine. Estamos convirtiéndonos en peces grandes en este pequeño estanque.
Mi papá tiene ya el control total de la Dirección de Ingeniería Civil del Condado de Tangerine. El viejo Charley Burns no sobrevivió a la avalancha de mala publicidad, demandas civiles y denuncias penales contra él. Murió de un infarto en la oficina de su abogado. Mi papá no fue ni siquiera al funeral.
Mi mamá es ahora la directora del Comité de Arquitectura, capitana de cuadra de la Patrulla de Vigilancia de la Urbanización y la persona con mayores posibilidades de suceder al Sr. Costello como presidente de la Asociación de Propietarios. Nada nuevo bajo el sol. Mi mamá sabe lo que quiere para Lake Windsor Downs.
¿Noticias en el fútbol americano? La fortuna de Erik Fisher cambió. A lo grande. En cuatro semanas pasó de ser el hazmerreír del área a convertirse en héroe local como pateador de las Gaviotas de la escuela secundaria Lake Windsor. Ahora siempre está rodeado de chicos que, supongo, lo admiran. Me imagino que la gente ve lo que quiere ver. Erik anotó goles de 12 y 25 yardas en un partido que se ganó 20–0 contra Crystal River. Luego anotó uno de 37 yardas para ganar contra Gulf County 10–7. La semana siguiente apareció en la portada de la sección deportiva del Tangerine Times por hacer tiros de 40 y 45 yardas para vencer a Flagler por 6–0. Ayer falló un tiro de 50 yardas, pero anotó goles desde 30 y 38 yardas para una victoria de 20–14 sobre Suwannee. Todos en el Condado de Tangerine lo conocen. O, al menos, eso creen.
¿Y qué hay del otro miembro de la familia? ¿El otro atleta de la familia? Las Águilas Guerreras de la escuela media Tangerine han ganado siete partidos consecutivos y yo he jugado en cada uno de esos siete partidos. Incluso, en dos jugué como defensa titular después de que Shandra chocó contra Dolly en el entrenamiento torciéndole la espalda. Jugué los noventa minutos enteros. En los cinco partidos restantes jugué sustituyendo a Víctor o a Maya en el segundo tiempo. Para ese momento, ya habíamos anotado goles suficientes para vencer a la mayoría de nuestros oponentes: 10–0 contra St. Anthony, 8–0 contra Heritage Baptist, 3–0 contra De León, 4–0 contra Seminole, 7–0 contra Highland Park, 4–0 contra Cortés y 7–0 contra Palmetto en un partido de revancha en casa.
Esas son las estadísticas de esta temporada de fútbol. Pero tengo que describir las sensaciones que me han producido. No basta con decir que ganamos siete partidos de fútbol, uno detrás de otro. Es cómo lo hemos logrado lo que resulta tan extraordinario. Las Águilas Guerreras se lanzaron con furia sangrienta por todo el condado. Destruimos a cada enemigo. Sembramos la devastación en sus canchas y en sus seguidores. Hay miedo en sus ojos cuando salimos del autobús ululando nuestro grito de guerra. Son derrotados por su propio miedo antes de que el partido comience. Es un sentimiento que nunca antes había experimentado. En cualquier caso, nunca lo había experimentado desde este lado. Quizá sólo sea un simple jugador de la banca, quizá sólo sea un mero acompañante, pero es la cosa más maravillosa que me ha sucedido.
En octubre, cuando visitamos el vivero de tangerinas, Luis me dijo claramente «deberías regresar». Pienso que lo dijo en serio. Sé que yo estaba hablando en serio cuando dije que quería hacerlo. Pero desde ese día, Theresa y Tino han llevado a cabo todas las reuniones del proyecto en el aula. En cualquier caso, decidí hacerme cargo de la situación. Quería regresar al vivero, y eso hice.
Mi mamá me llevó y atravesamos Tangerine en una somnolienta mañana de sábado. No tuve problemas para recordar el camino: después de las huertas, cruzando el extenso camino de entrada, pasando la casa, hasta llegar al largo refugio militar.
—¿Estás seguro de que te están esperando? —preguntó mi mamá.
—Sí.
—¿Qué tipo de construcción es esa?
—Es un refugio militar.
—¿Es seguro?
—Mamá, lo construyó el ejército. Podría resistir la explosión de una bomba de veinte megatones.
—¿Qué hay adentro? ¿Es su oficina?
—Es más como un laboratorio del Dr. Frankenstein.
—Paul, por favor, deja de hacer bromas. Estoy preocupada por ti, en este lugar.
—Mamá, es un vivero de cítricos. La peor cosa que me podría suceder es que tome una sobredosis de vitamina C.
—Bueno, no toques nada oxidado. No has tomado tu dosis de refuerzo.
—De acuerdo.
—¿A qué hora debería estar de regreso aquí?
—Te llamo.
—Muy bien, cuídate.
Mi mamá se alejó y yo caminé hacia la puerta del refugio y toqué. No hubo respuesta. Entonces, detrás de mí escuché a alguien hablarme.
—¿Hombre Pescador? ¿Qué haces aquí?
No era un saludo amistoso. Di la vuelta y vi a Tino y Luis saliendo de la casa con rollos de mangueras delgadas de color negro enrolladas alrededor de sus hombros, como si fueran bandoleras para municiones.
Tino y yo nos llevamos bien en el equipo de fútbol, siempre y cuando yo tenga claro qué lugar me corresponde y no quiera ir más allá. Pero no me presta mucha atención fuera del equipo y, definitivamente, no me hace caso en la clase de Ciencias. Tragué saliva y hablé.
—Quería aprender más del vivero. Luis me dijo que podría venir otra vez, y aquí estoy.
—¿Qué? ¿No tienen teléfonos en Lake Windsor Downs?
—Está bien, Tino —dijo Luis—. Yo lo invité a que regresara y regresó. —Señaló una pila de mangueras negras en el suelo—. Puedes tomar algunas y trabajar con nosotros.
Me coloqué una manguera en el hombro y los seguí. Rodeamos el refugio militar hasta llegar a las hileras de árboles adultos y al campo de los árboles bebé: las tangerinas Amanecer Dorado. Extendimos la manguera de Luis, luego la de Tino y luego la mía, a través de las hileras de arbolitos. Luego regresamos y tomamos más mangueras de la pila. Continuamos arrastrando y extendiendo mangueras por tres horas, hasta que todas las hileras lucieron una línea de caucho negro en medio.
Entramos de nuevo a la huerta de árboles maduros, pero esta vez Tino se sentó en una caja que estaba entre dos grandes árboles. Luis señaló otras dos cajas y las arrastré al lado de los árboles para que pudiéramos sentarnos. Alzó el brazo, cortó una tangerina y se la tiró a Tino. Luego me tiró una a mí. Las chupamos hambrientos y Luis cortó tres más. Yo no había dicho una sola palabra en horas hasta que Luis me hizo una pregunta.
—¿Te gusta el negocio de las tangerinas?
—Me gusta mucho.
Tino resopló.
—Qué bien. ¿Qué es lo que te gusta?
De inmediato, supe cuál era la respuesta.
—El olor. Me gusta el olor que hay aquí. —Levanté mi tangerina—. Supongo que también me gusta el sabor de estas.
Luis sonrió.
—¿Qué es lo que más te gusta a ti? —le pregunté.
Luis se puso de pie para darnos tres más. Cuando se sentó, me respondió.
—Lo mismo que tú dijiste. El olor de este lugar. Ese aroma. No hay nada en el mundo que se le compare. —Volteó a verme con intensidad, pero habló suavemente, casi de manera musical, casi entre sollozos—. ¿Sabes? A veces camino por aquí por las mañanas y caigo de rodillas, y lloro, justo en el suelo. La belleza de todo esto me rebasa. He tratado de describir ese aroma que hay alrededor, en el aire. He intentado darle un nombre. Pero lo que más se acerca es... que se trata del aroma de un amanecer dorado.
