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Te elijo a ti
de Pilar Piñero Mateo
ELLA
¡¡¡No me lo puedo creer!!! Se ha acabado, cuatro años de lucha, infinidad de horas de estudio, noches en vela, nervios, deberes, trabajos, exámenes… ya sé, ya sé, solo he acabado la ESO, pero ha sido duro… Mis circunstancias personales no son las normales para una chica de dieciséis años.
Fui abandonada por mis padres cuando nací. Me dejaron en la puerta del convento de Santa Clara de Salamanca, que pertenece a la orden de las Clarisas o Franciscanas y, desde ese día, vivo aquí, ¿curioso, eh? Una chica de dieciséis años que vive en un convento y, como no podía ser de otra manera, me llamo Clara.
El día que las hermanas me encontraron, se enamoraron de mí al instante. El obispo estaba de visita en el convento ese día y, al ver la ilusión de las hermanas, decidió darles «la gracia y la bendición» para quedarse conmigo, haciéndolas responsables de mi educación hasta que tuviera los dieciocho años. Por supuesto, ellas aceptaron encantadas.
Mi vida aquí es rara a los ojos de la gente pero, para mí, es de lo más normal. He crecido rodeada de amor. Las hermanas han sido siempre unas excelentes madres y amigas. Me enseñaron todo lo necesario para ser una superviviente, para valerme por mí misma y para tener el valor de luchar por aquello que quiero.
De pequeña las llevaba por el camino de la amargura. Fui bastante traviesa y a menudo me perdía por el convento y tardaban horas en encontrarme. Corría por los pasillos, me metía bajo sus hábitos, les ponía ranas en las camas, cambiaba el pimentón dulce por el picante y el azúcar por la sal… todo lo que se me ocurría. Tuvieron una paciencia infinita conmigo y por eso las quiero con locura a todas.
Mi relación con ellas es excelente, aunque con la madre superiora, sor Aurora, choco un poco. Tiene un carácter bastante seco para mi gusto. Sé que me quiere, pero siempre tiene alguna queja de lo que hago, de lo que digo, de todo… y es muy seria; creo que nunca la he visto sonreír.
Entro por la puerta de las cocinas. Allí están mis dos soles: la hermana María y la hermana Ana. Son las mejores cocineras del mundo. Cocinan cada día para todas nosotros: quince hermanas, la madre superiora, yo y una veintena de niños de familias desfavorecidas que comen cada día allí, y para alguien más que siempre se apunta a última hora.
—¡He acabado, he acabado, ole, ole, ole! —digo bailando como una loca al entrar en la cocina.
—Ay, mi niña… mi corazón, mi cielo, ven aquí para que te abracemos, ven. Para de bailar, locuela… —Y me encierran entre sus brazos. Son tan buenas…
—Estoy muy contenta, hermanas, emocionada y orgullosa de mí misma. Mirad mis notas finales, vais a flipar.
—Esa boquita… —las dos miran mis notas con una sonrisa.
—Eres estupenda, lista y buena. Estamos orgullosas de ti, mi ángel.
—Muchas gracias, hermana Ana, vosotras sí que sois ángeles. Bueno, voy a ver a sor Aurora, aunque no sé si estoy preparada para ver su cara de…
—Clara, haz el favor de no hablar así de sor Aurora. Te quiere como si fueras su hija. Se va a alegrar mucho por ti. Ella está igual de orgullosa que nosotras. —La hermana María siempre tan conciliadora entre las dos.
—Sí, bueno, vale, voy. Ya os contaré. —Y me dirijo hacia su despacho.
Siempre está encerrada trabajando. Es incansable. Solo sale para comer y para orar con las hermanas. Llamo a la puerta y espero…
—Adelante, por favor.
—Hola, sor Aurora.
—Hola, Clara, ¿cómo te han ido las notas?
—Muy bien, tenga, véalo usted misma. —Y le entrego el boletín de notas. Lo estudia durante lo que me parece una eternidad.
