Hoy fue el día en el que el grupo de la clase de Ciencias vino a mi casa. Supongo que era muy importante para mí. Nunca habían venido conocidos míos a la casa, excepto Joey, y ¿quién sabe si volverá a suceder?
Henry D. y yo arreglamos todo con la ayuda de su hermano, Wayne. Wayne tenía que rociar contra los mosquitos, así que pasó por Theresa, Tino, Henry y por mí después de clases. Cuando llegó a la escuela media Tangerine, vi que ya había enganchado el remolque con el rociador. Subimos a la parte posterior de la camioneta y nos dirigimos a Lake Windsor Downs al descubierto (hecho que no mencioné a mi mamá).
Todo estaba en orden cuando llegamos a la casa. Llevé al grupo adentro por la parte de atrás y los presenté a mi mamá. Luego los conduje al gran salón. Theresa lo inspeccionó con la vista.
—Este lugar es verdaderamente lindo —dijo.
Tino no dijo nada. Tampoco observó el lugar. Mi mamá nos siguió con una bandeja de Yoo-Hoos y comenzó a rondar cerca de nosotros. Pero entonces llegó mi papá a casa, había salido temprano de la oficina, así que se fue a la cocina con él.
Arrastramos unos bancos al rincón. Hice una demostración de la IBM de mi papá, con todas las fuentes, los colores y las gráficas que podíamos utilizar. Imprimí ejemplos de las que parecían más adecuadas para nuestro reporte. Theresa estudió las hojas impresas como si estuviera escogiendo un papel tapiz. Dijo cosas como «Me gusta esta para la portada, pero en color naranja».
No nos tomó mucho tiempo decidir el diseño de nuestro reporte. Todavía teníamos media hora antes de que Wayne terminara de rociar. Había planeado rociar nuestra calle en último lugar, por lo que sugerí que saliéramos mientras fuera posible y jugáramos un poco pateando el balón de fútbol.
Eso relajó a todo el mundo. Theresa también jugó. Formamos un gran círculo y nos pasamos el balón unos a otros. Tino hizo una demostración de sus malabares pateando el balón. Yo coloqué una portería frente al muro gris y cada uno tomó su turno para tirar contra mí.
Entonces, como repetición de un mal sueño, escuché el ruido de la Land Cruiser de Arthur corriendo por el camino perimetral. La escena con Joey regresó a mi mente y comencé a sentirme enfermo.
Miré hacia las puertas del patio, no había nadie adentro. Podía sentir la sangre bajando de mi cabeza.
Volteé a ver a Theresa.
—¿Estás bien? —me dijo.
La miraba fijamente, paralizado de miedo, mientras la escena se desenvolvía. Erik y Arthur entraron por la verja. Ambos llevaban mochilas de gimnasio. Erik venía al frente, seguido por Arthur. Se detuvieron y voltearon a vernos. Tino, Theresa y Henry voltearon a verlos, pero yo no pude. Simplemente miraba hacia el vacío.
Erik nos señaló y habló en un tono de admiración y de burla al mismo tiempo.
—Mira esto. Me parece maravilloso que estos chicos rurales puedan pasar un día lejos del campo.
Arthur asintió con la cabeza, con la boca abierta.
—Sí, es conmovedor.
Volteé a ver a Tino, quien dirigía a Erik una mirada de perro enfurecido. Avancé hacia Tino y le dije:
—Olvídalo, Tino. No valen la pena.
Tino me dirigió una mirada muy extraña. ¿Era enojo?, ¿lástima?
—Olvídate —dijo.
Se acercó a Erik con el puño apretado. Se detuvo a dos pies de distancia de él, de frente, sin el menor miedo, y le dijo:
—Eres un tipo muy simpático.
Arthur avanzó, amenazador, pero Erik extendió su mano derecha hacia él, lenta y casualmente. Vi la mano, hipnotizado. La vi moverse como una serpiente, una mano-serpiente lenta y casual con un anillo de oro del campeonato en un dedo. Arthur obedeció a la mano, pero zambulló la suya en su mochila deportiva y sacó algo —algo pequeño, negro y pesado— una especie de calcetín lleno de plomo. ¿Una cachiporra?
Erik lo detuvo con la mano y habló con toda la tranquilidad posible.
—No creo que vayamos a necesitar eso hoy, Arthur.
Entonces, Erik regresó su atención a Tino, parándose insolentemente delante de él. La relajada sonrisa de serpiente empezó a desaparecer de su cara.
Tino lo miraba fijamente y habló de la misma manera en que ya lo había hecho.
—Sí, un tipo simpático. Te veo en la televisión y siempre me haces reír.
La cara de Erik empezó a retorcerse. La sonrisa de serpiente había desaparecido y había sido reemplazada por algo distinto.
Pero Tino no se detuvo.
—Sí, realmente me gusta eso que haces, Tipo Simpático, cuando intentas patear un balón de fútbol americano y vuelas por los aires, y después aterrizas de nalgas.
Inmediatamente, mucho más rápido de lo que pensé que podría ser capaz, más rápido de lo que Tino pensó que sería capaz, Erik atacó, golpeando a Tino en la cara con la parte posterior de la mano. Golpeándolo con tanta fuerza que Tino dio media vuelta en el aire y cayó sobre el césped.
¿El golpe había sido tan fuerte como para hacerle perder el conocimiento? ¿Había sido tan fuerte como para matarlo? No lo sabía. Tino simplemente se quedó ahí, extendido sobre el césped. Erik se paró al lado de él, su rostro convertido en una máscara de furia. Luego, como un genio que regresa a la botella, retomó el control. Respiró profundamente y se dirigió, con todo y mano, hacia la verja. Arthur recogió sus cosas rápidamente y se dirigió a la salida.
Pero Erik no salió tan rápido. Se detuvo en la entrada y volteó a verme, sin movimiento, hasta que yo me atreviera a devolverle la mirada. Cuando finalmente lo hice, cuando finalmente volteé a verlo directamente a los ojos, me sorprendió lo que vi. No era odio, ni siquiera enojo. Era más bien aflicción. O miedo. Me vio así, luego dio media vuelta y se fue.
Henry y yo nos acercamos a Tino al tiempo que intentaba arrodillarse, sus manos cubriendo su cabeza. Vi un hilo de sangre descendiendo del lugar donde el anillo de Erik lo había golpeado, debajo de la oreja. Yo tenía pánico. Me preguntaba si debía buscar a mi papá. O pedir una ambulancia. O llamar a la policía. Miré hacia la puerta del patio y noté algo moviéndose. Algo blanco. De reojo, vi una camisa blanca moviéndose. ¿Mi papá? ¿La camisa blanca de mi papá saliendo de la cocina? ¿Habría visto lo que pasó? ¿Habría visto lo que Erik hizo?
Volteé de nuevo hacia Tino y traté de ayudarlo a levantarse. Me hizo a un lado bruscamente. Buscó con la vista a Theresa, quien seguía de pie junto al muro; nunca se movió. Escuché el sonido de la Land Cruiser de Arthur acelerando en el camino de entrada y alejándose. Se habían ido.
Intenté hacer que Tino entrara a la casa, pero él no lo permitió. No quería hablar conmigo o, incluso, voltear a verme. Theresa se acercó a mí. Acompañó a Tino a la verja de entrada sin decir palabra. Henry D. y yo intercambiamos miradas de dolor, y luego él los siguió.
Caminé hasta la verja de entrada y los miré. Estaban de pie, inmóviles, en la acera. Luego escuché el estruendo del rociador de mosquitos acercándose. Vi a Wayne detenerse frente a la casa, la nube de veneno aún cinco yardas detrás de él. Se quitó la máscara de hormiga, se bajó y apagó el rociador de humo blanco. Henry se subió a la cabina, pero Theresa y Tino se montaron en la parte posterior. Se fueron rápidamente, apenas delante de la nube de insecticida.
Deambulé hacia el jardín, con el alma apenada. Me detuve delante del muro y viví la escena de nuevo en mi mente. Intenté verla a cámara lenta, para evocarla cuadro por cuadro. ¿Qué podría haber hecho? ¿Qué debería haber hecho?
Miré fijamente aquel muro gris, esperando. Esperando a que una escena muerta hace mucho tiempo, olvidada hace mucho tiempo, resucitara. Pero no sucedió. Nada vino —ninguna respuesta, ninguna memoria, ningún destello de entendimiento—, sólo las asfixiantes ondas blancas del humo.
Nos levantamos esta mañana para encontrarnos con un clima excepcionalmente frío. Desayuné frente a mi papá en la mesa redonda. Él estaba leyendo la sección deportiva del Times. Estaba a punto de preguntarle: «Papá, ¿viste a Erik golpeando a Tino en la cara con tanta fuerza que casi lo hizo perder el conocimiento?». Pero no lo hice. No pude. Había elegido las palabras, pero no pude pronunciarlas.
Me quedé sentado, atormentado por eso. ¿Por qué no podía decírselo? Delaté a Tino por lo que pasó en la feria, ¿por qué no podía contar a mis propios padres lo que había hecho Erik? ¿Qué me estaba pasando? ¿Qué nos estaba pasando a todos?
En cualquier caso, no mencioné nada a mi papá. Tampoco a mi mamá en el camino a la escuela. Ni Tino ni Theresa asistieron a la escuela, así que no tuve que enfrentarlos. Henry D. sí estaba, pero él y yo nos las arreglamos para evitarnos todo el día.
Mientras esperaba a que mi mamá pasara por mí, pensé brevemente en pedirle ayuda. Pero por más que me esforcé no pude pensar en nada bueno que pudiera resultar de hacerlo. Incluso si ella me creyera completamente, ¿qué podría hacer? ¿Que Erik se disculpara hipócritamente con Tino? Eso no sirve en Tangerine. Comoquiera que sea, ¿quién sabe si mi mamá habría dicho o hecho algo a Erik? Nunca ha sucedido.
Por lo tanto, mi mamá y yo salimos de Tangerine de la misma manera en que entramos: en silencio. Mi mamá tiene mucho en su cabeza en estos días, preocupada no sólo por nuestra casa, sino por cada una de las casas de Lake Windsor Downs. Ahora que la temporada de fútbol acabó, la acompaño a hacer sus interminables tareas. La primera parada de esta tarde fue en la unidad de almacenamiento con temperatura controlada de la Ruta 22.
Cuando llegamos al almacén, mi mamá finalmente habló.
—Eh, ¿por qué Joey Costello ya no viene a la casa? ¿Se pelearon?
—Sí, supongo.
—¿Por qué? ¿Una chica?
—No.
—¿Entonces, por qué pelearon?
Lo pensé por mucho tiempo. Pensé en la actitud de Joey el primer día. Recordé lo que dijo sobre Theresa. Finalmente hablé.
—Tienes razón. Fue por una chica.
Mi mamá quitó el seguro a la puerta estilo garaje y esperó a que yo la levantara. Se dirigió a unas cajas que tenían escrito INVIERNO, dejó la llave y revisó las etiquetas de cada una hasta que llegó a las que decían SUÉTERES, ETC.
—Ven, por favor ayúdame con esto —dijo.
Me acerqué a la pila de cajas y levanté las dos superiores para que ella pudiera sacar la tercera.
—¿Hueles eso? —me dijo mi mamá al entregarme la caja—. También aquí rociaron insecticida.
—Sí, así es la vida en Florida.
Rápidamente, mi mamá salió para tomar aire fresco.
—No me digas. Odio ese olor.
Me puse la caja de SUÉTERES, ETC. en el hombro, salí y bajé la puerta. Hizo un chasquido y se cerró.
Mi mamá dio unas palmadas en los bolsillos de su pantalón.
—¡Oh, no!
—¿Qué?
—La llave. ¡La llave está adentro!
—Deben tener alguna manera de solucionarlo. ¿Tendrán una llave maestra en la oficina?
Mi mamá parecía espantada.
—Espero que no. Se supone que este es nuestro espacio privado. Se supone que nunca deben venir aquí.
—Entonces, ¿cómo es que pueden entrar para rociar insecticida?
Mi mamá lo pensó.
—No lo harían. —Chasqueó los dedos—. ¡Erik! Erik tiene una llave. Podría pasar por aquí y sacar la mía.
Nos subimos de nuevo al auto.
—¿Por qué Erik tiene una llave? —dije.
—No lo sé, cariño. Porque pidió una. Tú también puedes tener la tuya, si quieres.
—No necesito una —dije—. ¿Adónde vamos ahora?
—Tengo que estar en la escuela secundaria a las cuatro en punto. Tengo una reunión. Pensé que, mientras tanto, tú podrías ver el entrenamiento de fútbol americano, ¿está bien?
—¿De qué se trata la reunión?
—Se trata de Erik. Tengo una reunión con su asesora académica.
—¿Sí? ¿Por qué? ¿Qué hizo?
—¿Qué hizo? Nada, Paul. Es decir, no hay ningún incidente por el cual me hayan llamado. ¿Es eso a lo que te refieres?
—Sí.
—¿Por qué? ¿Por qué dices eso?
Pensé: Porque Erik es un psicópata, mamá. ¿En verdad no lo sabes? Pero no lo dije. A mi mamá y a mi papá no les gusta que diga cosas como esa.
—¿Ha hecho Erik algo que yo necesite saber? —preguntó de nuevo.
¿Que necesites saber?, pensé. Y respondí honestamente.
—No.
Mi mamá asintió con la cabeza y luego me dio una explicación.
—Es más bien una reunión académica. Las notas de Erik han bajado. —Mi mamá volteó a verme y agregó—: No es extraño que un atleta, durante la temporada, afloje un poco el ritmo.
—Yo no lo hice.
—¿Qué, cariño?
—Yo soy atleta. Un atleta campeón, de hecho. Y no aflojé el ritmo durante la temporada.
Dimos vuelta en Seagull Way y nos dirigimos a la entrada sur de la escuela secundaria. Mi mamá se estacionó a la sombra de la gradería de acero gris y apagó el auto. Finalmente, habló.
—Sé que tuviste una buena temporada, Paul. Una gran temporada. ¿No te acuerdas de mí? Yo soy quien te lleva de ida y vuelta a ese lugar todos los días. —Volteé a verla, pero no dije nada. Se puso molesta—. Tienes que darle crédito a quien lo merece. ¿Quién crees que hace que todo eso sea posible? ¿Quién crees que mantiene todo esto en marcha? ¿Tu padre?
Sabía la respuesta.
—No.
Se bajó y entró a la escuela. Me quedé sentado en el auto por un minuto, luego, me dirigí con cuidado hacia el lugar de donde provenían los sonidos del entrenamiento de fútbol americano. Estaba determinado a evitar a Erik y a Arthur, así que me agaché y me metí debajo de la gradería. Avancé entre las barras de acero, acercándome cada vez más al frente, hasta que una fila de asientos quedó justo encima de mi cabeza. A la derecha podía ver a Antoine Thomas y a otro chico negro de músculos grandes practicando snaps. A mi izquierda podía ver a Erik y a Arthur. Estaban en el centro de un grupo de admiradores que incluía a Tina, a Paige y a un par de delgados entusiastas del fútbol americano. Prácticamente todos los demás caminaban cansadamente hacia la salida poniente del estadio. El entrenamiento había terminado.
Vi al primer grupo de jugadores pasar por la separación al final de las graderías, dirigiéndose a sus autos. De repente, un color familiar me llamó la atención.
Una camioneta Ford verde entró en mi campo visual y se estacionó en un lugar cerca de la entrada. La vieja Ford se veía extraña, fuera de lugar en medio de los costosos autos importados, autos deportivos y 4x4. ¿Qué estaba haciendo aquí?
Luis Cruz se bajó de la camioneta y miró con atención a quienes se iban. Detuvo a un jugador y habló con él. El jugador lo escuchó y luego señaló hacia donde estaba el grupo de Erik. Luis comenzó a caminar con dificultad, como era su forma de hacerlo, atravesando la entrada hacia la línea de banda. Pasó a Antoine y al tipo musculoso, quienes ahora estaban sentados en la gradería, mirándolo. ¿Qué estaba haciendo aquí? Se detuvo justo enfrente de mi escondite y esperó.
Erik y su grupo habían ya recogido sus cosas y se estaban preparando para marcharse. Luis se interpuso en su camino, como un valiente sheriff de un pueblo de cobardes. Cuando el grupo de Erik se acercó lo suficiente, Luis habló en voz alta.
—¿Quién de ustedes es Erik Fisher? —Volteó a ver a Erik directamente—. ¿Eres tú?
Erik abrió sus ojos de par en par, fingiendo terror. Volteó a ver a Arthur y dijo:
—Creo que tenemos una situación, Bauer.
El resto del grupo pareció divertirse.
Arthur comenzó a caminar lentamente hacia el oeste. Su mano entró en la mochila deportiva.
Luis continuó hablando fuertemente.
—Pienso que eres tú. Pero no eres lo suficientemente hombre para decirlo.
Un «Oooooh» se escuchó saliendo del grupo. Erik simplemente sonrió y miró a Luis a los ojos.
Luis levantó sus largos brazos y extendió las palmas.
—Golpearías a un chico pequeño en la cara, ¿verdad? ¿Por qué no vienes para acá y tratas de golpearme?
El «Oooooh» se escuchó con más fuerza.
Arthur Bauer seguía caminando hacia adelante, con su cabeza agachada, pero Luis no le estaba prestando atención. Volvió a decir en voz alta:
—¡Vamos! ¡Por qué no vienes para acá y tratas de golpearme!
Arthur llegó hasta donde estaba Luis, dio media vuelta y blandió la cachiporra dándole un fuerte golpe en un lado de la cabeza. Luis alzó los brazos inmediatamente para cubrir su cabeza al tiempo que daba algunos pasos a la derecha y caía en una rodilla. Arthur guardó la cachiporra en su mochila deportiva y continuó caminando, como si nada hubiera pasado.
Erik caminó rápidamente frente a Luis. Dio una explicación a su grupo.
—Arthur se encarga de mis trabajos ligeros.
Erik y el resto del grupo alcanzaron a Arthur en la entrada. Podía ver que se reían.
Antoine y el tipo musculoso no. Se levantaron, caminaron hacia Luis y examinaron su herida. Desde donde yo estaba, no podía ver sangre. Ayudaron a Luis a ponerse de pie y hablaron con él por unos minutos. Luego caminaron con él hasta su camioneta. Luis parecía bastante estable. Me quedé inmóvil donde estaba mientras regresaba a la Ford y conducía hacia afuera.
No sé cuánto tiempo había pasado cuando mi mamá salió de la reunión y me encontró ahí. Me llamó.
—¿Paul? ¿Estás jugando ahí abajo? ¿Qué estás haciendo? ¿Escondiéndote?
Me compuse y encontré el camino entre las barras de acero. Recorrimos todo el camino a casa en silencio, excepto por un comentario.
—La reunión fue muy buena —dijo mi mamá—. La asesora académica piensa que este asunto del estrellato en el fútbol americano se le subió a Erik a la cabeza. Piensa que va a mejorar una vez que se termine la temporada de fútbol americano. Y ya casi termina.
¿Casi termina? Para nuestra familia nunca termina. El Sueño vive veinticuatro horas diarias, siete días a la semana, doce meses al año. El Sueño tiene cuatro años por delante en una universidad de alto nivel. Y luego, ¿quién sabe? Quizá la NFL.
Ayer, en la mañana, desenterré mi vieja sudadera con capucha de los Houston Oilers, un par de gruesos pantalones de pana y una camisa de lana que siempre me había quedado muy grande y no usaba. El clima se había vuelto muy frío y hacía mucho viento. El tipo al que escuchaba en mi radio reloj lo describió como una helada del Día de Acción de Gracias. Abajo, en el televisor de la cocina, la mujer del tiempo lo describió como una helada de otoño.
Respondí al teléfono de la pared de la cocina y escuché la voz de mi abuela.
—¿Paul? Estás en CNN de nuevo. Se registran temperaturas bajas récord por allá.
—Lo sé, abuelita.
Conversó un poco más conmigo acerca del frío en Florida comparado con el frío de Ohio. Mi abuelo levantó la extensión del teléfono y ambos preguntaron por mí —por mi escuela, mis amigos—. Esa es una característica de mi abuela y de mi abuelo: el Sueño de Fútbol Americano Erik Fisher no podría importarles menos. Ellos nunca, nunca lo mencionan. Y cuando mi papá lo menciona, hacen lo posible para cambiar el tema.
Mi mamá se levantó y me quitó el teléfono. Habló un poco, pero principalmente escuchó, mientras mi papá, Erik y yo nos sentábamos ignorándonos mutuamente. Luego, mi mamá dijo algo.
—Genial. Estamos entusiasmados de verlos. —Colgó el teléfono y anunció—: La abuela y el abuelo vendrán a visitarnos de camino a Orlando.
—¿Cuándo? —preguntó mi papá con tristeza.
—El domingo, en una semana.
—¿Por cuánto tiempo?
—Una o dos horas.
—¿Nada más? —Mi papá se reanimó.
—Reservaron una semana en Epcot. Sólo quieren pasar por aquí y conocer nuestra nueva casa.
Mi papá lo pensó un poco.
—Entonces, pueden conducir hasta Florida para ver a Mickey Mouse, pero no para ver a su propio nieto jugar fútbol americano.
Mi mamá estaba preparada para responder.
—Bueno, quizá podemos hablar con ellos y convencerlos de que cambien sus planes.
Mi papá sonrió débilmente. Mi mamá regresó la conversación al frío inusual.
—Voy a ir a la unidad de almacenamiento hoy para sacar la ropa de invierno de todos —dijo—. Si hay algo en particular que quieran que les traiga, díganme.
—Lo que haya que empacaste en Houston. Estoy seguro de que eso estará bien —dijo mi papá.
—Erik, vas a tener que darme tu llave —dijo mi mamá—. Ayer dejamos la mía dentro de la unidad.
Erik levantó la vista.
—Eh, sí. La tengo en mi casillero en la escuela.
—¿Qué hace ahí? La necesito ahora.
—Ahí es donde guardo muchas de mis cosas.
—Muy bien, ¿qué hago para que me la des?
—La traeré a casa hoy.
Noté que a mi mamá no le gustó esta respuesta, pero estaba trabada. En el camino a Tangerine comenzó a pensar en voz alta.
—Estoy segura de que debe haber alguna solución para que los clientes puedan entrar a las unidades. Estoy segura de que no soy la primera persona que deja la llave adentro.
Llegamos a la escuela. No había karatecas ni pandilleros. No había seres humanos de ningún tipo rondando afuera. Los chicos de los autos delante del nuestro corrían hacia el edificio con las cabezas agachadas, llevando sus libros apretados contra el cuerpo.
Yo no. Me paré fuera del auto, resuelto, como chico norteño.
—¿Qué ropa de invierno debo traerte? —preguntó mi mamá.
—No lo sé. ¿Qué tengo?
Me echó un vistazo de arriba abajo.
—Estoy absolutamente segura, Paul, de que este año has crecido medio pie. Probablemente no tengas nada que te quede, incluyendo lo que traes puesto.
—Gracias, mamá.
—¿Al menos te mantienes caliente?
—Sí. Al menos.
—Muy bien. Más vale que te metas ya. Te veo más tarde.
Caminé hacia el edificio. En las pocas yardas de recorrido, mis orejas se pusieron rojas y frías a causa del viento. Muchos chicos estuvieron ausentes durante la primera clase. Debiluchos, me imaginé. Para la segunda clase, sin embargo, me di cuenta de que algo mayor estaba sucediendo. Al menos diez chicos estaban ausentes en la clase de Ciencias; eran tantos que tuvimos que perder el tiempo llenando hojas de ejercicios. Caminé al escritorio de Henry D. y le hice una pregunta.
—¿Dónde están todos? ¿Están enfermos?
—No. Supongo que están afuera, luchando contra la helada.
—¿Qué? ¿Eso qué significa?
—Es una tradición en Tangerine. Los chicos de las familias que están en el negocio de los cítricos o de los vegetales tienen permiso para no venir a la escuela cuando hay una helada. Sus familias necesitan ayuda.
—Es como un día de nieve.
—No sé. Los chicos no se quedan jugando; están afuera, trabajando. Recuerdo a mi papi y a mi abuelito hablando de las veces en que tenían que salir de la escuela para combatir las heladas.