Luis volteó hacia el otro lado. Tino lo miraba con veneración, sin ningún rastro de la expresión de tipo duro que suele mostrar.
Descansamos durante cinco minutos más y regresamos a los árboles bebé. Luis nos dio a cada uno una podadera manual, a las que se refiere como podaderas para tangerinas. Procedimos a caminar con la espalda agachada, haciendo hendiduras en las mangueras negras, justo al lado de cada árbol. El proceso lastimaba la espalda, causaba raspaduras en las rodillas y hacía que los anteojos se llenaran de vapor. Pude sentir cómo el sol me lastimaba la nuca y la parte posterior de las piernas.
No pausamos de nuevo hasta que hubimos realizado mil hendiduras. Después nos volvimos a recostar entre los árboles, con nuestras tangerinas. Luis y Tino tenían calor y estaban cansados, pero yo estaba más bien en una condición crítica.
—Creo que eso es todo para ti por el día de hoy —dijo Luis.
—Sí, Hombre Pescador —agregó Tino—. No te ves muy bien. Te ves como un especial de langosta.
Luis señaló el refugio militar.
—Llévalo adentro, Tino. Dale un poco de ese aerosol para primeros auxilios.
Tino de hecho me llevó del brazo, me ayudó a levantarme y me guio al refugio. Tomó una lata morada de aerosol, la batió y me dijo:
—Cierra los ojos. —Me roció la nuca, los brazos y las rodillas con una espuma blanca y fría. Me senté con cuidado sobre el escritorio.
—Gracias. ¿Puedo usar este teléfono? —dije.
—Sí, por supuesto.
Mi mamá respondió al teléfono casi de inmediato.
—Mamá, ya estoy listo, puedes venir por mí.
—¿Estás bien, Paul?
—Sí.
—Parecería que estuvieras herido.
—No.
—Llego en quince minutos.
Colgué.
—¿Y dónde está Theresa hoy? —pregunté a Tino.
—Salió con nuestro papi. Le está ayudando con unos trámites en el edificio del condado.
—¿Ah, sí?
—Sí, Theresa se está involucrando cada vez más en eso. Está aprendiendo cómo gestionar el negocio de la familia. —Tino hizo una pausa—. ¿Sabes?, estaba pensando... Theresa está muy ocupada con ese asunto, entonces quizá tú deberías hacer el reporte final para el grupo de la clase de Ciencias. Ya sabes, en una computadora. —Asintió con la cabeza, como si estuviera de acuerdo con él mismo—. Theresa piensa lo mismo. De hecho, es su idea.
—Claro, yo lo puedo hacer. —Esperé a que Tino volteara a verme—. Podríamos tener una reunión del proyecto en mi casa, si están de acuerdo. Podría mostrarles los tipos de gráficas que tiene la computadora de mi papá. Ya sabes, gráficas de pastel y cosas así. Juntos podríamos diseñar todo el documento.
—Sí, bueno, déjame hablarlo con Theresa.
Bajé del escritorio y comencé a caminar torpemente hacia la puerta principal. Sentía como si mi piel fuera demasiado estrecha para mi cuerpo. Tino se rio.
—Es un trabajo duro ¿eh?
—Sí, no sé cómo puede la gente trabajar bajo el sol todo el día. Yo no podría ser un productor de fruta, moriría.
Tino asintió con la cabeza.
—Sí, bueno, uno hace lo que tiene que hacer. Nunca lo hice porque nunca tuve que hacerlo. —Comenzó a seguirme en el refugio—. Mi papi tuvo que hacerlo. Luis también. Pero porque quiso. Solía rogar a papi y al tío Carlos que lo dejaran ir con ellos. Recogía naranjas en Orlando, recogía tangerinas en Merritt Island. Así fue como se dañó la rodilla.
Abrí la puerta principal lo suficiente para ver si mi mamá había llegado. Tino continuó hablando.
—No recoges mandarinas, las podas con una de esas podaderas. Luis estaba haciendo eso cuando se cayó de un árbol. Tenía doce años de edad en ese entonces. Aterrizó sobre su rótula, se la rompió y se apuñaló la mano con la podadera. Mi papá lo levantó y lo llevó al hospital, donde le vendaron la mano, ¿no? Pero Luis no dijo nada de su rodilla porque no se veía tan mal y tenía miedo de que mi mamá no lo dejara ir de nuevo a cosechar. A la mañana siguiente su rodilla parecía un balón de fútbol. Se había dañado tanto el cartílago que tuvieron que operarlo. Incluso le pusieron un clavo. No pudo caminar por dos meses. Y tuvo razón acerca de mi mamá: ella le dijo que no podría ir a cosechar nunca más. —Tino asintió con la cabeza lentamente, recordando—. En cualquier caso, después de que mi mamá murió, Luis no podía moverse a ningún lado. Tuvo que quedarse en casa, con Theresa y conmigo.
Tino me hizo a un lado para salir por la puerta y yo lo seguí. Volvió a hablar.
—De todas maneras, las cosas salieron bien para Luis, se hizo un genio de la horticultura. No hay nadie mejor que él en Florida.
Esperé un poco para asegurarme de que eso fuera todo lo que tenía que decir. No lo era.
—Luis jugaba fútbol, ¿sabes? En la escuela media Tangerine. Y también en la escuela secundaria.
—¿En serio?
—Sí, era bueno. Solíamos ir a verlo jugar.
—¿En qué posición jugaba?
Tino pareció sorprendido por la pregunta.
—¿Qué otra posición podría haber jugado? Era el portero.
—¿El portero?
—Sí, tuvieron que ponerlo a jugar en esa posición porque estaba discapacitado.
Volteé a ver a Tino para averiguar si se estaba burlando de mí. Pero no era así. Simplemente estaba conversando. Estaba en la mejor disposición en la que jamás lo hubiera visto. Pensé que era un muy buen momento para limpiar mi conciencia de una vez por todas.
—Oye, ¿recuerdas cuando los descubrieron en la feria?
—Sí, ¿por qué?
—Bueno, yo soy quien los delató. Acusaron a algunos de los jugadores del equipo de fútbol de Lake Windsor de haber dañado la exhibición. ¿El Hombre Hacha? Yo soy quien les dijo que los responsables habían sido jugadores de fútbol de la escuela media Tangerine.
Tino asintió con la cabeza lentamente. Luego habló.
—Date la vuelta.
—¿Qué?
—Date la vuelta. Mira hacia allá.
Di la vuelta y miré hacia la casa. De repente, sentí en la espalda una patada rápida. Me hizo saltar casi un pie hacia adelante. Me di vuelta y vi a Tino. Tenía una sonrisa maliciosa en la cara.
—Si alguno de tus amiguitos de Lake Windsor te pregunta qué sucedió cuando supe lo que había sucedido, cuéntales esto.
El auto de mi mamá dio vuelta en la esquina. Atravesó la sombra de la casa hacia la luz del sol y llegó hasta donde yo estaba parado. Mi mamá saludó a Tino con la mano cuando me subí al auto. Tino le regresó el saludo y luego rodeó el refugio militar para regresar a trabajar.
El Sr. Donnelly llamó a mi papá anoche, lo que es gracioso porque el Sr. Donnelly nunca le ha devuelto una llamada a mi mamá o respondido a su carta sobre la fila de pararrayos que tiene en el techo. Comoquiera que sea, llamó a papá y nos invitó a todos a su casa esta noche.
El Sr. Donnelly, además de ser un bandido buscado por el Comité de Arquitectura, es un gran donante al equipo de fútbol americano de la Universidad de Florida. Tiene billetes para la temporada. Conoce al entrenador. Incluso asiste a juegos en lugares tan lejanos como Tennessee. Mi papá lo ha estado tratando de convencer desde que llegamos aquí de que venga a ver a Erik patear. Ahora que Erik comienza a estar a la altura de las expectativas presuntuosas de mi papá, el Sr. Donnelly le ha prestado atención. Después de los goles de campo de 40 y 45 yardas en el juego contra Flagler, apareció en el campo de entrenamiento y vio a Erik hacer tres anotaciones de cincuenta yardas, una detrás de otra. Eso causó una buena impresión en él.