—Bien. Todo excelente. Ya te dije que el esfuerzo tiene su recompensa. Muy bien. ¿Qué vas a hacer ahora? —Allá vamos.
—Pues, creo que merezco pasar un buen verano, sin libros de por medio, solo los que me apetezca leer, ir a la piscina con mis amigas, salir… disfrutar.
—Ya… la gandulería no es buena, Clara, y sabes lo que pienso al respecto, así que he pedido a la hermana Elo que te dé clases de refuerzo para que cuando empieces el bachillerato vayas por delante. Una buena base es importante para seguir aprendiendo —sentencia. Ya me olía yo algo así.
—Pero, sor Aurora, he trabajado mucho todo el año; quiero descansar y pasarlo bien. Me lo merezco. —Sé que va a ser inútil discutir, pero no me voy a rendir sin pelear.
—No seas vanidosa, niña; tienes que prepararte y lo vas a hacer.
—Uf… ¿Cuánto rato al día tendré que estudiar? —No sirve de nada discutir, es mejor acatar su orden.
—La hermana Elo dice que con dos horas diarias será suficiente. Los fines de semana los tendrás libres. El horario de estudio lo tienes que hablar con ella; ahí no me meto —Vaya, que raro…
—Vale, voy a hablarlo con ella. Gracias, sor Aurora.
—Clara… estoy muy orgullosa de ti. Cierra la puerta al salir. —Y ahora sí que me ha dejado con la boca abierta. Es la primera vez que me dice algo así. Le sonrío y salgo del despacho más contenta que unas pascuas.
La hermana Elo lleva solo tres años con nosotras. Era profesora en la facultad de Derecho canónico, hasta que decidió retirarse y venir aquí. Es una máquina, culta e inteligente y con un don para la docencia, pero su artritis la ha vencido y, aun siendo joven, tiene una movilidad muy reducida. Me enfada que sor Aurora quiera que estudie en verano también, pero será más llevadero hacerlo con la hermana Elo.
La encuentro en la biblioteca, como siempre, y hablamos de los horarios y del temario. Al final quedamos en que haremos una hora y media lectiva diaria y media hora de «tutoría», o sea, hablar de lo que nos venga en gana. Es una trampilla sin importancia, así sor Aurora estará contenta y yo también.
Esta tarde voy a salir con mi grupo de amigas. Hemos organizado una fiesta en casa de Irene. Vive aquí cerca, a cinco minutos. Sus padres son benefactores del convento y por eso tengo el beneplácito de sor Aurora para ir.
No salgo mucho y de chicos cero, pero en eso no tiene nada que ver el lugar en el que vivo. Es por convicción propia. No me interesan ni los chicos ni la fiesta, pero hoy es especial y por eso quiero ir.
Me pongo unos tejanos cortos, una camisa sin mangas y unas sandalias que me encantan. Seco la maraña de pelo con el difusor. Con espuma mis rizos castaños quedan geniales. Me pongo un poco de brillo de labios y nada más. Nunca uso maquillaje ni rímel porque tengo unos ojos verdes demasiado grandes para mi gusto e intento disimularlos. Un último vistazo en el espejo antes de irme. Me doy el visto bueno y salgo de mi habitación, porque yo tengo una habitación, no una celda como las hermanas, y mi cuarto es precioso, luminoso y muy grande, además de tener un baño para mí sola.
Cuando voy por el pasillo saltando y canturreando, me llama sor Aurora.
—Clara, por favor, quiero que vengas a las nueve y media, y no hagas nada reprobable. ¿De acuerdo? —¡Guau! Media hora más tarde de lo normal.
—¡Muchas gracias, sor Aurora, ni un minuto más tarde! Y no se preocupe: seré buena. —Le doy un beso en la mejilla y salgo dando saltitos de alegría.
La hermana Asunción —Asun como yo la llamo— me acompaña en coche, porque va a pasar la noche en el hospital General de la Santísima Trinidad. Es voluntaria allí. Acompaña a enfermos que no tienen familiares que se puedan ocupar de ellos. Ella es enfermera, aunque hace muchos años que dejó de ejercer. Sé que algo grave le pasó, pero nunca se habla de ello.
