12. Otras monedas


ARTURO nunca había ido a la Universidad. Sabía que su padre trabajaba ahí y nada más. Le sorprendió que el sitio fuera tan grande.

El taxista lo dejó en la entrada principal, donde una estatua representaba a una gigantesca lechuza con anteojos, símbolo de la sabiduría.

—Adiós, amigo, y suerte con todo —dijo el taxista, y comenzó otra canción:

Mi tristeza se fue a segunda división, mi alegría me hizo campeón.

Como en todos los lugares del mundo, en la Universidad Nacional había alguien encargado de barrer.

Arturo se acercó al hombre que utilizaba una inmensa escoba, y preguntó por el doctor Jerónimo Gómez.

—Aquí trabajan 126 327 sabios. ¿Crees que los conozco a todos?

—Es mi papá. Trabaja en el Instituto de Magnetismo.

—Eso es por allá, pasando el gimnasio, la biblioteca pequeña, el laboratorio de átomos giratorios, el jardín botánico, el museo de las arañas y la clínica veterinaria para animales salvajes.

—Creo que me voy a perder.

—Para nada. ¿Tienes buen oído?

—Creo que sí.

—Al final de tu camino está la Facultad de los Dentistas. Sus aparatos hacen un sonido terrible y agudo. Los alumnos atienden gratis a personas que gritan de vez en cuando. Si estás atento a los zumbidos y los alaridos, irás en buena dirección. El Instituto de Magnetismo está al lado de la Facultad de los Dentistas. Puedes reconocer a esos científicos porque llevan algodones en los oídos para no oír el estruendo de sus vecinos. ¿Escuchas algo?

Arturo puso atención. Le llegaba una leve brisa. Oyó el crujir de unas ramas.

—Oigo árboles.

—Perfecto. La Universidad Nacional tiene los árboles más parlanchines. En esta parte de la ciudad el viento sopla muy fuerte y las hojas se agitan mucho. Si pudiéramos entender lo que dicen, darían las mejores conferencias sobre la naturaleza. Si oyes los árboles, quiere decir que te lavaste bien las orejas. Podrás llegar con tu padre.

—Gracias.

—Recuerda que debes ir primero hacia el gimnasio y por último hacia los dentistas.

En la Universidad Nacional el barrendero hablaba como profesor.

Arturo llegó fácilmente al gimnasio, un edificio en forma de pirámide. Tenía un ventanal enorme por el que se veían pesas, colchonetas y aparatos para hacer ejercicio.

Más adelante vio una señal con una flecha apuntando a un libro de bolsillo. “La biblioteca pequeña”, pensó Arturo, y siguió por ahí.

Su padre se refería a la universidad como un campus. “Es la naturaleza del conocimiento: un jardín para aprender cosas”, explicaba. Arturo vio jóvenes que leían sobre el césped, fuentes y espejos de agua, edificios que parecían contener todos los libros del mundo.

Arrullado por el follaje de los árboles, caminó hacia un laboratorio que tenía el techo lleno de antenas. Vio un zigzag de chispas amarillas y azules. A través de una ventana contempló numerosos microscopios, y profesores y alumnos de bata blanca.

Siguió caminando hasta que los árboles se ordenaron en filas caprichosas, dejando espacio para cactus y enredaderas con flores coloridas. A la derecha había tres construcciones de cristal. Un pabellón albergaba plantas tropicales; otro, mariposas, y otro, colibríes. “El jardín botánico”, pensó.

Subió una pequeña colina y a lo lejos pudo ver el estadio universitario, más pequeño que el Atlántida, pero con una atractiva forma de concha marina. Al fondo se distinguían las montañas que señalaban el fin de la ciudad.

Se topó con un camino por el que circulaban bicicletas y otro por el que paseaban animales (perros, gatos, una gallina e incluso una vaca). Siguió una señal que indicaba: Facultad de Veterinaria Doméstica y de Rancho. Del lado derecho le llegó el sabroso olor de una cafetería. Se acercó y vio que la especialidad era la pizza Currículum.

Un poco más adelante encontró una flecha y el dibujo de un puma: la Facultad de Veterinaria Salvaje. Siguió hacia ahí.

De pronto, Arturo supo que su padre era una persona feliz. La Universidad Nacional guardaba en sus jardines las mejores cosas del mundo. Un sitio para vacunar perros, hacer experimentos raros, leer libros magníficos, anotar goles en un estadio y comer delicioso. ¿Dónde más podía juntarse todo eso?