—¿Con qué las combaten?
—Con lo que tengas a la mano. La mayoría de quienes viven aquí son productores pequeños. Usan lo que sea. Arrastran neumáticos viejos y encienden hogueras en las huertas. Queman yesca. Hacen lo que sea para crear calor y humo.
—Entonces, ¿todos los chicos que faltan están fuera de sus casas, encendiendo hogueras?
—Algunos. Podrían estar llenando unos aparatos para calentar huertas, o arrastrando tubos para las bombas de agua. Con lo que sea que una familia tenga que luchar, eso es lo que los chicos están haciendo.
—¿Piensas que eso es lo que están haciendo Luis y Tino?
—Definitivamente. Y Víctor y los otros chicos. Están tratando de salvar esas tangerinas Amanecer Dorado y el resto de los árboles que tienen.
Inmediatamente, sin ninguna duda, supe qué debía hacer.
—¿Tu hermano podría llevarnos allá hoy? —dije.
Henry me vio, indeciso.
—Espero que pueda.
—¿Te gustaría que fuéramos a ayudarles a luchar contra la helada?
Henry lo reflexionó y asintió.
—Sí, supongo que deberíamos hacerlo —y agregó—: todos somos Águilas Guerreras.
Nos dimos un apretón de manos y regresé a mi asiento. El resto del día fue aburrido. Henry me contó un poco más sobre las heladas en Tangerine. Me explicó que la primera noche es peligrosa, pero que la segunda es la verdadera asesina.
Los árboles ya están lastimados, están débiles y son vulnerables. Luis y sus ayudantes probablemente hayan estado trabajando en la huerta toda la noche. Dormirían durante el día y luego retomarían la batalla al anochecer. Y ahí estaríamos nosotros.
Llamé a mi mamá a la hora del almuerzo, pero no estaba en casa. Dejé este mensaje: «¿Mamá? Tenemos una reunión del grupo de la clase de Ciencias y después nos quedaremos a dormir en casa de Tino. Henry Dilkes me va a llevar ahí. Espero que no haya problema con eso porque ya confirmé que ahí estaré. La buena noticia es que no tendrás que pasar por mí después de clases. Te llamo en cuanto llegue allá. Adiós».
Después de que terminó la última clase, miré por la ventana del primer piso. Estaba un poco preocupado de que mi mamá no hubiera recibido el mensaje. O de que lo hubiera recibido y no hubiera creído que decía la verdad. En cualquier caso, cuando salí de la escuela, el auto de mi mamá no estaba ahí. Los chicos que debían esperar a que pasaran por ellos corrían de nuevo, llenos de pánico, a través de las ráfagas violentas de viento.
Seguí a Henry al otro lado de la calle, donde Wayne estaba estacionado. Henry se cubrió del viento hiriente con su capucha, así que yo hice lo mismo. Subimos a la cabina y Henry habló.
—No vamos a ir a casa, Wayne. Vamos a las Huertas Tomás Cruz, ¿podrías llevarnos?
A Wayne le daba lo mismo. Sonrió.
—Sí, los llevo. Pero después tengo que ir directo al trabajo. Hay emergencias en todo el condado por causa de la helada. No sé a qué hora podré pasar por ustedes.
—No hay problema, Wayne. No necesitamos que pases por nosotros, vamos a ayudarlos en la huerta esta noche.
Wayne volteó a verme con genuina sorpresa.
—¿Es verdad? ¿Vas a estar afuera con este clima tan desagradable?
Wayne no lo diría porque era muy educado pero sé lo que estaba pensando: ¿Cómo es que no estás ya de vuelta en Lake Windsor Downs con el resto, quejándote de los mosquitos y las termitas y el fuego subterráneo?
Salimos de la Ruta 22 al llegar al letrero de Tomás Cruz y avanzamos penosamente por el camino sin pavimentar. El estanque de los juncos ahora estaba cubierto de tuberías grises oxidadas que iban hacia las huertas, como si alguien hubiera conectado pajitas formando cuatro líneas torcidas. Wayne las señaló.
—Parece que están cubriendo de hielo la nueva huerta.
—¿Qué quieres decir?
—Bombean agua sobre los árboles durante toda la noche, probablemente un cuarto de huerta cada vez.
Todo esto era nuevo para mí. Sacudí la cabeza.
—¿Por qué es eso algo bueno? ¿No es algo que mataría a los árboles más rápidamente?
Wayne respondió pacientemente.
—Si los cubres con hielo, su temperatura nunca descenderá de treinta y dos grados Fahrenheit. Treinta y dos grados no matan un árbol. Treinta y uno sí, si dura lo suficiente.
—Entonces, ¿por qué no cubren de hielo todos los árboles de una vez y ya?
—Probablemente porque no tienen agua suficiente, o las bombas necesarias, o los irrigadores para hacerlo. Es muy caro hacerlo todo de una vez. Y aun así es posible que no ayude. El hielo tiene que mantenerse como aguanieve porque si se vuelve grueso y duro en un árbol, este se partirá en dos como un hueso del Día de Acción de Gracias.
—¿Qué pasa si empiezan a hacer el aguanieve y se quedan sin agua?
—Eso no sucede porque ese de ahí es un lago alimentado por un manantial. Simplemente seguirá llenándose. Lo que se les puede acabar es el diésel. El agua no te sirve si no la puedes bombear a donde quieres. Mira hacia allá. —Wayne señaló algo que yo no había visto antes. En el suelo que se elevaba detrás de la casa, poco visible desde el camino, había un tanque anaranjado de veinte pies de alto. Parecía una gigante lata de jugo de naranja congelado, atorada de un lado—. Ese tanque está lleno de diésel. Ese diésel será su sangre esta noche.
Rodeamos la casa y nos detuvimos fuera del refugio militar. Luis y su padre estaban de pie junto a la puerta trasera. Ambos estaban vestidos con capas de ropa vieja, y ambos tenían pasamontañas azules que los cubrían hasta los oídos. Wayne los saludó con la mano y se retiró.
—¿Qué puedo hacer por ustedes, chicos? —dijo Luis.
Pensé en Luis enfrentando a Erik y su pandilla en la escuela secundaria.
—Queremos ayudarte a combatir la helada esta noche —dije con seriedad—. Haremos todo lo que podamos.
Luis volteó a ver a Henry y luego a mí. Sus dudas parecían estar dirigidas a mí. También sus palabras.
—¿Por qué querrían hacerlo?
No sabía qué responder. ¿Me veía como el hermano de Erik? ¿Ahora era yo el enemigo? Tino salió de la casa y pensé en lo que había dicho Henry D.
—Porque todos somos Águilas Guerreras —dije.
Luis volteó hacia su padre y dijo unas cuantas palabras en español. Tomás Cruz se acercó a mí inmediatamente y estreché su mano.
—Gracias por su ayuda —dijo.
Estrechó las manos de nosotros dos y continuó su camino hacia el refugio militar.
—Mi papá piensa que eso es maravilloso —dijo Luis—. Pero no quiere preocuparse del seguro y de esas cosas. ¿Los dos tienen permiso de sus papás para hacer esto? —Ambos asentimos con la cabeza. Finalmente, Luis se encogió de hombros—. Muy bien, están en el equipo de Tino. Él les dirá qué hay que hacer. —Volteó a verme directamente, como si yo fuera la demanda en potencia—. Pero tú serás responsable de tu propia salud y seguridad, ¿de acuerdo? Si te enfrías demasiado, tienes que venir al refugio para calentarte. Si te cansas demasiado, vienes y te recuestas.
Luis fue adentro y nos dejó con Tino, quien estaba vestido como yo, pero su sudadera decía MIAMI DOLPHINS. Tenía un walkie-talkie en una mano y una bolsa de Kmart en la otra. Estaba completamente concentrado en el trabajo.
—No se admiten protestas en mi equipo, ¿entendido?
—Sí.
—Si uno de ustedes tiene que ir al baño o algo parecido, vaya de una vez.
Levanté ligeramente la mano, como si estuviera en la escuela.
—Tengo que hacer una llamada.
Tino abrió la puerta y nos guio por el refugio militar. Estaba transformado. Casi todo lo que estaba ahí la semana pasada, había desaparecido y había sido reemplazado por cientos de árboles bebé, cada uno de alrededor de un metro de altura. Caminamos entre ellos hasta llegar al fondo. El escritorio seguía ahí, pero ahora tenía una gran cafetera de aluminio encima, con tazas desechables, leche en polvo y azúcar.
Levanté el teléfono y llamé a mi mamá.
—Traté de llamar antes —dije—. ¿Estabas en la unidad de almacenamiento?
—Sí, ahí estaba —dijo. No parecía feliz.
—¿Tuviste que usar la llave de Erik?
—No, llené un formulario y el gerente me dejó entrar.
—Ajá.
Mi mamá no dijo nada más. ¿Estaba enojada conmigo? ¿Iba a venir y arrastrarme a casa? Cambié de tema.
—¿Cómo está todo por allá?
Hizo una pausa, como si estuviera reflexionando sobre el asunto. Luego comenzó a hablar y contestó en tono convencional.
—Tu padre compró una caja de esos troncos falsos. Va a encender la chimenea. Y vamos a empezar a poner música de Navidad.
—Ajá.
—Probablemente también hagamos chocolate caliente. Qué lástima que te lo vas a perder.
—Sí.
—Y bien, ¿de qué se trata todo esto, Paul? ¿Una fiesta de pijamas? ¿Por qué no sabíamos nada al respecto?
—Apenas hoy me invitaron. —Cubrí una parte del micrófono y susurré—: No lo sé, quizá pensaron tarde en mí.
—No tienes un cambio de ropa. No tienes cepillo de dientes.
—Usaré el dedo.
Hubo una pausa larga y luego un suspiro largo.
—Paul, confío en la gente. Confío en ella hasta que aparece una razón por la que ya no debería hacerlo. ¿Entiendes?
—Lo entiendo.
Hubo otra pausa larga y algunos murmullos.
—Tu padre dice que tienes que estar de vuelta a las nueve de la mañana. Es el último partido de Erik.
—Muy bien, puedes pasar por mí a las ocho, si quieres.
—Espero poder encontrar ese lugar.
—Busca el letrero que dice HUERTAS TOMAS CRUZ.
La puerta al final del refugio se abrió bruscamente. Víctor, vestido con zapatos deportivos negros, pantalones y una capucha, como si fuera un ladrón de viviendas, entró, seguido de sus chicos.
—Mamá, tengo que despedirme —dije—. Disfruta de la chimenea y de todo.
Ella no dijo nada más, así que colgué el teléfono.
Víctor, Hernando y Mano se dirigieron hacia un montón de palas que estaban apiladas justo al lado de los árboles bebé.
—Deberían haber venido anoche —Tino dijo a Henry—. Debíamos haber arrastrado una tonelada de tierra de la vieja huerta a la huerta de las Amaneceres Dorados. —Señaló hacia la pila y dijo—: Toma una pala. —Tino dejó caer un montón de gruesos guantes negros de trabajo en el escritorio. Cada quien agarró un par y se lo puso. Tino sonreía—. Compré veinte pares de estos guantes para ustedes, chicos, porque tienen manos delicadas.
—¿Sí? —dijo Víctor—. Te voy a romper la cara con un par de manos delicadas.
—Mi papi y mi tío Charlie están en la huerta Cleopatra encendiendo la hoguera —dijo Tino—. Nos van a llamar para que les llevemos neumáticos y yesca. Luis se va a quedar en la nueva huerta y estará encendiendo las bombas. Nos va a llamar para que rompamos el hielo de los árboles. —Le sonrió a Víctor—. En nuestro tiempo libre vamos a hacer lo que hicimos anoche: vamos a limpiar las tangerinas Amanecer Dorado que estén llenas de tierra.
Luego, Tino extendió su mano enguantada hacia nosotros y la mantuvo ahí, tal como Víctor hacía antes de cada partido de fútbol. Nos reunimos a su alrededor y pusimos nuestras manos encima de la suya.
—Ya saben cuál es la situación —dijo Tino—. Tiempo y temperatura. Luis dice que esta noche habrá diez horas de helada dura. Los árboles van a morir sin importar lo que hagamos. Tenemos que salvar lo que podamos.
—Hay que hacerlo —dijo Víctor, tranquilo, y el círculo se deshizo. Nos preparamos afuera con nuestras palas en el punzante viento frío. El sol descendía en el horizonte. La temperatura también.
Nos dirigimos a la vieja huerta de árboles, que ya no tenían fruta, la huerta de las tangerinas Cleopatra. Sus hojas parecían marchitas, secas. Atravesamos el paisaje y el aroma de la batalla de la noche anterior hasta llegar a un punto elevado en el terreno. Tino hizo un gesto describiendo un pequeño círculo.
—Miren esto.
Los árboles en este lugar eran altos y viejos y estaban agrietados, los árboles de una casa embrujada.
—Luis dice que usemos estos para mantener la hoguera de yesca viva. Mi papi y el tío Carlos los cortarán y nosotros los arrastraremos. —Tino volteó a ver a Henry D.—. Todos estos árboles están muertos. Los llamamos «árboles del rayo». Como están en el punto más alto de la huerta, fueron golpeados por rayos. Han estado muertos por años. No los hemos derribado porque sirven como pararrayos. Espero que sólo necesitemos cortar uno o dos para el fuego esta noche.
Tino caminó colina abajo y lo seguimos. Henry señaló una fila de aparatos de metal de alrededor de un pie de altura. Cada uno tenía una base amplia y redonda y un tubo de estufa estrecho saliendo de la base.
—Esos son los aparatos para calentar huertas. Hay que verlos en acción. El fuego sale disparado de la punta. —Alzó la voz—: Tino, ¿vamos a llevar diésel para los calentadores?
—No hay nadie más que lo haga. —Tino dio vuelta al final del camino y se detuvo. Señaló una delgada caja de madera de tres lados, de alrededor de cinco pies de altura. Henry y yo miramos adentro. Era un termómetro de vidrio, pegado a una lámina blanca de metal que decía PEPSI. La temperatura era de treinta y cinco grados Fahrenheit—. Verán otros como este en diferentes lugares, lugares altos y lugares bajos, dentro de cada huerta. Llamo a Luis para indicarle la temperatura y él calcula lo que tenemos que hacer y por cuánto tiempo debemos hacerlo. Tiempo y temperatura.
Cuando nos aproximamos a la parte más baja de la huerta, los árboles comenzaron a parecer chamuscados; olían a humo y caucho. Llegamos a un espacio abierto que evidentemente había albergado una hoguera la noche anterior. Tomás Cruz y su hermano estaban colocando ramas secas de manera entrecruzada, para formar la base de la hoguera de esta noche. Un asqueroso olor a caucho quemado salía de los desechos.
Tino dio un toque a su tío cuando pasamos junto a él.
—¿Qué pasa tío?
—Tú sabes —respondió.
Salimos de la vieja huerta hacia el campo ancho y cuadrado de las tangerinas Amanecer Dorado. ¡Qué diferente se veía este campo ahora! Tino y su equipo habían arrojado aquí miles de pequeños montículos de tierra. Como si se tratara de miles de hormigueros gigantes cubriendo las mangueras negras. Cada arbolito estaba cubierto de tierra hasta alrededor de un pie de altura, y sólo algunas cuantas hojas verdes asomaban a la superficie.
Tino se dirigió de nuevo a Henry.
—Tenemos que asegurarnos de que estos árboles estén cubiertos justo por encima del inicio de los brotes, exactamente aquí. —Señaló un punto a la mitad de uno de los montículos de tierra—. Si no lo hacemos, las Amanecer Dorado morirán y nos habremos ganado mil limones amarillos salvajes. —Pausó para hacer énfasis—. Eso no puede suceder.
Continuamos nuestro camino detrás del campo cuadrado hasta que llegamos a la huerta nueva. Ahí había el doble de irrigadores altos y delgados que la última vez. Desde lejos, pude ver que ya se regaba una parte de la huerta con ellos, desde muy arriba.
Caminamos hacia el lugar de donde provenía el sonido de una bomba de diésel hasta que llegamos a un cobertizo tambaleante de acero corrugado que estaba abierto por un lado. Luis estaba adentro, examinando los instrumentos de una bomba y tomando notas. Formamos un grupo alrededor de él y nos dijo:
—Esta noche es la noche, chicos. En todo este pueblo, en toda esta parte del estado, la gente va a ser golpeada por esta helada. Es una asesina. Va a penetrar la madera hasta por debajo de la tierra.
Volteó a vernos. De hecho, me miró a mí.
—Entienden cuál es el plan, ¿verdad? Estamos llenando de aguanieve la nueva huerta, estamos cubriendo las Amanecer Dorado y estamos quemando la vieja huerta. Lo que quede vivo en la mañana será lo que haya quedado vivo. —Señaló a Víctor—. ¿Pudieron descansar, chicos?
—Sí, dormimos todo el día.
—¿Listos para otra noche igual?
—Por supuesto. Ya sabes, siempre estamos listos para pelear.
—Sí, lo sé. Pero tengan cuidado, todos ustedes.
Luis miró hacia el oeste, así que todos volteamos hacia el mismo lugar. El sol se estaba hundiendo. Los árboles Cleopatra se erguían negros bajo la luz anaranjada, como escena de Halloween. La temperatura bajaba con cada minuto y el viento soplaba con cada vez más fuerza.
Pensé en la conversación con mi mamá por teléfono. En Lake Windsor Downs la gente estaba dentro de sus casas, dando la bienvenida al frío con chocolate caliente y troncos falsos y discos compactos navideños. En Tangerine, la gente salía a luchar contra él usando palas y hachas y quemando neumáticos.
Ese resultó ser nuestro último momento de paz. Por las próximas doce horas entablamos una batalla feroz y cada vez más desesperada para salvar los árboles de la familia Cruz.
Empezamos con los calentadores de huertas en la vieja huerta. Cien calentadores tenían que ser llenados con combustible, encendidos y mantenidos así toda la noche. Nos distribuimos en pares para hacerlo. A Henry y a mí nos dieron dos latas de gas y un encendedor y rápidamente averiguamos qué hacer con ellos. Los calentadores eran máquinas infernales que eructaban un humo de olor nauseabundo y disparaban una flama salvaje y peligrosa por la parte superior, como si se tratara de cohetes puestos de cabeza.
Hicimos cientos de viajes al enorme tanque anaranjado de diésel. Los generadores de diésel bombeaban el agua que Luis rociaba sobre la huerta nueva. Los generadores de diésel iluminaban la huerta nueva y el campo de las tangerinas Amanecer Dorado. Cuando no estábamos respondiendo a una crisis, acarreábamos diésel.
Pero las crisis ocurrían una detrás de otra. Una crisis podría empezar con una llamada de Tomás diciendo que la hoguera se estaba apagando. Nos lanzaríamos corriendo hacia la huerta de Cleopatras, ahogándonos con el humo y tropezando en la oscuridad. Tomás estaría ahí despedazando un «árbol del rayo» y nosotros arrastraríamos las ramas secas hasta la hoguera. Luego correríamos de nuevo hacia el tanque de diésel. En poco tiempo, Luis nos llamaría y nosotros saldríamos disparados hacia la huerta nueva. Usaríamos nuestras palas para raspar árboles que se estaban cubriendo de demasiado hielo, árboles que estaban a punto de quebrarse.
Así transcurrió el tiempo, sin descanso, poniendo más tierra, arrastrando neumáticos, todo para combatir la temperatura que seguía descendiendo: treinta grados, veintiocho grados, veintiséis grados.
Pero estábamos perdiendo. El fuego en la vieja huerta ardía alto y salvaje, chamuscando las hojas de cualquier cosa que se atravesara en su camino. Para la medianoche ya habíamos derribado cuatro «árboles del rayo». El hielo se formaba muy rápidamente en la huerta nueva, las cubiertas de los árboles eran demasiado gruesas. El fuerte sonido de las ramas de los árboles que se partían como miembros amputados, o de árboles rompiéndose por la mitad como si hubieran sido cortados con un hacha y que pendían de una manera espantosa en el aire helado de la noche. Estábamos perdiendo.
A pesar de nuestros esfuerzos frenéticos, las temperaturas continuaban disminuyendo. Debe haber sido alrededor de las dos de la mañana cuando vi a Tino y a Víctor de pie frente a uno de los termómetros Pepsi. Víctor le gritaba.
—¡Veinticuatro grados! ¡Veinticuatro grados!
Parecía que su aliento congelado estuviera deletreando esas terribles palabras.
Tino accionó el walkie-talkie y habló con Luis.
—Luis dice lo siguiente —anunció—: si se mantiene en veinticuatro grados durante diez minutos más, se acabó. Va a suspender la lucha y todos nos iremos a casa.
Me quedé inmóvil, en una hilera de Amaneceres Dorados, y dejé en el suelo mi lata de diésel. Uno por uno, levanté mis enguantados dedos, tratando de estirar mi mano torcida. Por primera vez esa noche, sentí frío. Y me sentí agotado.
Caí de rodillas sobre ese pedazo de tierra helada, agotado hasta lo más profundo de mi ser. Miré a mi izquierda. La huerta nueva relucía como si fuera un ángel en un árbol navideño, iluminado desde adentro por un generador de diésel. De la copa de cada árbol caían carámbanos hacia el suelo. Y el brillo de todos juntos era la cosa más hermosa que hubiera visto.
A mi derecha, los calentadores y una hoguera hinchada escupían sobre cada ser vivo. Vi a Tomás y a su hermano salir del grueso humo negro, marchando hacia Tino. Me di la vuelta y vi que Luis también estaba bajando. Todos se reunieron junto al termómetro y hablaron durante cinco minutos. Finalmente, Tomás y su hermano se separaron y marcharon de regreso a la huerta chamuscada. Luis le dijo algo más a Tino y regresó a sus labores.
Me puse nuevamente de pie cuando Tino nos pidió que nos acercáramos a él.
—Mi papi y mi tío Carlos van a seguir intentándolo —nos anunció—. Luis dice que el resto debemos ir adentro. Ahora mismo. Él me va a llamar cuando podamos salir de nuevo.
Obedientes, todos caminamos cansados al refugio militar. Entré, sentí el benévolo calor y colapsé en el suelo. Víctor me levantó y me sentó. Luego, Theresa apareció frente a mí con una taza de café.
—¿Necesitas crema y azúcar? —dijo.
Negó con la cabeza en silencio y luego hablé.
—No lo sé.
Ella sonrió.
—Averigüémoslo.
Intenté tomar la taza que ella aún tenía en la mano, pero no logré cerrar los dedos alrededor del asa. Theresa se dobló, llevó la taza hasta mi boca y tomé un sorbo. Me hizo temblar. Tomé otro. Y luego otro. Finalmente, pude sostener la taza con mis manos.
—Hombre Pescador —dijo Tino—, la última vez que estuviste aquí colapsaste porque hacía mucho calor. ¿Ahora estás colapsando porque hace mucho frío? ¿Qué pasa contigo?
No pude ni siquiera pensar en una respuesta, mucho menos expresarla. Me quedé ahí sentado en una especie de coma por mucho, mucho tiempo. Finalmente, el walkie-talkie de Tino volvió a la vida. Le oí decir:
—Muy bien, eso es lo que estábamos esperando oír. —Volteó hacia Víctor—. Luis dice que la huerta nueva se mantiene a veintinueve grados y los puntos más altos de la vieja huerta registran veintiocho. Dice que lo peor ya ha pasado. Las temperaturas están subiendo nuevamente.
Víctor y Tino se dieron un apretón de manos, pero Víctor fue solemne.
—Entonces, ¿cuánta madera muerta tienen allá afuera?
—No lo sé. Todo lo que está en los puntos bajos pasó a una vida mejor. —Dio vuelta, para incluirme—. Pero, ¡ey!, sobrevivimos. —Tino, Víctor y los demás chicos se levantaron para volver a salir, y yo luché para ponerme en pie. Tino volteó hacia Theresa—. De ninguna manera vuelve a salir él. Son órdenes de Luis.
Theresa apuntó un dedo firme en mi dirección.
—Ya lo escuchaste. No te muevas de aquí, voy a traerte algunas cobijas.
Casi no podía moverme. Casi no podía hablar. Pero, de repente, Luis entró y supe que tendría que hacerlo.