En fin, todos estábamos invitados a ir allá y conocer a otras dos personas relacionadas con el fútbol americano del área.
—Quiero que los entrenadores de las Universidades de Florida, de la del estado y de la de Miami, empiecen a oír hablar de este chico de la escuela secundaria Lake Windsor —dice mi papá.
El chico de la escuela secundaria Lake Windsor está de acuerdo. Erik es tan famoso en esta área como Antoine Thomas. Incluso, hay quienes dicen que Erik es más valioso para el equipo. Esto es algo que no agrada mucho a Antoine y a otros jugadores. A algunos de ellos obviamente no les gusta Erik, pero tal parece que a la mayoría sí. Erik y su lacayo, Arthur, son muy populares. En particular, esta noche. Arthur pasó por Erik hace como dos horas para llevarlo a algún lado (nunca sabemos adónde) y luego irán a otro lado después de la reunión en la casa del Sr. Donnelly.
Te puedes imaginar perfectamente la reacción de mi mamá a la visita de esta noche.
—No me importa que se trate de una reunión sólo sobre el fútbol americano —dijo a mi papá—. Me va a tener que decir por qué no ha respondido a la carta y las llamadas telefónicas del Comité de Arquitectura.
—Por favor —dijo mi papá—. Lo de esta noche no es para eso. Lo de esta noche es sólo para hablar de Erik.
Mi mamá, mi papá y yo decidimos ir a pie a la casa de los Donnelly. Dimos vuelta en Kew Gardens Drive justo en el momento en el que el sol se ponía. La fila de pararrayos en el cielo rojo parecía un extraño experimento científico, como si fuera una casa modelo construida en Marte por la NASA, con todo y su letrero de «A la venta».
La lodosa Land Cruiser de Arthur Bauer estaba estacionada en la calle, frente a la casa, lista para un escape rápido. Me pregunté si Erik y Arthur estarían sentados adentro. Hice un esfuerzo para ver a través de los vidrios polarizados, pero no pude distinguir nada adentro.
Mi papá debe haberse preguntado lo mismo porque se dirigió a la puerta del copiloto, aunque nunca llegó hasta ella. En ese momento, los mosquitos atacaron. Levanté mi vista hacia la puesta del sol. Los mosquitos habían saturado por completo el espacio encima de nosotros rondando alrededor, delgados, negros y silenciosos. Se lanzaron hacia nosotros, como si fueran hombres parásitos miniatura en paracaídas. Todos comenzamos a golpearnos con las palmas abiertas cuando sentimos las primeras picaduras. Vi uno aterrizar en la mejilla de mi mamá, quien gritó y comenzó a correr. Mi papá y yo la seguimos. Al llegar a la puerta principal, comenzamos a rozarnos unos a otros frenéticamente hasta que Terry la abrió.
Nos lanzamos por la entrada y casi derribamos una vitrina de trofeos que estaba en el vestíbulo. Del otro lado, en el gran salón, se veía en una pantalla grande un partido grabado de fútbol americano de los Gators de Florida. Ahí estaba sentado Erik, tranquilo, casual, con su sonrisa de héroe del fútbol americano. Estaba en un sillón alargado, con el Sr. Donnelly y otros dos hombres, a quienes el Sr. Donnelly nos presentó como Larry y Frank. Erik se puso de pie al mismo tiempo que los demás, como lo haría un caballero. Todo parecía transcurrir exactamente como había sido planeado. Larry y Frank estaban sonrientes, parecía que les gustaba Erik, que estaban impresionados con él y que estaban listos para apoyar el Sueño de Fútbol Americano Erik Fisher de cualquier forma posible.
Mi mamá miró a su alrededor.
—¿Dónde está Arthur? —preguntó.
Erik pareció genuinamente sorprendido con la pregunta.
—¿Arthur? —dijo—. Está afuera, en la camioneta. —Como si quisiera decir ¿dónde más podría estar?
Pero el Sr. Donnelly llamó a su hijo.
—¡Terry! Ve afuera y dile al chico que está ahí que venga.
Erik saludó a Terry Donnelly con la mano y dijo:
—No, no, no quiere entrar. Huele mucho a aerosol contra insectos.
Mi mamá olfateó el aire.
—Ahora que lo dices, tú también hueles.
Erik acercó su camisa a la nariz y también olfateó.
—Bauer siempre tiene repelente en aerosol en la camioneta. En caso de que queramos ir a correr en el lodo.
—Sí, esos mosquitos de pantano te comerían por completo —dijo el Sr. Donnelly.
La conversación continuó por un tiempo. Erik continuó siendo encantador. Larry y Frank continuaron impresionados. Arthur permaneció en la camioneta.
El Sr. Donnelly resultó ser un buen tipo. Y un buen anfitrión. No estuvo simplemente sentado escuchando a Erik toda la noche. Habló con mi papá sobre el viejo Charley Burns y las fiestas que solía organizar en su palco. Luego habló con mi mamá sobre las preocupaciones del Comité de Arquitectura.
Me escabullí hacia la vitrina de trofeos para examinar su contenido. Muchas cosas parecían ser baratijas que Terry Donnelly había ganado cuando era niño. Pero había un par de cosas viejas que pertenecían al Sr. Donnelly. De pronto, él apareció a mi lado, hablándome.
—Mi Trofeo Heisman lo tengo guardado en el garaje. —Me reí y él continuó hablando—: Y dime, ¿qué hay de ti? ¿También eres pateador?
—Juego fútbol, señor.
—Ah, entonces supongo que sí eres pateador. ¿Juegas para la escuela media Lake Windsor?
—No, señor. Juego para las Águilas Guerreras de la escuela media Tangerine.
Abrió mucho los ojos.
—¡Ya lo recuerdo! ¡El equipo de Betty Bright! Ustedes tienen a esas chicas estelares, ¿no es así?
—Así es, señor.
—¿Cómo les va esta temporada?
—Vamos en primer lugar, invictos. Estamos rompiendo todos los récords de goleo en el condado.
El Sr. Donnelly volteó a verme con mayor interés.
—¿Y están logrando todo eso con un equipo mixto de chicos y chicas?
—Sí, señor.
Asintió con la cabeza.
—Conozco a su entrenadora desde hace mucho tiempo. Es una persona extraordinaria. ¿Alguna vez ha hablado de su carrera de atleta?
—No, señor.
—¿No? Bueno, déjame decirte: Betty Bright es la mejor atleta que haya salido de esta área. Corría en las carreras de cien metros y en las de cien metros con vallas. Lanzaba el disco y la jabalina; hacía saltos de altura y de longitud. Todo eso cuando estaba en la escuela secundaria Tangerine.
—¿Alguna vez ha jugado fútbol?
—No, no que yo sepa. Se volvió famosa como corredora de carreras de vallas. Verdaderamente famosa. El Times inició un fondo para mandarla a las eliminatorias olímpicas de Estados Unidos en 1978. ¡Y fue seleccionada! Compitió en los Juegos Panamericanos en Buenos Aires al año siguiente. —En este punto, el Sr. Donnelly volteó hacia los hombres que veían fútbol americano—. ¿Recuerdan la recaudación de fondos organizada para Betty Bright?
Larry se levantó y se unió a nosotros.
—Por supuesto. Era la corredora.
—La corredora de carreras de vallas —lo corrigió el Sr. Donnelly. Volteó de nuevo hacia mí—: Recuerdo una vez en que Larry y varios de nosotros estábamos en la oficina un sábado por la tarde viendo a Betty Bright en el programa de ABC Wide World of Sports. Ya sabes, un programa sobre la emoción de la victoria, la agonía de la derrota. ¡Y ahí estaba ella! Fue muy emocionante. Nuestro periódico había respaldado su causa, ¡y ahora ella lo había logrado!
—La golpearon o algo así, ¿no es verdad? —interrumpió Larry.