Me deja en casa de Irene y entro llena de emoción.
La casa de mi amiga es una pasada. Sus padres son cirujanos plásticos y están muy sensibilizados con las personas que no han tenido suerte en la vida. Contribuyen con varias causas benéficas. Por lo visto, el padre de Irene tuvo una infancia difícil y ayuda todo lo que puede a los más desfavorecidos. Nos han dejado hacer la fiesta en una casita para invitados que tienen en el jardín. Vamos a ser unos veinte entre chicos y chicas. Estoy emocionada.
La fiesta va muy bien, bailamos y nos reímos muchísimo. Mis mejores amigas son Irene y Lara. Somos inseparables desde P3 y ahora iremos a bachillerato juntas también, «el trío la, la, la», como nos llama la madre de Lara. Las dos son de buenas familias, gente pudiente, pero solidarias y comprensivas. Me han acogido desde el primer día como a una hija más y me siento querida por todos ellos. Como veis, mi vida no es tan mala.
Cuando veo que son las nueve y cuarto, me despido de mis amigos y voy hacia el convento andando. Es un trayecto corto, pero la zona es un poco solitaria. Todas las casas son mansiones señoriales e imponentes que solo se pueden ver aquí en la parte alta de la ciudad y la mayoría solo se ocupan en los meses de verano.
Estoy un poco inquieta desde que he salido. No sé lo que me pasa. Tengo la impresión de que alguien me sigue; miro hacia atrás pero no veo a nadie. Deben ser paranoias mías. Pero, de pronto, alguien me agarra por detrás arrastrándome hacia el lateral de una de las casas con un movimiento tan violento que la cabeza golpea contra la pared y quedo un momento aturdida.
—Mira que cosa tan bonita tenemos aquí...
—Joder, es una delicia, está buenísima, tío.
Estoy petrificada. El miedo me ha dejado paralizada. Tengo ante mí a dos hombres bastante altos. Aunque no los veo muy bien sí puedo distinguir sus intimidantes siluetas.
—Dejad que me vaya, por favor… —He empezado a llorar y estoy aterrorizada.
—De eso nada, guapa. Vivís muy bien en este barrio, sois unos putos privilegiados No os falta de nada, ¿verdad? —empieza a acariciarme la cara con su nariz, oliéndome. Estoy temblando.
—Tíos, ¿ibais a empezar sin mí? —Aparece un tercero, tan grande y siniestro como los otros dos. Esto se pone cada vez peor.
—Muchachos, vamos a divertirnos, la noche promete.
Y empieza mi suplicio. Allí mismo, al lado de un contenedor de basura, soy agredida sin piedad por unos seres despreciables en un acto tan salvaje, que marcará mi vida para siempre.
Los oigo hablar en susurros y de repente noto un dolor agudo y punzante en el pecho, que me hace dar un grito que abrasa mi garganta.
Ahora discuten… Dicen algo de una marca de dientes, que los pueden identificar… Se pelean… Pero yo ya estoy lejos, una oscuridad que recibo agradecida se cierne sobre mí y entonces oigo unas campanas. Son las campanas del convento. Dios mío ayúdame. Mi último pensamiento es para sor Aurora y lo mucho que se va a enfadar conmigo.
Me pesan los ojos; quiero abrirlos, pero no puedo. Oigo voces, susurros y, detrás de mis párpados, hay luz. No siento mi cuerpo. Quiero despertar, pero no puedo y dejo de intentarlo. Me abandono a ese letargo que me engulle.
Otra vez esas voces y… ¿llantos? sí, alguien está llorando junto a mí y me tocan. Noto la calidez de una mano en la mía e intento mover los dedos, apretar esa mano para que me ayude, pero no puedo…
Oigo mi nombre, muchas veces… y llantos desesperados y ruegos para que abra los ojos.
—Clara, hija, despierta por favor. Queremos tenerte de vuelta, despierta, loquita.