—Paul, ¿estás bien? —dijo.
Levanté la vista hacia él y traté de enfocar. Miré fijamente su sien izquierda. ¡Ahí estaba! Podía verlo bajo esta luz. Era un moretón rojo oscuro, profundo, como si fuera una marca de nacimiento. Se curvaba sobre la ceja como si fuera una luna creciente roja oscura.
—Sí —susurré.
—Tino dijo que no estás bien.
—Estaba un poco helado. Pero ahora estoy bien.
—¿Quieres ir al hospital?
—No, de ninguna manera. Ya me siento bien.
Me estudió, con escepticismo.
—Mira, Luis —dije bruscamente—. Sólo tenemos un par de minutos y tengo que decirte algo. Te vi en la escuela secundaria Lake Windsor. Vi lo que hiciste. —Luis se enderezó—. Te vi enfrentar a Erik y a los otros tipos y a Arthur Bauer golpeándote con la cachiporra.
Su mano se levantó automáticamente a la sien.
—¿Eso es lo que sucedió?
—Sí, y tienes que creerme, Luis. Son peligrosos. Son muy peligrosos.
Luis, para mi sorpresa, sonrió. Estaba a punto de responder cuando la puerta del otro lado se abrió y Theresa entró. Sólo dijo:
—Hablaré contigo de esto más tarde.
Theresa se acercó y me dio dos gruesas cobijas verdes y una almohada blanca. Luis regresó hacia afuera y yo caí rendido.
Lo próximo que supe es que eran las seis y media y que el grupo estaba entrando nuevamente.
—El sol está saliendo. Sobrevivimos la noche —me dijo Henry D.
Me quité las sábanas y me levanté, humillado. Pero Tino se acercó a mí y me dijo:
—Eh, Hombre Pescador, gracias por ayudarnos anoche.
Me dio la mano y la estreché.
—Tino, siento mucho lo que pasó —dije.
—¿Qué? Bueno, hombre, no estás acostumbrado a este tipo de trabajo.
—No. No es eso. Me refiero a lo de mi casa.
Tino sacudió la cabeza.
—Ah, eso. Bueno, no debimos haber ido.
—¡Sí! ¡Sí debían! Sí debían ir. Ustedes son mis amigos. O... quiero que sean mis amigos. Son bienvenidos en mi casa.
Tino asintió con la cabeza.
—Puedes ser amigo nuestro aquí —dijo—. ¿De acuerdo? —Encogí los hombros y asentí con la cabeza. Él agregó—: Vamos a ir con mi papi por comida para llevar, por unos McMuffins con huevo, ¿se te antojan?
—Sí.
—Muy bien. Eh, y Luis dice que quiere verte allá afuera.
—Muy bien.
Salí y encontré a Luis arrodillado al lado de un árbol de tangerinas Amanecer Dorado, con la cabeza hundida entre sus hojas verdes.
—¿Puedes oler algo ahora? —dije.
Se rio.
—Sí, sí puedo. —Se sentó y volteó a verme—. Puedo oler cómo va a ser.
—Entonces, ¿las Amanecer Dorado sobrevivieron?
—Oh, sí. Todas sobrevivieron. Eran las más seguras. Cuando eres tan pequeña como ellas, podemos simplemente cubrirte de tierra y vas a estar bien. —Miró detrás de mí y dijo—: Quiero terminar nuestra conversación porque quiero que sepas qué va a pasar.
—Muy bien.
—¿Conoces a los tipos negros que estaban ahí? ¿Uno de ellos es el hermano de Shandra?
—Sí, Antoine Thomas.
—Muy bien. Bueno, Antoine y el otro tipo, el musculoso, no quieren mucho a Erik Fisher ni a su amigo.
—Arthur Bauer —dije.
—Exacto. Me pidieron que regresara el lunes para encargarnos del asunto. Dijeron que todos los jugadores tienen que ir el lunes a devolver el equipamiento, ¿es verdad?
—No lo sé. Eso parece.
—Te lo digo sólo para que lo sepas. Pareces estar un poco asustado por Erik y Arthur Bauer.
—Sí, lo estoy. ¿Quién no lo estaría?
Luis respondió simplemente:
—Yo no lo estaría. Son unos sinvergüenzas. —Apuntó un dedo que parecía soga en mi dirección—. Y tú tampoco deberías estarlo. Ya verás lo que sucede el lunes. Si Antoine mantiene su palabra, dos sinvergüenzas van a empezar a comportarse de otra manera, justo alrededor de las tres de la tarde.
El tío de Luis se acercó y comenzó a hablar con él, así que regresé indeciso hacia adentro, pensando en el miedo que me da Erik. ¿Cómo podía tenerle tanto miedo y Luis no tener el menor temor de exactamente la misma cosa? ¿Cuál de nosotros estaba equivocado?
Theresa trajo un televisor portátil de nueve pulgadas y todos nos reunimos alrededor para comer nuestros McMuffins con huevo. La gente del noticiero decía que el frente frío estaba saliendo de nuestra área, pero que había causado mucho daño y que había «dejado en la ruina a algunos agricultores del área». Mostraron imágenes de una huerta que había sido congelada por completo; ahora estaba goteando bajo el sol. Todos en el refugio lo vieron en silencio.
Después del noticiero, Víctor y sus chicos se fueron a casa. Yo me paré afuera y esperé a mi mamá. Llegó justo a las ocho en punto.
—¿Estuviste despierto toda la noche?
—No, dormí.
—¿Paul? Te ves terrible.
—Dormí, mamá. Pero creo que me va a dar un resfriado.
Mi mamá puso la parte posterior de su mano en mi frente.
—Sí. A ti y a la mitad de la población de Lake Windsor Downs. —Suspiró—. Bueno, no te voy a tener sentado en un estadio helado de fútbol americano. Necesitas descansar en cama.
—Tienes razón. Estaría mejor en casa.
Mi mamá lo pensó por un instante y agregó:
—A tu padre no le va a gustar esto.
—Lo sé. Sólo dile que necesito dormir.
Mi mamá suspiró de nuevo.
—Eso haré, pero más vale que duermas.
—Lo haré.
Claro que lo haré. Justo como el resto del grupo. Pero primero, tengo que escribir todo esto.
Ayer dormí dieciocho horas. Nadie me despertó para ir al partido. Eso fue bueno. Nadie me despertó para la cena de Acción de Gracias tampoco. Eso fue raro.
Mi reloj despertador marcaba las cuatro y media cuando finalmente abrí los ojos. Seguí acostado en la oscuridad por una hora más, luego me vestí y bajé a la cocina. Me moría de hambre. Mientras terminaba un sándwich de pavo, oí el sonido del periódico cayendo en el camino de entrada.
Salí. El aire era frío, pero ni remotamente helado. El viento soplaba de oeste a este, llevándose el humo del fuego subterráneo hacia el cielo estrellado.
Caminé hacia adentro con el Times y me senté en el suelo del gran salón. El encabezado de la sección deportiva decía: «Lake Windsor derrota a Tangerine». Debajo de esto, decía: «Antoine Thomas tira para 3 anotaciones, corre para 2, en una derrota de 3–0».
Empecé a leer el artículo, pero mi papá pasó por ahí en pijama de camino a la cocina. Se detuvo y frunció el ceño cuando me vio.
—Pensé que tenías un resfriado —dijo—. No oigo ninguna tos ni estornudo.
—Lo siento, papá, pero ya estoy mejor.
Cruzamos las miradas por unos segundos, luego siguió su camino a la cocina. Cuando regresó, traía una taza de café y el ceño fruncido había desaparecido. Se sentó en el suelo junto a mí y comenzó a hablar de su tema favorito.
—No te perdiste un gran partido. ¿Conoces a ese centro que es muy grande, Brian Baylor?
—¿Es el que se junta con Antoine?
—Exacto. Había estado pasando el balón a Antoine con perfección todo el año. Ayer, supongo que se le olvidó cómo hacerlo. Todas las patadas del partido fueron una porquería. Pienso que el entrenador Warner debería haberlo mandado a la banca. —Mi papá señaló la sección de deportes—. ¿Ni siquiera se menciona a Erik?
—No, sólo dicen que el marcador debería haber sido más alto, pero que Lake Windsor perdió sus cinco puntos extra.
Los ojos de mi papá escupían fuego.
—¿Perdió los puntos extra? ¿Es eso lo que dice? ¡Erik no perdió nada! Nunca pateó ni siquiera el balón. El balón no llegó nunca cerca de él. ¡Brian Baylor hizo saques malos, uno tras otro!
No lo pude resistir y dije:
—Bueno, al menos ganó. Eso es lo importante.
Mi papá ni siquiera me escuchó. Sacudía su cabeza de atrás hacia adelante.
—Habría sido bueno terminar la temporada con una buena nota. Con un gran partido. Pero este chico Baylor lo arruinó. —Tomó un sorbo de café—. No lo sé, quizá es sólo que no estaba acostumbrado a pasar el balón a Arthur.
—¿Arthur? ¿Es decir, que de hecho el entrenador puso a Arthur Bauer en el juego?
—Oh, sí, puso a jugar a todos los de duodécimo grado. Era su último partido. Y fue una paliza. Por supuesto que los iba a poner a jugar a todos. —Señaló el periódico—. ¿Es Antoine el protagonista del artículo?
—Sí. Prácticamente es el único de quien habla.
Mi papá lo meditó, inquieto.
—Es como si Brian Baylor lo hubiera hecho de manera deliberada —dijo finalmente—. Como si quisiera que Erik y Arthur parecieran tontos. Los cinco centros fueron inútiles. Eran altos o abiertos o rebotaban antes de llegar ahí. Arthur tuvo que saltar o lanzarse por ellos o tuvo que perseguirlos. El último fue tan alto que Erik tuvo que bajarlo él mismo y caerle encima. Si los defensas de Tangerine hubieran sido más rápidos, Erik podría haber resultado herido.
Pensé: Espera al lunes, papá. Erik va a resultar herido. También Arthur Bauer.
Escuchamos a mi mamá en la cocina traqueteando unas cacerolas, así que mi papá se levantó y fue con ella.
Pasé a la página dos y vi una larga foto compuesta, con esta leyenda encima: «Equipo de fútbol oficial del condado, escuela media». Estudié los nombres y los rostros. Conocía a todos: cuatro eran de equipos contra los que había jugado y los otros siete de equipos en los que había jugado. Los rostros de los jugadores (de hecho, sus fotos escolares) estaban distribuidas en tres filas, tal como un equipo posaría. Debajo de cada foto estaba el nombre del jugador, su escuela y su posición. Sin embargo, hacía falta un rostro.
En la fila superior, la de los delanteros, se incluía a Maya Pandhi, Gino Deluca y Tommy Acoso. En la fila del medio, la de los mediocampistas, se incluía a Víctor Guzmán y Tino Cruz. En la fila inferior, la de los defensas, estaban Dolly Elias y la portera era Shandra Thomas. Era el rostro de Shandra el que hacía falta. Había un recuadro vacío donde su rostro debería haber estado.
Me les quedé mirando por un muy largo rato. ¿Quería que mi rostro estuviera ahí? Sí, eso quería. ¿Quería cambiar lo que me había sucedido esta temporada? No, ni un minuto. Nunca. Shandra se había ganado un lugar en este equipo. Me preguntaba si se sentiría orgullosa de ver su nombre, si no le importaba que no hubiera foto, en el Times.
Salí de la cocina, encontré unas tijeras y empecé a recortarla. Mi mamá y mi papá levantaron la vista.
—¿Qué es eso? —dijo mi papá.
—El Equipo de fútbol oficial del condado. De la escuela media.
—¿Sí? ¿Formas parte de él?
Esa pregunta no me cayó nada bien. No podía creer que me hubiera preguntado eso. Y aun así era tan típico.
—Por supuesto que sí, papá —respondí—. Me eligieron como suplente oficial del condado.
Se veía irritado. Sonaba irritado, también.
—Basta, Paul. ¿Eres parte del equipo o no?
Cruzamos la mirada de nuevo.
—¿En cuántos partidos jugué, papá?
Se contuvo.
—No lo sé.
—¿En qué posición jugué cuando entré a un partido?
—¿Cómo es que debería saber eso?
—Muy bien. Te hago otra pregunta: ¿cuántos goles de campo anotó Erik este año?
Se quedó mirándome y luego parpadeó rápidamente.
—De acuerdo. Entiendo lo que dices.
—¿Qué crees que significa eso?
—Significa que entiendo lo que estás diciendo. Estás diciendo que sé todo acerca de la temporada de Erik y nada acerca de la tuya. Tienes razón, lo siento. —Mi mamá volteó a verlo, con interés—. Todo lo que puedo decir, en mi defensa, es que esta fue la temporada clave para Erik. Los reclutadores universitarios lo están buscando. Muchas cosas dependen de esta temporada. Su futuro completo en el fútbol americano depende de ella.
—¿Y qué sucede si Erik no tiene futuro en el fútbol americano? —dijo mi mamá, con calma. Mi papá se le quedó mirando, en silencio, así que mi mamá repitió la pregunta—: ¿Qué pasa si Erik no tiene futuro como pateador de un equipo muy importante de fútbol americano universitario?
Mi papá dejó que se le escapara una risa corta e incómoda.
—¿De qué estás hablando? —Miró a mi mamá, luego a mí, como si hubiéramos perdido la cabeza. O, peor, como si hubiéramos olvidado el Sueño de Fútbol Americano Erik Fisher. Nos dijo, como si fuéramos un par de idiotas—: Erik puede patear un gol de cincuenta yardas.
—Sé que puede —continuó mi mamá—. Pero, ¿y si eso no es suficiente?
—Bueno, eso no es suficiente —respondió mi papá, con calma—. Tienes que tener buenas notas. Y tienes que demostrar un buen carácter.
Mi mamá bajó la vista, a su taza de café. ¿Estaba pensando lo mismo que yo? ¿Sabía que Erik no tenía buen carácter? ¿O, al igual que papá, no tenía idea? ¿Seguía creyendo ciegamente en el sueño?
Nadie más habló, así que continué recortando el periódico. En la columna junto a la foto había una noticia, enmarcada en negro, que me llamó la atención.
La Entrega Anual de Premios del Duodécimo Grado de la escuela secundaria Lake Windsor tendrá lugar el viernes por la noche a las siete y media en el gimnasio de la escuela. La ceremonia de este año incluirá la siembra de un roble laurel para homenajear la memoria de Michael J. Costello, capitán del equipo de fútbol americano de Lake Windsor, quién murió a causa de un rayo el 5 de septiembre.
—¿Sabían de la Entrega de Premios del Duodécimo Grado de este viernes? —dije.
Mi papá seguía intentando, sin éxito, hacer contacto visual con mi mamá.
—Por supuesto —respondió—. Todos vamos a ir. Harán un homenaje a Mike Costello. Y a todos los jugadores del duodécimo grado, claro. Bill Donnelly asistirá y será el maestro de ceremonias.
Reacomodé la sección de deportes y se la entregué a mi papá. El teléfono sonó y mi mamá contestó. Parecía preocupada.
—No, acabamos de despertarnos —dijo—. No hemos salido. —Luego dijo—: Ay, Dios mío. —Colgó el teléfono rápidamente y me señaló—: Paul, tú estás vestido. Revisa alrededor de la casa. Por afuera, completamente.
—¿Qué sucede?
—Era Sarah, la vecina de al lado. Dijo que alguien despedazó todos los buzones y pintó con aerosol todo el muro.
Salí por la puerta principal. Mi mamá se apresuró a verme por la ventana de al lado, desde el gran salón. El primero que vi fue el buzón de nuestros vecinos. Estaba aplastado, en efecto, como si fuera una lata de aluminio y colgaba apenas de su poste. Luego, miré hacia donde nuestro buzón debería haber estado. Todo lo que encontré fue el poste, doblado en un ángulo agudo. No había rastros del buzón. Miré por todo el largo de la calle. Todos los demás buzones habían sido golpeados, probablemente con un bate de béisbol.
Luego fui al jardín. No había pintura en la parte interior del muro, así que lo escalé y salté al otro lado. Caí al suelo, di la vuelta y las vi: líneas de pintura blanca revueltas, como si se tratara de nieve falsa, contra el gris de la pared.
Estaba demasiado cerca para ver lo que decían, por eso empecé a retroceder a través de los congelados surcos del camino perimetral. El viento empezaba a azotar. Tenía humo en los ojos y en la nariz. Tuve que retroceder por completo antes de poder leer el mensaje. Decía: LAS GAVIOTAS SON UN ASCO.
No estoy seguro de lo que pasó después. Me quedé ahí, viendo este panorama, respirando la pestilencia del fuego subterráneo y comencé a sentirlo. Empecé a recordar. Algún lugar. ¿Dónde era?
El viento levantó nubes cafés de polvo del camino perimetral y las mezcló con las nubes negras del fuego subterráneo. El sol se oscureció, como si la luna estuviera pasando delante de él. Y comencé a caer de espaldas, tan recto y tan rígido como un árbol.
Así fue como me encontró mi papá, rígido e inconsciente. Tuvo que levantarme y cargarme para atravesar el camino. Empezó a gritar por encima del muro para que mi mamá trajera la Range Rover. Recuerdo haberle dicho:
—Estoy bien, estoy bien. —Y había prácticamente regresado a la normalidad cuando me colocaron en el sofá en el gran salón.
—Voy a llamar al doctor —dijo mi mamá.
—No. No, en verdad, estoy bien —dije.
Mi papá estaba completamente estresado. Empezó a gritarme, como si hubiera sido mi culpa.
—¿Qué te pasó? ¿Qué hiciste? ¿Chocaste contra un auto?
—No. No, nada de eso —dije.
Mi mamá puso su mano en mi frente.
—No lo sé —dije—. No puedo recordar. En verdad, no puedo recordar.
Mi mamá me examinó los ojos.
—Es mi culpa. Para empezar, tenías un resfriado, y luego te mandé afuera a ese aire asqueroso. —Se metió en la cocina—. Te voy a preparar un té.
Mi papá se me quedó mirando unos segundos más. Luego se unió a mi mamá en la cocina y habló con ella de los buzones y los rayones de pintura.
—Apuesto a que fueron los chicos de la escuela secundaria Tangerine, después del juego de ayer —dijo—. Estaban furiosos por haber perdido como lo hicieron.
Probablemente tenga razón.
Mi mamá me llevó una taza de té caliente con limón amarillo. Todo el día, ella y mi papá se quedaron cuidándome y preguntándome cómo me sentía. Yo seguía diciendo:
—Bien.
Era la verdad y, aun así, no la era. La verdad total es que me sentía muy raro. Pero no puedo decir por qué. No puedo recordar por qué.
Aún no.
Se suponía que hoy sería el día.
Mi mamá insistió en que me quedara en casa a pesar de que le dije que me sentía bien.
Pensé todo el día en Erik. En Erik y Arthur. A las diez de la mañana medité lo siguiente: Erik y Arthur no tienen ni idea aún de que van a enfrentar a Luis nuevamente en la tarde. Y de que esta vez no estará solo. Al mediodía pensé en lo mismo. Y de nuevo a las dos. Me preguntaba si Erik entraría por la puerta de la cocina con los ojos hinchados y negros. O con la nariz rota. Me pregunté qué tipo de preguntas le haría mi mamá. ¿Las respondería? Me imaginé que Erik y Arthur se tomarían el tiempo para inventar una mentira mutua: que diez tipos de le escuela secundaria Tangerine los habían tomado por sorpresa, quizá los mismos que habían vandalizado nuestro vecindario. Eso sonaría mucho mejor que la verdad: que sus propios compañeros de equipo los detestaban tanto que habían ayudado a un extraño a golpearlos.
Como quiera que sea, Erik atravesó la puerta de la cocina, pero algo, evidentemente, había salido mal. Fue directo al refrigerador y tomó una lata de refresco. Miré directamente su cara. No tenía ni una sola marca. No había sucedido nada. Algo había salido mal.
Estaba decepcionado, pero aún me sentía seguro. Algo había salido mal. Eso era todo. Me senté en la mesa de la cocina y traté de pensar. ¿Todavía podría ocurrir algo a Erik y a Arthur? ¿Cuándo? ¿Cómo? Entonces me vino: Sí, aún podría suceder. Podría suceder el viernes, después de la Entrega de Premios del Duodécimo Grado. Si Luis me pregunta por otro momento y lugar, ese es el que le voy a decir.
Mi mamá entró con el teléfono. No lo había ni siquiera escuchado sonar.
—No tardes mucho, por favor —dijo—. Tengo que hacer algunas llamadas antes de la reunión de propietarios de esta noche.
Presioné el botón.
—Hola.
—Hola, ¿Paul? Soy Kerri.
Estiré mi brazo con el teléfono, alejándolo de mí. Luego sacudí la cabeza, como perro mojado, tratando de aclararme la mente.
—Hola —dije, finalmente.
—Sí, hola, yo, eh, me imaginé que nunca me llamarías, así que decidí llamarte.
—Ajá. Eh, lo siento. Quería llamarte. —Estiré mis manos haciendo un gesto que ella no podía ver—. Simplemente no lo he hecho.
—Bueno, eso está bien. ¿Quieres hablar conmigo ahora?
—Seguro.
—Supongo que la última vez que te vi fue en el partido de fútbol. Ustedes, los chicos, tienen un muy buen equipo.
—Gracias.
—Me parece maravilloso que tengan chicas y chicos.
—Sí, fue muy bueno. ¿Viste el periódico ayer?
—Claro que sí.
—Tres chicas de nuestro equipo fueron seleccionadas para el Equipo oficial del condado.
—Sí, lo vi. Sí. ¿Viste aquello sobre la siembra del árbol para Mike Costello?
—Ajá.
—¿Vas a ir? Es el viernes por la noche.
—Ah, sí. Voy a ir.
—Porque yo también voy a ir.
—Ah, ¿sí?
—Sí. —Hubo una pausa, luego ella continuó—: Joey invitó a algunos chicos a su casa después de eso. ¿Te gustaría ir conmigo? ¿Como mi acompañante?
No lo dudé un segundo.
—Seguro —dije.
—Genial.
—Gracias por invitarme —agregué.
—¡Claro!
—¿Sabe Joey que me invitaste?
—Ah, sí. Lo sabe. Dice que podemos ir juntos con él y Cara a su casa.
Una imagen repentina y loca me vino a la mente. ¿Podría ser que Joey estuviera escuchando esta conversación? ¿Podría estar en la extensión? Mi mamá se acercó y señaló el reloj.
—Lo siento —dije—. Tengo que colgar, te veo en el gimnasio el viernes.
—OK, genial. Adiós.
—Adiós.
—¿Quién era? —dijo mi mamá.
—Kerri Gardner, de la escuela media Lake Windsor. Vamos a ir a la casa de Joey el viernes en la noche, después de la ceremonia.
Mi mamá tomó nota de esta información. Esperó, supongo, por algo más. Pero no agregué nada, así que comenzó a hacer las llamadas a los propietarios. Parecía que no muchos estaban interesados en la reunión.
El Sr. Costello fue el primero en llegar, eran alrededor de las ocho. Abrí la puerta y lo dejé entrar. Me saludó amistosamente, como siempre. Tomé mi lugar en el rincón, frente a la IBM de mi papá. Abrí el documento «Erik, ofertas de becas» mientras mi mamá y el Sr. Costello se acomodaban en la sala.
Mi papá había estado trabajando en el documento nuevamente. Había añadido nombres y números de teléfono de cazatalentos y asociaciones de ex alumnos de las tres universidades de Florida —gente como el Sr. Donnelly y Larry y Frank—. También había anotado que se había enviado un «paquete de prensa» del Times a esas escuelas. No había agregado nada a la página uno de universidades y, adivina qué, la página dos de universidades había desaparecido. Borrada, enviada al basurero. Las universidades de Houston y todas aquellas que no figuraban entre las favoritas para ganar el campeonato nacional, habían desaparecido. No tienen lugar en el Sueño de Fútbol Americano Erik Fisher.
Cerré el archivo y comencé a prestar atención a la reunión. Mi mamá tomaba notas mientras el Sr. Costello recitaba una serie de objetos: un reloj Rolex, un alfiler de diamantes, una pulsera de oro de veinticuatro quilates.