—Así es. La alemana del este la golpeó en el ojo al saltar la primera valla. Betty terminó en cuarto lugar en la eliminatoria y no pudo calificar.
Larry levantó el puño y lo acercó a mi cara para hacer una demostración.
—Esta alemana la golpeó justo ahí, haciéndola perder el equilibrio. Era posible verlo en la repetición.
—El entrenador de Estados Unidos protestó —continuó el Sr. Donnelly—, pero no logró nada. Eso fue todo, Betty estaba fuera de la competencia.
—Sí, tuvo muy mala suerte —dijo Larry—. Y luego se topó con el boicot.
—Así es. —El Sr. Donnelly lo explicó para que yo pudiera entender de qué hablaba—: Dos años después, los Estados Unidos boicotearon los Juegos Olímpicos de Moscú, así que ninguno de nuestros atletas pudo ir. —Se detuvo y puso un dedo en mi pecho—. Pero, independientemente de todo eso, Betty Bright era grandiosa, y tuvo una gran carrera amateur. Estábamos muy orgullosos de haberla patrocinado. Obtuvo una beca para la universidad gracias a todo eso. Recibió ofertas de becas de las universidades más importantes. Escogió Florida A&M para poder estar cerca de su familia.
Mi mamá, mi papá y Erik se acercaron al Sr. Donnelly, quien estaba de espaldas. Se dio la vuelta.
—¿Cómo? ¿Se van tan pronto? —dijo.
Mi mamá sonrió.
—Me temo que sí. Tengo mucho que hacer.
—Eh, fue un placer conocerte, Erik. —Mi mamá, mi papá y Erik sonrieron—. Y también fue un placer conocerte, Paul. —Mi mamá, mi papá y Erik retrocedieron al mismo tiempo, como si estuvieran todos conmocionados, como si fuera la cosa más absurda que hubieran oído. Nos despedimos un par de veces más y salimos apresuradamente, listos para correr en caso de que los mosquitos siguieran ahí. Ya no estaban.
Erik caminó a la Land Cruiser y abrió la puerta del copiloto. Creo que Arthur no esperaba que lo hiciera. Alzó la vista rápidamente, con los ojos abiertos de par en par, y miró con sorpresa bajo la luz de cortesía. Metió en una bolsa algo brillante que estaba sobre el tablero y Erik cerró la puerta. Entonces, todo oscureció adentro nuevamente. El motor de la Land Cruiser volvió a la vida y se alejaron.
Mi mamá, mi papá y yo caminamos de vuelta a casa atravesando el aire lleno de humo. Todos habíamos podido hablar con el Sr. Donnelly, le habíamos dicho cosas ingeniosas y brillantes. Pero no teníamos nada que decirnos a nosotros.
Cuando llegamos a casa, mi papá abrió su auto, estiró la mano y presionó el control remoto del garaje. La puerta se abrió al mismo tiempo en que llegamos a ella. Nos agachamos para entrar rápidamente, pero me detuve en la puerta de la cocina. Tuve que detenerme y tuve que mirar hacia atrás porque había algo que me molestaba. Algo inquietante. ¿Un recuerdo?
—¿Puedes presionar el botón del garaje, por favor? —me llamó la atención mi mamá.
Uno de los dos debe haber echado a andar el contestador automático porque de repente oí la voz de mi abuela diciendo: «Caroline, tu padre y yo estamos pensando tomar unas vacaciones en Florida...».
Oí esas palabras en la voz plana de mi abuela. Las escuché muy dentro de mí. No escuché el resto de su mensaje. Me quedé inmóvil en el garaje, mirando hacia nuestro camino de entrada. Y lo recordé:
De pie en nuestro garaje en Huntsville, mirando hacia el camino de entrada. Mi abuelita y mi abuelito caminaban hacia mí. Cada uno llevaba un bolso de viaje en la mano. Erik apareció de repente en el camino de entrada, así que se detuvieron a saludarlo.
Mi mamá estaba de pie a mi lado. Recuerdo que se inclinó hacia mí y susurró.
—Paul, cariño, no les digas nada malo a tu abuela y a tu abuelo.
Ellos continuaron caminando a donde yo estaba. Mi abuela me vio y se inclinó hacia atrás, como para verme mejor, como si no pudiera creer lo que estaba viendo. Mi abuelo se inclinó hacia el otro lado y se agachó hasta quedar frente a mi cara.
—¿Qué diablos les pasó a tus ojos? —dijo.
—Podemos hablar de esto adentro —les dijo mi mamá—. Lo importante es que va a estar bien.
Recuerdo que todos entraron y me dejaron ahí, mirando hacia el camino de entrada. Dejándome que viera a Erik, quien me miraba a mí.
Hoy tuvimos nuestro último partido, contra la escuela media Manatee. No habían ganado un solo juego en el año, y recientemente habían sido aplastados 8–0 por la escuela media Lake Windsor. Parecía que estaban aterrorizados de compartir la cancha con las temibles Águilas Guerreras. Me tocó ser titular en el partido jugando como mediocampista izquierdo debido a que Nita estaba de baja porque tenía gripe.
Alrededor de dos minutos después de que empezara el partido, Maya enganchó un tiro de treinta yardas que entró directamente en la portería. El portero ni siquiera se movió. A cinco minutos de que empezara el partido, lo volvió a hacer. Pero esta vez, el balón golpeó el poste derecho de la portería y rebotó a nivel del pecho a través de la boca de la portería. Me tiré hacia él y lo desvié con la frente, justo por encima de mis anteojos. Caí al suelo y el balón se clavó al fondo de la portería. Un bellísimo gol, memorable.
Víctor me puso de pie, gritando.
—¡Sí! ¡Sí! Vamos, ¡anotemos otro!
Rápidamente nos alineamos de nuevo, como siempre lo hacemos. El entrenador de Manatee pidió tiempo fuera y entró corriendo a la cancha para hablar con la árbitra. Tuvimos que esperar en lo que la árbitra pedía a señas a Betty Bright que se acercara a ellos. No fue hasta entonces que me di cuenta de la tormenta que se formaba sobre nuestras cabezas. Había llegado rápidamente, oscureciendo la cancha y bajando la temperatura. Cayó un rayo y un trueno lo siguió casi de inmediato.
La reunión de entrenadores se acabó y el tipo del equipo de Manatee hizo una seña con la mano a sus jugadores para que salieran de la cancha. Parecía que tenía prisa de alejarse de nosotros y regresar al autobús. Betty Bright nos llamó para que formáramos un círculo.
—El entrenador dice que no pueden jugar bajo los rayos. Es la política de su escuela.
—Entonces, ¿renuncian? ¿De eso se trata? —dijo Víctor.
—No, por el momento se trata sólo de un retraso por lluvia. Entremos y tratemos de mantenernos tranquilos.
Corrimos al edificio y nos reunimos alrededor de las puertas dobles de la parte posterior. La árbitra, una mujer alta de cabello rubio corto, entró detrás de nosotros, justo al mismo tiempo en que la lluvia empezaba a caer. Víctor se acercó a ella.
—Oye, árbi, ¿Qué hay con esto? ¿Vamos a tener que jugar una especie de partido suspendido por lluvia?
La árbitra anotó algo en un cuaderno de notas pequeño.
—No —le respondió—. Esto es todo. O juegan hoy, o se anota como «partido no jugado» en el libro de registro.
—¿Eso qué quiere decir?
—Es como si no hubieran jugado.
Víctor me tomó del hombro y me sacudió de manera dramática.
—¿Y qué hay del gol del Hombre Pescador?
—No existió —la árbitra dijo en tono solidario—. No a menos de que juguemos al menos medio partido.
—¡Hombre! —Víctor me dio un golpe en la espalda, enojado—. ¡Íbamos a asesinar a esos babosos! Iba a terminar en algo así como cincuenta a cero. ¡Iba a mejorar mis números!
Betty Bright seguía mirando por la ventana.
