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El Minero se apersonó en las escaleras, vestía como siempre, camisa azul cielo y pantalón azul rey.

Jefe, el Ostión dejó su camioneta al otro lado del bulevar y viene hacia acá.

El joven que vigilaba por la ventana confirmó la notificación.

¿Se enteró de lo que te encargué ayer?

No creo, la vía que utilicé no es de las que él controla.

¿Qué vía es esa?

Una recamarera del hotel donde se hospeda el comandante de los marinos.

Órale.

El Grano miró a su jefe.

¿Lo dejamos entrar?

¿Qué tanto sabe este cabrón de que estoy aquí?

Según yo, nada, ni él ni nadie.

Pinche Grano, qué se me hace que estás valiendo madre, ¿qué no es esta una casa de seguridad?

Pues sí, el bato es gente de Platino, debe conocer algunos domicilios y saber algunas cosas; deje ver qué quiere, suba con el Minero al segundo piso, lleve su whisky y los celulares, que no se note que está aquí.

Que sea la última vez que pasa esto, pinche Grano.

Laveaga siguió al sicario justo cuando tocaban la puerta. Iba refunfuñando, ¿por qué se presentaba ese cabrón justo ahora que ya se iba? Tenía que llamar a Daniela, ¿por qué no? De pronto le habían venido las ansias de verla, de pedirle perdón, de tocarla toditita.

Abrieron.

Buenas tardes, amigos, ¿cómo están?

Uno ochenta de estatura, cien kilos de peso, boca torcida. No llevaba uniforme pero sí su pistola en el cinturón. Ojos negros brillantes.

Bien, pero qué le hace, y muy atentos a lo que informaste al jefe.

Creí que estaba con ustedes.

Pues ya ves que no, el otro día apenas nos vimos un momento.

El policía fijó la vista unos instantes en las escaleras, sonrió y se volvió al Grano.

Si no es mucha molestia, quiero tratar dos asuntos contigo.

Tú dirás, ¿sabe Platino que viniste?

Son asuntos locales y no lo quise molestar; ¿qué hacen esos cuernos ahí?

Señaló las armas que descansaban sobre la pared.

Los estamos rifando, ¿quieres un número?

Medias sonrisas de todos los hombres, incluido el recién llegado.

Pensé que era por el jefe.

Pues ya ves que no, ¿es eso lo que quieres tratar?

Policía y narco se escudriñaron brevemente. Ambos sabían sus historias y conocían sus límites.

No precisamente, pero es algo que te concierne.

Tú dirás.

Ayer hubo una balacera en el Maviri, mataron a los guardaespaldas del Cali Montiel pero él quedó ileso.

No hay pendejo sin suerte.

¿Quieres que hagamos algo?

Nada, déjalo tal cual, ¿y el otro asunto?

Algo tenía el Ostión que el Grano lo quería lo más lejos posible.

Andan unos polis de Culiacán investigando el asesinato del Parque Sinaloa.

El Grano respiró hondo.

Y a mí qué.

Bueno, pensé que podría interesarte y quise comunicártelo personalmente; por cierto que estaban presentes en la balacera del Maviri.

Ostión, si es todo lo que quieres que sepa, muchas gracias y puedes salir por donde entraste.

El Ostión miró de nuevo la escalera, movió la cabeza fastidiado y se encaminó a la puerta, pero antes de salir se volvió.

Sé que frecuentemente recibes armas de Estados Unidos, no destruyas éstas, cuando no las quieras me llamas y vengo por ellas.

Traspuso la puerta antes de recibir una respuesta. Durante un minuto privó el silencio, hasta que se escucharon las botas del jefe bajando la escalera. Mostraba su vaso vacío.

Súbele a esa madre, Grano Biz, que esto parece velorio, y echa algo aquí que la sed es como una enfermedad.

Detrás de él venía el Minero. Le sirvieron rápidamente. El Grano hizo una seña al sicario para que se acercara.

¿Oíste al Ostión?

Lo oí.

Hay miradas que matan pero ésta era sentencia de muerte.