Cerré la sesión y me dirigí al gran salón. Mi mamá no me pidió que me fuera, así que me uní a ellos.
—¿Qué estás anotando, mamá? —pregunté.
Mi mamá me vio con una mirada de dolor. ¿Estaba yo molestándola?
—Son las cosas que fueron robadas de las casas cubiertas.
Mi papá entró y se sentó en una de las sillas plegables. No nos dijo nada, era como si no estuviéramos ahí. Simplemente miraba hacia adelante, a la chimenea, como si estuviera esperando que se encendiera.
Sonó el timbre y fui a abrir la puerta. Dejé entrar a un grupo de cuatro propietarios de casas. Mi mamá sugirió que la reunión comenzara de inmediato ya que no esperaban a nadie más.
Fue más pequeña y amistosa que la mayoría de las reuniones de propietarios. Las ocho personas que estábamos ahí escuchamos al Sr. Costello leer los reportes financieros. Luego pasó a los asuntos pendientes.
—Tenemos buenas noticias en un par de frentes. Lo único que puedo decir es que agradezco a Dios por la helada. Mató todos los mosquitos, así que pudimos cancelar las visitas de aquel chico con la máscara de gas y el rociador.
—Así es, gracias a Dios —dijo mi mamá.
—La helada también marca el final de la temporada de tormentas. Es un hecho que la Sra. Fisher y yo hemos informado a Bill Donnelly. Le sugerimos que se comprometiera a quitar la fila de pararrayos por el momento y que los vuelva a poner el próximo verano. Dijo que lo pensará.
—¿Y qué hay de las termitas? —respondió el hombre de la Tudor amarilla.
—La helada también puede habernos ayudado en eso, pero no lo sé. Tres casas más tienen carpas, lo que suma un total de veinticinco en toda la urbanización.
—¿Y los robos?
El señor Costello asintió con la cabeza, solemnemente.
—Ha habido dos robos más en casas cubiertas desde nuestra última reunión. En ambos casos, los ladrones rompieron una ventana, se apresuraron adentro y salieron rápidamente con dinero y joyas. Los ayudantes del sheriff dicen que tienen algunas pistas, pero eso es todo lo que están dispuestos a decirnos por ahora.
—Vi a un hombre con una escopeta sentado afuera de una de las casas cubiertas —dijo el mismo hombre. Todo el mundo reaccionó y él continuó hablando—: Es uno de tus vecinos, Jack. Se sienta afuera en una silla de jardín, toda la noche, con una escopeta en su regazo.
—Gracias por decírmelo —dijo el Sr. Costello—. Hablaré con él. Si eso no sirve de nada, pediré que alguien del departamento del sheriff hable con él. No podemos permitirlo. —Todo el mundo estuvo de acuerdo—. Va a terminar disparando contra algún corredor nocturno.
—¿Qué hay del frente, Jack? Empieza a verse un poco deteriorado —preguntó la mujer de la York blanca.
—El frente se ve mal a causa de la helada. Supuestamente esas plantas son a prueba de frío, pero nada podría salir ileso de una helada como la que tuvimos.
—¿La helada mató al resto de tus peces? —preguntó la misma mujer.
—No, no podemos culpar a la helada de eso. Esos koi son resistentes al frío. La parte superior de ese estanque podría congelarse a una profundidad de un pie y estarían bien bajo el hielo. Creemos que alguien de la localidad los robó y los vendió.
—No lo creo —dije.
Todos voltearon a verme, como si acabaran de darse cuenta de que estaba sentado ahí. Luego regresaron sus miradas a donde estaban antes. Estaban a punto de no hacerme caso y continuar con la reunión cuando agregué:
—No tiene sentido. —Voltearon a verme de nuevo—. Piénsenlo un poco. ¿Cómo podría alguien de la localidad, un ladrón de koi de Tangerine, detenerse al frente de nuestra urbanización, en ese espacio tan abierto, sin que nadie lo notara? ¿Cómo podría disponerse a pescar, hacerlo y retirarse con una serie de brillantes y grandes peces anaranjados sin que nadie se diera cuenta?
—No lo sé, Paul —respondió el Sr. Costello—. Quizá porque lo hace en medio de la noche, cuando la gente está durmiendo. En cualquier caso, es la única teoría que tenemos. A menos de que tengas una mejor.
—Las águilas pescadoras —dije. Todos se me quedaron mirando, en silencio—. Las águilas pescadoras, las aves rapaces de esos nidos gigantes en la Ruta 89. Bajan en picada, atrapan los koi y vuelan de regreso a sus nidos. Nadie las ve; nadie piensa en ellas; nadie sospecha de ellas.
El Sr. Costello parecía molesto. Todos lo parecían.
—¿Has visto que suceda esto? —dijo el Sr. Costello.
—Las he visto volando hacia sus nidos con los peces en sus talones.
—¿Cómo sabes que son nuestros peces?
—Eran grandes, anaranjados y brillantes.
Todos se miraron. Nadie dijo nada. Finalmente, mi mamá me dijo:
—Paul, si lo sabías, ¿por qué no se lo dijiste a nadie?
—Nunca me preguntaron.
Me miró nuevamente con una expresión de dolor.
—¿Hay algo más que debamos preguntarte?
—¿A qué te refieres?
—¿Sabes algo de los robos?
—No.
—¿Estás seguro?
—Sí.
Mi mamá asintió con la cabeza. Me creía. Los otros parecían estar esperando que me fuera, así que me levanté. Mi mamá me guiñó un ojo y me dijo:
—Gracias. Buenas noches.
Al irme, oí que uno de los propietarios preguntaba:
—¿Alguien vio el reportaje de Eyewitness News sobre el socavón? Aquel en el que descubrieron que el condado nunca supervisó el sitio de construcción. ¿Por qué no traemos a ese equipo de Eyewitness News acá? Podrían tomar fotografías del fuego subterráneo. Lo mostramos al condado y exigimos que hagan algo. —El hombre miró a su alrededor buscando apoyo. Nadie se movía. Agregó—: Y si eso no funciona, podríamos demandar al condado.
El Sr. Costello sonrió levemente y señaló a mi papá.
—Estaríamos demandando a nuestro anfitrión.
Mi papá se puso de pie rápidamente e hizo un gesto para llamar la atención de los presentes. Se veía completamente agotado.
—Quiero que todos ustedes sepan algo. Estoy determinado a cambiar las cosas. Ese tipo de sinsentido, un sitio de construcción no supervisado, no volverá a ocurrir en el condado. No puedo cambiar el pasado, pero estoy poniendo en marcha algunos cambios muy relevantes, para hoy y para el futuro.
Los propietarios escucharon y luego continuaron con otros asuntos. Yo seguí mi camino escaleras arriba. Sin embargo, me preocupaba por mi papá. Estaba hecho pedazos, se veía emocionalmente descontrolado. ¿Qué estaba pasando por su cabeza?
Luis Cruz está muerto.
Cuando entré a la primera clase esta mañana, había varios chicos de pie, susurrando. Henry D. se acercó a mí.
—¿Supiste lo que sucedió? —me dijo.
—No.
—Tino y Theresa estaban esperando ayer afuera a que Luis pasara por ellos, pero nunca llegó. Theresa llamó a casa e informó a su papá. Él salió a la huerta y encontró a Luis recostado ahí, muerto.
—¿Lo encontró cómo?
—Muerto. En la nueva huerta.
Me le quedé viendo como si él estuviera loco.
—¿Muerto? ¿Quieres decir que Luis está muerto?
—Así es. Su padre llamó al 911. Wayne era uno de los que estaba de servicio. Dijo que Luis estaba muerto cuando llegaron ahí, que había estado muerto por horas.
—¿Muerto? ¿Muerto de qué?
—Wayne dijo que podría haber sido por un aneurisma, una especie de coágulo de sangre. Piensa que Luis fue golpeado en la cabeza, que se formó un coágulo y que eso lo mató.
Mi mente daba vueltas como loca.
—¿Qué? ¿Alguien golpeó a Luis en la cabeza y lo mató? —dije, finalmente.
—No. Wayne dijo que los ayudantes del sheriff no creen que se trate de un asesinato o algo similar. Piensan que Luis recibió un golpe el miércoles pasado en la noche, cuando las ramas congeladas de los árboles se estaban rompiendo. Piensan que quizá una de las ramas lo golpeó en la cabeza y causó ese aneurisma. Pero no saben nada con certeza.
Me cubrí la boca con la mano, tenía miedo de vomitar.
—¿Recibió un golpe el miércoles por la noche? —susurré.
—No lo saben, simplemente dicen que es una posibilidad.
—¿Un golpe en la cabeza? ¿Hace cinco... seis días? ¿Cómo puede matar eso a alguien? —Henry notaba cuán descompuesto estaba yo. No dijo nada—. Es decir, ves a estos tipos en esas películas de kung-fu recibiendo golpes en la cabeza miles de veces y siguen peleando, ¿no es así?
—Así es.
Levanté la mano para llamar la atención de la Srta. Pollard.
—Tengo que irme. Me siento mal otra vez —dije. Me dirigí deprisa hacia el pasillo, abriéndome camino entre la corriente de chicos hasta que llegué a las oficinas. Pedí el teléfono y dejé un mensaje breve para mi mamá—. Ven, inmediatamente, estoy enfermo otra vez. —Una ayudante me llevó a un cuarto estéril blanco y negro que resultó ser la oficina de la enfermera. Me hundí en una silla negra y esperé con los ojos secos, sin palabras, paralizado.
Mi mamá llegó a las nueve en punto para firmar mi salida.
—Supongo que lo mandamos de regreso a clases muy pronto —dijo a la Dra. Johnson.
Regresé a casa en un trance doloroso. Finalmente, cuando llegamos a nuestra urbanización, mi mamá dijo:
—Este resfriado tuyo es realmente fuerte. Realmente persistente.
Asentí con la cabeza, lentamente.
—Sí.
¿Cómo puede creerlo? —pensé—. ¿Cómo puede creer que estoy en el séptimo día de un resfriado severo si no he tosido o estornudado ni siquiera una sola vez? ¿Se le ha ocurrido que no sea de verdad? ¿Que quizá lo estoy inventando? Probablemente no. Decidí compartir una parte de la verdad con ella.
—Luis Cruz está muerto —dije.
Se quedó pensativa unos instantes.
—¿Quién, cariño?
—Luis Cruz, el hermano de Tino y Theresa. Estaba en la huerta el día que me llevaste. Supongo que no lo viste. Fue a casi todos nuestros partidos de fútbol. Pero supongo que tampoco lo viste ahí. Solía cosechar tangerinas en Merritt Island. Se lastimó la rodilla haciéndolo. Jugó como portero para la escuela media Tangerine. Inventó una nueva variedad de cítrico. Luego, una rama se rompió y lo golpeó en la cabeza.
Volteé a ver a mi mamá. Asentía con compasión. ¿Quería saber más? ¿Quizá toda la verdad? ¿Quería oír algo malo? ¿Debería sacarlo de adentro y decirle: De hecho, mamá, no lo mató una rama de un árbol. Lo mató Arthur Bauer siguiendo órdenes de Erik? ¿Qué haría si escuchaba eso? ¿Se estrellaría contra un poste? ¿O haría lo que siempre hizo en Houston: tomarme la temperatura y amenazarme con llamar al doctor?
No dije nada más. Cuando entré a la casa, fui directo a la IBM de mi papá y escribí la clave de acceso. Puse un CD-ROM llamado Health Text y busqué «aneurisma». Averigüé que no se trata de un coágulo, sino del «debilitamiento de un vaso sanguíneo», una especie de pequeña burbuja que se forma en una vena o en una arteria. De eso se trataba, así que me conecté al Internet en busca de una página médica. El Centro Médico del Condado de Tangerine mencionaba una que se llamaba «Pregunta a una enfermera». Entré y escribí: «¿Puede salirte un aneurisma por una herida en la cabeza?».
Recibí una respuesta de inmediato: «No. O naces con un aneurisma o naces con tendencia a formar uno».
Escribí: «¿Un aneurisma puede matarte?».
«Sí, un aneurisma puede romperse, causando un infarto masivo y la muerte».
«¿Qué podría causar que se rompa?».
«El aneurisma se deteriora gradualmente debido a la presión constante de la sangre que pasa por él».
«¿Una lesión en la cabeza puede debilitar más el aneurisma y causar su rompimiento?
»¿Sucedería de inmediato o una semana después?».
«Podría suceder de inmediato o una semana después de la lesión, o un mes después, dependiendo del estado del aneurisma».
Escribí «Gracias» y me desconecté. Tenía mi respuesta. Luis había sido asesinado por Arthur Bauer el martes, pero le había tomado seis días morir. Ese golpe de la cachiporra había sido tan mortal para Luis como un disparo de una pistola.
Subí las escaleras y me recosté en mi cama hasta las tres y media. Entonces llamé a Henry D.
—Henry, ¿qué más sabes de Luis?
—No he oído nada nuevo de boca de Wayne. Sin embargo, escuché a Dolly decir que el funeral de Luis será el jueves al mediodía.
—Ah, muy bien. Ahí estaré. ¿Crees que vaya a ir todo el equipo?
—Eso espero, todos conocían a Luis. Debemos mucho a Luis. Llevó a muchos de nosotros en su camioneta.
—Sí. Mira, si sabes algo más, lo que sea, especialmente si viene de Wayne, ¿podrías llamarme?
—Con toda seguridad.
A la hora de la cena, mi mamá tocó ligeramente a mi puerta y me llevó una sopa de verduras y una canasta con panecillos. Fingí estar dormido. Los dejó en silencio y se dispuso a retirarse, pero dio vuelta y vio mis ojos abiertos.
—¿Cómo te sientes, Paul? —dijo—. ¿Cómo va ese resfriado?
No respondí, así que ella sonrió ligeramente y se fue.
No fui a la escuela de nuevo. Me vestí a alrededor de las diez, salí al jardín y me senté un rato. Mi mamá salió con el teléfono y me lo dio.
—Otra chica —dijo—. Una diferente.
—Esperé a que entrara a la casa para presionar el botón.
—Hola.
—¿Paul Fisher?
—Sí.
—Soy Theresa Cruz.
—¿Theresa? Siento mucho lo que sucedió...
Me interrumpió; su tono era formal.
—Sí, lo sé. Mira, tengo que decirte algo: no vayas al funeral de Luis.
—Eh, OK —tartamudeé.
—Henry dice que le dijiste que vas a ir. Pero Tino y Víctor y esos chicos están diciendo cosas feas. Por eso es mejor que no te presentes en el funeral de Luis. Te estoy llamando para decírtelo.
—De acuerdo.
—No quiero que pase otra cosa mala, especialmente en el funeral.
—No. Por supuesto que no.
—Muy bien, sólo te lo estoy diciendo. —Y colgó.
Me quedé sentado, con la boca muy abierta. ¡Lo sabían! ¡Lo sabían todo! Theresa, Tino, Tomás y su hermano, Víctor y los demás: ¡todos sabían la verdad! Sabían que Luis había ido a buscar a Erik el martes pasado. Y sabían lo que le había pasado en la escuela. Sabían que no lo había golpeado una rama congelada. ¿Cómo lo sabían?
Me levanté de un salto y me dirigí de prisa al frente de la casa por la reja de entrada. Di vuelta a la izquierda y caminé por la acera. Tenía que alejarme. Tenía que pensar.
Por mi mente pasaban muchísimas preguntas a gran velocidad: ¿Luis le contó a alguien? Claro que sí. Si me lo dijo, se lo dijo también a otras personas. ¿Realmente pensé que podría haber mantenido esto en secreto, sin que los demás supieran? ¿Todo el mundo en Tangerine me culpa ahora? ¿Soy tan culpable como Erik?
Había pasado el estanque de la entrada cuando me detuve. Me quedé de pie ahí, mirando el agua oscura hasta que finalmente entendí. Y era muy, muy simple. No hay un gran misterio. La verdad acerca de lo que sucedió a Luis es obvia para todos a su alrededor. Sus vidas no están hechas de pedacitos y fragmentos de versiones de la verdad. No viven así. Saben lo que realmente pasó. Punto. ¿Por qué debería parecerme tan misterioso?
Me senté en la banca y miré el agua sin vida. Después de unos cuantos minutos escuché un ruido detrás de mí y me di la vuelta. Un niño pequeño en una bicicleta pequeña se había detenido a unos diez pies de distancia. Parecía tener cinco años de edad —no muy grande como para estar solo en la calle—. Permaneció ahí, mirándome, sentado a horcajadas en su bicicleta roja de veinte pulgadas. Luego señaló el estanque y dijo:
—Dicen que hay un caimán adentro.
Volteé a ver el estanque. Quería que se fuera, pero continuó hablando.
—Dicen que un caimán vino aquí el año pasado y se comió a un niño.
Volteé hacia donde estaba él.
—¿Ah, sí? ¿Quién lo dice?
—Mi mamá y mi papá.
Negué con la cabeza.
—Pues, tendrás que olvidarte de eso. No sucedió.
Negó con la cabeza después de oírme.
—Mi mamá y mi papá dicen que sí sucedió.
Pensé en lo que estaba diciendo. Pensé en mi mamá y en mi papá, y volteé a verlo, directamente a los ojos.
—Entonces te están mintiendo. Te están contando una historia para mantenerte asustado. Quieren que estés asustado, ¿entiendes?
Se puso rígido.
—Mi mamá y mi papá no me cuentan historias.
Me puse de rodillas para que nuestros ojos estuvieran a la misma altura.
—Ah, ¿no? ¿Te han contado alguna vez una historia sobre un niño que entró a nadar después de comer, le dieron calambres y se ahogó?
—Sí.
—Bueno, ¿conociste a ese niño?
—No.
—Muy bien. ¿Te han contado alguna vez la historia de un niño que se subió a un poste de electricidad para recuperar su cometa y se electrocutó?
—Sí.
—¿Y alguna vez conociste al niño?
—¿Cómo podría haberlo conocido si está muerto?
—¿Qué me dices de un niño al que mordió un perro callejero y al que le dio rabia y le empezó a salir espuma de la boca? ¿Te contaron esa historia? ¿Lo conociste?
El niño alineó la rueda delantera de su bicicleta y empezó a retroceder.
—Mi mamá y mi papá no me dicen mentiras.
Me puse de pie. Mi voz empezaba a aumentar de volumen.
—¿No? ¿Qué me dices de esto?: ¿Te han contado alguna vez la historia del niño que fue a jugar fútbol americano bajo una tormenta y resultó golpeado por un rayo y murió?
Negó con la cabeza.
—O esta: ¿Alguna vez te han contado acerca del niño que se subió a un árbol con un par de tijeras filosas en la mano y que se cayó del árbol y se apuñaló él mismo? ¿Te han contado alguna vez de uno de esos niños? ¿Conociste a alguno?
—No.
—Bueno, yo sí. A los dos.
Continuó retrocediendo. Le grité:
—¿Y qué me dices de esta?: ¿Alguna vez oíste hablar de este chico, de este chico estúpido que no hacía caso a nadie y volteó a ver un eclipse de sol y se quedó ciego? ¿Alguna vez te contaron acerca de él? ¿Lo conociste?
El pobre niño pedaleaba tan rápido como podía. No lo vi alejarse. Me incliné y vi en el agua mi propio reflejo turbio. Como si fueran las últimas palabras en una historia de fantasmas, murmuré:
—Bueno, acabas de conocerlo.
Mi mamá salió de casa a las 10 en punto esta mañana. Estaría afuera casi todo el día. Yo estaba solo.
Justamente al mediodía saqué mi traje azul del clóset, el mismo traje que había usado para el funeral de Mike Costello. Me lo puse sin camisa, zapatos o calcetines y salí por las puertas del patio hacia el jardín. Debo haber parecido un tonto.
Caminé hasta llegar al muro gris. No tenía una idea clara de lo que haría. Sólo sabía que debía hacer algo. Por un tiempo me quedé ahí, viendo al suelo. Como un tonto. Luego me incliné hacia adelante y metí las dos manos entre el muro y el césped ralo. Levanté el césped y me lo acerqué, de manera que se enrolara hacia mis pies, con las raíces por fuera. Debajo de él había un rectángulo de arena blanca de dos pies de largo y tres de ancho.
Me puse de rodillas, como un tonto, sobre el trozo invertido de césped y comencé a raspar la arena blanca. Saqué un puñado de ella y la apilé a cada lado del rectángulo hasta que llegué a la tierra que había debajo. Me quedé mirando esa tierra, fascinado, pensando en lo extraño que resultaba que nunca antes la hubiera visto. Esta era la tierra sobre la que vivíamos. La tierra de la huerta de tangerinas que habíamos incinerado y enterrado y hecho desaparecer y cubierto con arena y construido un jardín encima. Aquí estaba.
El sudor comenzó a escurrir en mi frente, empañando mis anteojos. Me los arranqué de un tirón y los arrojé a un lado. No sabía ni siquiera dónde habían caído. Luego me incliné sobre aquel agujero en la tierra hasta que mi cara estuvo a una pulgada encima de él. Pensé en Luis Cruz, un hombre que apenas conocía. Pensé en Luis Cruz siendo bajado en esta tierra para nunca volver a subir. Sentí que las lágrimas comenzaban a acumularse muy dentro de mí. Una vez que comenzaron a salir, no hubo manera de detenerlas. Lloré y sollocé y vertí lágrimas en ese hoyo en la tierra. ¿Como un tonto? No, no lo creo.
Cuando terminé, me puse de pie, me sacudí la tierra de las rodillas y los codos y localicé mis anteojos. Puse la arena de nuevo en su sitio y desenrollé el césped. Luego volví acá adentro y tiré mi traje a la basura.
Es increíble. Extraño e increíble. Siento como si Luis fuera ahora una parte de mí.
Me siento como una persona distinta.
Es casi medianoche del viernes. Ha sido una noche memorable.
Acabo de terminar una llamada con Joey. Llamó para averiguar si estoy bien. Creo que sí lo estoy. De hecho, creo que estoy más que bien.
Joey me dijo que todo el mundo preguntó por mí en la fiesta. Supongo que eso incluía a Kerri, mi pareja para la cita que nunca tuve. Dije a Joey todo lo que sabía de hoy en la noche y él me dijo lo que él sabía. Pienso que entre los dos logramos resolver el rompecabezas de lo que había sucedido en el gimnasio de la escuela secundaria Lake Windsor.
Déjame comenzar por el principio. Hoy me tomé otro día por enfermedad. A mi mamá no le importó. Parece que tiene sus propios problemas. Pasó un par de horas al teléfono esta mañana, con un bloc de notas tamaño oficio de color amarillo en su regazo. Pasé a su lado y la escuché hablando con alguien en el Departamento del Sheriff.
Comoquiera que sea, tanto mi mamá como yo nos las arreglamos para hacer lo que mi papá había pedido: que estuviéramos listos a las seis de la tarde para ir a la Entrega de Premios del Duodécimo Grado. Yo me vestí con unos pantalones negros que me quedaban muy cortos y una camisa blanca muy apretada.
—Ya no más, Paul —comentó mi mamá—. Tenemos que conseguirte ropa nueva este fin de semana. Definitivamente.
Los chicos del duodécimo grado tenían que llegar al gimnasio a las seis y media para que pudieran conocer el lugar donde tendrían que estar de pie y lo que tendrían que hacer. Para mi papá esto quería decir que nosotros también debíamos llegar a las seis y media, aun cuando Erik iría en la camioneta de Arthur Bauer.
Así es que ahí estábamos, de pie, afuera de la entrada sur del gimnasio, con una hora de anticipación. Algunos miembros del equipo de fútbol americano seguían cargando tarimas y llevándolas adentro para colocarlas sobre el piso de madera. El director, el Sr. Bridges, se movía nerviosamente y dirigía gestos al entrenador Warner. Finalmente, se tranquilizó cuando llegó una camioneta con un remolque para botes. No remolcaba un bote; remolcaba un árbol, el roble laurel que sería plantado a nombre de Mike Costello. El árbol era mucho más grande de lo que esperaba. Medía alrededor de quince pies de altura y estaba sembrado en un enorme cubo de plástico lleno de tierra negra casi tan grueso como el remolque.
El conductor de la camioneta dio la vuelta abruptamente y se movió en reversa hacia la puerta del gimnasio, siguiendo las señales de mano del Sr. Bridges. El Sr. Bridges llamó al entrenador.