—No importa —dijo—. Quizá juguemos. Y si no, seguimos invictos. —Hizo una pausa para señalar a Víctor—. Y sin empate.
«Sin empate» era una referencia a la escuela media Lake Windsor y lo que les había sucedido el día anterior. Hasta ayer tenían el mismo récord que nosotros. Pero fueron a la escuela media Palmetto, hogar de las Chotacabras, y se quedaron inmovilizados en un 0–0. Quizá no pudieron con el juego sucio o con los tiradores de bellotas.
Esperamos cerca de la puerta posterior, arrastrando nuestros zapatos de fútbol durante los siguientes veinte minutos de lluvia fuerte. Finalmente, Betty Bright nos llamó.
—¡Ahí van!
Nos amontonamos junto a las puertas y pude ver las luces traseras del autobús de Manatee alejándose en la lluvia. Víctor volteó hacia la árbitra.
—Se dieron por vencidos, ¿verdad? ¡Eso es causa de multa!
La árbitra negó con la cabeza.
—No. No bajo estas circunstancias. Nunca habrían podido jugar ambos equipos con este clima.
—Nosotros jugamos con cualquier tipo de clima, señorita. Somos las Águilas Guerreras.
La árbitra entregó una hoja de papel a Betty Bright.
—Supongo que eso es asunto de ustedes. Pero el de hoy es un «partido no jugado». ¿De acuerdo, entrenadora?
Betty Bright asintió con la cabeza. Nos hizo una seña para que nos reuniéramos a su alrededor.
—No hay nada más que podamos hacer hoy. Maya, Paul Fisher, qué buenos goles. Pero no cuentan, así que tenemos que olvidarnos de ellos. Prepárense para regresar a sus aulas, cámbiense y no hagan payasadas. Tenemos entrenamiento mañana, nuestro último entrenamiento. Tenemos un partido el viernes, nuestro último partido.
—Lake Windsor, hogar del baboso ese de Gino —interrumpió Víctor.
—Lake Windsor, hogar del otro equipo invicto —replicó la entrenadora—. Pero ayer no pudieron meter el balón en la portería.
—Sí, silenciaron al tonto de Gino.
—Olvídate de él, Víctor, o tú terminarás siendo el tonto. Concéntrate en que nosotros coloquemos el balón dentro de la portería. Si llegamos ahí y perdemos la cabeza, perdemos la concentración, perderemos todo aquello por lo que hemos trabajado.
—Pero también podríamos ganarlo todo, ¿no es así?
—Así es. Recuerden, todos, tenemos un mejor récord. El título es casi nuestro. Como dicen en las grandes ligas: el destino está en nuestras manos.
Debo haber causado una buena impresión al Sr. Donnelly porque hoy aparecimos en la portada de la sección de deportes del Tangerine Times. Hay un artículo detallado sobre el fútbol de las escuelas medias y una sección especial, «Rememorando», sobre Betty Bright en los Juegos Panamericanos.
Primero, el artículo sobre el fútbol. Mencionaba a los tres principales goleadores del condado. Maya Pandhi, por supuesto, es la número uno, con 22 goles. Pero, presta atención: Gino Deluca y Víctor Guzmán comparten el segundo lugar con 18 goles cada uno. El artículo continúa y señala que Maya, ella sola, ha anotado más goles que la mayoría de los equipos del condado. Su marcador total jugando para la escuela media Tangerine es fantástico: 52 goles, que rebasan por diez el récord anterior.
El artículo no desperdició espacio en mencionar los récords de los equipos menos importantes del condado. Sólo había dos récords de los que valía la pena hablar: el de Tangerine, que es 9–0–0, y el de Lake Windsor, que es 9–0–1. El artículo concluía diciendo que «El campeonato será decidido en el gran juego de mañana entre las Águila Guerreras y las Gaviotas, en la cancha de Lake Windsor».
El ensayo especial sobre Betty Bright era más un ensayo fotográfico. Contenía una instantánea a color de ella vestida con el uniforme de la escuela secundaria Tangerine. Había una fotografía panorámica de ella posando con otros miembros del equipo olímpico de los Estados Unidos. Y tenía una fotografía a blanco y negro, granulosa, sacada de un video, que la mostraba en el aire, saltando una valla. El puño de otra atleta se extiende desde la esquina izquierda de la foto directo hacia su ojo. Su cara está torcida, golpeada, hacia el otro lado. El pie de foto dice: «Una eliminación controvertida en Buenos Aires».
Después de que terminé de leer el ensayo, empecé a preocuparme. ¿A Betty Bright le molestaría la publicidad? Pensé en su reunión con el Sr. Donnelly y el fotógrafo durante el entrenamiento, y en la huida espantada de Shandra Thomas, alejándose de la cámara. ¿Betty Bright se habrá sentido de la misma manera? ¿Le habrá molestado que apareciera este doloroso recuerdo en la portada del periódico? ¿Le habrá molestado tener que revivir aquel golpe en el ojo?
El partido de hoy, como todos los partidos fuera de casa, comenzó en el camino de entrada circular de la escuela media Tangerine. Como siempre, nos reunimos al lado del autobús con los zapatos de fútbol colgados de los hombros, esperando que las puertas se abrieran. Lo que fue inusual era la multitud. La gente que asistía a nuestros partidos —padres de familia, hermanos menores y otra gente de la localidad— también asistió a este partido.
Cuando Betty Bright abrió la puerta del autobús y dijo «Cuéntalos, Víctor», una caravana de al menos veinticinco autos y camionetas, incluyendo la Ford verde, se acomodó detrás de nosotros.
Todo el mundo se mantuvo en silencio, apagado, mientras salíamos del estacionamiento. Nita estaba atrás, sentada junto a Maya, pero no se veía muy bien. Tampoco Shandra, quien estaba sentada justo detrás de ellas. Apoyaba la frente en la ventana y tenía los ojos cerrados. ¿No se sentía bien? ¿Estaba perdida en sus pensamientos? Era difícil decirlo.
Al pasar frente a la planta embaladora rumbo al centro de Tangerine, Henry D. empezó a contarme del partido del año pasado contra Lake Windsor.
—También todo dependía del último partido. Es por eso que ahora son nuestros archienemigos. El año pasado llegaron con el mismo récord que nosotros, 9–1. Nos vencieron en el último partido, en nuestra propia cancha.
Víctor estaba escuchando y dijo:
—Háblale de eso, Henry D. —alzó la voz—. Todos los que no se acuerden de eso también necesitan escucharlo. Robaron nuestra victoria el año pasado, en nuestra cancha, en nuestra propia casa. Tienen que morir por haberlo hecho.
—¿Cuál fue el marcador? —pregunté.
—Cuatro a uno —respondió Henry, pero Víctor continuó la historia.
—Ignazio era el capitán el año pasado. Ignazio, el hermano de Dolly. Entonces Ignazio anotó un gol en la primera mitad y nosotros tuvimos el control durante todo el tiempo. Debimos haber tirado a gol unas veinte veces, y ellos sólo dos. —Se detuvo y volteó a ver a su alrededor, y con tono acusador continuó—. Pero en el segundo tiempo bajamos la guardia. Tomamos demasiada confianza. Ese tipo, Gino, comenzó a hacer cosas solo. Tomaba el balón a medio campo y lo llevaba directamente hacia la portería. ¡Nadie lo detenía! Anotó tres goles en el segundo tiempo. Y el tipo ese, el chino, anotó uno.
Supuse que se refería a Tommy Acoso.
—Es filipino —dije.
—Sí, es lo mismo. Lo que quiera que sea, cobró un tiro penal después de que Ignazio finalmente pusiera en paz a Gino. —Víctor cerró ligeramente los ojos al recordar el momento—. Para él fue como una broma. Lo oí decir al chino ese que cobrara el penalti, que él ya estaba cansado de anotar goles.
Víctor se quedó en silencio, recordando el último partido del año pasado, enojándose cada vez más. Continuamos el camino, un autobús y veinticinco autos y camionetas, hacia las urbanizaciones al oeste del pueblo; hacia la urbanización donde vivo.