Se ilusionó con estudiar ahí algún día y quiso conocer el campus entero. Caminó hasta una plaza donde había competencias de yoyo, bajó por escaleras que llevaban al museo subterráneo de la Facultad de Medicina (vio esqueletos, calaveras, pulmones de plástico y una esfera enorme que representaba una gota de sangre gigantesca), fue a una galería de arte, oyó el ensayo de una orquesta, respiró el humo oloroso a pólvora y mostaza que salía de la Facultad de Explosiones y se entretuvo en la tienda de camisetas y lechuzas de peluche, símbolo de la Universidad Nacional.

Escuchó el rumor de los árboles en muchas partes del campus, hasta que llegó a un estanque donde tres perros bebían agua. Entonces comprendió que se había perdido. Hacía mucho que había abandonado la precisa ruta que le indicó el barrendero.

Les preguntó a unos muchachos por el Instituto de Magnetismo, pero no sabían nada de ese lugar. Fue a una oficina llena de computadoras y tampoco ahí pudieron ayudarlo.

Por lo visto, el único que conocía toda la Universidad Nacional era el barrendero.

¡Qué terrible imprudencia! Se había perdido en un sitio enorme y no tenía dinero para regresar a casa. Justo entonces vio un resplandor en el suelo. Eran monedas.

“¡Son de mi papá!”, pensó Arturo.

Como tantas veces, el doctor Jerónimo Gómez había dejado un reguero de monedas en su camino.

Seguramente había pasado por ahí hacía poco tiempo porque nadie había descubierto el dinero. Arturo recogió monedas hasta que oyó un ruido horrendo y agudo. “¡Los dentistas!”, pensó. Estaba en el camino correcto.

La moneda que recuperó en el estadio le permitió ir a la universidad. Ahora otras monedas lo conducían hacia su padre. Eso sí que era tener suerte.

—¡Ay, mamita! —gritó alguien.

Arturo alzó la vista. Estaba frente a la Facultad de los Dentistas. De las ventas salía el terrible zumbido de aparatos que limaban colmillos y muelas, acompañado de gritos de los pacientes:

—¡Me duele la lengua!

—¡Aghhhhhh!

—¡No quiero hacer gárgaras!

—¡Buuuuuugh!

—¡Odio los buches!

—¡No me arranque la campanilla!

—¡Me duele la sonrisa!

—¡Esta pasta de dientes sabe a apio!

Arturo debía de estar muy cerca del Instituto de Magnetismo. Vio a un científico de bata blanca y le preguntó por su papá.

El hombre siguió de largo, sin hacerle caso.

“Qué maleducado”, pensó Arturo.

Unos metros más adelante se topó con otro científico de bata y tampoco obtuvo respuesta. ¿Había llegado a la Facultad de Sabios Sordos?

Entonces se dio cuenta de que el científico llevaba algodones en los oídos. ¡Por eso no le había contestado!

Otro hombre con algodones pasó junto a él. Arturo decidió seguirlo. Al cabo de unos cien metros vio el dibujo de un imán: ¡el Instituto de Magnetismo!

En la recepción encontró a una señora arrodillada en el suelo. Usaba un imán para juntar alfileres que se le habían caído de un costurero.

—Quisiera ver al doctor Gómez —dijo Arturo.

—Vaya, vaya, los alumnos son cada vez más pequeños —contestó la señora.

—Es mi papá.

—¡Claro! ¡También tú tienes ojos color imán! Lo llamaré de inmediato.

El doctor Gómez se sorprendió mucho de ver a su hijo, y se sorprendió más cuando Arturo le dijo:

—Se te cayó esto —le mostró las monedas que había recogido en el camino.

—A veces salgo con un imán a juntar los centavos que se le caen a tu papá —informó la recepcionista.

—Mis bolsillos son una fábrica de monedas —Jerónimo Gómez repitió su inocente explicación para el dinero que se le caía de los bolsillos.

Luego le enseñó el edificio a su hijo, que no dejaba de sorprenderse con los misterios de la Universidad. Fueron a un cuarto con puerta de refrigerador:

—El almacén de magnetos —explicó el doctor Gómez—. Para entrar aquí tienes que llevar ropa especial; si no, te pegas a un imán como un chicle. Hay gran variedad de magnetos. Los más comunes atraen metales. Pero hemos inventado otros que atraen pelos, celofanes, zanahorias, papeles o lápices. Los míos, ya lo sabes, atraen sentimientos.