—Muy bien, ¿ahora qué hacemos? ¿Cómo lo llevamos de aquí a la cancha de básquetbol?
El entrenador Warner entró, desapareció y regresó con cuatro de sus más fuertes alumnos mayores, entre los cuales estaba Brian Baylor. Se distribuyeron alrededor del remolque y comenzaron a analizar en voz alta la manera de moverlo. El Sr. Bridges les abrió las puertas dobles. En cuanto lo hizo, pude ver a Joey y a sus papás de pie, adentro.
A la cuenta de tres, Brian Baylor y los otros chicos levantaron el remolque, soltándolo de la camioneta. Comenzaron a llevarlo hacia el gimnasio como si se tratara de una inmensa carretilla. Todo iba bien hasta que llegaron al lugar donde tenían que dejarlo. Cuando Brian Baylor lo soltó, dejándolo caer, el gran cubo se inclinó hacia él, las tres ramas chocaron contra su cabeza y una gran pila de tierra negra se derramó en el suelo del gimnasio.
El entrenador Warner se metió a su oficina debajo de las graderías y salió con un tablón y un par de bloques. Brian levantó el remolque de nuevo y el entrenador deslizó el tablón y los bloques por debajo de aquel, enderezando el cubo.
El Sr. Bridges aplaudió y dijo en voz alta:
—Muy bien, ahora vamos a limpiar esta tierra.
Brian Baylor y los otros jugadores de fútbol americano se alejaron. No querían tocar esa tierra. Me acerqué y comencé a regresarla al cubo. Joey se unió inmediatamente. En pocos minutos, habíamos terminado de limpiar por completo.
—Fisher, ¿vas a ser un héroe de nuevo? —preguntó Joey. Volteé a verlo, pero no podría decir si estaba hablando en serio o de manera sarcástica. Entonces, levantó una de sus manos manchadas de negro y la acercó a mí como si fuera a apoyarla en mi camisa blanca. Me moví hacia atrás y ambos nos reímos. El Sr. Costello nos llevó a la oficina del entrenador Warner y usamos el lavabo del baño para lavarnos las manos. La única cosa que Joey dijo fue:
—¿Necesitas que te lleve a mi casa esta noche? ¿A ti y a Kerri?
—Sí —dije.
Cuando salí de debajo de las graderías, había mucha más actividad en el gimnasio. Mi mamá y mi papá habían guardado asientos justo encima de nosotros, unas seis filas más arriba y junto al pasillo. Mi mamá se inclinó hacia mí.
—Paul, pide un programa a esa chica —dijo.
Volteé a ver hacia donde señalaba y vi a una chica del Consejo Estudiantil que vestía un blazer y que estaba parada en la cancha de básquetbol, justo al lado del árbol. Llevaba un montón de programas. Joey y yo nos acercamos y ella volteó hacia Joey.
—Tú eres el hermano de Mike, ¿no es cierto? —dijo.
—Sí —dijo él.
—Mike era un muy buen tipo —dijo ella después de sonreír.
Joey simplemente asintió con la cabeza. Luego me señaló.
—Y él es el hermano de Erik —dijo.
La chica mostró poco interés.
—¿Erik Fisher? —dijo. Arrastré los pies incómodo. Me entregó un programa y agregó—: ¿El Sr. Generosidad? —Debo haber parecido muy confundido porque ella se rio y dijo—: Es ciertamente un gran pateador. —Y dio la vuelta para saludar a quienes iban llegando.
El Sr. y la Sra. Costello empezaron a hacer gestos a Joey para que se acercara a ellos. Se habían unido al Sr. Donnelly en una tarima baja cerca del centro de la cancha.
—Te veo más tarde —le dije y subí los escalones para sentarme junto a mi mamá y mi papá.
Noté que la tarima baja sería un punto focal de la ceremonia. Tenía seis sillas, una mesa llena de trofeos y un atril con micrófono. Detrás había tres filas de tarimas, cada una seis pulgadas más arriba de la anterior. Todas las secciones de graderías de nuestro lado del gimnasio habían sido colocadas y se estaban llenando rápidamente. En el extremo del gimnasio, sólo las secciones centrales a ambos lados de la salida habían sido retiradas. La banda de música, las Chicas Marinas y el resto del equipo de fútbol americano, los que no eran del duodécimo grado, estaban sentados ahí.
Vi a Kerri y a Cara. Estaban en la fila superior, unas cinco secciones a la derecha de nosotros, cerca de la entrada este. Me estaban mirando. Sonrieron y me saludaron con la mano, y yo las saludé de la misma manera. Vi a otros chicos de la escuela media Lake Windsor entrando, amigos de Joey. Todos subieron a la misma sección. El tal Adam estaba con ellos, pero no se sentó junto a Kerri.
Un comentario chillón, muy alto, hizo que de golpe se prestara atención en la primera tarima. El Sr. Bridges estaba de pie frente al micrófono, preparándose para comenzar.
—Les pido que tomen sus lugares para que podamos comenzar —dijo.
Todo estaba ordenado en escalones descendientes. Enfrente de nosotros, contra la pared del extremo, los uniformes azules de los miembros del coro llenaban tres tarimas. En la primera tarima estaban el entrenador Warner, el Sr. Bridges, el Sr. Donnelly y los Costello. A su derecha, o mi izquierda, estaba el roble laurel. Y en el espacio en medio, a nivel del piso, estaban los demás homenajeados de la noche: los jugadores de fútbol americano del duodécimo grado.
El líder del coro alzó la mano y todos guardamos silencio. El coro y la banda cantaron una canción llamada « Try to Remember » ( Intenta recordar ).
Después de la canción, el Sr. Donnelly tomó el micrófono. Habló sobre el espíritu deportivo y sobre cómo Mike Costello era un modelo a seguir. Leyó un fragmento de un poema intitulado « To an Athlete Dying Young » ( A un joven atleta muerto ).
El Sr. Donnelly llamó entonces al presidente del Consejo Estudiantil, un tipo alto que vestía un blazer, para que subiera y leyera una declaración sobre el roble laurel. La declaración era mucho más larga de lo necesario. Leyó una larga lista de nombres de «gente que lo había hecho posible». Me di cuenta de que mi atención comenzaba a desviarse hacia la derecha, a unas cinco filas arriba. Pero cuando miré hacia allá, mis ojos nunca pasaron de la entrada este. Me incliné hacia adelante y me escuché susurrando «Oh, Dios mío».
Ahí estaban de pie: Tino y Víctor. Parecía una ilusión. Era imposible. No podían estar ahí. Y aun así, ahí estaban. Estaban de pie juntos en la lateral mirando directamente al frente, la mirada endurecida, completamente concentrados, como si se tratara de la ira de Dios.
Siguieron mirando al frente y yo seguí mirándolos en tanto el tipo del Consejo Estudiantil terminaba y el Sr. Donnelly regresaba al micrófono. Comenzó a presentar a los jugadores de fútbol americano del duodécimo grado, leyendo la lista del programa.
—Brett Andrews, Arthur Bauer, Brian Baylor...
Volteé a ver al Sr. Donnelly. Estaba relajado, sonriente, completamente ignorante de cualquier problema. Mientras leía los nombres de cada jugador, este caminaba y se detenía delante de nosotros, de frente a la gente en la primera tarima.
—Terry Donnelly, John Drews, Erik Fisher...
Volteé a ver a Tino y a Víctor y se me heló la sangre. Me aterroricé. ¿Qué habían venido a hacer?
No tuve que esperar para enterarme. Tino caminó rápidamente por la lateral, Víctor lo seguía. Se acercaron en silencio a la primera tarima mientras el Sr. Donnelly continuaba leyendo los nombres.
Pero entonces, repentinamente, el Sr. Donnelly notó su presencia. Dejó de leer, volteó a verlos mientras caminaban y sonrió. Casi podías ver su mente trabajando. Pensando algo como: ¿había olvidado presentar a estos jóvenes para que pudieran subir y leer el poema que habían escrito?
Pronto encontró la respuesta. El Sr. Donnelly, y el resto de nosotros, vimos en silencio absoluto a Tino cruzando el piso de madera y caminando directamente hacia Erik.
Erik nunca lo vio venir. Tino levantó la pierna derecha y le dio vuelta formando una violenta patada de karate que dobló a Erik y llenó el gimnasio con un espeluznante ¡juuuh! salido de lo más profundo de los pulmones. Entonces, Tino dio un paso atrás, midió la distancia y levantó su rodilla hasta estrellarla en la cara de Erik. Un sonido agudo, como el de una ramita rompiéndose, hizo eco en el gimnasio. Entonces Tino, su voz llena de rabia y ahogado en lágrimas, gritó:
—¡Eso es por Luis Cruz! Yo me encargo de sus trabajos ligeros.
Pude sentir que mi papá se levantaba a mi lado. Pero eso fue todo lo que hizo. Se levantó y se quedó mirando a Tino. Todos en el piso, en las tarimas y en las graderías parecían haberse quedado congelados.
La primera persona en moverse fue Arthur Bauer. Se dirigió hacia donde estaba Erik, supongo que para protegerlo de más daño, pero nunca llegó.
Víctor corrió a toda velocidad. Arthur dio media vuelta al mismo tiempo que la cabeza de Víctor se dirigía a su abdomen. Arthur salió disparado hacia atrás para estrellarse en Brian Baylor, quien lo hizo a un lado.
De pronto, toda la gente en las graderías se había liberado, y enloquecieron, saltando y gritando y dando alaridos.
Víctor saltó encima de Arthur y comenzó a golpearlo furiosamente, propinándole ganchos en la cabeza con tanta rapidez que sus brazos se veían borrosas, como las cuerdas de nylon de una motoguadaña.
El entrenador Warner gritaba por encima de todas las demás voces.
—¡Agárrenlos! ¡Agárrenlos!
Algunos jugadores obedecieron. Saltaron encima de Víctor por detrás y lo hicieron soltar a Arthur Bauer. El entrenador Warner agarró a Tino, quien seguía de pie junto al cuerpo postrado de Erik.
Pero no pudieron atrapar a Víctor. Uno de sus captores se resbaló y cayó en la sangre que había salido de la nariz de Erik. Víctor se escapó y corrió. Los chicos del duodécimo grado lo persiguieron y lo atraparon, como lobo gruñendo, contra la puerta de emergencia. Se abalanzaron contra él, lo golpearon y lo empujaron contra la barra roja que decía LA ALARMA SE DISPARARÁ. Y eso fue exactamente lo que ocurrió: la alarma se disparó. La puerta se abrió rápidamente, Víctor se escurrió de quienes lo tenían agarrado y se fue, corriendo a la oscuridad de la noche.
El Sr. Bridges tomó el micrófono y empezó a pedir orden, pero el entrenador Warner gritaba más fuerte, gritaba a los jugadores que habían dejado a Víctor escaparse. Aplicó a Tino una llave de candado y empezó a caminar con él hacia la lateral, hacia su oficina, hacia mí.
Todo lo que recuerdo que sucedió después es que mi mamá gritó «¡Paul!» mientras yo salía volando. Aterricé con fuerza en la espalda del entrenador Warner y lo agarré con fuerza, cabalgando en su cuello y hombros. Se tambaleó hacia un lado, perdiendo a Tino. Sentí que una mano enorme se acercaba y me agarraba del cabello, tirándome hacia adelante, directo hacia su cabeza. Reboté en el suelo al mismo tiempo que Tino llegaba a la puerta de salida. Él también se perdía en la oscuridad de la noche.
Un par de jugadores de fútbol americano me pusieron de pie y me arrastraron bajo las graderías hasta la oficina del entrenador Warner. Me sentí aliviado por unos dos segundos. Y entonces, tuve a mi papá en la cara, agarrándome por la camisa y gritando.
—¡Te debería matar por lo que hiciste! ¿Estás loco?
El entrenador Warner parecía un poco más controlado. Apuntó un enorme dedo hacia mí.
—¿Quiénes son? —exigió.
Le sostuve la mirada, lo que hizo que mi papá enfureciera aún más.
—¡Ya lo oíste!, ¿quiénes son?
También a él le sostuve la mirada. Volteó hacia el entrenador Warner y reportó:
—Mi esposa piensa que son de su equipo de fútbol. El equipo de fútbol de la escuela media Tangerine.
El entrenador negó lentamente con la cabeza e hizo a mi papá la gran pregunta, la pregunta que todos en el gimnasio deberían estarse haciendo.
—¿Por qué?
Mi papá movió los músculos de su mandíbula para verse completamente perdido, sin palabras. Al mismo tiempo, aflojó la presión en mi camisa. De reojo alcancé a ver que el entrenador tenía una salida de emergencia propia. No me detuve. Golpeé la barra roja a toda velocidad y nunca volteé hacia atrás. Me apresuré con todas mis fuerzas por el estacionamiento, rodeé el estadio de fútbol americano y llegué a la Ruta 89.
Corrí con toda mi energía, a máxima velocidad, como si estuviera corriendo por la lateral de una cancha de fútbol infinita. Mantuve el ritmo hasta llegar a Lake Windsor Downs. Di vuelta bruscamente en el camino perimetral y avancé a tropezones en la tierra hasta llegar al muro detrás de nuestra casa. Entonces me quedé inmóvil, agarrándome de un lado, jadeando para tomar aire, doblado sobre mí mismo, adolorido.
Cuando pude hacerlo, miré hacia el muro. La pintura había sido limpiada, pero las palabras aún eran ligeramente visibles bajo la luz de la luna: LAS GAVIOTAS SON UN ASCO. Me quedé de pie, estudiando ese muro por mucho rato. Luego sentí unas luces alumbrándome, muy altas para ser las de un auto. Di la vuelta y vi la Land Cruiser acercándose lenta y desigualmente en la tierra llena de baches.
Erik y Arthur se quedaron adentro por un minuto, invisibles detrás del vidrio polarizado. Luego, un golpe de luz me dio en los ojos, arrojando mi cabeza hacia atrás. Era la luz central de la Land Cruiser: inmensa, brillante y poderosa, como un sol naciente.
Erik y Arthur abrieron sus puertas y se bajaron, dejando el motor y las luces encendidos. Se pararon al frente, de manera que las luces me alumbraban mientras ellos permanecían en la sombra. Aun así, podía ver sus caras hinchadas y sangrientas. Y vi que Erik llevaba un bate metálico de béisbol en una mano. Entendí que yo debería haber estado aterrorizado por este espectáculo: estas dos criaturas del demonio en un camino oscuro y solitario. Pero por primera vez en mi vida, no lo estaba.
Caminé hacia adelante y los vi de frente, tal como había visto a Luis hacer. Saqué mis manos, como él lo había hecho.
—No te tengo miedo, Erik. Ven acá —dije.
Erik mantuvo su postura, inmóvil. Pero Arthur sí se movió. Sacó la cachiporra y comenzó a golpearla en su mano. ¿En verdad puedes ser tan estúpido? —Pensé—. ¿En verdad sigues cargando el arma del asesinato?
Cuando finalmente hablaron, no fue aterrorizante, fue patético. Comenzaron con la misma rutina de siempre. Erik hizo sus comentarios y Arthur los repitió, como si nada en sus tristes vidas hubiera cambiado. Como si no acabaran de haber sido derrotados por un par de chicos de séptimo grado enfrente del equipo completo de fútbol americano y otras quinientas personas. Erik posó y habló y Arthur lo repitió.
—Vas a pagar por lo que pasó esta noche.
—Ay, sí, vas a pagar.
—Vas a desear que esta noche no hubiera existido.
—Ay, sí.
No podía soportarlo. Di otro paso hacia adelante y los enfrenté:
—Vamos, Erik, veamos si puedes hacer algo mejor conmigo de lo que hiciste con Tino.
Erik se detuvo, su ritmo había sido roto. Podía ver que su nariz estaba de lado. Trató de ignorar mi interrupción. Me dio un toque con el bate.
—Nosotros vamos a decidir qué es lo que va a suceder contigo.
—Vamos a decidir.
—Quizá estarás en el lugar correcto, pero quizá será el momento equivocado.
—Ay, sí, será el momento equivocado.
—Y entonces sucederá.
Di otro paso hacia adelante. Ahora podía ver la hinchazón alrededor de los ojos de Arthur.
—Ya he estado en el lugar correcto en el momento equivocado, asquerosos inferiores. Fracasados patéticos. Estaba bajo las graderías el martes en la tarde. —Levanté el dedo como si estuviera cargado y lo apunté a Arthur—: Te vi matar a Luis Cruz.
Los ojos hinchados de Arthur se hicieron más grandes y dio un paso hacia atrás. Erik le dirigió una mirada rápida. Luego volteó hacia mí.
—¿Quién te va a creer a ti, cerebrito ciego? ¡Estás ciego! No puedes ver diez pies delante de ti. ¡Nadie te va a hacer caso!
Erik se quedó viéndome, cada vez más enfurecido, con un odio cada vez más fuerte, moviendo el bate en un círculo estrecho. Podía ver que también sus ojos comenzaban a cerrarse por la hinchazón.
No le hice caso. Volví a hablar a Arthur.
—Y no soy el único que lo vio.
—¡Está mintiendo! —dijo Erik bruscamente. Pero Arthur ya había escuchado lo suficiente.
—Vamos, larguémonos de aquí —dijo.
—¡Está mintiendo!, ¡está mintiendo!, ¡está mintiendo! —gritó Erik hasta perder el control por completo. Comenzó a golpear los baches de tierra frente a él, gruñendo con rabia a cada golpe. Entonces, dio vuelta y soltó un golpe furioso en el faro derecho de la Land Cruiser. El vidrio explotó, salieron chispas y la luz se apagó chisporroteando.
—¡Vamos! ¡Vamos! Larguémonos de aquí. —La voz de Arthur era temblorosa, suplicante.
Erik seguía enfurecido. Hablaba con Arthur Bauer, pero me miraba fijamente cuando rugió:
—¡Cállate, Castor!
Entonces, de inhalación profunda en inhalación profunda, la furia empezó a retroceder. Erik caminó hacia atrás, paso a paso. Dio vuelta y arrojó el bate dentro de la Land Cruiser. Se subió y Arthur también lo hizo, y se alejaron rápidamente. Se alejaron dejando ese nombre, Castor, suspendido en el aire como una aparición espeluznante, como la llave de un candado, como la solución de un crimen sin resolver. Volteé la cabeza lentamente hacia el muro y recordé algo de hace mucho tiempo:
Un muro gris-plata.
Rodeaba una urbanización llamada Silver Meadows. Ahí vivíamos cuando tenía entre cuatro y cinco años de edad. Recordé a Castor. Vincent Castor. Era el gorila de Erik en ese entonces. Seguía a Erik por todos lados y hacía lo que se le dijera.
Recordé que había pintura en aerosol en el muro. Erik y Vincent Castor habían encontrado una lata de pintura en aerosol blanca y habían pintado algo en ese muro gris. Ni siquiera sé qué era. Nunca lo supe. Sólo sabía que Erik y Vincent Castor eran los autores. Todos los niños de la urbanización lo sabían. Pero nunca le dije a nadie que lo sabía.
Recordé una vez en que salí a jugar por la mañana y no pude encontrar a ninguno de mis amigos. ¿Dónde estaban? ¿Sabían algo? ¿Sabían lo que estaba a punto de sucederme?
Recuerdo que entré caminando a nuestro garaje y escuché la voz de Erik, fría y amenazadora.
—Vas a tener que pagar por lo que hiciste —dijo.
—¿Qué? No hice nada —dije.
—Vas a tener que pagar por haber acusado a Castor. Tú dijiste quién había pintado en el muro, y Castor se metió en problemas. A Castor no le gusta meterse en problemas.
Di la vuelta y vi a Vincent Castor. Tenía una lata de pintura en aerosol. Entonces sentí que Erik me agarraba por atrás, bloqueando mis dos brazos con sólo uno de los suyos. Pude oír mi propia voz gritando.
—¡Yo no fui! ¡Yo no fui!
Y recuerdo los dedos de Erik levantando mis párpados mientras Vincent Castor rociaba pintura blanca en ellos. Me dejaron gritando y dando vueltas en el suelo del garaje. Mi mamá vino y trató de arrastrarme hacia la manguera para limpiarme los ojos, pero peleé como un gato salvaje. Logró meterme en el asiento trasero del auto y llevarme al hospital.
Alrededor de la misma hora, dicen, hubo un eclipse solar. Yo no lo recuerdo. Pero recordaba el resto.
Permanecí ahí un poco más, hasta que estuve seguro de que no había nada más que recordar. Escalé el muro, salté al otro lado y crucé el jardín hacia la puerta trasera. Cuando entré, mi mamá y mi papá estaban sentados en bancos junto a la barra desayunadora, viendo un bloc de notas amarillo de tamaño oficio.
Estaban listos para saltarme encima, no había duda. Pero salté primero.
—¿Recuerdas a Vincent Castor? ¿De Silver Meadows? —dije a mi mamá. Mis papás voltearon a verse. No había dudas, lo recordaban—. ¿Te acuerdas de él, mamá? ¿Papá? Él era el Arthur Bauer de aquel entonces.
Mi mamá se puso pálida como la muerte.
—¿De qué se trata todo esto, Paul? —dijo.
Mi papá trató de retomar el control.
—Mira, Paul, hay preguntas sobre lo que sucedió esta noche que necesitan una respuesta.
—¡No! ¡No, señor! —exploté. Me arranqué los anteojos de fondo de botella y los agité enfrente de él, enfurecido—. ¡Hay preguntas sobre estos que necesitan una respuesta! ¿Soy tan tonto y estúpido que estuve viendo un eclipse durante una hora hasta quedarme ciego? ¿Soy así? ¿Soy tan idiota?
No respondieron. No voltearon a verme. Ni siquiera parecía que estuvieran respirando.
Mi papá veía hacia abajo, hacia el bloc de notas amarillo, cuando dijo:
—Tenías cinco años, Paul. Era muy poco lo que podías entender. Lo único que podías entender era que algo malo había pasado.
Mi mamá habló con los ojos cerrados, como si realmente no estuviera ahí, como si su voz estuviera saliendo de la radio.
—Tenía tanto miedo de que te quedaras ciego. Pero las noticias no fueron tan malas. Me dijeron que no quedarías ciego. Me dijeron que tus ojos sanarían, lentamente. —Sus ojos se abrieron, pero su voz comenzó a desaparecer—. Me dijeron que quizá perderías la visión periférica. O que quizá no. Pero que no quedarías ciego. Esas fueron las buenas noticias. —Entonces, mi mamá empezó a llorar. Con la cara aún congelada, como si fuera una estatua, comenzó a llorar.
Bajé la voz y le dije:
—Deja que te pregunte algo, mamá. Cuando llegaste a casa del hospital ese día, ¿viste la pintura blanca en las manos de Erik?
No lo dudó.
—Sí.
—¿Supiste qué había sucedido?
—Sí.
Nadie habló por un par de minutos.
Mi papá continuó examinando el bloc de notas que tenía enfrente. Luego habló.
—Los doctores nos dijeron que probablemente nunca lo recordarías. Y pensamos que era la mejor manera de manejar la situación. —Negó con la cabeza, triste—. Queríamos encontrar una manera de evitar que odiaras a tu hermano.
—¿Entonces se les ocurrió que sería mejor que me odiara a mí? —respondí.
Eso fue todo. Mi papá estaba acabado. Se derrumbó. Daba miedo verlo. No lloró como una estatua, lloró como un bebé. Después de un minuto los dejé, sentados ahí, resoplando y sintiendo pena por ellos mismos, y subí las escaleras.
Eso me lleva a la llamada de Joey, en la que me preguntaba si yo estaba bien. Estoy bien. Estoy más que bien. Finalmente.
Joey y yo estábamos hablando de nuevo por teléfono a las nueve de la noche.
—¿Fisher? ¿No te han arrestado todavía?
—No, todavía no.
—Eh, ¿Betty Bright tiene un Mustang amarillo?
—Sí.
—Bueno, está estacionado frente a la casa del Sr. Donnelly.
—Ah, ¿sí?
—Quizá esté delatándolos a ustedes por lo de anoche.
—No, no lo haría. De todas maneras, no tiene por qué hacerlo. Ellos saben quién soy. Y saben dónde encontrar a Tino y a Víctor.