Es sor Ana. Reconozco su voz; está llorando. Pruebo a abrir los ojos. Solo lo consigo un poco. La luz me ciega.
—Carmen, cierra un poco las cortinas; le molesta la luz —es sor Elo.
Mis ojos se acostumbran poco a poco a la penumbra y empiezo a ver. Mis hermanas están aquí: está Carmen, Ana, Elo, Asun y, cuando giro un poco la cabeza, veo también a sor Aurora. Están llorando. ¿Por qué lloran? Intento moverme, pero no puedo. Me duele mucho todo el cuerpo. Y entonces empiezo a ver imágenes… aquellos hombres, yo en el suelo, ellos sobre mí haciéndome daño… Me ahogo, ha pasado de verdad, no puedo respirar, quiero desaparecer, hundirme en un letargo eterno, no, no, no…
—¡¡Doctor, doctor!! ¡Por favor, que venga alguien! —Y vuelve la oscuridad y la paz.
Tengo mucha sed, noto la gargánta como si tuviera mil agujas clavadas. Necesito que pedir agua.
—Aaagua… —La voz me sale a duras penas y me causa un dolor agudo en la garganta.
—¡Clara, cariño! Sor Aurora acérqueme el vaso de agua, por favor. Toma cariño, bebe poco a poco, así.
—Gracias. —Por fin me salen las palabras que se siente como lijas en mi garganta.
—No te fuerces. Ahora vendrá el doctor a verte, cariño, mi niña…
—No quiero, no quiero ver a nadie —empiezo a llorar histérica.
—No llores cariño, no llores. El doctor no te hará daño, tranquila, nunca nadie más te hará daño. —Sor Aurora llora desconsolada.
La puerta se abre y entra un doctor. Es joven y lo sigue una enfermera que me mira fijamente. En sus ojos veo una pena infinita, pero no los quiero aquí, no quiero que se me acerquen.
—Hola, hermanas, soy el doctor Arán, déjenme reconocer a la paciente, por favor, salgan.
—¡Nooo! no, no, no… por favor no, no me dejen…
—Tranquila. Yo me quedo doctor, hermanas, esperad fuera.
—Claro, sor Aurora, por supuesto. Clara, soy el doctor Arán ¿Recuerdas lo que te pasó?
—Doctor, no creo que sea oportuno…
—Sor Aurora, necesito saber cómo está mi paciente, si recuerda algo de aquella noche, si responde a estímulos visuales. Hay que hablar con ella, tiene que saber…
—Recuerdo todo, doctor. —Empiezo a llorar desconsolada. —Recuerdo lo que me hicieron. Eran tres, la oscuridad, el dolor, las campanas del convento, las oigo…
—Enfermera, inyéctele un calmante por favor.
—Muy bien, Clara, tranquila, ya está —me tranquiliza sor Aurora abrazándome.
—¿Cómo llegué aquí? —El tranquilizante ya corre por mi riego sanguíneo y empieza a adormecerme.
—Los encargados de la limpieza te encontraron y te trajeron aquí inmediatamente ¿Sientes dolor? —me pregunta el doctor.
—Si me muevo, sí, en todo el cuerpo y en este pecho. Los ojos…
—Los tienes muy hinchados, por eso no los puedes abrir. Pronto bajará la inflamación.
—Quiero dormir, por favor… —Ya no puedo más. Los recuerdos cada vez son más nítidos, más insoportables. No quiero recordar.
Despierto, abro los ojos y veo a la hermana Carmen dormida en el sillón al lado de mi cama, con mi mano cogida entre las suyas. Es de noche. Hay una pequeña luz encendida encima de mí. Entreabro los ojos todo lo que puedo. Estoy en el hospital; no veo a las hermanas, solo a sor Carmen. Oigo voces que se acercan y decido hacerme la dormida cuando entran en la habitación.
—Hermana Ana, todas pensamos igual, pero tiene que hablar con la policía o esos desgraciados quedaran impunes.