Acto seguido, el científico llevó a su hijo a su despacho. Ahí se detuvo frente a un pizarrón repleto de fórmulas y preguntó con voz seria:

—¿A qué viniste, Arturo?

—Estuve en el Estadio Atlántida y descubrí que los futbolistas son como los halcones.

—Dios mío, hablas como un amigo que fue un gran científico y luego se volvió chiflado.

—Tres halcones son muy disciplinados y el otro es muy caprichoso, solo hace lo que quiere.

—No entiendo nada, Arturo.

—Tu invento tiene dos problemas, papá: no sirve cuando la gente se distrae y no le ayuda a Pancho.

—¿Y eso qué tiene que ver con los pájaros del estadio?

—El futbolista Pancho es como el halcón que lleva su nombre: muy caprichoso. Si lo presionan, se siente mal. No lo puedes amaestrar. Los imanes lo perjudican.

El doctor Gómez se pasó la mano por la barbilla, sumió la vista en el suelo como si quisiera perforarlo con la mirada, se jaló un pelo, se lo enredó en el índice como un tirabuzón y finalmente exclamó:

—¡El coeficiente de excepción!

—¿Qué es eso?

El científico se puso muy ansioso. Quería comprobar algo que se le había ocurrido. Borró el pizarrón con la manga de la camisa. Luego tomó el gis y trazó fórmulas que apenas cupieron en esa superficie.

—Ahí lo tienes —le dijo a Arturo—: eres un genio.

—No entiendo nada.

—Hay genios que no entienden pero intuyen. Eres un chico alerta y despierto.

—Gracias. ¿Me podrías explicar qué pasa?

—Querido hijo, esta fórmula significa que, de cada 156 328 habitantes de este país, uno no reacciona a los imanes. Es el coeficiente de excepción o el porcentaje del capricho, como quieras llamarle. Hay gente que hace lo que le da la gana.

—¿Pancho es así?

—Lo acabamos de descubrir. Se trata de alguien distinto, singular, tal vez solitario.

—¿A Pancho no le gusta estar con nadie? —preguntó Arturo (de nuevo pensaba en Sofía: ¿qué tan solitaria sería?).

—Bueno, supongo que le gusta estar con algunas personas.

—Tiene una novia que se llama Lilí.

—¿Lo ves? Lo que no le gusta es que lo presionen para ser como los demás. A eso se le llama antimagnetismo individual. Tenemos que descubrir si se trata de antimagnetismo fóbico o de antimagnetismo cordial.

—¿Cuál es la diferencia?

—Los fóbicos se enferman cuando les acercas un imán. Padecen mareos, vómitos y calambres. Se ponen de mal humor y odian a los demás.

—No creo que sea el caso de Pancho.

—Entonces debe de ser un antimagnético cordial.

—¿Eso qué significa?

—Que no se deja llevar por las modas ni los gustos de los demás, pero tampoco se ofende ni se molesta por lo que otros hacen. En este caso, hay un efecto secundario: un cosquilleo en el paladar…

De pronto, el doctor Gómez se precipitó sobre el teléfono. Llamó a Alberto Hipotenusa:

—Querido Beto, ¿sabes si el número 9 de tu selección ha sentido cosquillas en el paladar?

Muy asombrado, el entrenador respondió que no se metía en la vida privada de la boca de sus jugadores.

—¿Podrías preguntarle al respecto? Es de interés científico.

El papá de Arturo colgó el teléfono y miró el piso, como si ahí hubiera un reloj para contar los minutos.

Poco después, don Alberto Hipotenusa llamó a la universidad y dijo, aún más asombrado:

—¡¿Cómo lo supiste?! Pancho tuvo un ataque de cosquillas en el paladar. Siente su boca muerta de risa por un chiste que nadie le ha contado.

—Dile que chupe un caramelo de miel.

Jerónimo Gómez colgó el teléfono. Estaba de espléndido humor.

—¿Por qué la miel quita las cosquillas? —le preguntó su hijo.

—Las abejas son muy serias. No se toman nada a broma. Trabajan y trabajan. ¡Parecen abejas!

Esta última explicación no parecía muy científica, pero Arturo no quiso estropear el entusiasmo de su papá.

El experto en magnetismo puso el brazo sobre los hombros de su hijo y habló con gran ilusión:

—En el próximo partido, Pancho usará una camiseta hecha de tela especial. Ha llegado el momento de que tu mamá nos preste sus agujas de tejer.