—Sí, supongo. Bueno, pensé que querrías saberlo.
—Seguro, gracias. Voy a echarle un vistazo.
Subí a mi bicicleta y me apresuré a la casa del Sr. Donnelly. El aire estaba caliente y seguía lleno de humo. Vi el Mustang amarillo más adelante. Alguien estaba sentado al frente, del lado del pasajero. Me detuve junto a la ventana y vi una cara familiar.
—¿Shandra?
Shandra volteó sus ojos oscuros hacia mí. Parecía estar muy lejos, perdida en sus pensamientos. Finalmente habló.
—Hombre Pescador, ¿vives por aquí?
—Sí.
Asintió con la cabeza y señaló la casa del Sr. Donnelly.
—¿Conoces a este tipo?
—Ajá. El Sr. Donnelly. El que escribe de deportes.
—La entrenadora Bright y mi hermano, Antoine, están hablando con él —explicó. Pareció que iba a perderse de nuevo, pero luego dijo con entusiasmo—: ¡Eh, escuché lo que hiciste anoche!
—¿Ah, sí? ¿Antoine te dijo?
—No. Antoine no estaba ahí.
—¿No?
—No. Se quedó en casa. —Regresó a su voz lejana—. Ya sabes, él es la estrella del equipo de fútbol americano de la escuela secundaria Lake Windsor, pero no vive en Lake Windsor. Vive en Tangerine.
—Entiendo. Yo hago algo similar. Vivo en Lake Windsor, pero juego en Tangerine.
—Pero no tienes que mentir sobre lo que estás haciendo, ¿o sí? No tienes que vivir una mentira todos los días de tu vida en este mundo, ¿no es verdad? —Negué con la cabeza y ella continuó hablando—. Ese tipo de mentira consume a la gente, día a día, hasta que le enferma el corazón. Y es por eso que Antoine no fue a recoger ningún premio anoche. Se sentía enfermo del corazón.
Me senté de nuevo en mi asiento y le pregunté, tan casualmente como pude:
—Sólo se siente culpable por mentir, ¿o qué es?
—No lo sé. Supongo que no se trata sólo de una cosa. Se sintió muy mal después del último partido, cuando vencieron a la escuela secundaria Tangerine de la manera en que lo hicieron. Todos eran sus amigos cercanos, ¿sabes?, los chicos con quienes nos reuníamos sólo hace un par de años. Él no quería vencerlos de esa manera, avergonzarlos de esa manera. —Shandra miró hacia abajo y disminuyó el volumen de su voz un poco—. Y ahora se siente mal por mí, porque no pude poner mi fotografía en el periódico aun cuando me gané el derecho a hacerlo. Porque no puedo mostrarme orgullosa de mí misma porque tengo miedo de que eso lo delate. Porque temo que alguien me vea y diga: «ella es la hermana de Antoine, ¿cómo es que juega para Tangerine y él juega para Lake Windsor?».
Pensé en el momento en que ella corrió para alejarse de la cámara y del Sr. Donnelly. Ahora aquí estaba, sentada en el camino de entrada de este último. ¿Qué estaba ocurriendo?
—Shandra, ¿hay algo más? —pregunté—. ¿Hay otra razón por la que Antoine se sienta tan enfermo del corazón?
Los ojos de Shandra se encendieron hacia mí. Respondió con intensidad.
—Sí, hay algo más. No quieren decirme qué es, pero hay algo más. Antoine estaba anoche de rodillas, llorando. Y no era por sus amigos íntimos, y no era por mí. No podía evitarlo. Me asusté y llamé a la entrenadora Bright. La entrenadora y Antoine estuvieron de pie afuera, hablando por un largo rato, luego entraron y llamaron al Sr. Donnelly. Y ahora aquí estamos.
Oí la puerta principal cerrarse fuertemente. Volteé a ver a Betty Bright caminando por la acera hacia nosotros. Antoine Thomas y el Sr. Donnelly estaban de pie, inmóviles, en la puerta, dándose la mano.
Betty Bright parecía cansada, con los ojos tristes, pero logró sonreír cuando me vio.
—Paul Fisher. Escuché lo que hiciste anoche.
—Hola, entrenadora.
Bajó la mirada para verme.
—¿Regresarás el próximo año?
—Eso espero.
—Mi chica aquí se va a la escuela secundaria. Estaba pensando intentar con un chico en la portería.
Me reí, pero luego dije:
—Haré lo que usted diga, entrenadora. Pero no quiero el trabajo de Shandra, quiero el de Maya.
—¿Ah, sí? Muy bien, como sea. Quiero que regreses.
Oí que la puerta del frente se cerraba de nuevo. Antoine Thomas se dirigió hacia donde estábamos, caminando lentamente. Es tan alto como Betty Bright, pero es más ancho y completamente musculoso.
—¿Todo bien? —dijo Betty a Antoine.
—Sí —respondió él con voz baja, tranquila.
—Entonces, ¿ya está todo arreglado?
—Sí, va a publicar la historia mañana. —Miró hacia abajo para ver a Shandra —. Vamos a decir la verdad ahora, ¿entendido? No cuentes a nadie nada que no sea la verdad de ahora en adelante.
Antoine volteó a verme casualmente. Luego sus ojos se encogieron.
—Él es Paul Fisher —dijo Betty Bright—. Es uno de mis jugadores.
Antoine estudió mi rostro.
—¿Eres el hermanito de Erik Fisher? —dijo.
Me puse rígido al escuchar el nombre de Erik.
—Sí —murmuré.
—Es momento de empezar a decir la verdad, hermanito —dijo él, tranquilamente—. ¿Entiendes de qué estoy hablando?
Asentí con la cabeza como si hubiera entendido. Pero no lo había entendido. En realidad no. No hasta que él agregó:
—No pases tu vida escondido bajo las graderías, hermanito. La verdad te hará libre.
Asentí con la cabeza, completamente convencido.
—¡Sí! ¡Sí! —dije.
Betty Bright y Shandra estaban claramente desconcertadas, pero no hicieron preguntas.
—Vamos, tenemos una parada más que hacer —les dijo Antoine. Luego volteó a verme—. Tenemos que decir la verdad a alguien más.
El auto retrocedió y los tres se alejaron rápidamente, sin ninguna otra palabra, dejándome solo en el camino de entrada del Sr. Donnelly.
—¡Bajo las graderías! —me repetí. Y supe cuál sería la próxima parada. Antoine iba a ir al Departamento del Sheriff para contarles lo que había visto, a decirles que él había sido testigo del asesinato de Luis Cruz.
De repente, me sobresalté al escuchar el sonido de la puerta del garaje abriéndose y de ver al Sr. Donnelly en su auto dirigiéndose en reversa a gran velocidad hacia donde yo estaba. Tuve que moverme rápidamente para quitar mi bicicleta de su camino. Frenó bruscamente y bajó el vidrio. Estaba visiblemente nervioso.
—¿Estás bien, Paul?
—Sí, señor.
—Lo siento. Debería haber prestado atención. Hay muchos niños por aquí. Debería haber prestado atención.
—No hay problema, estoy bien. —Como no dijo nada más, hablé—: Acabo de hablar con Betty Bright. Dijo que había traído a Antoine Thomas a hablar con usted.
—Así es. ¿Te dijo de qué hablamos?
—No, señor.
El Sr. Donnelly lo pensó unos segundos.
—Entonces, es mejor que yo tampoco te lo diga. Dejemos que todo el mundo se entere de la manera correcta, leyéndolo en el periódico mañana. ¿De acuerdo, Paul?
—De acuerdo.
El Sr. Donnelly se alejó, dejándome imaginando qué era lo que Antoine Thomas podría haberle dicho. Bajé a la calle y empecé a pedalear, pensando: Supongo que todos tendremos que esperar hasta mañana.
Me las arreglé para evitar a mi mamá y a mi papá la mayor parte del día. Sé que estuvieron en el rincón por horas con ese bloc de notas amarillo de tamaño oficio. A las cinco de la tarde, los tres nos sentamos en un círculo alrededor de una pizza, pero nadie tenía hambre.
—Vamos a tener una reunión muy importante aquí mañana al mediodía, Paul —me dijo mi mamá—, nos gustaría que asistieras.
—Muy bien —dije.
—Invitamos a algunas personas —agregó mi papá—. Deberías ser una de ellas.
—Muy bien.
Todos comimos pizza en silencio, y luego reaccionamos al escuchar el mismo sonido perturbador. Era el sonido de una silla rechinando en el suelo, arriba de nosotros. Erik, aparentemente, estaba refugiado en su cuarto, escondiendo la cara.
Me desperté antes del amanecer, esperando las noticias. Las malas noticias. Estaba de pie en la acera cuando una furgoneta blanca de frenos chillantes se acercó. Un brazo delgado salió por la ventana del lado del copiloto y lanzó la edición dominical del Tangerine Times al camino de entrada. Era más grande de lo normal, pesaba y estaba doblemente envuelto en una bolsa de plástico.
Lo mismo estaba sucediendo en todo Lake Windsor; lo mismo estaba sucediendo en todas las demás urbanizaciones. Las furgonetas blancas estaban apareciendo, y esas pesadas bolsas de plástico estaban volando frente a las ventanas, reventando como globos con agua en las casas de los fanáticos de la escuela secundaria Lake Windsor. De seguro era un desastre.
Nuestro teléfono comenzó a sonar a las siete de la mañana. Mi papá respondió escaleras arriba y se enteró de las malas noticias de boca de otro padre de un jugador de fútbol americano. Ni siquiera sé cuál.
Yo estaba ya en el gran salón, leyendo al respecto. La historia llenaba la esquina inferior derecha de la primera página. Ocupaba dos columnas y continuaba en la página diez. El encabezado decía: «Atleta de Lake Windsor confiesa en escándalo de fútbol americano». Había una foto de Antoine Thomas saliendo del edificio administrativo del Condado de Tangerine con el pie «El mariscal de campo estrella Antoine Thomas sale de una reunión de emergencia de la Comisión de Deportes del Condado de Tangerine».
La página principal era sólo la punta del iceberg. El artículo continuaba adentro, con fotografías, gráficas y citas a lo largo de las páginas diez y once. Había fotos de Antoine, del entrenador Warner y de los tres miembros de la Comisión de Deportes del Condado de Tangerine. Había una gráfica explicando los límites territoriales de la escuela secundaria Lake Windsor y de la escuela secundaria Tangerine, y otra gráfica que mostraba los récords de fútbol americano de Lake Windsor antes y después de la llegada de Antoine Thomas. Las citas eran del entrenador Warner y del Sr. Bridges. Ambos estaban «impactados» por la noticia. Ninguno admitía saber nada de nada.
El artículo comenzaba así: «La Comisión de Deportes del Condado de Tangerine, reunida anoche en una sesión de emergencia, votó por anular las victorias del equipo de fútbol americano de la escuela secundaria Lake Windsor de las últimas tres temporadas. Esta drástica acción se llevó a cabo en respuesta a la confesión hecha por el mariscal de Lake Windsor, Antoine Thomas, a los miembros de la Comisión. En una declaración firmada, Thomas confesó haber mentido con respecto a su elegibilidad para matricularse en la escuela secundaria Lake Windsor».
El artículo citaba a un miembro de la comisión quien dijo que Antoine «los había contactado, se había reunido con ellos y les había mostrado una declaración notariada». El mismo miembro dijo que «no tenían otro remedio que aplicar el reglamento de la Comisión y anular las victorias en las que el Sr. Thomas había participado».
No podía creer lo que estaba leyendo. Había pensado que quizá Lake Windsor habría sido multado. O que tendrían que renunciar a su última victoria contra la escuela secundaria Tangerine. Pero no había nada de eso. Nunca habría sospechado que la Comisión tuviera tanto poder. Era como si estuvieran reescribiendo la historia.
Lake Windsor tenía un récord de 7–3 en la primera temporada de Antoine; luego de 9–1 en la siguiente temporada y de 10–0 en esta. Era un total de 26 victorias y 4 derrotas. Ahora estaban 0–30, o sea 0 victorias y 30 derrotas en las últimas tres temporadas.
Y como si eso no fuera lo suficientemente extraño, cualquier récord que hubiera establecido con Antoine en el equipo también había sido anulado. Había un recuadro con la lista. La mayoría de los récords pertenecía a Antoine Thomas, pero Erik Fisher estaba ahí con el gol más largo, el porcentaje más alto de goles de campo en una temporada y el mayor número de puntos extra en una temporada.
No más. Todos habían sido anulados.
Había otro artículo enfocado en un tipo que vive en Tangerine, en la misma calle que Antoine Thomas. Es un tipo negro de alrededor de veinticinco años de edad, quien había jugado fútbol americano en la escuela secundaria Tangerine y luego en Florida A&M. Esto es parte de lo que dijo: «Todo el mundo sabe cómo es esto. Si quieres alcanzar el gran sueño de fútbol americano, el trofeo Heisman aquel, te sales de Tangerine. Ningún cazatalentos importante viene acá nunca. Jamás. Entonces te consigues una dirección en Lake Windsor. Haces que tu correo llegue ahí, pero continúas viviendo aquí. Vives una mentira. Todo el mundo sabe qué está sucediendo. Nadie hace preguntas... Pero ahora Antoine está en pie, diciendo que todo es una mentira, así es que la gente tendrá que escucharlo».
Ya había terminado de leer todos los artículos de la página principal cuando mi papá entró al gran salón. Aún tenía el teléfono en la mano, y se había olvidado de apagarlo. Por su cara, podía adivinar que ya le habían contado los hechos más importantes. Le entregué la sección principal sin hacer comentarios y volteé a ver lo que había en la sección de deportes.
Mi papá se sentó en el suelo. Finalmente apagó el teléfono y comenzó a leer. Pero el teléfono volvió a sonar de inmediato. Escuchó con impaciencia y dijo:
—No tengo idea, no he ni siquiera tenido aún la oportunidad de leer el periódico. —Colgó de nuevo y sostuvo el periódico frente a él con ambas manos, como si estuviera agarrando a algún tipo de las solapas.
Lo dejé solo y examiné la portada de la sección de deportes. Al lado izquierdo había una columna escrita por el Sr. Donnelly, con el extraño título «Reflexiones sobre un plato de porcelana imaginario». Por poco no lo leo, pensando que había escrito la columna antes de que sucediera lo de Antoine Thomas. Pero estaba equivocado. Esta es la columna completa:
No mucha gente sabe esto.
Por veinte años tuve el récord de yardas por pase en un solo partido del Condado de Tangerine. Cómo obtuve ese récord tiene tanto que ver con las condiciones climatológicas como con mi talento como mariscal de campo, pero no me importaba. El récord era mío, y me sentía orgulloso por ello.
La noche en que establecí mi récord, la escuela secundaria Tangerine estaba jugando contra la escuela secundaria Suwannee bajo una violenta tormenta. Sin discusión, el partido debería haber sido cancelado, pero nadie con autoridad tuvo la prudencia suficiente para hacerlo. Al tiempo que el cielo relampagueaba y tronaba, yo, el mariscal de campo ignorado de un equipo ignorado, me alcé de ese lodo no una, sino dos veces, para lograr la inmortalidad en el fútbol americano.
En dos ocasiones nos vimos clavados en nuestra propia línea de cinco yardas, y dos veces tuve que retroceder, dando tumbos y resbalones, para lanzar el balón. Dos veces un receptor corrió detrás de ese pase y siguió corriendo, 95 yardas, hasta llegar a la zona de anotación. En dos jugadas hice pases por 190 yardas. El resto del partido haría pases por sólo 37 yardas más, pero el daño ya estaba hecho. El récord anterior había sido hecho añicos. El nuevo récord era mío. Pasó al libro de récords de la siguiente manera: «El mayor número de yardas por pase en un solo partido, 227, William F. Donnelly, escuela segundaria Tangerine».
De hecho, he visto este libro de récords en reuniones de la Comisión de Deportes del Condado de Tangerine. Es un viejo libro rojo. Y sí, he buscado mi nombre. Ese nombre, escrito a mano en un grueso libro viejo, es todo. Es lo que obtienes. No hay trofeo, no hay placa, no hay certificado, no hay plato. Obtienes sólo ese renglón escrito a mano además del conocimiento, dentro de ti, de que tienes el récord.
Bueno, eso no era suficiente para mí. Necesitaba algo que luciera más, algo que pudiera ver en mi mente. Por eso, cada vez que pensaba en el récord, lo que sucedía con frecuencia, imaginaba un plato fino de porcelana. Era un plato grande con un borde circular de oro de catorce quilates. Un plato que exhibirías con orgullo en una vitrina de trofeos. Un plato que brillaría frente a invitados y los llevaría a hacer comentarios al respecto. Pero también era un plato frágil, uno que duraría hasta que el destino decidiera sonreír a otro mariscal de campo que se levantara de otro charco de lodo.
Milagrosamente, mi plato estuvo colgado intacto durante veinte años. Cuando se rompió, cuando mi récord finalmente cayó, no tuvo nada que ver con un lanzamiento afortunado o con una superficie resbalosa.
Antoine Thomas, de la escuela secundaria Lake Windsor, rompió mi récord a la mitad de su paso por el décimo grado. Lo rompió un sábado de sol en la escuela secundaria Lake Windsor, jugando contra mi vieja escuela. En ese juego, lanzó por un total de 250 yardas e hizo 5 anotaciones.
Pero eso era sólo el principio. Antoine Thomas rompería mi récord seis veces más (de hecho, después de la primera, empezó a romper sus propios récords). Continuaría reescribiendo ese viejo libro de récords en docenas de partidos, temporadas y categorías de carreras, convirtiéndose en el jugador más relevante de su generación y de cualquier otra.
Ahora todo eso cambió.
La Comisión de Deportes del Condado de Tangerine resolvió que Antoine Thomas no era legalmente elegible para jugar en la escuela secundaria Lake Windsor. Por lo tanto, los récords que rompió no fueron rotos legalmente.
¿Se dan cuenta de lo que esto significa?
La Comisión de Deportes del Condado de Tangerine recogió los fragmentos de mi plato de porcelana, los unió con Kola Loka y me lo devolvió.
Lo estoy viendo justo ahora. Supongo que lo hicieron con buenas intenciones, pero hicieron un pésimo trabajo. Puedo ver las grietas, como si fueran líneas de edad en un rostro. Puedo ver las gotas de pegamento, como si fueran lágrimas que nunca caerán. Puedo ver que faltan astillas y pedazos del borde de oro en las partes donde el círculo se rompió.
Gracias, Comisión de Deportes del Condado de Tangerine, pero no gracias. No voy a poner esta cosa de nuevo en mi vitrina de trofeos. No la pondría ni siquiera en una venta de garaje. Esto no es algo de lo que se pueda estar orgulloso.
Antoine Thomas tiene el récord de yardas por pase en un solo partido. Antoine Thomas es el mejor mariscal de campo de la historia del Condado de Tangerine.
Todo el mundo lo sabe.
Estaba contento de saber que el Sr. Donnelly había escrito positivamente sobre Antoine porque era claro que nadie más lo iba a hacer. El teléfono siguió sonando.
Una estrategia comenzaba a surgir de las llamadas que mi papá recibía y hacía. Iban a culpar a Antoine, y sólo a Antoine. Las familias, los entrenadores, los maestros, los seguidores iban a negar que sospecharan remotamente de que alguien hubiera roto las reglas en algún momento.
¡Por favor! Después de que escuché a mi papá diciendo a un entrenador adjunto que él también estaba «impactado por la noticia», no pude más.
—Papá, ¿has visto alguna vez a algún jugador del equipo de fútbol americano de la escuela secundaria Lake Windsor corriendo afuera? ¿Cómo, digamos, en la calle?
—Sí, seguro, ¿por qué?
—¿Los has visto alguna vez conduciendo bicicletas de diez velocidades o arrojando tiros a una canasta o jugando tenis?
—Sí.
—¿Los has visto conduciendo sus propios autos?
—Sí.
—Muy bien. Ahora dime, ¿has visto alguna vez a Antoine Thomas haciendo una de esas cosas? ¿Has visto alguna vez a Antoine Thomas corriendo o pedaleando en una bicicleta o conduciendo un auto por aquí?
Mi papá me vio con curiosidad, pero seguía sin entender.
—No, no puedo decir que lo haya visto —respondió.
—¿Lo has visto en el supermercado? ¿O junto a la bomba de una estación de gasolina? ¿O comprando papas fritas en un McDonald’s?
Mi papá ahora asentía con la cabeza, pero no estaba de acuerdo conmigo. Estaba empezando a molestarse.
—¿De qué se trata esto?
—Supongo que se trata de tu vista, papá. Tu vista y la del entrenador Warner y la del Sr. Bridges y la de todo aquel que esté «impactado» hoy. Porque yo he visto a muchos de esos chicos de Lake Windsor en mucho lados. Adonde quiera que vaya, de hecho. Pero nunca he visto a Antoine Thomas. Nunca lo he visto en ningún lugar, excepto en el estadio de fútbol americano. Eso se debe a que no vive por aquí, papá. Vive en Tangerine. Todo el mundo lo sabe.
Mi papá vio hacia abajo. Sabía que yo tenía razón. Sabía la verdad. El teléfono sonó de nuevo, pero no lo contestó.
Con tantas cosas peleando por mi atención, debo confesar que la «reunión importante» de mi mamá y mi papá no me parecía muy importante. Es por eso que me tomó por sorpresa.
Al bajar las escaleras escuché la voz de mi mamá, tensa y molesta.
—Quiero que esto se acabe ya, por completo, que todo el mundo se haya ido para el momento en que lleguen mis padres.
Mi papá estaba igual de tenso.
—¿Qué? ¿Y piensas que yo no? No quiero que se entrometan en esto.
Estaban arreglando el gran salón, arreglándolo como lo hacen cuando hay una reunión de propietarios. Acomodaron diez sillas frente a la chimenea para los «invitados» y otras diez sillas al lado, cerca de la cocina. Estas sillas, resultó, eran para las «familias» —dos familias—: los Fisher y los Bauer.
Cuando los invitados llegaron, mi papá les entregó una hoja de papel. Tomé una y la leí. Era una lista de objetos, cosas que habían sido robadas de las casas de Lake Windsor Downs, de acuerdo con la compilación hecha por el Departamento del Sheriff del Condado de Tangerine. Había anotaciones como estas: «Reloj Rolex, $900, recuperado» y «Perlas, antiguas, $500, no recuperadas».
A la una en punto todos los invitados estaban sentados. Conocía a la mayoría de ellos. Eran de la misma calle que Joey, la calle donde todas las casas habían sido cubiertas con carpas. Es lo que todos ellos tenían en común. La Tudor blanca, la Lancaster gris, la Stuart amarilla: hoy todos eran iguales. Hoy todos eran las Carpas azules.
Las sillas laterales habían sido ocupadas por mi mamá, mi papá, Arthur Bauer sénior, la Sra. Bauer (a quien nunca antes había visto) y Paige Bauer. Arthur Bauer sénior parecía estar enojado. Los demás parecían consternados. Arthur Bauer junior estaba con Erik afuera, en el patio, donde los dos estaban encorvados y callados. Mi mamá y mi papá habían colocado un par de sillas para ellos junto a sus familias, pero no estaban sentados. Yo tampoco estaba sentado en mi silla de familiar. Escogí un lugar en el sillón, junto a la mesa de centro.
Mi mamá se puso de pie para comenzar la reunión. Pero antes de hablar, volteó hacia afuera y miró a Erik. Luego caminó a la cocina, abrió la puerta del patio y dijo, con voz temblorosa:
—Erik, ¿puedes entrar, por favor?
Ni Erik ni Arthur se movieron.
Mi mamá se quedó afuera, esperándolos, en frente de todos. El gran salón se llenó de silencio como si hubiera un olor vergonzoso. Finalmente, mi mamá repitió:
—Erik, ¿puedes entrar, por favor?
Arthur Bauer sénior se asomó por la esquina y ladró:
—¡Arthur! ¡Ven acá!