Fue extraño. Muy extraño. Pasábamos frente a los paisajes de mis viajes diarios de ida y vuelta a la escuela. Pero hoy los veía a través de los ojos hostiles de un Águila Guerrera.
Víctor se había relajado un poco y empezó a hacer comentarios acerca del paisaje. Hablaba como si nunca hubiera recorrido este camino en toda su vida.
—Mira, este lugar se parece a los de Estilo de vida de ricos y famosos.
Algunos comenzaron a seguirle la corriente cuando pasamos delante de las Villas at Versailles.
—¡Mira ese portón! ¿Qué es eso?
—Es de oro. ¡Mira, le pusieron oro a esa cosa!
—¡Buenísimo! Parece una película.
Todos estaban sinceramente maravillados al pasar por este tramo del camino, este tramo que yo daba por hecho. Era como una película; en cualquier caso, como un set de película en madera pintado y sostenido por estructuras de dos por cuatro. Tan falso como la sonrisa de héroe del fútbol americano de Erik Fisher.
También yo vi el paisaje con ellos, asombrado. Asombrado de que pudiera estar ahí, donde en otra época sólo había habido árboles de cítricos. Observé cómo todo pasaba frente a mí hasta que llegamos al campus con jardines cuidados de la escuela media Lake Windsor.
Pude ver una multitud de gente tan pronto como dimos vuelta al edificio principal. La gente rodeaba la cancha de fútbol. La multitud tenía de dos a tres personas de profundidad en el lado del equipo local, y se derramaba hacia el lado del equipo visitante.
Betty Bright llevó el autobús hasta el césped mientras el resto de la caravana se dirigía al estacionamiento. Condujimos por el césped hasta que llegamos al área de tiros de esquina del lado del equipo visitante. Fue ahí donde nos estacionamos. Es ahí donde siempre nos estacionamos. La entrenadora ha hecho el mismo recorrido campo traviesa en cada partido fuera de casa, por si acaso necesitamos un refugio o salir deprisa.
Volteé a ver a la multitud en busca de rostros familiares. Había muchos. Mi mamá estaba de pie con otros adultos junto a la banca del equipo de casa. ¿Se daba cuenta de que yo era visitante? Joey estaba cerca de ella; también Cara y Kerri y un montón de chicos de mis viejas clases, de mi vida anterior. El Sr. Donnelly y el fotógrafo de cabello largo estaban en el medio campo. El entrenador Walski, calvo como siempre, estaba en el campo con sus jugadores, encabezando los ejercicios de calistenia. Se veían más grandes de lo que los recordaba. Gino, Tommy y todos los chicos de octavo grado parecían haber crecido y haberse vuelto más corpulentos. Parecían un equipo de fútbol americano.
Me puse los zapatos de fútbol y los anudé con fuerza.
—Escuchen —nos llamó la entrenadora—. Déjenme explicarles algo de manera sencilla. Podemos hacer tres cosas: ganar, perder o empatar. Si ganamos, el título del condado es nuestro; si empatamos, el título del condado es nuestro; si perdemos, el título del condado es de ellos. —Betty Bright se levantó por completo, hasta tocar el techo del autobús—. Déjenme decirles algo más: han roto el récord de todos los equipos en la historia de este condado, y van a vencer a este equipo el día de hoy. Muy bien, Víctor, llévalos fuera del autobús.
Abrió la puerta, Víctor se dirigió rápidamente al frente del autobús y saltó hacia afuera seguido de sus chicos, y luego del resto de nosotros. Corrimos por el perímetro interior de la cancha. La multitud nos veía, pero nadie nos gritó o escupió. Mi mamá nos saludó con la mano. Joey estaba ocupado mirando hacia el otro lado. Kerri me miraba directamente. También el Sr. Donnelly, quien levantó los dedos pulgares para mí.
Dimos la vuelta y corrimos hacia la banda lateral del equipo visitante y oímos a los fanáticos ruidosos de nuestra caravana. A medio campo, Víctor hizo un giro pronunciado y corrió hacia el centro, tal como había hecho muchas veces antes. Betty Bright ya estaba ahí. Nos colocamos alrededor y coreamos nuestro grito de guerra.
—¿Quiénes somos?
—¡Las Águilas Guerreras!
—¿Quiénes somos?
—¡Las Águilas Guerreras!
La voz de la entrenadora tronó molesta, indicándonos que nuestra respuesta aún no era lo suficientemente buena.
—Pregunté: «¿Quiénes somos?».
—Las Águilas Guerreras —respondimos y caímos en el frenético coro que iniciaba cada partido—: ¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra!
Rompimos el círculo y los titulares se colocaron en sus posiciones. Eché un vistazo alrededor de la cancha. Toda la gente —los jugadores de Lake Windsor, los estudiantes, los adultos— nos veían con la boca abierta. ¿Estaban maravillados? ¿Lo desaprobaban? ¿Tenían miedo?
El partido comenzó en ese momento, en silencio. Estuve de pie en línea con Betty Bright y los jugadores menores de la banca, los chicos que sólo jugaban en los partidos que íbamos ganando por paliza. Nunca me había importado jugar en la banca de este equipo, hasta ese momento. Prácticamente todas las personas que conocía podían verme de pie ahí, y notar que yo no era lo suficientemente bueno para estar en la cancha. Esperaba que Betty Bright entendiera que esta era la escuela en la que yo solía estudiar; que ese era el equipo en el que yo solía jugar.
Volteé a ver al portero de Lake Windsor. Era el mismo chico de octavo grado que me había dado el apodo de Marte hacía tiempo, muchas semanas atrás. Si las cosas hubieran sido diferentes, ¿habría estado yo en su lugar? Probablemente. ¿Habría logrado marcar una diferencia? Probablemente no. Ellos habrían ganado nueve partidos sin mí y habrían jugado para un marcador empatado sin goles en contra. Era un equipo que no dependía de su portero.
La acción en el terreno de juego comenzó lentamente. Ambos equipos jugaban con descuido, sacando el balón. Víctor parecía más enfocado en intimidar a Gino que en tener el balón. Víctor y Gino se barrieron cerca de nuestra lateral para ganar el balón y acabaron entrelazados. El árbitro hizo sonar el silbato para que se hiciera un despeje, pero Víctor aún no había terminado. Se puso de pie justo enfrente de Gino y empezó a decirle cosas. De repente, uno de esos defensas enormes que tienen —ni siquiera me sé su nombre— corrió y tomó a Víctor por el cabello. Le dio media vuelta y le dio un puñetazo en la cara. Víctor se desplomó, golpeándose la parte posterior de la cabeza contra el suelo. El árbitro se lanzó contra el jugador de Lake Windsor y lo agarró. Gritó al entrenador Walski.
—¡Fuera del juego! ¡Está expulsado!
Betty Bright corrió hacia Víctor y yo fui detrás de ella. Llegó hasta donde estaba Tino y lo detuvo en su carrera hacia el defensa de Lake Windsor con ojos de muerte. Lo llevó con ella hasta donde estaba Víctor. Tenía los ojos abiertos, pero parecía aturdido.
—Víctor, ¿puedes entender lo que digo? —dijo ella.
—Estoy bien, listo para continuar —respondió. Estaba sorprendentemente tranquilo, como si no supiera o recordara lo que le acababa de suceder—. En verdad, entrenadora, estoy bien. Estoy listo.
—No, tengo que revisarte en la banca antes —dijo Betty Bright, quien llamó al árbitro—. Cambio. —Luego volteó hacia mí—. Paul Fisher, a la cancha. —Víctor se levantó con dificultad mientras ella lo ayudaba y pedía al resto de nosotros que nos acercáramos—: Este momento es crucial. Es el momento en que los perdedores actúan como perdedores y los ganadores como ganadores. Es el momento en que mandan a un loco a golpearte en la cara. Si ustedes contraatacan, estarán jugando el juego de ellos. Si se concentran en jugar fútbol, estarán jugando el juego de ustedes.