—Asun, es una niña. Tenemos que ayudarla a olvidar y, si la hacen revivir aquello…
—Hermana, te aseguro que aunque no cuente nada, lo que le ha sucedido no lo va a olvidar en la vida. Sabéis lo que me pasó y os aseguro que no hablarlo, taparlo como si nada hubiera pasado, no va a hacer que lo olvide, al contrario, se enquistará en su interior, lo sé. Tenemos que darle la mano en este camino que tiene que emprender, y ayudarla. Tiene que saber que este hecho horrible va a formar parte de su vida, de sus decisiones futuras, y que las relaciones que emprenda a partir de ahora estarán marcadas por ese hecho. Eso no lo va a evitar nada ni nadie. —Asun… ¿ese es tu secreto?... pobrecita. Empiezo a llorar en silencio, por ella, por mí y por todas las mujeres que han pasado y pasarán por esto. Pero yo puedo poner mi granito de arena y, aunque me va a costar un infierno, tengo que hacerlo, voy a hablar con la policía para intentar ayudar.
—Estoy de acuerdo contigo, hermana Asun; ella no estará sola. Nos tendrá a todas nosotras —dice sor Aurora.
—¿Clara?, cariño, no llores —ahora también llora ella, la hermana Asun.
—Siento lo que te pasó, lo siento tanto, Asun…
—Tranquila, mi niña, ya hace mucho tiempo. He aprendido a vivir con ello y tú también vas a aprender. Todas te vamos a ayudar. Estás rodeada de gente que te quiere y vas a salir de esto. —Me abraza fuerte y yo a ella.
—Clara, tienes que descansar.
—No, sor Aurora. Necesito que me contéis lo que el médico ha dicho. Tengo derecho a saber en qué estado llegué aquí y cómo estoy ahora.
—Creo que será mejor que mañana el médico hable contigo. Ahora es tarde, y hemos decidido que la hermana Carmen se quede esta noche para acompañarte, ¿de acuerdo?
—Está bien, sor Aurora, pero una vez hable con el médico, quiero hablar con la policía, ¿puede usted encargarse por favor?
—Si es lo que quieres, así se hará. Descansa, mañana vendremos a verte y acompañarte. Pequeña, vas a estar bien, te lo prometo. —Se le saltan las lágrimas. Es la primera vez que veo a sor Aurora tan cercana.
—Gracias a todas y vosotras descansad también. No tenéis buena cara, no os preocupéis, estoy bien, voy a estar bien.
—Claro, cariñito. Buenas noches.
Una a una, me besan y abrazan. Mañana será un día duro, pero así tiene que ser.
Me he quedado dormida aquí, otra vez. Últimamente siempre despierto en el mismo sitio. Me desvelo a las dos o tres de la madrugada con esa sensación de ahogo y pánico que tan bien conozco. Entonces me envuelvo en una manta y salgo aquí al patio, me estiro en la tumbona y acabo durmiendo al raso. Las hermanas ya saben que cuando salgan para dirigirse al comedor a desayunar, me van a encontrar aquí. Entonces me echan otra manta por encima y dejan que siga durmiendo hasta que la luz del amanecer me despierte.
Llevo así los últimos seis meses. Los peores seis meses de mi vida pasada, presente y puedo asegurar que futura. No lo supero, no lo olvido, no puedo vivir con ello. Mis amigas han venido, pero no las he querido ver. Sus padres han llamado, pero no he querido hablar con ellos. Quiero estar sola. Solo tolero la presencia de las hermanas, ni siquiera como en el comedor por no tener que ver a los niños. No quiero que me vean, no quiero que me hablen. Solo espero… que el tiempo pase, que este dolor desaparezca, pero nada de eso sucede. Cada día es el mismo, igual de intenso, igual de devastador.
Cuando hace seis meses me desperté en el hospital intenté ser fuerte, me mantuve entera mientras oía al médico explicarme en qué estado estaba. A causa de un mordisco de uno de mis agresores, se me inflamó una glándula mamaria que después se enquistó y se infectó. Los médicos lo intentaron todo y tenían esperanzas, pero nada fue suficiente y, finalmente, dos meses después de la agresión, me empezó a subir la fiebre y vieron que la infección se había extendido, por lo que tuvieron que amputarme el pecho. Era eso o arriesgarse a que la septicemia acabara conmigo.