Primero Arthur y luego Erik se pusieron de pie tambaleándose y se movieron lentamente hacia adentro, hacia las sillas vacías junto a sus familias. Cuando se sentaron se escuchó un suspiro bajo cuando los invitados miraron las caras horribles de ellos dos. La nariz de Erik estaba de color rojo sangre e hinchada. Sus ojos eran simples hendiduras bordeadas de negro, como los de un mapache. Lo creas o no, Arthur se veía peor. La cara de Arthur estaba cubierta de bultos morados y cortes rojos. Sus labios también estaban rotos e hinchados. Parecía como si estuviera fuera de lugar entre humanos, como ogro en un cuento de hadas.
Mi mamá tomó su bloc de notas, lo abrió y comenzó a hablar con voz uniforme y formal.
—De parte de la familia Bauer y la familia Fisher, quiero agradecerles por haber venido. Es mi deber informar a todos ustedes de lo siguiente. —Volteó a ver sus notas y leyó—: El veintidós de noviembre hice un descubrimiento impactante. Cuando estaba en nuestra unidad de almacenamiento buscando las cajas con ropa de invierno, encontré una mochila deportiva que no pertenecía a ese lugar. Cuando abrí esa mochila, encontré una máscara de gas del ejército de los Estados Unidos, un par de guantes de caucho y una bolsa de plástico del supermercado llena de aretes de diamantes, relojes, anillos de oro y muchos otros tipos de joyas de valor.
Esta vez se escuchó un fuerte resuello en la audiencia, incluyéndome a mí.
—Esta tarde hablé con el sargento Edwards del Departamento del Sheriff del Condado de Tangerine. El sargento Edwards me confirmó que los objetos en la mochila deportiva correspondían con las descripciones de los objetos que habían sido robados de las casas de ustedes cuando estuvieron cubiertas.
Mi mamá cerró su bloc de notas y miró a los invitados a los ojos.
—No se necesita ser un genio para descubrir el resto. Estos objetos fueron robados por Erik Fisher y Arthur Bauer, quienes han admitido haberlo hecho. No tenían otra opción que admitirlo. Arthur usó la máscara de gas para entrar a las casas cubiertas. Luego, robó cosas de esas casas mientras Erik vigilaba afuera.
Sacó una copia de la hoja que se había entregado a cada invitado.
—Hemos ya recuperado algunos de los objetos. Mi marido les dirá más al respecto. Erik y Arthur se deshicieron de algunas de las cosas de ustedes y estamos trabajando en recuperarlas. —Mi mamá inclinó la cabeza para señalar a Paige—. Paige Bauer devolvió ya los objetos que le fueron entregados. Su amiga Tina Turreton, quien aceptó venir hoy, pero que obviamente no se presentó, devolvió lo que le fue entregado. Además, ellas nos han proporcionado los nombres de otros estudiantes de la escuela secundaria Lake Windsor que recibieron objetos robados de manos de Erik y Arthur. Contactamos a los padres de todos esos estudiantes y confiamos en que lograrán recuperar dichos objetos robados. —Mi mamá miró en silencio a los invitados durante un minuto, y luego dijo—: Mi marido tiene más cosas que decirles.
Mi papá se puso de pie al tiempo que mi mamá se sentaba. Retomó el tema donde ella lo había dejado.
—Así es, el sargento Edwards es el oficial del Condado de Tangerine que está a cargo de todos los casos de ustedes. Nos ha permitido, y al decir «nos» me refiero a los Fisher y a los Bauer, aproximarnos a todos ustedes con un plan para restituirles. Eso quiere decir que Erik y Arthur les restituirán por completo, a todos ustedes, por la totalidad de los objetos de su propiedad. Si algún objeto no puede ser recuperado y regresado, el Sr. Bauer y yo garantizaremos su valor total en efectivo. —Mi papá levantó su copia de la lista de bienes robados—. Pueden ver lo que ya recuperamos. Esos objetos podrán ser entregados a ustedes a partir de mañana. Si todos están de acuerdo con este plan de restitución, y tiene que ser un acuerdo unánime, entonces el Departamento del Sheriff no presentará más cargos contra Erik y Arthur.
Sentí pena por mi papá en ese momento. Simplemente no podía darse por vencido. Había invertido demasiado en el Sueño de Fútbol Americano Erik Fisher y simplemente no podía darse por vencido. Quería decirle: Mira la cara de Erik, papá. Así es como realmente se ve. Pero me mantuve en silencio.
El teléfono sonó, así que me incliné hacia la mesa de centro y tomé el teléfono inalámbrico. Era Joey, y prácticamente estaba gritando a través del auricular.
—¡Los ayudantes del Sheriff están en la casa de Arthur Bauer! Están sentados en un auto, en frente.
—¿Ah, sí?
—Sí. Me detuvieron cuando pasaba en bicicleta. Me preguntaron si sabía dónde estaba él.
—Yo sé dónde está.
—¿Sí? ¿Dónde?
—Aquí.
—¡Ya! ¿Puedo decirles eso?
—Sí, ¿por qué no?
Joey colgó el teléfono con un golpe.
Arthur Bauer sénior hablaba ahora. Estaba enojado.
—Hablé con mi hijo de esto. Admitió su responsabilidad, dijo que lo siente y confesó todo lo hecho. La pregunta ahora es: ¿quieren procesar a estos dos chicos tontos y posiblemente arruinar sus vidas? ¿O quieren que les restituyan por completo, como hombres, y sigan adelante con sus vidas? ¿Quieren darles una segunda oportunidad o no?
Inspeccioné los rostros de la gente de las carpas azules. Sus bocas se quedaron inmóviles. Sus ojos estaban enfocados en los rostros feos de Erik y Arthur. Los Carpas azules claramente no sentían compasión por estos dos ladrones sentados que miraban al suelo, sin voz, inútiles, sin vida, como un par de maniquíes en un contenedor de basura.
Un hombre habló en contra de lo que decía el Sr. Bauer.
—No me culpes por arruinar la vida de tus hijos —dijo—. Yo no le pedí a tu hijo que entrara a mi casa sin haber sido invitado.
El Sr. Bauer respondió fríamente.
—No, por supuesto que no lo hiciste.
El hombre volteó hacia los demás y continuó hablando.
—¿Por qué deberían escaparse del castigo por los crímenes cometidos? Eso no es hacer justicia. ¿Qué tal si la policía hubiera echado el guante a dos chicos de Tangerine por haber robado en nuestras casas? Estarían ya en la cárcel.
El Sr. Bauer agitó la lista para que la viera quien hablaba.
—Sí. Y nunca volverías a ver los objetos que te pertenecen. Si esto se lleva ante el tribunal, no podrías recuperar tus cosas.
—¿Qué es todo esto? —gritó el hombre—. ¿Chantaje? ¿Si no estoy de acuerdo, no me devuelven mis cosas? —Volteó a ver a los demás—. Nos están robando de nuevo.
El Sr. Bauer estaba furioso, pero controlado.
—Sí, bueno, quizá seas la única persona en el mundo que nunca hizo nada malo en su vida. Quizá naciste perfecto. Quizá nunca fuiste un chico tonto.
El hombre no se retractó.
—Te voy a decir lo que nunca hice. Nunca entré a la fuerza en el dormitorio de una mujer mayor de edad, registré el cajón de su ropa interior y robé el collar de perlas que le había sido entregado por su propia abuela, para luego dárselo a mi novia como si fuera un hombre adulto. Nunca hice eso. Y no conozco a nadie más que lo haya hecho. Tu hijo y el otro chico pertenecen a su propia clase.
El Sr. Bauer no respondió. Estaba tan enojado que caminó de regreso a su asiento y se sentó, dejando la reunión sin alguien al frente.
Mi papá se puso de pie de nuevo, vio a todos y simplemente preguntó:
—¿Aceptan nuestro plan para hacer la restitución, o no?
¿Qué opción tenían? Al final, la gente de las carpas azules aceptó el plan, a regañadientes. Aceptaron, a regañadientes, dar a Erik y Arthur esa segunda oportunidad. La segunda oportunidad que obtienes cuando tus papás pueden garantizar una restitución completa. La segunda oportunidad que obtienes cuando puedes patear un gol de campo de cincuenta yardas.
La reunión se acabó rápidamente. El Sr. Bauer llevó a su familia directamente a la puerta. Los demás invitados salieron en fila, solemnemente y en silencio. Pero se detuvieron. Algo estaba bloqueando su camino. Me apresuré a la ventana lateral y me asomé.
Lo primero que vi fue a Joey. Estaba montado en su bicicleta en la acera. Entrecerraba los ojos bajo el sol. Miré hacia su izquierda ¡y ahí estaban! Dos ayudantes del sheriff: uno era delgado y tenía el cabello rubio; el otro era grande y musculoso y tenía bigote negro. Joey señaló a Arthur Bauer y los dos policías se dirigieron hacia él. Arthur y su padre se detuvieron por completo, justo frente a mi ventana, mientras el resto de los invitados y las familias se apiñaban en el camino de entrada.
—¿Es usted Arthur Bauer? —preguntó el policía grande. Arthur asintió dócilmente con la cabeza—. Extienda las manos, por favor, Sr. Bauer. —Arthur lo hizo y el policía le colocó con calma un par de esposas en sus muñecas. Su compañero rodeó a Arthur y comenzó a registrarlo en busca de algún arma.
Me apresuré hacia la puerta y me abrí camino. El policía grande le estaba leyendo a Arthur sus derechos.
—Arthur Bauer, está usted bajo arresto en conexión con la muerte de Luis Cruz. Tiene derecho a guardar silencio...
El papá de Arthur estaba paralizado, en estado de conmoción. Pero cuando oyó el cargo, gritó.
—¡Esperen un minuto! Arthur, ¿es el tipo del que me hablaste? ¿El del entrenamiento de fútbol americano?
Arthur, aterrado, asintió rápidamente con la cabeza. Su padre continuó.
—Escuche, oficial. Esto no está bien. Es un error. Arthur me contó lo que sucedió con ese tipo, cuando acababa de ocurrir. —El policía, cuya etiqueta de identificación decía SGT. ROJAS, comenzó a caminar con su prisionero, sin escuchar—. Arthur me contó acerca de un tipo que apareció en el entrenamiento de fútbol americano buscando pelea. No pertenecía a ese lugar. Estaba buscando problemas. ¿Tengo razón, Arthur? —Arthur siguió asintiendo con la cabeza—. Se acercó a Arthur y trató de golpearlo, por eso Arthur lo golpeó. Una vez, ¿no es así? —Arthur asintió con la cabeza—. Y eso fue todo. El tipo entró ahí buscando una pelea y la encontró. El tipo ni siquiera pertenecía a ese lugar.
No pude escuchar nada más.
—¡Él pertenecía ahí! —grité. El papá de Arthur volteó para ver quién lo había dicho. Continué—: Pertenecía a ese lugar tanto como usted y su estúpido hijo. —Miré al policía rubio—. El arma que usó para matar a Luis Cruz fue una cachiporra.
Esto hizo que el sargento Rojas se detuviera frente a la puerta abierta de la patrulla de policía. Se dio la vuelta y se me quedó mirando. Entonces agregué:
—Probablemente esté todavía en su Land Cruiser, que está en casa de él. En todo caso, ahí estaba el viernes.
—¿Cómo sabes que usó una cachiporra? —dijo el sargento Rojas.
—Lo vi hacerlo. Vi a Arthur Bauer acercarse furtivamente a Luis Cruz, como un cobarde, y golpearlo en un lado de la cabeza. Luis ni siquiera lo vio venir.
El sargento Rojas dijo al tipo rubio:
—Ve allá y revisa ese vehículo en lo que regreso.
El sargento Rojas volteó hacia mí.
—¿Qué más viste?
Me enderecé y enfrenté a todos, como había visto a Luis hacer.
—Vi... oí a Erik Fisher ordenándole que lo hiciera.
Las cabezas de la multitud voltearon al mismo tiempo a ver a Erik. El sargento Rojas apuntó un dedo hacia él.
—Tú... ven acá —ordenó. Erik fue allá arrastrando los pies, como si estuviera ya llevando grilletes. El sargento exigió—: ¿Es cierto eso?
Erik volteó a ver a mi papá. Mi papá repitió las mismas palabras.
—¿Es cierto eso?
Erik dudó un instante, luego comenzó a asentir con la cabeza. Hacia mi papá, hacia el sargento, hacia toda la multitud. Firmemente, hacia arriba y hacia abajo, asintió con la cabeza hacia todos nosotros.
El sargento Rojas dio instrucciones a mi papá.
—Mantenga a este joven en casa, no en el vecindario, no en el jardín. En casa. Puedo llamar o regresar en cualquier momento y él tendrá que estar aquí.
Mi papá dijo, susurrando, que había entendido. El sargento enfocó su atención en mí nuevamente.
—¿Tenemos tu declaración, hijo?
—No, señor. —Luego, me sentí obligado a agregar—: No era lo suficientemente valiente para hacer una declaración.
Me miró de arriba abajo.
—¿Estarías dispuesto a hacer una declaración ahora si te lo requiriera?
—Sí, señor.
Puso una mano sobre la cabeza de Arthur y lo empujó hacia el asiento posterior de la patrulla. El resto de los Bauer se apresuró a su auto para seguirla. Me quedé de pie ahí, junto a Joey, y los vi alejarse.
La gente que había estado en la reunión regresó abstraída a sus casas, sacudiendo la cabeza y hablando. Joey levantó un puño que golpeé hacia abajo con el mío.
—Voy a ir deprisa a la casa de los Bauer a ver qué hace el policía —dijo.
—Muy bien.
—Te hablo más tarde.
Una vez que Joey se alejó, nos quedamos solos: mi mamá, mi papá, Erik y yo. Caminamos juntos de regreso por el camino de entrada y entramos al garaje. Erik se detuvo en la puerta, dio vuelta y me miró a través de sus ojos hinchados. Le regresé la mirada a través de mis gruesos anteojos. Parecía estar luchando con algo. Quizá un recuerdo. Quizá estaba reviviendo la escena de hace mucho tiempo. Los cuatro nos quedamos en nuestros lugares, como si el tiempo se hubiera congelado para nosotros. Cuatro figuras congeladas de la exposición Maravillas del Mundo. Finalmente, mi mamá rompió el hechizo cuando se susurró a ella misma.
—Ay, no. No ahora.
Todos volteamos a ver a mi abuela y a mi abuelo, quienes caminaban por el camino de entrada.
—¿Qué les vamos a decir? —susurró nuevamente mi mamá.
Yo sabía la respuesta.
—Les vamos a decir algo malo, mamá.
Mi abuela y mi abuelo se detuvieron en la parte superior de la pendiente, enmarcados por la abertura rectangular.
—¿Caroline? ¿Llegamos en un mal momento? —dijo mi abuela.
Mi mamá negó con la cabeza.
—No, llegan justo a tiempo. Llegaron justo a la hora que dijeron que llegarían.
Mi abuelo miró con dureza a Erik.
—¿Qué diablos pasó con tus ojos? —le preguntó.
Erik le respondió con un tono sorprendentemente fuerte.
—Me golpearon en la cara, abuelo. Un chico me golpeó en la cara.
Mi abuelo me echó un vistazo y luego a Erik. Asintió brevemente con la cabeza, como si hubiera entendido.
—Con su permiso —dijo Erik. Luego abrió la puerta y desapareció adentro.
Mi papá hizo un gesto a mi abuela y a mi abuelo invitándolos a entrar. Intercambiaron miradas de preocupación y caminaron hacia adelante. Mi mamá y mi papá nos llevaron a la cocina y se sentaron en la mesa redonda.
Mi abuela y mi abuelo me miraron de arriba abajo. Luego, mi abuela hizo su pregunta habitual:
—¿Cómo estás, Paul?
—Muy bien. Estoy muy bien.
Mi abuelo me dio una palmada en el hombro.
—Eso es bueno.
Arrastré un banco de la barra desayunadora para que los cinco pudiéramos sentarnos alrededor de la mesa. Erik no estaba por ningún lado. Me imaginé que habría subido a su cuarto.
Mi mamá y mi papá se turnaron para hablar, tal como habían hecho durante la reunión. Mi abuela y mi abuelo no parecían sorprendidos por lo que estaban escuchando. Lo asimilaron sin siquiera pestañear.
Cuando acabó, cuando les habíamos dicho cada una de las cosas malas que había que decir, hicimos una pausa y esperamos. Mi abuela puso su mano sobre el corazón, suspiró profundamente y dijo:
—Sabes qué es lo que te voy a decir, Caroline. —Mi mamá cerró los ojos—. Estás pagando ahora por lo que no hiciste en aquel entonces.
Mi mamá estuvo completamente de acuerdo con ella.
—Lo sé, lo sé.
Pero mi papá no se iba a rendir tan rápidamente.
—Es fácil decirlo ahora —dijo secamente—. Es muy fácil, siete años después, decir «ya te lo dije».
—No estamos diciendo eso —respondió mi abuela rotundamente.
Mi abuelo levantó la vista hacia mi papá.
—Sí se lo dijimos. Erik necesitaba ayuda. Necesitaba ayuda médica.
—No —refutó mi papá—. Erik no necesitaba ayuda médica. No necesitaba medicamentos. No necesitaba ser uno de esos chicos medicados que van por la vida flotando como si estuvieran bajo el agua.
—¿Qué medicamentos? No estamos hablando de medicamentos. El chico necesitaba saber cómo son las cosas, eso es todo. En primer lugar, necesitaba una paliza por haber lastimado a Paul.
Mi papá volteó hacia el otro lado. Claramente quería estar fuera de esta conversación. Supongo que todos lo queríamos porque todos permanecimos sentados en silencio por un largo rato.
—Muy bien, permíteme ser quien pida disculpas —dijo mi abuelo finalmente—. No tengo todas las respuestas. No creo que las tenga. —Luego dijo a mi mamá—: Somos una familia. Es todo lo que sé. Los ayudaremos de cualquier manera que sea posible. —Luego dijo a mi abuela—: Pienso que lo mejor que podemos hacer ahora es seguir nuestro camino a Orlando y dejarlos solos.
Mi mamá trató de convencerlos de lo contrario, sin entusiasmo. Mi papá no dijo ni una sola palabra. Se dirigió abstraído hacia el gran salón.
—Al menos conozcan la casa —dijo mi mamá—. Es a lo que vinieron.
Mi abuela y mi abuelo voltearon a verse nuevamente.
—Un paseo rápido —dijo mi abuela.
Los seguí de cerca en su paseo rápido por la planta baja piso de la casa. Pasamos a un lado de mi papá, quien estaba sentado en su rincón frente a la IBM. Lo vi mientras mi mamá señalaba cosas en el gran salón. Mi papá estaba sentado en una especie de estado de trance frente a la pantalla, con la luz verde de la carpeta «Erik, ofertas de becas» proyectada en su cara.
Mi mamá describía el piso de arriba brevemente, pero no los llevó. El paseo terminó en el vestíbulo de la puerta principal.
—Es una linda casa —dijo mi abuela, y salió.
Mi abuelo, por su parte, no había terminado. Hizo una seña para decir «un minuto más», subió por las escaleras y dio vuelta a la izquierda. Tocó, esperó un momento y luego habló con Erik tranquilamente a través de la puerta. Luego bajó a donde estaba mi mamá.
—Es una linda casa, es cierto —le dijo—. Nada parecida a aquellos lugares en los que te hice vivir, ¿eh? Te deseo buena suerte para todo lo que venga. —Luego se apresuró para alcanzar a mi abuela.
Mi mamá los miraba alejándose por la calle hasta que el teléfono sonó y la hizo regresar adentro. Lo tomó, escuchó brevemente y respondió.
—Ahí estaremos. —Su mirada se deslizó hacia la mía. Habló con voz cansada, una voz que iba más allá del enojo, más allá de la molestia—. Era tu directora, la Dra. Johnson. Quiere reunirse con nosotros dos en su oficina mañana por la mañana, a las siete y media en punto.
Mi mamá y yo tuvimos que salir hoy media hora más temprano para poder llegar a la escuela media Tangerine a las siete y media. Llevé mis libros y mi almuerzo como si fuera a ser un día normal. ¿Cómo podría saberlo?
Mi mamá condujo tensa, en silencio, enojada. No puedo decir que la culpara. En sólo una semana sus dos hijos habían pasado del éxito al fracaso, de la admiración pública a la humillación pública. Traté de imaginar a mi mamá en nuestra unidad de almacenamiento de temperatura controlada encontrando esa mochila deportiva. No reconociéndola. Preguntándose de quién sería. Decidiéndose a abrirla para averiguarlo. Viendo fijamente los objetos que contenía. Sacándolos uno a uno. La terrible verdad haciéndose evidente para ella de manera gradual, como si se tratara de una fotografía Polaroid revelándose lentamente.
Nos detuvimos frente a la escuela media Tangerine a las siete veinticinco. Absolutamente nada estaba sucediendo. Ninguno de los karatecas estaba en la acera. Ninguno de los pandilleros estaba por ahí. Ninguno de los autobuses estaba deteniéndose en la rotonda. Nunca había estado ahí tan temprano.
Atravesamos las puertas de entrada y subimos por las escaleras hacia las oficinas principales. La Dra. Johnson estaba justo detrás de las puertas de vidrio, hablando con otros dos adultos: Tomás Cruz y una mujer que reconocí de los partidos de fútbol. Se parecía un poco a Víctor, por eso supuse que se trataba de la Sra. Guzmán.
La Dra. Johnson estrechó la mano de mi madre, con mucha seriedad. Volteó a verme y dijo:
—Paul, ¿por qué no esperas unos minutos en el corredor? Nosotros te llamamos.
La Dra. Johnson llevó a los adultos a su oficina interior. Yo crucé de nuevo las puertas de vidrio y me dirigí al pasillo. Escuché unos pasos ligeros en las escaleras, así que me asomé a la sala de espera del primer piso. Apareció una cola de caballo café que me resultaba familiar. Luego un rostro familiar.
—¡Theresa! Hola —dije.
Ella no volteó en realidad a verme. Llegó a la parte superior de las escaleras y dijo:
—Entonces, ahí estás.
—¿También a ti te llamaron? —dije.
—No, no a mí. Sólo a Tino y a Víctor. Están adentro.
—¿Están ahí? No los vi.
—Sí, están ahí. La Dra. Johnson probablemente los haya llevado al cuarto de la enfermera. Ahí es donde generalmente esperan.
—¿Eh? ¿Por qué estás aquí?
—¿Yo? Siempre llego temprano. Por mi trabajo.
—¿Ayudante de oficina?
—Sí, exactamente. Esa soy yo.
Theresa y yo permanecimos de pie juntos, con las espaldas apoyadas en la pared de vidrio de la oficina. Así estuvimos durante un minuto completo, en silencio, como dos extraños esperando un autobús. Entonces recordé y busqué dentro de mi mochila. Saqué el reporte de la clase de Ciencias, impreso en láser y en cuatro colores, dentro de una carpeta de plástico transparente. Se lo entregué.
—Toma, esperaba tropezarme contigo —le dije—. Terminé de armar el reporte. Espero que te guste.
Theresa lo tomó y leyó el título, impreso en letras grandes anaranjadas y sombreadas de negro. Lo leyó en voz alta.
—La tangerina Amanecer Dorado.
Lo hojeó, deteniéndose en la gráfica de pastel de «Las variedades de los cultivos cítricos en el Condado de Tangerine» y en la gráfica de barras de «La disminución de la superficie de cultivo de cítricos en el Condado de Tangerine».
—Es hermoso. Es para sacar A-plus, sin duda. —Theresa me vio directamente a los ojos y sonrió, pero no por mucho tiempo. De repente, como si hubiera aparecido una fuga, sus ojos se llenaron de lágrimas grandes que resbalaron por sus mejillas. Negó con la cabeza de lado a lado y exigió saber—: ¿Por qué lo hiciste?
—¿Qué? ¿Hacer qué?
—¡Todo esto! —Alzó el reporte—. ¡Todo esto! ¡Todo esto! ¿Por qué viniste a mi escuela? ¿Y a mi casa a trabajar? ¿Y saltaste encima de un entrenador? ¿Estás loco? Echaste a perder tu vida, ¿lo sabes?
Nunca había visto a Theresa enojada o molesta. Ahora estaba enojada y molesta. Traté de tranquilizarla, pero continuó.