Sacó a Víctor de la cancha y la acción recomenzó. Teníamos que cobrar un tiro desde el lugar donde había sucedido la falta. El árbitro colocó el balón en el suelo e hizo sonar su silbato. Los jugadores de Lake Windsor, quienes se habían reunido junto a la portería, estaban regresando lentamente a sus posiciones. Cuando vi esto, grité: «¡Vamos!». Pateé el balón con más fuerza que nunca y lo hice pasar sobre las cabezas de los sorprendidos defensas. Nuestros delanteros se movieron rápidamente, rebasándolos. Tino bajó el balón en la esquina izquierda, lo giró y lo pateó con la derecha. Maya lo detuvo en seco en el suelo mientras un defensa de Lake Windsor derrapaba delante de ella; entonces, propulsó el balón contra la red de la portería. ¡Bum! Así de rápido. Así había sido toda la temporada; era nuestra característica distintiva. Atacábamos rápidamente, con sólo un par de pases y bum, en la portería. 1–0.
El equipo de Lake Windsor estaba confundido. Sus jugadores gritaban «¡Posición adelantada!». Pero no era posición adelantada. Los había tomado por sorpresa. Su portero no tenía ninguna posibilidad.
Después de eso, Gino y Tommy tomaron el control. Empezaron tomando el balón en el medio campo gambeteándolo solos o pasándolo entre ellos. Y comenzaron a hacer tiros. Gino puede patear el balón con más fuerza que ninguno a quien haya visto, en línea recta, desde afuera del área de meta. Logró rozar la parte superior de la portería con un tiro al que Shandra ni siquiera estuvo cerca de alcanzar. Luego hizo que ella tuviera que lanzarse por el balón, desviándolo para un tiro de esquina. Tommy y él trabajaron en una serie de pases cortos hasta llegar al área de meta. Tommy tomó impulso para patear el balón y Shandra salió a detenerlo deslizándose hacia él para bloquearlo. Pero Tommy fingió el tiro, recuperó el balón y lo lanzó sobre ella a la portería vacía. 1–1.
Shandra se levantó lentamente, apretándose el estómago. Los jugadores de Lake Windsor corrieron a celebrar con Tommy. Vi a Shandra tambalearse hacia la portería. Se veía enferma, débil. Se apoyó en el poste de la portería, se dobló y vomitó un líquido blanco en el césped.
Di la vuelta y vi a Betty Bright corriendo hacia ella. Al mismo tiempo, César, nuestro jugador de la banca más pequeño entró corriendo a la cancha. Víctor lo apodaba Ensalada César. Él sólo entraba a jugar en juegos que estábamos ganando de manera absoluta. Corrió hacia mí y gritó.
—Hombre Pescador, la entrenadora dice que yo te voy a sustituir y tú vas a sustituir a Shandra. —Y me entregó una camiseta roja de portero.
Me la puse y corrí hacia la portería al mismo tiempo que la entrenadora sacaba a Shandra. Me coloqué sobre la línea de gol y miré hacia el frente. A la distancia, vi a los jugadores de Lake Windsor alineados, listos para arremeter contra nosotros de nuevo. Pensé: Espera, no estoy listo. No estoy listo.
Estaba bloqueado. También sentí deseos de vomitar. Pero no había tiempo para pensarlo. Gino quitó el balón a Henry D. como si este ni siquiera hubiera estado ahí, y se lanzó a toda velocidad por el medio de nuestra línea de defensa. Dolly intentó una barrida sobre él, pero fue más rápido. Golpeó el balón hacia la derecha, lo pasó por encima de ella y vino hacia mí, los dos solos el uno contra el otro. Yo tenía los zapatos firmemente apoyados cuando disparó, directo hacia mí. Moví mis brazos para agarrarlo, pero no lograron llegar a tiempo. El balón rebotó contra mi cara, arrancándome los anteojos hacia arriba y metiéndome en la portería. El balón rebotó de regreso hacia donde estaba Gino, quien le dio un golpe ligero. El marcador era 2–1.
El propio Gino me sacó de la red.
—¿Estás bien, Marte?
—Sí.
—Es mejor que te prepares, Marte. Voy a regresar.
—Sí, sí.
Sus compañeros de equipo se apiñaron encima de él. Lo míos ni siquiera voltearon a verme. Me quité los anteojos y los limpié. Cuando volví a colocármelos noté que estaban manchados de sangre. Miré hacia abajo y noté un rocío rojo de sangre en la camiseta de portero. Mi nariz estaba sangrando. Me incliné hacia atrás, presioné la parte superior de mi nariz y expulsé tanta sangre como pude. Doblé la camiseta y limpié de nuevo los anteojos con ella, usando la parte posterior.
—¿Hombre Pescador? —dijo Dolly—. ¿Estás bien?
Por supuesto que lo estaba.
—Sí —grité—, sigamos.
Ahora sí lo sentí. Ahora estaba de lleno en el partido. Cargaron contra nosotros. Gino arrancó un tiro largo al que me lancé, bloqueándolo en el aire. Me puse de pie de un salto y despejé el balón. El tiempo restante de esa mitad jugué super bien. Estaba concentrado; detuve todos los tiros que dispararon a donde yo estaba; impedí goles golpeando el balón con el puño; desvié tiros mandándolos por encima de la portería. Salí a su encuentro y me barrí delante de ellos para evitar que patearan el balón. El primer tiempo terminó así, con una implacable ofensiva que no produjo nada. El marcador seguía siendo 2–1.
Pasamos el intermedio sentados en semicírculo en la portería lejana, comiendo tangerinas. Víctor volvería a jugar en el segundo tiempo. Nina, quien seguía sintiéndose mal, no.
De repente, de la nada, tenía al entrenador Walski a mi lado, con su tabla. Volteó a ver a Betty Bright.
—Entrenadora, este portero suyo está impedido para jugar. Estuvo impedido para jugar para mí, y está impedido para jugar para usted —dijo.
Betty Bright se levantó y lo enfrentó. Tenían la misma altura.
—¿Ah, sí?
—Esta es su advertencia oficial, la próxima vez hablaré con el árbitro.
—¿Lo va a hacer? ¿Qué es lo que le impide jugar?
—En primer lugar, su dirección. Podemos discutir esto en una audiencia, si lo prefiere. Yo solamente le estoy diciendo que la Comisión de Deportes del Condado no lo reconocería como elegible para jugar, así que estaría condenando el partido si lo pone a jugar de nuevo.
—¿Es así como son las cosas?
—Sí. Lo siento, pero así es como son las cosas.
—Ajá, ¿vio a mi otra portera? Su mamá tuvo que llevársela a casa porque está lastimada. ¿La vio? Ella es Shandra Thomas. —El entrenador Walski se le quedó mirando sin decir palabra mientras Betty Bright continuaba—. ¿Sabe dónde vive, entrenador? Vive en Tangerine, con su mamá y su hermano. ¿Sabe quién es su hermano? ¡Es Antoine Thomas! ¿No es él la estrella de fútbol americano de su escuela secundaria? An- toine Thomas también vive en Tangerine. Ahora bien, ¿está usted seguro de querer jugar la carta de la elegibilidad del condado conmigo?
El entrenador Walski dio un paso hacia atrás. Su rostro se había aplanado, como si lo hubieran golpeado con una pala.
—Estoy seguro de que Antoine Thomas tiene otra dirección —dijo.
—Yo también estoy segura de eso. Pero no vive ahí. Yo puedo llevarlo y mostrarle, y a cualquier funcionario de cualquier comisión, dónde vive exactamente.
El entrenador Walski volvió a retroceder, pero esta vez no se detuvo.
—Muy bien, muy bien. Juguemos, entonces.
Betty Bright resopló, disgustada.
—Sí, juguemos. —Señaló la cancha firmemente con el dedo pulgar y todos nos pusimos de pie de un salto. Luego me apuntó enojada con un dedo—: Métete en esa portería, Hombre Pescador.