En esas conversaciones y en las posteriores con la policía adopté una estrategia. No sé cómo sucedió. Simplemente surgió, o mejor dicho, creo que la deseé tanto que me fue concedida. Era capaz de hablar y parecer impasible, porque realmente lo era. He aprendido a aislarme perfectamente. Me comporto como una autómata. Mi alma abandona mi cuerpo cuando quiero, solo necesito unos segundos de concentración y sucede. Es lo único bueno que he sacado de todo esto. Si no fuera por mi nuevo «poder», ya no estaría en este mundo.
Por cierto, pillaron a los desgraciados que hundieron mi vida y, como soy menor, no tuve que ir a declarar. Mis abogados me tomaron declaración y con eso bastó, bueno y que los pillaron infraganti. Esos tres violadores asaltaban a chicas jóvenes; se movían por los barrios altos de Segovia y Madrid. Otras seis chicas fueron asaltadas además de mí. Algunas perdieron la conciencia y no pudieron ayudar demasiado con sus testimonios y otras se encerraron en una coraza tan fuerte que les fue imposible superarlo o volver a hablar del tema. Según me dijo la policía, todas ellas tenían también la marca del mordisco en brazos, piernas o cuello, y esa «marca de la casa» fue clave a la hora de identificarlos, bueno, eso y el rastro de ADN que dejaron en nosotras. Por lo que me ha dicho mi abogada, van a condenarlos a prisión permanente revisable. En veinte años, mínimo, no volverán a salir. Eso me da bastante tranquilidad, pero el daño ya está hecho. No solo me han violado y me han mutilado, me han matado. Porque mi vida se detuvo en aquel momento y nunca más volverá a avanzar.
Las campanas del convento ya no suenan. El primer día que llegué aquí del hospital y las oí tuve un ataque de ansiedad y, desde aquel día, no han vuelto a sonar.
A veces, cuando estoy aquí sentada observando la vida que pasa a mi alrededor, ajena a mí, observo a la nueva novicia. Se llama Margarita y tiene 17 años. Cuando pasa por mi lado me regala una sonrisa franca y fresca, lo sabe, lo veo en sus ojos. Nunca se para a hablar conmigo, tampoco quiero, pero me sonríe, y es la única cosa que espero cada mañana.
Hoy se cumple un año, sor Aurora ha visitado a mi médico y este me ha recetado unas pastillas para que pueda dormir durante toda la noche, sedada como una loca. Hace unos días caí en la cuenta de que ya me he perdido el primer curso de bachillerato, ya lo habría acabado y estaría contenta y feliz, pero aquí estoy, metida en la cama esperando que las pastillas que me ha dado sor Aurora me lleven lejos, al menos por hoy.
Alguien entra en mi cuarto, me traen la comida como cada día y, como cada día, se la llevaran intacta. Pero hoy no es sor Ana; ella nunca me habla, solo acaricia mi cabeza y me besa en la frente.
—Hoy hace un día precioso. Los días pasan y no se recuperan y los vividos se olvidan con el paso del tiempo. —Es Margarita, la novicia.
A partir de ese día, viene Margarita con cada bandeja de comida y siempre me dice una frase que me da que pensar. Me doy cuenta de que esa chica es muy sabia para su edad, una sabiduría, quizá, adquirida a base de sufrimiento.