—¡Escucha! Tú no eres uno de estos chicos. ¿Entiendes? Tú no eres uno de estos chicos que se sientan todo el tiempo en las oficinas esperando ser castigados. Tú no perteneces a este lugar. Tú no vives en Tangerine. Tú vives en Lake Windsor Downs. Y vas a tener que seguir viviendo ahí. Vas a tener que ir a esa escuela secundaria. Vas a tener que enfrentar a ese entrenador y a todos los que estaban en ese gimnasio. Tino y Víctor no tienen que hacer nada de eso. Tino y Víctor van a salir de todo esto. —Volteó hacia el otro lado, negando con la cabeza por mi estupidez absoluta. Respiró profundamente varias veces, luego volteó a verme de nuevo y repitió, con calma—: Entonces, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué saltaste sobre ese entrenador?
Levanté los hombros y los dejé caer.
—Lo he pensado muchas veces los últimos tres días. Paso mucho tiempo pensando en cosas, quizá demasiado. Pero esa noche, en el gimnasio, no lo pensé. Simplemente lo hice.
Theresa se limpió la mejilla con la manga.
—¿Sí? Bueno, realmente metiste la pata. De todas maneras atraparon a Tino y a Víctor. Siempre es así.
Estuvimos en silencio y nos acomodamos de nuevo en nuestros lugares contra la pared. Traté de aligerar el ambiente.
—Quizá es culpa tuya —dije—. Eres la primera persona que conocí aquí. Eres quien me mostró el lugar.
Ella no sabía si yo estaba bromeando o hablando en serio.
—¿Y cómo es que por eso la culpa es mía? —dijo.
—Tú me presentaste a Tino y a Víctor.
—Sí, bueno, dijiste que querías jugar fútbol.
—Pero no tenías que hacerlo. Podrías haberme dejado a mi suerte.
Ahora ella sonreía, ligeramente.
—Sí, podría haberte dejado a tu suerte. —Señaló la oficina—. La Dra. Johnson nos dijo que algunos chicos de Lake Windsor vendrían acá porque su escuela se hundió en un socavón. No lo sé. Me imaginé que todos ustedes nos menospreciarían. Y algunos lo hacían. Pero tú no, tú actuabas como si estuvieras feliz de estar aquí. A ti te gustaba estar aquí. Luego dijiste que querías estar en el equipo de fútbol... No lo sé, supongo que sentí lástima por ti. Especialmente cuando pensé en lo que Víctor y esos chicos podrían hacerte.
La puerta de la oficina de la Dra. Johnson se abrió. Theresa y yo miramos hacia allá.
—Cada vez que Luis hablaba de ti, te llamaba por tu nombre, Paul —dijo—. Yo también voy a empezar a llamarte así. —Me tomó del brazo—. Vamos, Paul.
Me llevó a la oficina. La Dra. Johnson salió y dijo:
—Theresa, ¿podrías pedir a la Srta. Pollard que venga para acá con el expediente de Paul Fisher?
Theresa me dio un apretón silencioso en el brazo y fue a cumplir con su tarea. Miré hacia el interior de la oficina, y podía ver el perfil de mi mamá. Estaba llorando.
—Muy bien, Paul, ven conmigo —dijo la Dra. Johnson—. Puedes esperar en el cuarto de la enfermera. Los vamos a llamar, uno por uno.
Me llevó por un pasillo corto y abrió la puerta del cuarto de la enfermera. Tino y Víctor estaban ahí, sentados en sillas negras apoyadas en la pared blanca. Parecían más pequeños y más jóvenes de lo que los recordaba. Como niños. Ciertamente no estaban nerviosos. Supongo que habían estado aquí demasiadas veces.
Tino siguió mirando fijamente hacia el frente, pero Víctor brincó en su asiento y se quedó mirando a la Dra. Johnson.
—¡Ah, no, Dra. Johnson! Está trayendo al chico equivocado acá. El Hombre Pescador estaba sentado arriba con su mamá y su papá. Simplemente se cayó de esas graderías como si se hubiera desmayado o algo. Tuvo suerte de caer encima de ese tipo. Eso interrumpió su caída. —Volteó hacia Tino en busca de apoyo—. El Hombre Pescador también se desmayó así en la huerta hace como una semana, ¿no fue así? —Tino no le hizo caso—. Dra. Johnson, él debe tener un tumor en el cerebro para desmayarse de esa manera. Ese chico necesita que le tomen rayos X.
La Dra. Johnson negó con la cabeza y habló con tranquilidad.
—Las cosas son ya suficientemente malas, Víctor. No las hagas peores. Ven conmigo.
Víctor abrió los ojos de par en par y volteó a verme. Luego, se levantó y siguió a la Dra. Johnson fuera del cuarto. Me senté en su silla, al lado de Tino.
Me sorprendió que empezara a hablar de inmediato.
—Cuando entres ahí no empieces a hablar y hablar como el tonto de Víctor. Todo lo que debes decir a la Dra. Johnson es «Sí, Dra.», «No, Dra.» y «Gracias, Dra.». ¿Entendido? Aceptas tus tres semanas de suspensión y te vas a casa.
—¿Tres semanas? —dije—. ¿Piensas que eso va a ser?
—Sí. —Tino se movió en su silla, pero aún no volteaba a verme. Continuó—: Y le puedes decir a Atún de mi parte que no le estábamos faltando el respeto a su hermano ni nada de eso. Simplemente teníamos que hacernos cargo del asunto.
—Pienso que lo sabe.
—Sí, bueno, dile lo que dije.
—Muy bien.
De repente, la Dra. Johnson abrió la puerta e indicó que ahora tocaba a Tino seguirla. Me quedé solo en el cuarto de la enfermera, mirando el cuadro para el examen de la vista. Parecían haber pasado dos minutos cuando regresó por mí.
La seguí a su oficina. Mi mamá estaba sentada en el mismo lugar. Sus ojos estaban rojos, pero ya no lloraba. La Dra. Johnson se quedó de pie detrás de su escritorio y sacó un delgado folleto blanco llamado El código del estudiante.
—Ya expliqué esto a tu madre, Paul —dijo—. La junta escolar ha establecido sus políticas en este folleto y estamos obligados a seguirlas. Es mi deber explicarte en qué violación incurriste y qué penalidad se te aplicará. —Mantuvo el folleto afuera por si acaso yo quería leerlo. Explicó—: La violación que cometiste se llama «Infracción de cuarto nivel», en este caso: «atacar a un maestro o a cualquier otro empleado de la Junta Escolar». Es el nivel más serio de infracción. La penalidad por esta y por cualquier otra infracción de cuarto nivel es la expulsión.
La Dra. Johnson hizo una pausa para asegurarse de que yo hubiera entendido. Pienso que no. Pensaba: Tres semanas, me tendrían que dar tres semanas. Ella continuó hablando.
—A partir de este momento, estás expulsado de todas las escuelas públicas del Condado de Tangerine por el resto de este año académico. —Hizo otra pausa y volteó a verme.
—Sí, Dra. —Me escuché decir.
La Dra. Johnson bajó El código del estudiante.
—¿Tienes alguna pregunta al respecto? —preguntó.
Pensé en No, Dra. y en Gracias, Dra., pero no pude decirlo. Estaba demasiado confundido. Y tenía preguntas.
—¿Qué hay de Víctor y de Tino? ¿También ellos están expulsados? —dije.
La Dra. Johnson arrugó las cejas. Podía adivinar que no quería hablar de ellos. Señaló El código del estudiante.
—No, Paul —dijo—. La violación que cometieron cae dentro del tercer nivel de infracciones: «pelear con otro estudiante». La penalidad por eso es de tres semanas de suspensión.
Asentí con la cabeza. Qué más podría haber dicho excepto:
—Gracias, Dra.
La Dra. Johnson se dirigió a la puerta, así que mi mamá se puso de pie.
—Tu madre ha decidido renunciar a tu derecho de apelación —dijo la Dra. Johnson—. Básicamente, Paul, lo hiciste, te atraparon y te castigaron. Desde un punto de vista positivo, ya completaste el número de días suficiente para concluir el semestre. Hay opciones a tu alcance. Tu madre seleccionó la opción de que completes la segunda mitad del séptimo grado en una escuela privada.
Entonces, estábamos saliendo por la puerta hacia las oficinas principales. Otros chicos entraban y salían. La Dra. Johnson me dio la mano y se la estreché.
—Deseo que te vaya bien con esa opción, Paul —dijo—. Adiós, Sra. Fisher.
Y se fue. Así de simple. Supongo que yo esperaba algo más. Supongo que esperaba un discurso motivacional o uno duro. Pero se deshizo de mí tan rápidamente como se deshizo de Víctor y de Tino. Las oficinas empezaban a llenarse de chicos y se requería a la Dra. Johnson en otro lugar. El día había comenzado. Los estudiantes de la escuela media Tangerine estaban haciendo lo que hacían todos los días, pero yo no estaba entre ellos. Yo ya no era uno de ellos. Darme cuenta de eso fue un golpe repentino, como una bofetada en la cara.
Seguí a mi mamá por los dos tramos de la escalera, con mi cabeza agachada para no tener que ver a nadie. Cuando llegamos a la puerta principal, pude escuchar los ruidos de la multitud de niños que había afuera.
Los karatecas habían llegado. También los pandilleros. Todos estaban haciendo lo que hacían cada mañana. Locuras. Haciendo ruido. Hasta que me vieron. Entonces, en un instante, todo se detuvo. Todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo para voltear a verme.
Mi mamá y yo permanecimos en el escalón superior y volteamos a verlos.
—¿Paul? ¿Qué quieren? —dijo ella.
Podía escuchar murmullos provenientes de diferentes áreas en la multitud. Decían cosas como «Es él» y «Él es Fisher».
Uno de los pandilleros más grandes y malos del octavo grado se dirigió hacia nosotros con sus chicos justo detrás de él. Mi mamá emitió un sonido asustado y susurró:
—¿Qué están haciendo?
Volteé hacia ella y le dije, con la esquina de mi boca:
—No tengas miedo, mamá. No les muestres miedo.
Bajé lentamente las escaleras. Mi mamá se quedó donde estaba. La muchedumbre se apartó un poco, lo suficiente para tragarme. El enorme chico de octavo grado levantó el puño y puso el mío sobre el suyo.
—¡Muy bien, Fisher! —dijo.
De repente todos estaban sobre mí, todos estos chicos que en realidad no conocía. Chicos que no me conocen de verdad. Empezaron a darme golpecitos en la espalda, a masajear mi cabello, estrechando mis dos manos al mismo tiempo. Todos decían cosas como: «Qué manera de ser, Fisher», «Mantente así», «Mantén la cabeza arriba, hombre». Para mí era extraño estar entre esos desconocidos grandes y malos. Sus palabras me rodeaban y me levantaban y me mantenían en movimiento hacia el auto.
Pude escuchar a mi mamá gritando encima de ellos.
—¡Paul! ¿Estás bien, ahí adentro?
Mi mamá se las había arreglado para llegar a la puerta del lado del copiloto y luchaba torpemente con las llaves. Abrí la puerta y volteé hacia la muchedumbre. No pude pensar en nada que decir, así que simplemente levanté el dedo pulgar, de manera extraña, y me deslicé a mi asiento. Todos dieron la vuelta y volvieron a sus lugares de siempre.
Mi mamá cerró las puertas y nos escapamos rápidamente. Ahora ella estaba más desconcertada que asustada. Esperó hasta que estuvimos a una distancia segura para preguntarme:
—¿Qué fue eso? ¿De qué se trató todo eso?
Torcí el labio.
—Reconocen a un tipo malo cuando lo ven.
—¡Paul! Tú no eres un tipo malo.
—¿Ah, no? —Dirigí mi dedo pulgar hacia la muchedumbre—. ¿Ves a alguna de esas gallinas siendo expulsada? ¿De todas las escuelas del Condado de Tangerine?
Mi mamá suspiró ruidosamente.
—Pensarías que esas son las peores palabras que una mamá podría escuchar. —Negó con la cabeza varias veces. Yo no sabía si ella iba a reír o a llorar. Rio—. ¡No en esta familia!
Condujimos por el centro de Tangerine.
—Bueno, tengo que decirte que, de alguna manera, estoy feliz de que estés fuera de ese lugar.
No estuvo contenta por mucho tiempo.
—Voy a regresar, mamá —le informé—. El próximo año. Ya hablé con la entrenadora acerca de eso. Y voy a lograr ser parte del equipo oficial del condado.
—No puedes hacerlo —dijo mi mamá con certeza. Y luego, agregó, con menor certeza—: No creo que puedas hacerlo.
Cité las palabras de Gino:
—Hacen excepciones con muchos chicos. Van a hacer una conmigo.
—Eso está por verse.
—No hay nada que ver, mamá. Ya lo decidí.
Mi mamá negó con la cabeza un poco más, pero no parecía estar molesta. Ciertamente no estaba llorando. Quizá había rebasado el límite. Quizá ambos lo habíamos hecho. Por la razón que sea, una extraña sensación de tranquilidad nos invadió. Llegamos a la Ruta 89 y dimos vuelta hacia el sur.
—Camino equivocado, mamá —dije.
—Depende de adónde vayas.
—¿Adónde vamos?
—Al centro comercial. Vamos a comprarte ropa que te quede.
—Muy bien.
—Y unos uniformes.
—¿Unos qué?
—Pantalones azules. Camisas blancas. Corbatas azules.
—Estás bromeando.
—No. Es tu única opción.
—¿Me vas a mandar a St. Anthony?
—Así es. La Dra. Johnson llamó a la directora de mi parte, a la hermana Mary Margaret. Aceptó que empieces a tomar clases ahí el miércoles, en el séptimo grado, a prueba.
—¿A prueba? ¿Es decir que quiere saber si soy un tipo demasiado malo para seguir ahí?
—Sí, supongo que eso es lo que quiere saber.
—¿Quieres decir que entraré ahí con mala reputación? ¿Que los chicos me tendrán miedo?
—Yo no iría tan lejos.
—Bueno, yo sí. Sé todo acerca del miedo. —Pensé en otras escuelas a las que había entrado por primera vez—. ¿Te das cuenta, mamá, que nunca he sido otra cosa que un cerebrito? Y ahora voy a entrar a esta escuela de cerebritos, no como un colega cerebrito, sino como un temido y célebre fugitivo?
—No es una escuela de cerebritos.
—Ah, sí que lo es. Ya estuve ahí. El doce de octubre. Algunos me recordarán de ese día. Llegué ahí con las Águila Guerreras. Los hicimos polvo 10–0. Sus ojos estaban llenos de miedo. Y lo estarán nuevamente cuando entre el miércoles.
—Paul, por favor. Necesitas tomarte esta «opción» seriamente. No todo el mundo recibe una segunda oportunidad.
Pensé: Sí, no me digas, mamá.
Nos detuvimos en el centro comercial. Luego empezamos una compra compulsiva, sin precedentes en mi vida. Mi mamá estaba fuera de control. Me dejó comprar hasta las cosas que nunca podría haber llegado a pensar en querer. No dijo «no» una sola vez, ni siquiera lo dudó. Bolsa tras bolsa. Tienda tras tienda. Zapatos deportivos, jeans, chaquetas, camisas, calcetines, ropa interior.
Cuando llegamos a casa, subí las escaleras con un par de bolsas de basura para el jardín. Me deshice de la vieja ropa de mi cómoda. Luego saqué la ropa de mi clóset. Llené las dos bolsas y fui por dos más. Puse todo dentro de esas grandes bolsas verdes y luego las apilé en el garaje, para asociaciones caritativas.
Después comencé a trabajar en mis cosas nuevas: quité alfileres, corté etiquetas, tiré papeles. Cajón tras cajón, gancho tras gancho, llené mi cómoda y mi clóset con ropa nueva que me quedaba.
Mi papá tuvo que llevar a Erik a la estación de policía esta mañana para que hablara con el sargento Rojas. Estuvieron ahí entre las siete y media y las diez y media. Cuando regresaron, Erik fue directamente a su cuarto.
Mi papá entró a la cocina y habló con mi mamá y conmigo.
—Arthur Bauer está tratando de culpar a Erik. Dice que Erik lo puso a hacerlo. Erik lo niega. Dice que Arthur no lo entendió. Es un embrollo enorme. —Se sirvió una taza de café y agregó—: La policía lo va a resolver. Es su trabajo, no el mío.
—¿Qué dicen los testigos? —dije.
—Sé que Antoine Thomas y Brian Baylor han declarado ante el sargento. Ambos dicen que fue Arthur quien en realidad asaltó al tipo.
—El nombre del tipo era Luis.
Mi papá asintió y se corrigió.
—Lo siento, Luis.
Pensé en el grupo de lacayos de Erik.
—¿Qué hay de los testigos amistosos? —pregunté.
—Erik y Arthur no tienen amigos. No desde que empezamos a reunir las joyas robadas. No. Nadie excepto Arthur Bauer sénior dice que fue una pelea justa.
Mi mamá tenía los codos apoyados en la mesa y ambas manos bajo su mentón, como si estuviera sosteniendo su propia cabeza amputada.
—Entonces, ¿qué va a suceder ahora? —preguntó.
Mi papá respondió con calma, casi casualmente, como si nada de esto tuviera algo que ver con él.
—Ahora la acción de la justicia empezará a desplegarse. Lentamente pero con seguridad. Cada uno de ellos tendrá que responder por lo que haya hecho. Yo ya no voy a intervenir.
Volteé a ver a mi mamá. Al menos, ella parecía preocupada por su primogénito. Mi papá, por el contrario, parecía uno de esos amigos que habían abandonado a Erik, quienes se arrepentían de incluso haberse involucrado con él en un principio. Volteó hacia mí.
—Paul, el sargento Rojas quiere también tu declaración. Quiere que redactes un párrafo o dos en los que describas exactamente qué viste y qué oíste. Ya sabes, lo que en realidad sucedió. Me la puedes entregar a mí, y yo la llevaré al Departamento del Sheriff.
—Muy bien, lo haré —dije.
El teléfono sonó en el gran salón. Fui a la mesa de centro y lo contesté. Oí una voz conocida.
—Vas a tener que conseguirte un mejor abogado, amiguito.
—¿Tino? Sí, supongo que tienes razón.
—Entonces... ¿qué hay? ¿Qué vas a hacer contigo?
—Voy a empezar a ir a St. Anthony el miércoles.
Tino resopló con desdén.
—¡St. Anthony! ¿Esos fracasados? Tiene que ser una broma.
—¡Eh!, no dije que jugaría para ellos. Voy a jugar para las Águilas Guerreras el próximo año.
—¿Ah, sí? No crees que vas a ser titular, ¿o sí?
—Sé que voy a ser titular.
—Sí, bueno, ya veremos.
—¿Tú qué dices? —le pregunté—. ¿Qué vas a hacer?
—Ah, tengo mucho qué hacer. Ya sabes, es lo que llaman una bendición disfrazada. Luis estuvo anunciando la Amanecer Dorado en todos los periódicos de la industria. Ha habido una respuesta enorme, tal como dijo que sucedería. Recibió órdenes de toda Florida, de Texas, de California, incluso de México. Tengo que ayudar a mi papá a surtir esas órdenes. También tengo que ayudarle con muchas otras cosas que Luis hacía. —Tino hizo una pausa y luego dijo, de manera nerviosa—: Eh, ah, Hombre Pescador, cuando quieras venir y trabajar en la huerta, puedes venir. Estás en el equipo. ¿Sabes a lo que me refiero?
Sabía a lo que se refería.
—Sí. Sí, gracias. Quiero hacerlo. Es algo que realmente quiero hacer. Sólo dime cuándo.
—Tú sabes cuándo. Tiempo y temperatura, ¿no es cierto? Cuando el sol comience a descender y los vientos comiencen a soplar más fuerte y la temperatura sea treinta y nueve, treinta y ocho, treinta y siete. Ya sabes lo que sucede después. Y sabes dónde estaremos.
—Ahí estaré yo también.
—Muy bien.
—Quizá esta vez incluso me quede despierto.
Tino resopló de nuevo. Hubo una pausa, luego habló.
—Eh, ah, buena suerte en ese lugar, St. Anthony. No sé nada de ahí excepto que los hacemos polvo cada año.
—Tienen que vestir un uniforme.
—¿En serio?
—Sí, y las monjas dan clases.
—¡Imposible! ¿Monjas?
—Sí.
—Muy bien. No te pongas loco como sueles ponerte. No quiero oír nada de saltos sobre el Papa desde las graderías o algo así.
—No, no lo oirás.
—Cuídate hermano. Te veo en las huertas.
—Sí. Adiós. —Colgué. Pero seguí escuchando la palabra «hermano» por un largo rato. Miré hacia el techo y escuché a Erik caminando de un lado a otro, sin detenerse, en la jaula que se había construido.
Subí las escaleras después de cenar, para escribir mi recuento del delito para el sargento Rojas. Entré en mi computadora y repasé todas las entradas de mi diario, desde Houston hasta el día de hoy. Luego comencé a escribir. Terminé sólo después de las nueve de la noche.
Comencé con los hechos básicos, un párrafo o dos, pero no me pude detener ahí. Tenía mucho que decir. Comencé a escribir sobre Luis y lo que significaba para la gente a su alrededor y cómo todos dependían de él y por qué lo admiraban. Luego traté de escribir lo mismo sobre Erik: ¿qué significaba para la gente a su alrededor?, ¿cómo dependían de él?, ¿por qué lo admiraban?
Supongo que a la policía no le interesa nada de eso. Ese no es su trabajo. Pero forma parte de la verdad. Una parte considerable. Y, tal como Antoine Thomas me dijo, «la verdad te hará libre».
Bajé las escaleras, entregué el disco a mi mamá y a mi papá y les dije:
—Tengan. Aquí está toda la verdad. Aquí está lo que en realidad sucedió.
Fui a la cocina y me serví un vaso de jugo de naranja. Cuando regresé, pasando por el gran salón, noté que mi mamá y mi papá habían colocado sillas en el rincón. Los dos miraban con atención la pantalla de la computadora.
El primer día de escuela. Toma tres.
Me puse pantalones azules, camisa blanca, corbata azul, calcetines negros y zapatos negros y bajé a la cocina. Ni mi mamá ni mi papá mencionaron mi disco en el desayuno. Pero me sorprendió oír a mi mamá decir:
—Paul, hablamos al respecto y decidimos que tu padre te lleve hoy a St. Anthony.
A las siete y media, mi papá y yo caminamos juntos bajo una fría mañana en Florida. Un viento ligero soplaba hacia el oeste, alejando el fuego subterráneo, hacia el Golfo. Al este, el sol se elevaba detrás de una fila larga de nubes grises. Me detuve a mirarlas, dentadas y con picos rojos, delineadas ahí como si se tratara de una montaña distante.
Salimos de la urbanización y nos dirigimos al norte, pasamos las rejas y las casetas de vigilancia, pasamos los cables de alta tensión y los nidos de las águilas pescadoras, y nos dirigimos al campus de Lake Windsor. Cuando nos detuvimos en el semáforo de la Ruta 89 y Seagull Way, mi papá señaló a la derecha.
—¿Ves eso? —dijo—. Es el árbol de Mike Costello.
Volteé hacia donde mi papá estaba señalando y lo vi, el gran roble laurel. Había sido plantado en el jardín que da al frente de la escuela secundaria, entre la calle y los carriles de los autobuses. Se veía bastante sano, bastante fuerte. Pero estaba amarrado en un entrelazado de cables atados a estacas de metal blancas.
—Esas estacas son temporales —agregó mi papá—. Hasta que pueda sostenerse por sí solo.
Condujimos hasta el siguiente semáforo y dimos vuelta a la derecha. Nos dirigimos al este, hacia los colores encendidos de la montaña distante y hacia los brillantes colores de las huertas de cítricos. Pensé: Mike Costello tiene un árbol propio, y eso es bueno. Pero Luis también tiene un árbol propio, y va a tener muchos, muchos más.
Pronto, el camino se hizo estrecho, de dos carriles, y nos encontramos rodeados por las huertas, rodeados por toda su belleza. Vi por la ventana las interminables hileras de cítricos —naranjos, tangerinos, limoneros amarillos— que pasaban rápidamente a cada lado. Bajé la ventana y dejé que entrara por completo. El aire era claro y frío. Y el auto inmediatamente se llenó de aquel aroma, el aroma de un amanecer dorado.