El regreso de Víctor en el segundo tiempo significó una diferencia enorme. Lake Windsor ya no pudo bloquear más a Maya con dos o hasta tres jugadores. Víctor tomó el control del medio campo, lo que significó que empezamos a jugar del lado del oponente y no en el nuestro. Gino y Tommy pudieron seguir haciéndose del balón y trabajando sus jugadas, pero yo siempre estuve ahí para detenerlo. Vi cada jugada de principio a fin. Pensé en anticipación a sus movimientos todas las veces.
Maya no pudo sacudirse de la multitud de defensas que la rodeaban en el área de meta, así que comenzó a atacar por los flancos. Hizo un movimiento certero con el balón para soltarlo en la esquina y patearlo, con fuerza y por debajo, justo enfrente de la portería. Tino y un defensa de Lake Windsor se lanzaron a él y se estrellaron el uno contra el otro. El balón se escurrió a través de los pies de todos y fue a dar justo en el pie de la persona a quien nadie estaba prestando atención: Ensalada César. Tenía el campo abierto. Detuvo el balón tranquilamente y lo pateó hacia la portería. 2–2.
Nos alineamos rápidamente. La batalla por controlar el medio campo se calentó. Los jugadores de Lake Windsor empezaron a desesperarse y a sacar el balón del terreno de juego. Nosotros jugábamos con confianza y con el reloj de nuestro lado.
Tommy y Gino ahora iban hasta el fondo de su área de juego a tomar el balón. Tenían que hacerlo. Nadie en su equipo los estaba ayudando. Ellos eran el equipo.
El árbitro estaba viendo su reloj cuando hicieron un último ataque. Tommy interceptó un balón perdido en el medio campo y buscó a Gino. Hizo un pase largo, alto y con movimiento circular hacia el área de meta, y Gino y Víctor fueron a interceptarlo. Se estrellaron y doblaron en el aire. Víctor cayó encima de Gino, justo en la línea de penalti.
El árbitro silbó. No, pensé. ¡No! Eso no es un penalti.
Ambos entrenadores entraron a la cancha corriendo. Víctor dio un salto.
—¡Buscaba el balón! —gritó—. ¡Iba directo al balón!
Pero era demasiado tarde. El árbitro había tomado el balón y lo había colocado en la línea de penalti, doce yardas en frente de mí.
—¿Cuánto tiempo queda? —preguntó el entrenador Walski.
—Aquí se acaba —respondió el árbitro. Volteó hacia Betty Bright—. La falta ocurrió justo antes de que acabara el tiempo reglamentario.
—Sí, claro —gruñó y caminó hacia mí—. ¿Estás listo?
—Sí.
—¿Qué vas a hacer?
—Él siempre patea alto y hacia la izquierda. Ahí es donde yo estaré cuando llegue.
Asintió con la cabeza. Luego sonrió, bajó la voz y me dijo:
—Ahora desearía haberte hecho jugar más.
Los jugadores de ambos equipos se alinearon fuera de la línea de penalti. Todos excepto Gino y yo. Me miró, tocó el balón con el pie y dio tres pasos atrás. El árbitro hizo sonar su silbato. Gino levantó la cabeza repentinamente y empezó a correr: uno, dos, tres pasos. Me catapulté hacia arriba y a la derecha.
Pero Gino no mandó el balón hacia allá. Me había engañado por completo. Tiró hacia el otro lado. Yo era un tonto volando por el aire. Era un tonto aterrizando en el suelo. Cerré los ojos y enterré mi cabeza entre mis brazos, tratando de bloquear las los gritos llenos de alegría.
Entonces levanté la cabeza de golpe. Era Víctor quien gritaba de alegría. Volteé hacia la portería. El balón no estaba en la red. Estaba afuera, a la derecha, y seguía alejándose directo hacia el socavón. Gino había fallado el tiro. Había fallado hacia la derecha.
El resto de la Águilas Guerreras me rodeó y cargó. Todos juntos empezamos a saltar y gritar de alegría. Me detuve y salí del grupo cuando Gino se acercó. Le dio una palmada a Víctor en la espalda y le dijo:
—Felicidades. —Luego puso su brazo alrededor de mis hombros y dijo—: Marte, te metiste en mi cabeza. Me hiciste fallar. Lograste que me trabara.
Negué con la cabeza vehementemente.
—No te atascaste, Gino. Fallaste el tiro, eso es todo.
No estaba ni remotamente molesto.
—Está bien, no importa. Es sólo un juego, Marte.
Mientras se alejaba, yo seguía negando con la cabeza.
—Quizá para ti lo es —dije en voz alta, pero no lo suficiente para que me escuchara.
Los espectadores ya estaban en la cancha. Alguien me dio una palmada en el hombro y dijo:
—Buen partido, Paul. —Supe que se trataba de Kerri, pero para cuando di la vuelta ya se estaba alejando, con Cara. Joey no estaba con ellas.
Luis Cruz me dio unos golpes en la espalda.
—No sabía que eras portero —dijo—. Qué gran partido. Gran partido.
—Gracias, me alegra que te haya gustado tanto —le dije.
Ahora era mi mamá quien estaba de pie frente a mí.
—¿Estás bien? —dijo.
—Sí.
—¿Qué significa esto, Paul? ¿Ambos equipos son cocampeones?
—No. Nosotros somos campeones. Tenemos el récord más alto: el nuestro es 9–0–1; el de ellos 9–0–2.
—Ah, ¿quieres que te lleve a casa?
—No, quiero regresar en el autobús.
—Eso no tiene sentido, Paul. Tengo que seguir el autobús hasta allá y luego traerte de regreso.
—Así es, mamá. Eso es exactamente lo que vas a tener que hacer.
Se quedó pensándolo, luego levantó las manos imitando una rendición.
—Muy bien, me rindo.
Me abrí paso hasta el autobús, estrechando las manos de un par más de jugadores de Lake Windsor. El Sr. Donnelly me llamó.
—¡Paul, ven acá! —Su fotógrafo y él se estaban preparando para tomar fotografías a César y a Maya. Era cómico. Maya rebasaba a César por dos pies—. Ven, necesitamos que balancees esta fotografía.
Negué con la cabeza.
—No, señor. No debería ser yo. Debería ser Víctor.
—Entonces ve también por Víctor. ¿Dónde está? —El Sr. Donnelly localizó a Víctor y nos hizo posar a los cuatro para la portada de la sección deportiva de mañana.
Cuando regresamos al autobús, la entrenadora dijo en voz alta:
—¿Cuántos son, Víctor?
—Quince, entrenadora.
Betty Bright cerró la puerta y volteó hacia nosotros. Nos señaló.
—Son los número uno —dijo—. No hay nadie mejor que ustedes.
Víctor tomó a César por detrás y lo sacudió.
—Su nombre ahora es Julio César, ¡emperador de Roma! —dijo.
Salimos del campus de Lake Windsor, coreando exclamaciones y dando gritos, con nuestra caravana de seguidores detrás de nosotros. Cuando llegamos al centro de Tangerine, todos los que estaban en la cola comenzaron a hacer sonar el claxon y a encender y apagar sus luces. La gente salió de las tiendas de la calle principal; los autos se hacían a un lado y se detenían para averiguar el porqué de tanta conmoción.
Nunca olvidaré ese viaje de regreso a casa. Cuando llegamos a la escuela media Tangerine, las puertas del autobús se abrieron y las Águilas Guerreras se bajaron para ir cada uno a su casa, para ir cada quien por su cuenta. Yo fui el último en bajar. Estaba llorando cuando finalmente bajé las escaleras, con mis zapatos colgados del hombro.
Atravesé la calle hacia el Volvo blanco. Mi mamá me miró con extrañeza. Quizá se preguntaba por qué estaba llorando.
—Bueno, vaya viaje. —Fue todo lo que pudo decir.
Tragué saliva con fuerza y me las arreglé para responderle.
—Así es, mamá. Vaya viaje.