Los días se suceden con la misma dinámica: Margarita entra, me dejaba la bandeja, se para ante mi cama y me habla. Pero un día, al acercarse a mí, le cojo la mano y ella, aunque está sorprendida y casi asustada diría yo, me regala una sonrisa de las suyas. Le pido que se siente y me hable de ella, de su vida y de cómo llegó aquí. Su historia es triste. Me la cuenta de un tirón, como alguien que se quita una tirita rápido, para que duela menos. Resulta que la madre de Margarita, Rosaura, y el señor de la casa donde trabaja, tuvieron un romance y se quedó embarazada. Fue un escándalo en la familia, pues el señor tenía mujer e hija, y era gente de la alta sociedad madrileña. Los primeros años, Margarita y su madre continuaron trabajando y viviendo en la casa pues, aunque era un infierno, necesitaban el dinero. Pero cuando la hija de los señoritos que era dos años mayor que Margarita, la tiró por las escaleras, decidieron que lo mejor era que ella se fuera a vivir con sus abuelos. Rosaura siguió trabajando para los señores y Margarita vivió en Brunete hasta que sus abuelos murieron. Rosaura le pidió a su señor y padre de Margarita, que la trajera cerca de ella, nunca le había pedido nada, conservaba el trabajo a cambio de su silencio y le pagaban el sueldo que le pertenecía, pero en esa ocasión se armó de valor y exigió al padre de su hija ese favor. Al final se lo concedió; donó una suma importante de dinero al convento y las hermanas acogieron a Margarita. Para ella su madre es su mundo y su único familiar. Cada domingo coge el autobús hasta aquí y pasan el día juntas. Rosaura vive un infierno en esa casa, ya que la señora y la hija, conocedoras de toda la historia, la tratan mal, pero necesita el trabajo y no puede renunciar, así que hace su trabajo y aguanta las humillaciones a cambio de un sueldo y de tener a su hija cerca. Rosaura es una luchadora y Margarita también. Sus vidas no son fáciles, pero siempre sonríen y agradecen lo poco que tienen y, para ellas, estar juntas lo es todo.
A partir de ese día, Margarita se convierte en mi amiga y poco a poco me abro a ella. Sé que es solo un paso, pero para mí es uno gigantesco. Alguien ha conseguido llegar a mí, conectar conmigo, acercarse… sin que salga corriendo.
Ya hace un año y cuatro meses y hoy las hermanas, lideradas por sor Aurora, me han hecho una encerrona. Cuando he ido a comer a la cocina, allí estaban mis amigas Irene y Lara. Me he quedado paralizada mirándolas. Ellas lloraban cogidas de la mano, esperando temerosas mi reacción y en ese momento lo he visto: el dolor que sienten por mí, el sufrimiento que han pasado todas las personas de este convento y que yo no he querido ver. Este dolor me ha convertido en un ser egoísta. No he pensado en el daño que mi actitud estaba haciendo a las personas que me quieren. Nos hemos unido en un abrazo silencioso que lo decía todo sin palabras. No lo sabía hasta ese momento, pero las he necesitado muchísimo y no voy a volver a alejarlas de mí. Me cuentan, me preguntan y les cuento todo con una sorprendente naturalidad. Me ha ayudado muchísimo, llorar y reír con ellas. Ha sido la mejor terapia del mundo. Y mientras las miraba, he tomado una decisión: no las puedo perder, no puedo seguir dejando pasar el tren de mi vida; tenemos que irnos juntas a estudiar a Madrid. Ese era nuestro sueño y lo vamos a llevar a cabo, pero para eso tengo que ponerme las pilas y prepararme para la selectividad. Ya he perdido un año de bachillerato. No pasa nada, tengo un año por delante para prepararme la selectividad y lo voy a hacer aquí. Por supuesto, Elo me ayudará. Lo conseguiré. Este año será un reto, uno de los muchos que voy a tener que afrontar. Tengo que estudiar, tengo que abrirme a los que me quieren y, lo peor de todo…, tengo que salir a la calle y exponerme al mundo.
Elo se ha puesto loca de contenta cuando le he dicho lo que me he propuesto. Todas las hermanas y sor Aurora han respirado aliviadas. Sé que es solo el principio de un camino, que será duro, pero al menos he empezado a andarlo.
Me alegra que Margarita esté conmigo, hablamos y me ayuda a estudiar, una amistad ha nacido entre nosotras como crece una flor en medio de un basurero. Lo voy a lograr, soy una superviviente, estoy rodeada de gente que me quiere y por ellas y por mí, voy a salir de esta.